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Tormento - 11
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sí mismo. Pero aun con el poder que tenía, no eran innecesarios de vez
en cuando algunos esfuerzos para sostener el austero papel de persona
intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple
mecanismo del Estado, la Religión y la Familia. Aquel propietario que se
había enojado con Mompous porque este quiso ponerle, en el reparto de
contribuciones, un poco menos de lo que le correspondía; aquel hombre
que, por no desentonar en el concierto religioso de su época, había dado
algún dinero para el Papa, no podía en manera alguna ir a la posesión de
su amoroso bien por caminos que no fueran derechos. «Todo con orden,
decía; o no viviré o viviré con los principios».
XXIV
Después de tres días de ausencia, disculpada con pretexto de ocupaciones
graves en su casa, fue Amparo a la de Bringas. Subiendo la escalera,
temía que los escalones se acabasen. ¿Cómo la recibiría Rosalía,
sabedora ya de su noviazgo? Porque la huérfana no amaba a su excelsa
amiga, y aquel respeto que le tenía será mejor calificado si le damos el
nombre de miedo. El señor D. Francisco sí le inspiraba afecto, y
pensando en los dos y en lo que dirían, entró en la casa. Sin saber por
qué, diole vergüenza de verse allí con su vestido recientemente
arreglado, sus botas nuevas, su velo nuevo también. Creía faltar al
pudor de su pobreza.
Rosalía salió a su encuentro en el pasillo, riendo, y luego la abrazó
con afectados aspavientos de cariño. Tales vehemencias, por lo excesivas
debían de ser algo sospechosas; pero Amparo, cortada como una colegiala
a quien sorprendieran en brazos de un sargento, las admitió como buenas.
A las vehemencias siguieron ironías de muy mal gusto.
«Vaya, mujer, gracias a Dios que pareces por aquí. Como estás tan
encumbrada, ya no te acuerdas de estos pobres... ¡Buena lotería te ha
caído! No, no la mereces tú, aunque reconozco que eres buena... ¡Suerte
mejor...! Siéntate... Quiere Agustín que vivas con nosotros, y no nos
oponemos a ello... Al contrario, tenemos mucho gusto. No sé si te podrás
acomodar en esta estrechura, porque como ya tienes la idea de vivir en
aquellos palacios, te parecerá esto una cabaña».
Recobrándose, contestó la novia que lo agradecía mucho; pero que no
pudiendo dejar sola a su hermana, seguiría viviendo en su casa, sin
perjuicio de ir a la de Rosalía, como siempre, para ayudarla en lo que
pudiera.
«¡Vaya con Agustín, y qué callado lo tuvo! Este hombre es todo misterio.
Mira tú, yo no me fiaría mucho... Pues sí, puedes estar aquí todo el
día; comerás con nosotros, lo poco que haya. Después te irás tú a tu
alcázar, y nosotros nos quedaremos en nuestra choza. A buen seguro que
os molestemos... ¡Mira que haciendo yo ahora la mamá contigo...! Pero
por Agustín y por ti, ¿qué no haré yo? Siéntate... Me coserás estas
mangas... ¡Ah!, no, ¡qué atrevimiento! Perdona».
--Sí, sí, vengan... Pues no faltaba más...
Bringas, que se acababa de afeitar en su cuarto, salió sin gafas al
comedor enjugándose la carita sonrosada y muy pulida.
«Amparito, ¿cómo estás? Yo, bien. ¡Ah!, bribonaza, ¡qué suerte has
tenido!... A mí me lo debes. Buenas cosas le he dicho de ti al primo...
Te he puesto de hoja de perejil, como puedes suponer. La verdad, le
tienes encantado... Esto se podría titular _El premio de la virtud_. Es
lo que yo digo, el mérito siempre halla recompensa».
Poco después de esto, Bringas y su mujer se secreteaban en el despacho.
«Agustín va a tener carruaje. Ya lo ha encargado a París».
--¡Ah!...--exclamó la dama, esponjándose, pues ya le parecía que se
arrellanaba en el blando coche de sus amigos.
--Es preciso que la trates muy bien. Tendrán abono en todos los teatros.
--Amparo--decía poco después la Pipaón a su protegida--; mira; no te
canses la vista en ese punto tan menudo. Mañana o pasado irás conmigo a
las tiendas. Agustín me ha encargado que le haga varias compras, y ya
ves... conviene que des tu parecer y escojas lo que más te guste, puesto
que todo es para ti. También yo tengo que procurarme algunas fruslerías,
porque es indispensable que vayamos al baile de Palacio... Ven a mi
cuarto; verás el vestido de color de melocotón que me ha mandado Su
Majestad.
Esto de la indispensable asistencia al baile traía muy pensativo a
Thiers, pues aunque los gastos no eran muchos, superaba su cifra a las
de todo el capítulo de lo superfluo, correspondiente a tres meses. Mas
con valeroso rigor Bringas echó abajo partidas afectas a la misma
exigencia vital, y la familia fue condenada a no tener en sus yantares,
durante un mes, más que lo preciso para no morirse de hambre. Y como él
no podía ya presentarse decorosamente con el gabán de seis años, hubo de
encargarse uno, valiéndose de un sastre que le debía favores y que se lo
hacía por el coste del paño. Se corrieron las órdenes para que los
chicos tiraran hasta Febrero con los zapatos que tenían, y se suprimió
la luz del recibimiento, la propina del sereno y otras cosas. Rosalía,
siempre atormentada por la creciente escasez, veía negro el porvenir,
más entenebrecido aún con los anuncios de revolución que estaban en
todas las bocas. Una cosa le consolaba. Su hija tenía ya piano y
maestro, y recibiría aquella parte de la educación tan necesaria en una
joven de buena familia. Y la niña era tan aplicada que toda la santa
tarde y parte de la noche estaba toqueteando sus fáciles estudios;
novedad que encontró Amparo en la casa aquel día. La enojosa música y la
soporífera conversación del señor de Torres llevaron su espíritu a un
grande aburrimiento. Caballero fue al caer de la tarde, y después de un
rato de agradable tertulia la acompañó hasta su casa. Aquella vez
Rosalía no le hizo ya ningún encargo de tubos, ovillos de algodón, ni de
botones o varas de cinta, y la despidió, lo mismo que Bringas, con
melosas palabrillas.
Recogida en la soledad de su casa, Amparo tuvo aquella noche un feliz
pensamiento. No supo como se le había ocurrido cosa tan acertada, y
juzgó que el mismo Espíritu Santo se había tomado el trabajo de
inspirársela. La feliz ocurrencia era llamar en su auxilio a la
religión. Confesando su pecado ante Dios, ¿no le daría Éste valor
bastante para declararlo ante un hombre? Claro que sí. Nunca había ella
descargado su conciencia de aquel peso como ordena Jesucristo. Su
devoción era tibia y rutinaria. No iba a la iglesia sino para oír misa,
y si bien más de una vez se le ocurrió que debía acercarse al tribunal
de la penitencia, tuvo gran miedo de hacerlo. Su pecado era enorme y no
cabía por los agujerillos de la reja de un confesionario, grandes para
la humana voz, chicos, a su parecer, para el paso de ciertos delitos.
«Nada, nada--pensó confortándose mucho con esto y llena de alborozo--;
un día cualquiera, luego que me prepare bien, me confieso a Dios, y
después... seguramente tendré un valor muy grande».
¡Qué acertado proyecto!... ¡ampararse de la religión, que no sería nada
si no fuera el pan de los afligidos, de los pecadores, de los que
padecen hambre de paz! ¡Y a ella, la muy tonta, no le había pasado por
las mientes proceder tan sencillo, tan natural...! Iría, sí, resuelta y
animosa, al tribunal divino. Si ya sentía robustez de espíritu sólo con
el intento, ¿qué sería cuando al intento siguiera la realización de él?
El temor que siempre tuvo de un acto tan grave, disipose; y si el
sacerdote, viéndola hondamente arrepentida, la perdonaba, ya tenía su
alma vigor bastante para presentarse al hombre amado y decirle: «Cometí
enorme falta; pero estoy arrepentida. Dios me ha perdonado. Si tú me
perdonas, bien. Si no, adiós... cada uno en su casa».
Todo cuanto veía, todo, apoyaba su cristiana idea; el cielo y la tierra,
y aun los objetos más rebeldes a la personificación se trocaban en seres
animados para aplaudirla y festejarla. El retrato de su padre la
felicitaba con sus honrados ojos, diciéndole: «Pero, tonta, si te lo
vengo diciendo hace tanto tiempo, ¡y tú sin querer entender...!».
La noche la pasó gozosa. ¡Oh ventajas de un buen propósito! En las
enfermedades de la conciencia el deseo de medicina es ya la mitad del
remedio. Pensó mucho durante la noche en cómo sería el cura, cómo
tendría el semblante y la voz. Por grande que fuera su vergüenza ante
Dios, más fácil le sería verter su pecado en todos los confesonarios de
la cristiandad que en los oídos de su confiado amante. Pero estaba
segura de que una vez dado aquel paso, lo demás se le facilitaría
grandemente.
Dejó pasar tres días, y al cuarto, levantándose muy temprano, se fue a
la Buena Dicha. Entró temblando. Figurábase que allí dentro tenían ya
noticia de lo que iba a contar y que alguien había de decirle: «Ya
estamos enterados, niña». Mas la apacible solemnidad de la iglesia le
devolvió el sosiego y pudo apreciar juiciosamente el acto que iba a
realizar. Y por Dios que duró bastante tiempo. Las beatas que esperaban
de rodillas a conveniente distancia, y eran de esas que van todos los
días a consultar escrúpulos y a marear a los confesores, se
impacientaban de la tardanza, renegando de la pesadez de aquella señora,
que debía de ser un pozo de culpas.
Cuando se retiró del confesonario sentía un gran alivio y espirituales
fuerzas antes desconocidas. Cómo se habían deslizado sus tenues palabras
por los huequecillos de la reja, ni ella misma lo sabía. Fue
encantamento, o hablando en cristiano, fue milagro. Asombrábase ella de
que sus labios hubieran dicho lo que dijeron, y aun después de hecha la
confesión, le parecía que se habían quedado atravesadas en la reja
expresiones que no eran bastante delgadas, bastante compungidas para
poder entrar. El cura aquel, a quien la pecadora no vio, era muy
bondadoso; habíale dicho cosas tremendas, seguidas de otras dulces y
consoladoras. ¡Oh!, ¡penitencia, amargor balsámico, dolor que cura! Fue
como un suicidio cuando la pecadora se rasgó el pecho y enseñó su
conciencia para que se viera todo lo que había en ella. Mostrando lo
corrupto, mostraba también lo sano. El sacerdote le había prometido
perdonarla; pero aplazando la absolución para cuando la penitente
hubiese revelado su culpa al hombre que quería tomarla por esposa.
Amparo creía esto tan razonable como si fuera dicho por el mismo Dios, y
prometió con toda su alma obedecer ciegamente.
Antes de salir de la iglesia una visión desagradable turbó la paz de su
espíritu. Allá en el extremo de la nave vio una mujer vestida de negro,
sentada en un banco, la cual no le quitaba los ojos. Era Doña Marcelina
Polo. La penitente se cubría la cara con el velo de la mantilla deseando
no ser conocida; pero ni por esas... La otra no la dejaba descansar ni
un punto del martirio de sus miradas. Para abreviarlo, Amparo, que
pensaba oír dos misas, se fue después de oír una.
Al regresar a su casa midió las fuerzas que le habían nacido y se
asombró de lo grandes que eran.
«Ahora sí que se lo digo--pensaba--; ahora sí. No me faltan palabras,
como no me falta valor. Tan cierto es que hablaré, como ahora es día...
Veamos; empiezo así: «¡Hoy me confesé!...» De esto a lo demás es llano
el camino. Le diré: 'Tenía un gran pecado'. '¿Cuál es? ¿Lo puedo saber
yo?'. 'No sólo puedes sino que debes saberlo, pues antes de que lo
sepas, no debo pensar en casarme'. Palabra tras palabra, va saliendo, va
saliendo la cosa como salió en el confesonario. Si después de saber mi
arrepentimiento, insiste, le pondré por condición irnos a vivir a un
país extranjero para evitar complicaciones».
Segura y animosa, deseaba ardientemente que Caballero viniese pronto
para plantear la cuestión desde que entrara. Aquel día no podía faltar.
Habían concertado que ella no saliera los martes y viernes y que
Caballero la visitaría en tales días para hablar con más libertad que en
la casa de Bringas. Era viernes.
Refugio estaba aquel día muy risueña.
«Ya sé--le dijo--, que tienes visitas. Me lo ha contado Doña Nicanora.
Chica, estás de enhorabuena».
Eludió Amparo conversación tan peligrosa, y como no quería dar todavía
explicaciones a su indiscreta hermana, la invitó a que se marchara, de
una vez. No se hizo de rogar la otra. Su pintor la esperaba para modelar
la figura de una maja _calipiga_ ayudando a enterrar las víctimas del 2
de Mayo. Engullendo a toda prisa su breve almuerzo, salió.
Poco después llamaron a la puerta. ¿Sería él? Aún era temprano... ¡Jesús
mil veces, el cartero!... De manos de aquel hombre recibió Amparo una
carta, y verla y temblar de pies a cabeza todo fue uno. Mirábala sin
atreverse a abrirla. Conocía la odiada letra del sobre. Por Celedonia,
que días antes fue a pedirle limosna, sabía que su enemigo estaba en el
campo; pero no pechaba la infeliz que tuviera el antojo de escribirle.
¿Abriría la epístola, o la arrojaría al fuego sin leerla? ¡Y en qué
momentos venía Satanás a turbar su espíritu, cuando se había puesto en
paz con Dios, cuando había fortalecido su conciencia!
«Pero la leeré--dijo--; la leeré, porque lo que diga aumentará mi santo
horror, y me dará fuerzas mayores aún. Hoy no me puede enviar Dios una
nueva pena, sino el alivio de las antiguas».
XXV
La carta estaba escrita con lápiz, y decía así:
«El Castañar, a 19 de Diciembre de 1867.
»Tormento mío, Patíbulo, Inquisición mía: Aunque no desees saber de este
pobre, yo quiero que lleguen a ti noticias mías. Mandome aquí a hacer
vida rústica y penitente ese santote de Nones, y aunque me prohibió,
entre otras cosas, el juego de cartitas, no puedo resistir a la
tentación de escribirte esta, que seguramente será la última. ¡Y por
Dios que acertó mi amigo! Tan bueno estoy, que no me conozco. El
ejercicio, la caza, el aire puro, el continuo pasear, el trabajo
saludable me han puesto en diez días como nuevo. Estoy hecho un salvaje,
un verdadero hombre primitivo, un troglodita sin cuevas y un anacoreta
sin silicio. Vivo entre bueyes, perros, conejos, perdices, cuervos,
cerdos, mulos, gallinas y alguno que otro ser en figura humana, que me
recuerda más aún la inocencia y tosquedad de los tiempos patriarcales.
Me figuro ser el papá Adán, solo en medio del Paraíso, antes de que le
trajeran a Eva, o se la sacaran de la costilla, como dice el señor de
Moisés. Llevo un pañuelo liado a la cabeza, gorra de pelo y un chaquetón
de paño pardo que me ha prestado el leñador. He recobrado mi agilidad de
otras edades y un voraz apetito que me dice que aún soy hombre para
mucho tiempo. Lo que no vuelve es la alegría ni la paz de mi espíritu.
Estoy expulsado de la vida y confinado a un rústico limbo, del cual creo
saldré sano, pero idiota. La bestia vive, el ser delicado muere; ¿pero
qué importa, ¡oh rabiosa ironía!, si se han salvado los principios?
»Te escribo con un pedazo de lápiz romo, sentado sobre un montón de paja
de cuadra y de dorado estiércol, que a los rayos del sol parece, no te
rías, hacinamiento de hilachas de oro. Rodéame una movible corte de
gallinas, con crestas rojas, saltando sobre el estiércol de paja,
parecen baile del coral sobre tapiz de rayos, no te rías... ¡Vaya unos
disparates!... También andan por aquí dos señores pavos que sin cesar
hacen la rueda a mi lado, como si quisieran expresarme el alto desprecio
que sienten hacia mí. Un cerdito está hozando a mi espalda, y un perro
de campo se pasea por delante, melancólico, pensando quizás en la
inestabilidad de las cosas perrunas.
»Hombres no se ven ahora por aquí. Los de este lugar, con su sencillez
ingenua, son lección viva y permanente de la superioridad de la
Naturaleza sobre todo. ¡Malditos los que en el laberinto artificioso de
las sociedades han derrocado la Naturaleza para poner en su lugar la
pedantería, y han fundado la ciudadela de la mentira sobre un montón de
libros amazacotados de sandeces!... No te rías».
--Está loco--pensó Amparo, y siguió leyendo:
«Mi buen amigo se ha empeñado en curarme por completo. La primera parte
de la medicina no ha sido ineficaz; pero ahora viene la segunda,
Tormento mío, la segunda y más fiera y amarga parte. Pero he jurado
obedecer, y por mí no ha de quedar. Estoy decidido a llegar hasta el
fin, a entregarme cruzado de brazos al idiotismo, a ver si de él, como
dice Nones, nace mi salvación social y espiritual. Atiende bien a lo que
sigue, y alégrate, pues deseas perderme de vista. Nones me escribe que
ya ha conseguido mi placita para Filipinas y que me disponga, al
dilatado viaje, que me parece un viaje al otro mundo. Si acompañado
fuera, ¡cuán feliz! Pero voy solo, y muérame de una vez.
»No sé aún cuándo saldré, pero será pronto.
»Entre mi hermana y Nones me arreglan el gasto de pasaje y lo demás que
necesite. De aquí me planto en Alicante para ir luego a Marsella. Esto
es forzoso, definitivo, irrevocable. Es también como darse una puñalada;
pero me la doy, y veremos dónde y cómo resucito. Cometo la imprudencia
de desobedecer a mi amigo en esto de darte la despedida. No le digas
nada si lo ves, y recibe mi adiós último. Tenme compasión, ya que no
otro sentimiento. Si te metes monja, reza por mí; conságrame dos o tres
lágrimas contándome entre los muertos, y pido a Dios que me perdone».
La carta no decía más. Entre aquel desordenado fárrago de conceptos,
propios de un loco, con mezcla de bufonadas y de alguna idea juiciosa,
se destacaba un hecho feliz. Amparo prescindía de todo para no ver más
que el hecho. ¡Se iba, se iba para siempre! «Reza por mí, contándome
entre los muertos», decía la carta. Esta frase declaraba roto y hundido
para siempre aquel horrible pasado, y el grave problema se resolvía
llana y naturalmente, sin escándalo... Gozo vivísimo inundó el alma de
la Emperadora. Daba gracias a Dios de aquel inesperado suceso, diciendo
para sí: «¡Se va, se acabó todo! Dios me allana el camino, y nada tengo
que hacer por mí».
La idea del alejamiento del peligro enfrió su ánimo envalentonado por la
confesión y dispuesto para una confesión nueva. La debilidad, recobrando
su imperio momentáneamente perdido, se asentó con orgullo en aquel
ingenuo ser, no nacido para acometer la vida, sino para recibirla como
se la dieran las circunstancias.
El aplazamiento del peligro traía la no urgencia del remedio y tal vez,
tal vez su inutilidad. La entereza de la penitente desmayó, y el
sinsabor y las dificultades de declararse a su futuro amargaron su
espíritu. Aceptaba con descanso aquella solución transitoria que le
ofreció la Providencia, y se resistía a procurarla terminante y segura
por sí misma.
«Que se lo he de decir es indudable--pensó--; pero me parece que ya no
corre tanta prisa. Hay que discurrir con calma los términos con que lo
he de contar».
Estaba entregando la carta a las ascuas del fogón, cuando la campanilla
anunció a Caballero. Entró, y se sentaron el uno frente al otro. Miraba
la Emperadora a su amante, y sólo con el pensamiento de que había de
confesarse a él se ruborizaba. ¡Qué vergüenza! Los bríos de aquella
mañana, ¿dónde estaban?
Y dejándose llevar del curso fácil de una desabrida conversación de
amores, se fue olvidando del mandato del buen sacerdote. A ratos bullía
su conciencia; pero pronto la misma conciencia, emperezada, se
arrellanaba en un lecho de rosas. Es de notar que, por el temperamento
de ambos amantes, en su coloquio se entrelazaba el espiritualismo propio
de tal ocasión con ideas prácticas y apreciaciones sobre lo más
rutinario de la vida.
La mayor felicidad del mundo consistía, según Caballero, en que dos
caracteres saborearan su propia armonía y en poder decir cada uno: «¡qué
igual soy a ti!...». Cuando él (Agustín) la conoció, hubo de sentir
grandísima tristeza, pensando que tan hermoso tesoro no sería para él...
Cuando ella le conoció diéronle ganas de llorar, pensando que un hombre
de tales prendas no pudiese ser su dueño... Porque ella (Amparo) no
valía nada; era una pobre muchacha que si algún mérito tenía era el de
poseer un corazón inclinado a todo lo bueno, y mucho amor al trabajo...
Las cosas del mundo, que a veces parecen dispuestas para que todo salga
al revés de lo natural y contra el anhelo de los corazones, se habían
arreglado aquella vez para el bien, para la armonía... ¡Qué bueno era
Dios! También él tenía afición al trabajo, y si no le distrajeran el
amor y los preparativos de la boda, estaría aburridísimo. En cuanto se
casara, habría de emprender algún negocio. No podía vivir sin
escritorio, y el libro mayor y el diario eran el quita-pesares mejor que
pudiera apetecer... Con esto y el amor de la familia, sería el más feliz
de los hombres... Tendrían pocos, pero buenos amigos; no darían
comilonas. Cada cual que comiera en su casa. Pero sabrían agasajar a los
menesterosos y socorrer muchas necesidades... A él le gustaba que todo
se hiciera con régimen, todo a la hora; así no habría nunca barullo en
la casa... Para eso ella se pintaba sola; era muy previsora, y todo lo
disponía con la anticipación conveniente para que en el instante preciso
no faltase. ¡Y que ya andarían listos los criados, ya, ya!... Ella no
les perdonaría ningún descuido... A él le gustaban mucho, para almorzar,
los huevos con arroz y frijole. El frijole de América era muy escaso
aquí, pero Cipérez solía tenerlo... Lo que ella debía hacer era
acostumbrarse a llevar su libro de cuentas, donde apuntara el gasto de
la casa. Cuando no se hace así, todo es barullo, y se anda siempre a
oscuras... Irían a los teatros cuando hubiera funciones buenas; pero no
se abonarían, porque eso de que el teatro fuese una obligación no le
agradaba ni a uno ni a otro. Tal obligación sólo existía en Madrid,
pueblo callejero, vicioso, que tiene la industria de fabricar tiempo. En
Londres, en Nueva York no se ve un alma por las calles a las diez de la
noche, como no sea los borrachos y la gente perdida. Aquí la noche es
día, y todos hacen vida de holgazanes o farsantes. Los abonos a los
teatros, como necesidad de las familias, es una inmoralidad, la negación
del hogar... Nada, nada, ellos se abonarían a estar en su casita. Otra
cosa: a ella no les gustaba dar dinerales a las modistas, y aunque
tuviera todos los millones de Rostchild, no emplearía en trapos sino una
cantidad prudente. Además, sabía arreglarse sus vestidos... Otra cosa:
tendrían coche, pues ya estaba encargado a la casa Binder; un landó sin
lujo para pasear cómodamente, no para ir a hacer la rueda a la
Castellana, como tanto bobo. Siempre que salieran en carruaje,
convidarían a Rosalía, que se pirraba por zarandearse. Ambos concordaban
en el generoso pensamiento de ayudar a la honesta familia de D.
Francisco, obsequiando sin cesar a marido y mujer, y discurriendo una
manera delicada de socorrer su indigencia sobredorada... Él pensaba
señalarle un sobresueldo para vestir, calzar, educar a los pequeños y
llevarlos a baños. ¿Pero cómo proponérselo? ¡Ah! Ella se encargaría de
comisión tan agradable. Por de pronto les invitarían a comer dos veces
por semana... A él le daba por tener buenos vinos en su bodega. Sobre
todo, de las famosas marcas de Burdeos no se le escaparía ninguna. ¿Y
era Burdeos bonito? ¡Oh!, precioso. (Descripción de los _Quinconces_,
del puerto, de la _Allée de l'Intendence_, de la _Croix Blanche_ y de
los amenos contornos llenos de hermosas viñas). A esta ciudad tranquila,
que parece corte por la suntuosidad de sus edificios, sin que haya en
ella el tumulto ni las locuras de París, irían los esposos a pasar una
temporadita. Otra cosa: a él no le disgustaban las comidas francesas...
Bien, bien, porque ella había aprendido con su tía Saturna a hacer
_beefsteack_ y otras cosillas extranjeras... De las comidas españolas
algunas no le hacían feliz, otras sí... Por fortuna ella aprendería
diversas maneras nuevas de guisar, porque como habían de ir también a
Londres... Pasados años y años se querrían lo mismo que entonces, porque
su cariño no era una exaltación de esas que en su propia intensidad
llevan el germen de su corta duración; no era obra de la fantasía, ni
capricho de los sentidos; era todo sentimiento, y como tal se
robustecería con el curso del tiempo. Era un amor a la inglesa, hondo,
seguro y convencido, firmemente asentado en la base de las ideas
domésticas...
Con esta música que de los labios de uno y otro afluía en alternadas
estrofas, a veces tranquilamente, a veces juntándose y sobreponiéndose
como los miembros de un dúo, Amparo se olvidaba de todo. Volviendo de
improviso sobre sí misma, sentía escozores de la antigua herida, y su
dolor agudo la obligaba a contener el vuelo por aquellas regiones de
dicha... Pero ella misma trataba de suavizar la llaga con remedios
sacados de su imaginación. Veía un hombre bárbaro, navegando en veloz
canoa con otros salvajes por un río de lejanas o inexploradas tierras,
como las que traía en sus estampas el libro de _La vuelta al mundo_. Era
un misionero, que había ido a cristianizar cafres en aquellas tierras
que están a la otra parte del mundo redondo como una naranja, allá donde
es de noche cuando aquí es de día.
Hacia el término de la visita, ya sobre las seis, entró Refugio, cosa
que mortificó mucho a Amparo, por temor de que su hermana no tuviese en
presencia de Caballero el necesario comedimiento. Refugio se había
desenvuelto mucho y podía dar a conocer con una palabra la diferencia
que existía entre ella y una señorita decente. En honor de la verdad, la
muchacha se portó bien, y como no carecía de ciertos principios, supo
aparecer juiciosa sin serlo. Pero la otra no tenía sosiego, y deseaba
que Caballero se marchase. Siempre que veía junto a su amigo a cualquier
sujeto, conocedor de los secretos de ella, temblaba de pavor, y el
azoramiento ponía en su semblante ora llamas ora mortal palidez. Por fin
retirose Agustín y su futura respiró.
¡Refugio lo sabía!... Refugio era, por su indiscreción, un peligro
constante... Sofocadísima con esta idea, la novia hizo propósito de
inclinar el ánimo de su marido, luego que lo fuese, a establecerse en
lugar muy distante de Madrid. Quería dejar aquí todo: relaciones,
parentescos, memorias, lo pasado y lo presente. Hasta el aire que
respiraba en Madrid parecíale tener en su vaga sustancia algo que la
denunciaba, algo de indiscreto y revelador, y ansiaba respirar ambiente
nuevo en un mundo y bajo un cielo distintos de este, a los cuales
pudiese decir: «Ni tú, aire, me conoces; ni tú, cielo, me has visto
nunca; ni tú, tierra, sabes quién soy».
XXVI
Su hermana le dio bromitas aquella noche.
«Buen pájaro te ha caído en la red. Asegúrale, chica, todo el tiempo que
puedas, que de estos no caen todos los días. Pero Dios te hizo tan sosa,
que le dejarás escapar... Si fuera mía esa presa, primero me desollaban
viva que soltarla yo de las garras. Pero tú, como si lo viera eres tan
pavota, tan _silfidona_, que por una palabra de más o de menos te lo
dejarás quitar. Como le sueltes, es para mí».
Esta desenvoltura y este ordinario modo de hablar mortificaban tanto a
la mayor de las Emperadoras, que amonestó a su hermana con aspereza.
«¿Sermoncito tenemos?--decía la otra--. Cierra el pico, si no quieres
que me marche y no vuelva a parecer por aquí. Para lo que me das...».
Siguió charlando cual cotorra que ha tomado sopas de vino. Amparo,
disgustadísima, hubo de pensar que más fácilmente dominaría a su
basilisco por buenas que por malas, y no quiso contestar a tanto
disparate. Acostáronse, y de cama a cama, empeñadas en fácil charla, la
mayor reveló a la pequeña la verdadera situación. Aquel señor no era su
amante, era su novio y se iba a casar con ella. Reíase la otra; mas al
fin hubo de creer lo que veía. ¡Y qué bien se explicó Amparito!... Si
Refugio se enmendaba, si era juiciosa, si no la entorpecía con sus
genialidades, su hermana le daría cuanto necesitase... Eso sí; era
indispensable poner término a las locurillas. La cuñada de un sujeto tan
principal tenía que ser muy decente... ¡Vaya! Si no, no la reconocería
por hermana. Ante las dos se abría un porvenir brillante. Convenía que
ambas se hiciesen dignas de la fortuna que el Señor les deparaba.
Estas revelaciones hicieron efecto en el ánimo de Refugio, que se durmió
alegre y soñó que habitaba un palacio, con otras mil majaderías más. Al
día siguiente estaba muy razonable y sumisa.
en cuando algunos esfuerzos para sostener el austero papel de persona
intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple
mecanismo del Estado, la Religión y la Familia. Aquel propietario que se
había enojado con Mompous porque este quiso ponerle, en el reparto de
contribuciones, un poco menos de lo que le correspondía; aquel hombre
que, por no desentonar en el concierto religioso de su época, había dado
algún dinero para el Papa, no podía en manera alguna ir a la posesión de
su amoroso bien por caminos que no fueran derechos. «Todo con orden,
decía; o no viviré o viviré con los principios».
XXIV
Después de tres días de ausencia, disculpada con pretexto de ocupaciones
graves en su casa, fue Amparo a la de Bringas. Subiendo la escalera,
temía que los escalones se acabasen. ¿Cómo la recibiría Rosalía,
sabedora ya de su noviazgo? Porque la huérfana no amaba a su excelsa
amiga, y aquel respeto que le tenía será mejor calificado si le damos el
nombre de miedo. El señor D. Francisco sí le inspiraba afecto, y
pensando en los dos y en lo que dirían, entró en la casa. Sin saber por
qué, diole vergüenza de verse allí con su vestido recientemente
arreglado, sus botas nuevas, su velo nuevo también. Creía faltar al
pudor de su pobreza.
Rosalía salió a su encuentro en el pasillo, riendo, y luego la abrazó
con afectados aspavientos de cariño. Tales vehemencias, por lo excesivas
debían de ser algo sospechosas; pero Amparo, cortada como una colegiala
a quien sorprendieran en brazos de un sargento, las admitió como buenas.
A las vehemencias siguieron ironías de muy mal gusto.
«Vaya, mujer, gracias a Dios que pareces por aquí. Como estás tan
encumbrada, ya no te acuerdas de estos pobres... ¡Buena lotería te ha
caído! No, no la mereces tú, aunque reconozco que eres buena... ¡Suerte
mejor...! Siéntate... Quiere Agustín que vivas con nosotros, y no nos
oponemos a ello... Al contrario, tenemos mucho gusto. No sé si te podrás
acomodar en esta estrechura, porque como ya tienes la idea de vivir en
aquellos palacios, te parecerá esto una cabaña».
Recobrándose, contestó la novia que lo agradecía mucho; pero que no
pudiendo dejar sola a su hermana, seguiría viviendo en su casa, sin
perjuicio de ir a la de Rosalía, como siempre, para ayudarla en lo que
pudiera.
«¡Vaya con Agustín, y qué callado lo tuvo! Este hombre es todo misterio.
Mira tú, yo no me fiaría mucho... Pues sí, puedes estar aquí todo el
día; comerás con nosotros, lo poco que haya. Después te irás tú a tu
alcázar, y nosotros nos quedaremos en nuestra choza. A buen seguro que
os molestemos... ¡Mira que haciendo yo ahora la mamá contigo...! Pero
por Agustín y por ti, ¿qué no haré yo? Siéntate... Me coserás estas
mangas... ¡Ah!, no, ¡qué atrevimiento! Perdona».
--Sí, sí, vengan... Pues no faltaba más...
Bringas, que se acababa de afeitar en su cuarto, salió sin gafas al
comedor enjugándose la carita sonrosada y muy pulida.
«Amparito, ¿cómo estás? Yo, bien. ¡Ah!, bribonaza, ¡qué suerte has
tenido!... A mí me lo debes. Buenas cosas le he dicho de ti al primo...
Te he puesto de hoja de perejil, como puedes suponer. La verdad, le
tienes encantado... Esto se podría titular _El premio de la virtud_. Es
lo que yo digo, el mérito siempre halla recompensa».
Poco después de esto, Bringas y su mujer se secreteaban en el despacho.
«Agustín va a tener carruaje. Ya lo ha encargado a París».
--¡Ah!...--exclamó la dama, esponjándose, pues ya le parecía que se
arrellanaba en el blando coche de sus amigos.
--Es preciso que la trates muy bien. Tendrán abono en todos los teatros.
--Amparo--decía poco después la Pipaón a su protegida--; mira; no te
canses la vista en ese punto tan menudo. Mañana o pasado irás conmigo a
las tiendas. Agustín me ha encargado que le haga varias compras, y ya
ves... conviene que des tu parecer y escojas lo que más te guste, puesto
que todo es para ti. También yo tengo que procurarme algunas fruslerías,
porque es indispensable que vayamos al baile de Palacio... Ven a mi
cuarto; verás el vestido de color de melocotón que me ha mandado Su
Majestad.
Esto de la indispensable asistencia al baile traía muy pensativo a
Thiers, pues aunque los gastos no eran muchos, superaba su cifra a las
de todo el capítulo de lo superfluo, correspondiente a tres meses. Mas
con valeroso rigor Bringas echó abajo partidas afectas a la misma
exigencia vital, y la familia fue condenada a no tener en sus yantares,
durante un mes, más que lo preciso para no morirse de hambre. Y como él
no podía ya presentarse decorosamente con el gabán de seis años, hubo de
encargarse uno, valiéndose de un sastre que le debía favores y que se lo
hacía por el coste del paño. Se corrieron las órdenes para que los
chicos tiraran hasta Febrero con los zapatos que tenían, y se suprimió
la luz del recibimiento, la propina del sereno y otras cosas. Rosalía,
siempre atormentada por la creciente escasez, veía negro el porvenir,
más entenebrecido aún con los anuncios de revolución que estaban en
todas las bocas. Una cosa le consolaba. Su hija tenía ya piano y
maestro, y recibiría aquella parte de la educación tan necesaria en una
joven de buena familia. Y la niña era tan aplicada que toda la santa
tarde y parte de la noche estaba toqueteando sus fáciles estudios;
novedad que encontró Amparo en la casa aquel día. La enojosa música y la
soporífera conversación del señor de Torres llevaron su espíritu a un
grande aburrimiento. Caballero fue al caer de la tarde, y después de un
rato de agradable tertulia la acompañó hasta su casa. Aquella vez
Rosalía no le hizo ya ningún encargo de tubos, ovillos de algodón, ni de
botones o varas de cinta, y la despidió, lo mismo que Bringas, con
melosas palabrillas.
Recogida en la soledad de su casa, Amparo tuvo aquella noche un feliz
pensamiento. No supo como se le había ocurrido cosa tan acertada, y
juzgó que el mismo Espíritu Santo se había tomado el trabajo de
inspirársela. La feliz ocurrencia era llamar en su auxilio a la
religión. Confesando su pecado ante Dios, ¿no le daría Éste valor
bastante para declararlo ante un hombre? Claro que sí. Nunca había ella
descargado su conciencia de aquel peso como ordena Jesucristo. Su
devoción era tibia y rutinaria. No iba a la iglesia sino para oír misa,
y si bien más de una vez se le ocurrió que debía acercarse al tribunal
de la penitencia, tuvo gran miedo de hacerlo. Su pecado era enorme y no
cabía por los agujerillos de la reja de un confesionario, grandes para
la humana voz, chicos, a su parecer, para el paso de ciertos delitos.
«Nada, nada--pensó confortándose mucho con esto y llena de alborozo--;
un día cualquiera, luego que me prepare bien, me confieso a Dios, y
después... seguramente tendré un valor muy grande».
¡Qué acertado proyecto!... ¡ampararse de la religión, que no sería nada
si no fuera el pan de los afligidos, de los pecadores, de los que
padecen hambre de paz! ¡Y a ella, la muy tonta, no le había pasado por
las mientes proceder tan sencillo, tan natural...! Iría, sí, resuelta y
animosa, al tribunal divino. Si ya sentía robustez de espíritu sólo con
el intento, ¿qué sería cuando al intento siguiera la realización de él?
El temor que siempre tuvo de un acto tan grave, disipose; y si el
sacerdote, viéndola hondamente arrepentida, la perdonaba, ya tenía su
alma vigor bastante para presentarse al hombre amado y decirle: «Cometí
enorme falta; pero estoy arrepentida. Dios me ha perdonado. Si tú me
perdonas, bien. Si no, adiós... cada uno en su casa».
Todo cuanto veía, todo, apoyaba su cristiana idea; el cielo y la tierra,
y aun los objetos más rebeldes a la personificación se trocaban en seres
animados para aplaudirla y festejarla. El retrato de su padre la
felicitaba con sus honrados ojos, diciéndole: «Pero, tonta, si te lo
vengo diciendo hace tanto tiempo, ¡y tú sin querer entender...!».
La noche la pasó gozosa. ¡Oh ventajas de un buen propósito! En las
enfermedades de la conciencia el deseo de medicina es ya la mitad del
remedio. Pensó mucho durante la noche en cómo sería el cura, cómo
tendría el semblante y la voz. Por grande que fuera su vergüenza ante
Dios, más fácil le sería verter su pecado en todos los confesonarios de
la cristiandad que en los oídos de su confiado amante. Pero estaba
segura de que una vez dado aquel paso, lo demás se le facilitaría
grandemente.
Dejó pasar tres días, y al cuarto, levantándose muy temprano, se fue a
la Buena Dicha. Entró temblando. Figurábase que allí dentro tenían ya
noticia de lo que iba a contar y que alguien había de decirle: «Ya
estamos enterados, niña». Mas la apacible solemnidad de la iglesia le
devolvió el sosiego y pudo apreciar juiciosamente el acto que iba a
realizar. Y por Dios que duró bastante tiempo. Las beatas que esperaban
de rodillas a conveniente distancia, y eran de esas que van todos los
días a consultar escrúpulos y a marear a los confesores, se
impacientaban de la tardanza, renegando de la pesadez de aquella señora,
que debía de ser un pozo de culpas.
Cuando se retiró del confesonario sentía un gran alivio y espirituales
fuerzas antes desconocidas. Cómo se habían deslizado sus tenues palabras
por los huequecillos de la reja, ni ella misma lo sabía. Fue
encantamento, o hablando en cristiano, fue milagro. Asombrábase ella de
que sus labios hubieran dicho lo que dijeron, y aun después de hecha la
confesión, le parecía que se habían quedado atravesadas en la reja
expresiones que no eran bastante delgadas, bastante compungidas para
poder entrar. El cura aquel, a quien la pecadora no vio, era muy
bondadoso; habíale dicho cosas tremendas, seguidas de otras dulces y
consoladoras. ¡Oh!, ¡penitencia, amargor balsámico, dolor que cura! Fue
como un suicidio cuando la pecadora se rasgó el pecho y enseñó su
conciencia para que se viera todo lo que había en ella. Mostrando lo
corrupto, mostraba también lo sano. El sacerdote le había prometido
perdonarla; pero aplazando la absolución para cuando la penitente
hubiese revelado su culpa al hombre que quería tomarla por esposa.
Amparo creía esto tan razonable como si fuera dicho por el mismo Dios, y
prometió con toda su alma obedecer ciegamente.
Antes de salir de la iglesia una visión desagradable turbó la paz de su
espíritu. Allá en el extremo de la nave vio una mujer vestida de negro,
sentada en un banco, la cual no le quitaba los ojos. Era Doña Marcelina
Polo. La penitente se cubría la cara con el velo de la mantilla deseando
no ser conocida; pero ni por esas... La otra no la dejaba descansar ni
un punto del martirio de sus miradas. Para abreviarlo, Amparo, que
pensaba oír dos misas, se fue después de oír una.
Al regresar a su casa midió las fuerzas que le habían nacido y se
asombró de lo grandes que eran.
«Ahora sí que se lo digo--pensaba--; ahora sí. No me faltan palabras,
como no me falta valor. Tan cierto es que hablaré, como ahora es día...
Veamos; empiezo así: «¡Hoy me confesé!...» De esto a lo demás es llano
el camino. Le diré: 'Tenía un gran pecado'. '¿Cuál es? ¿Lo puedo saber
yo?'. 'No sólo puedes sino que debes saberlo, pues antes de que lo
sepas, no debo pensar en casarme'. Palabra tras palabra, va saliendo, va
saliendo la cosa como salió en el confesonario. Si después de saber mi
arrepentimiento, insiste, le pondré por condición irnos a vivir a un
país extranjero para evitar complicaciones».
Segura y animosa, deseaba ardientemente que Caballero viniese pronto
para plantear la cuestión desde que entrara. Aquel día no podía faltar.
Habían concertado que ella no saliera los martes y viernes y que
Caballero la visitaría en tales días para hablar con más libertad que en
la casa de Bringas. Era viernes.
Refugio estaba aquel día muy risueña.
«Ya sé--le dijo--, que tienes visitas. Me lo ha contado Doña Nicanora.
Chica, estás de enhorabuena».
Eludió Amparo conversación tan peligrosa, y como no quería dar todavía
explicaciones a su indiscreta hermana, la invitó a que se marchara, de
una vez. No se hizo de rogar la otra. Su pintor la esperaba para modelar
la figura de una maja _calipiga_ ayudando a enterrar las víctimas del 2
de Mayo. Engullendo a toda prisa su breve almuerzo, salió.
Poco después llamaron a la puerta. ¿Sería él? Aún era temprano... ¡Jesús
mil veces, el cartero!... De manos de aquel hombre recibió Amparo una
carta, y verla y temblar de pies a cabeza todo fue uno. Mirábala sin
atreverse a abrirla. Conocía la odiada letra del sobre. Por Celedonia,
que días antes fue a pedirle limosna, sabía que su enemigo estaba en el
campo; pero no pechaba la infeliz que tuviera el antojo de escribirle.
¿Abriría la epístola, o la arrojaría al fuego sin leerla? ¡Y en qué
momentos venía Satanás a turbar su espíritu, cuando se había puesto en
paz con Dios, cuando había fortalecido su conciencia!
«Pero la leeré--dijo--; la leeré, porque lo que diga aumentará mi santo
horror, y me dará fuerzas mayores aún. Hoy no me puede enviar Dios una
nueva pena, sino el alivio de las antiguas».
XXV
La carta estaba escrita con lápiz, y decía así:
«El Castañar, a 19 de Diciembre de 1867.
»Tormento mío, Patíbulo, Inquisición mía: Aunque no desees saber de este
pobre, yo quiero que lleguen a ti noticias mías. Mandome aquí a hacer
vida rústica y penitente ese santote de Nones, y aunque me prohibió,
entre otras cosas, el juego de cartitas, no puedo resistir a la
tentación de escribirte esta, que seguramente será la última. ¡Y por
Dios que acertó mi amigo! Tan bueno estoy, que no me conozco. El
ejercicio, la caza, el aire puro, el continuo pasear, el trabajo
saludable me han puesto en diez días como nuevo. Estoy hecho un salvaje,
un verdadero hombre primitivo, un troglodita sin cuevas y un anacoreta
sin silicio. Vivo entre bueyes, perros, conejos, perdices, cuervos,
cerdos, mulos, gallinas y alguno que otro ser en figura humana, que me
recuerda más aún la inocencia y tosquedad de los tiempos patriarcales.
Me figuro ser el papá Adán, solo en medio del Paraíso, antes de que le
trajeran a Eva, o se la sacaran de la costilla, como dice el señor de
Moisés. Llevo un pañuelo liado a la cabeza, gorra de pelo y un chaquetón
de paño pardo que me ha prestado el leñador. He recobrado mi agilidad de
otras edades y un voraz apetito que me dice que aún soy hombre para
mucho tiempo. Lo que no vuelve es la alegría ni la paz de mi espíritu.
Estoy expulsado de la vida y confinado a un rústico limbo, del cual creo
saldré sano, pero idiota. La bestia vive, el ser delicado muere; ¿pero
qué importa, ¡oh rabiosa ironía!, si se han salvado los principios?
»Te escribo con un pedazo de lápiz romo, sentado sobre un montón de paja
de cuadra y de dorado estiércol, que a los rayos del sol parece, no te
rías, hacinamiento de hilachas de oro. Rodéame una movible corte de
gallinas, con crestas rojas, saltando sobre el estiércol de paja,
parecen baile del coral sobre tapiz de rayos, no te rías... ¡Vaya unos
disparates!... También andan por aquí dos señores pavos que sin cesar
hacen la rueda a mi lado, como si quisieran expresarme el alto desprecio
que sienten hacia mí. Un cerdito está hozando a mi espalda, y un perro
de campo se pasea por delante, melancólico, pensando quizás en la
inestabilidad de las cosas perrunas.
»Hombres no se ven ahora por aquí. Los de este lugar, con su sencillez
ingenua, son lección viva y permanente de la superioridad de la
Naturaleza sobre todo. ¡Malditos los que en el laberinto artificioso de
las sociedades han derrocado la Naturaleza para poner en su lugar la
pedantería, y han fundado la ciudadela de la mentira sobre un montón de
libros amazacotados de sandeces!... No te rías».
--Está loco--pensó Amparo, y siguió leyendo:
«Mi buen amigo se ha empeñado en curarme por completo. La primera parte
de la medicina no ha sido ineficaz; pero ahora viene la segunda,
Tormento mío, la segunda y más fiera y amarga parte. Pero he jurado
obedecer, y por mí no ha de quedar. Estoy decidido a llegar hasta el
fin, a entregarme cruzado de brazos al idiotismo, a ver si de él, como
dice Nones, nace mi salvación social y espiritual. Atiende bien a lo que
sigue, y alégrate, pues deseas perderme de vista. Nones me escribe que
ya ha conseguido mi placita para Filipinas y que me disponga, al
dilatado viaje, que me parece un viaje al otro mundo. Si acompañado
fuera, ¡cuán feliz! Pero voy solo, y muérame de una vez.
»No sé aún cuándo saldré, pero será pronto.
»Entre mi hermana y Nones me arreglan el gasto de pasaje y lo demás que
necesite. De aquí me planto en Alicante para ir luego a Marsella. Esto
es forzoso, definitivo, irrevocable. Es también como darse una puñalada;
pero me la doy, y veremos dónde y cómo resucito. Cometo la imprudencia
de desobedecer a mi amigo en esto de darte la despedida. No le digas
nada si lo ves, y recibe mi adiós último. Tenme compasión, ya que no
otro sentimiento. Si te metes monja, reza por mí; conságrame dos o tres
lágrimas contándome entre los muertos, y pido a Dios que me perdone».
La carta no decía más. Entre aquel desordenado fárrago de conceptos,
propios de un loco, con mezcla de bufonadas y de alguna idea juiciosa,
se destacaba un hecho feliz. Amparo prescindía de todo para no ver más
que el hecho. ¡Se iba, se iba para siempre! «Reza por mí, contándome
entre los muertos», decía la carta. Esta frase declaraba roto y hundido
para siempre aquel horrible pasado, y el grave problema se resolvía
llana y naturalmente, sin escándalo... Gozo vivísimo inundó el alma de
la Emperadora. Daba gracias a Dios de aquel inesperado suceso, diciendo
para sí: «¡Se va, se acabó todo! Dios me allana el camino, y nada tengo
que hacer por mí».
La idea del alejamiento del peligro enfrió su ánimo envalentonado por la
confesión y dispuesto para una confesión nueva. La debilidad, recobrando
su imperio momentáneamente perdido, se asentó con orgullo en aquel
ingenuo ser, no nacido para acometer la vida, sino para recibirla como
se la dieran las circunstancias.
El aplazamiento del peligro traía la no urgencia del remedio y tal vez,
tal vez su inutilidad. La entereza de la penitente desmayó, y el
sinsabor y las dificultades de declararse a su futuro amargaron su
espíritu. Aceptaba con descanso aquella solución transitoria que le
ofreció la Providencia, y se resistía a procurarla terminante y segura
por sí misma.
«Que se lo he de decir es indudable--pensó--; pero me parece que ya no
corre tanta prisa. Hay que discurrir con calma los términos con que lo
he de contar».
Estaba entregando la carta a las ascuas del fogón, cuando la campanilla
anunció a Caballero. Entró, y se sentaron el uno frente al otro. Miraba
la Emperadora a su amante, y sólo con el pensamiento de que había de
confesarse a él se ruborizaba. ¡Qué vergüenza! Los bríos de aquella
mañana, ¿dónde estaban?
Y dejándose llevar del curso fácil de una desabrida conversación de
amores, se fue olvidando del mandato del buen sacerdote. A ratos bullía
su conciencia; pero pronto la misma conciencia, emperezada, se
arrellanaba en un lecho de rosas. Es de notar que, por el temperamento
de ambos amantes, en su coloquio se entrelazaba el espiritualismo propio
de tal ocasión con ideas prácticas y apreciaciones sobre lo más
rutinario de la vida.
La mayor felicidad del mundo consistía, según Caballero, en que dos
caracteres saborearan su propia armonía y en poder decir cada uno: «¡qué
igual soy a ti!...». Cuando él (Agustín) la conoció, hubo de sentir
grandísima tristeza, pensando que tan hermoso tesoro no sería para él...
Cuando ella le conoció diéronle ganas de llorar, pensando que un hombre
de tales prendas no pudiese ser su dueño... Porque ella (Amparo) no
valía nada; era una pobre muchacha que si algún mérito tenía era el de
poseer un corazón inclinado a todo lo bueno, y mucho amor al trabajo...
Las cosas del mundo, que a veces parecen dispuestas para que todo salga
al revés de lo natural y contra el anhelo de los corazones, se habían
arreglado aquella vez para el bien, para la armonía... ¡Qué bueno era
Dios! También él tenía afición al trabajo, y si no le distrajeran el
amor y los preparativos de la boda, estaría aburridísimo. En cuanto se
casara, habría de emprender algún negocio. No podía vivir sin
escritorio, y el libro mayor y el diario eran el quita-pesares mejor que
pudiera apetecer... Con esto y el amor de la familia, sería el más feliz
de los hombres... Tendrían pocos, pero buenos amigos; no darían
comilonas. Cada cual que comiera en su casa. Pero sabrían agasajar a los
menesterosos y socorrer muchas necesidades... A él le gustaba que todo
se hiciera con régimen, todo a la hora; así no habría nunca barullo en
la casa... Para eso ella se pintaba sola; era muy previsora, y todo lo
disponía con la anticipación conveniente para que en el instante preciso
no faltase. ¡Y que ya andarían listos los criados, ya, ya!... Ella no
les perdonaría ningún descuido... A él le gustaban mucho, para almorzar,
los huevos con arroz y frijole. El frijole de América era muy escaso
aquí, pero Cipérez solía tenerlo... Lo que ella debía hacer era
acostumbrarse a llevar su libro de cuentas, donde apuntara el gasto de
la casa. Cuando no se hace así, todo es barullo, y se anda siempre a
oscuras... Irían a los teatros cuando hubiera funciones buenas; pero no
se abonarían, porque eso de que el teatro fuese una obligación no le
agradaba ni a uno ni a otro. Tal obligación sólo existía en Madrid,
pueblo callejero, vicioso, que tiene la industria de fabricar tiempo. En
Londres, en Nueva York no se ve un alma por las calles a las diez de la
noche, como no sea los borrachos y la gente perdida. Aquí la noche es
día, y todos hacen vida de holgazanes o farsantes. Los abonos a los
teatros, como necesidad de las familias, es una inmoralidad, la negación
del hogar... Nada, nada, ellos se abonarían a estar en su casita. Otra
cosa: a ella no les gustaba dar dinerales a las modistas, y aunque
tuviera todos los millones de Rostchild, no emplearía en trapos sino una
cantidad prudente. Además, sabía arreglarse sus vestidos... Otra cosa:
tendrían coche, pues ya estaba encargado a la casa Binder; un landó sin
lujo para pasear cómodamente, no para ir a hacer la rueda a la
Castellana, como tanto bobo. Siempre que salieran en carruaje,
convidarían a Rosalía, que se pirraba por zarandearse. Ambos concordaban
en el generoso pensamiento de ayudar a la honesta familia de D.
Francisco, obsequiando sin cesar a marido y mujer, y discurriendo una
manera delicada de socorrer su indigencia sobredorada... Él pensaba
señalarle un sobresueldo para vestir, calzar, educar a los pequeños y
llevarlos a baños. ¿Pero cómo proponérselo? ¡Ah! Ella se encargaría de
comisión tan agradable. Por de pronto les invitarían a comer dos veces
por semana... A él le daba por tener buenos vinos en su bodega. Sobre
todo, de las famosas marcas de Burdeos no se le escaparía ninguna. ¿Y
era Burdeos bonito? ¡Oh!, precioso. (Descripción de los _Quinconces_,
del puerto, de la _Allée de l'Intendence_, de la _Croix Blanche_ y de
los amenos contornos llenos de hermosas viñas). A esta ciudad tranquila,
que parece corte por la suntuosidad de sus edificios, sin que haya en
ella el tumulto ni las locuras de París, irían los esposos a pasar una
temporadita. Otra cosa: a él no le disgustaban las comidas francesas...
Bien, bien, porque ella había aprendido con su tía Saturna a hacer
_beefsteack_ y otras cosillas extranjeras... De las comidas españolas
algunas no le hacían feliz, otras sí... Por fortuna ella aprendería
diversas maneras nuevas de guisar, porque como habían de ir también a
Londres... Pasados años y años se querrían lo mismo que entonces, porque
su cariño no era una exaltación de esas que en su propia intensidad
llevan el germen de su corta duración; no era obra de la fantasía, ni
capricho de los sentidos; era todo sentimiento, y como tal se
robustecería con el curso del tiempo. Era un amor a la inglesa, hondo,
seguro y convencido, firmemente asentado en la base de las ideas
domésticas...
Con esta música que de los labios de uno y otro afluía en alternadas
estrofas, a veces tranquilamente, a veces juntándose y sobreponiéndose
como los miembros de un dúo, Amparo se olvidaba de todo. Volviendo de
improviso sobre sí misma, sentía escozores de la antigua herida, y su
dolor agudo la obligaba a contener el vuelo por aquellas regiones de
dicha... Pero ella misma trataba de suavizar la llaga con remedios
sacados de su imaginación. Veía un hombre bárbaro, navegando en veloz
canoa con otros salvajes por un río de lejanas o inexploradas tierras,
como las que traía en sus estampas el libro de _La vuelta al mundo_. Era
un misionero, que había ido a cristianizar cafres en aquellas tierras
que están a la otra parte del mundo redondo como una naranja, allá donde
es de noche cuando aquí es de día.
Hacia el término de la visita, ya sobre las seis, entró Refugio, cosa
que mortificó mucho a Amparo, por temor de que su hermana no tuviese en
presencia de Caballero el necesario comedimiento. Refugio se había
desenvuelto mucho y podía dar a conocer con una palabra la diferencia
que existía entre ella y una señorita decente. En honor de la verdad, la
muchacha se portó bien, y como no carecía de ciertos principios, supo
aparecer juiciosa sin serlo. Pero la otra no tenía sosiego, y deseaba
que Caballero se marchase. Siempre que veía junto a su amigo a cualquier
sujeto, conocedor de los secretos de ella, temblaba de pavor, y el
azoramiento ponía en su semblante ora llamas ora mortal palidez. Por fin
retirose Agustín y su futura respiró.
¡Refugio lo sabía!... Refugio era, por su indiscreción, un peligro
constante... Sofocadísima con esta idea, la novia hizo propósito de
inclinar el ánimo de su marido, luego que lo fuese, a establecerse en
lugar muy distante de Madrid. Quería dejar aquí todo: relaciones,
parentescos, memorias, lo pasado y lo presente. Hasta el aire que
respiraba en Madrid parecíale tener en su vaga sustancia algo que la
denunciaba, algo de indiscreto y revelador, y ansiaba respirar ambiente
nuevo en un mundo y bajo un cielo distintos de este, a los cuales
pudiese decir: «Ni tú, aire, me conoces; ni tú, cielo, me has visto
nunca; ni tú, tierra, sabes quién soy».
XXVI
Su hermana le dio bromitas aquella noche.
«Buen pájaro te ha caído en la red. Asegúrale, chica, todo el tiempo que
puedas, que de estos no caen todos los días. Pero Dios te hizo tan sosa,
que le dejarás escapar... Si fuera mía esa presa, primero me desollaban
viva que soltarla yo de las garras. Pero tú, como si lo viera eres tan
pavota, tan _silfidona_, que por una palabra de más o de menos te lo
dejarás quitar. Como le sueltes, es para mí».
Esta desenvoltura y este ordinario modo de hablar mortificaban tanto a
la mayor de las Emperadoras, que amonestó a su hermana con aspereza.
«¿Sermoncito tenemos?--decía la otra--. Cierra el pico, si no quieres
que me marche y no vuelva a parecer por aquí. Para lo que me das...».
Siguió charlando cual cotorra que ha tomado sopas de vino. Amparo,
disgustadísima, hubo de pensar que más fácilmente dominaría a su
basilisco por buenas que por malas, y no quiso contestar a tanto
disparate. Acostáronse, y de cama a cama, empeñadas en fácil charla, la
mayor reveló a la pequeña la verdadera situación. Aquel señor no era su
amante, era su novio y se iba a casar con ella. Reíase la otra; mas al
fin hubo de creer lo que veía. ¡Y qué bien se explicó Amparito!... Si
Refugio se enmendaba, si era juiciosa, si no la entorpecía con sus
genialidades, su hermana le daría cuanto necesitase... Eso sí; era
indispensable poner término a las locurillas. La cuñada de un sujeto tan
principal tenía que ser muy decente... ¡Vaya! Si no, no la reconocería
por hermana. Ante las dos se abría un porvenir brillante. Convenía que
ambas se hiciesen dignas de la fortuna que el Señor les deparaba.
Estas revelaciones hicieron efecto en el ánimo de Refugio, que se durmió
alegre y soñó que habitaba un palacio, con otras mil majaderías más. Al
día siguiente estaba muy razonable y sumisa.
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