Tirano Banderas: Novela de tierra caliente - 10

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--¡Un devaneo! Ese Currito le confieso a usted que me ha tenido
interesado. ¿Usted le conoce? ¡Vale la pena!
Hablaba con tan amable sonrisa, con un matiz británico de tan elegante
indiferencia, que el asombrado gachupín no tuvo ánimos para sacar del
fuelle los grandes gestos. Fallidos todos, murmuró, jugando con los
guantes:
--No, no le conozco. Mariano, mi consejo es que debe usted tener amigo
al General.
--¿Cree usted que no lo sea?
--Creo que debe usted verle.
--Eso, sí, no dejaré de hacerlo.
--Mariano, hágalo usted, se lo ruego, en nombre de la Madre Patria. Por
ella, por la Colonia. Ya usted conoce sus componentes, gente inculta,
sin complicaciones, sin cultura. Si el cable comunica alguna novedad
política...
--Le tendré a usted al corriente, y repito mi enhorabuena. Es usted un
grande hombre plutarquiano. Adiós, querido Celes.
--Vea usted al Presidente.
--Le veré esta tarde.
--Con esa promesa me retiro satisfecho.

VI
Currito Mi-Alma salió rompiendo cortinas y, por decirlo en su verba,
más postinero que un ocho:
--¡Has estado pero que muy buena, Isabelita!
El Barón de Benicarlés le detuvo con áulico aspaviento, la estampa
fondona y gallota, toda conmovida:
--¡Me parece una inconveniencia ese espionaje!
--¡Mírame este ojo!
--Muy seriamente.
--¡No seas panoli!
Los cedros y los mirtos del jardín trascendían remansadas penumbras de
verdes acuarios a los estores del salón, apenas ondulados por la brisa
perfumada de nardos. El jardín de la virreina era una galante geometría
de fuentes y mirtos, estanques y ordenados senderos: Inmóviles
cláusulas de negros espejos pautaban los estanques, entre columnatas
de cipreses. El Ministro de Su Majestad Católica, con un destello de
orgullo en el azul porcelana de las pupilas, volvió la espalda al
rufo, y recluyéndose en el calino mirador colonial, se incrustaba el
monóculo bajo la ceja. Trepaban del jardín verdes de una enredadera, y
era detrás de los cristales toda la sombra verde del jardín. El Barón
de Benicarlés apoyó la frente en la vidriera: Elefantona, atildada,
britanizante, la figura dibujaba un gran gesto preocupado. El Curro y
Merlín, cada cual desde su esquina, le contemplaban sumido en la luz
acuaria del mirador, en la curva rotunda, labrada de olorosas maderas,
con una evocación de lacas orientales y borbónicas, de minué bailado
por visorreyes y Princesas Flor de Almendro. El Curro rompió el encanto
escupiendo, marchoso, por el colmillo:
--Isabelita, prenda, así te despeines, o te subas el moño para menda
lo mismo que la Biblia del Padre Carulla. Isabelita, hay que mover los
pinreles y darse la lengua con Tirano Banderas.
--¡Canalla!
--Isabelita, evitémonos un solfeo.


LIBRO TERCERO
LA NOTA

I
El Excelentísimo Señor Ministro de España había pedido el coche para
las seis y media. El Barón de Benicarlés, perfumado, maquillado,
decorado, vestido con afeminada elegancia, dejó sobre una consola
el jipi, el junco y los guantes: Haciéndose lugar en el corsé con
un movimiento de cintura, volvió sobre sus pasos, y entró en la
recámara: Alzose una pernera, con mimo de no arrugarla, y se aplicó
una inyección de morfina. Estirando la zanca con leve cojera, volvió
a la consola y se puso, frente al espejo, el sombrero y los guantes.
Los ojos huevones, la boca fatigada, diseñaban en fluctuantes signos
los toboganes del pensamiento. Al calzarse los guantes, veía los
guantes amarillos de Don Celes. Y, de repente, otras imágenes saltaron
en su memoria, con abigarrada palpitación de sueltos toretes en un
redondel. Entre ángulos y roturas gramaticales, algunas palabras
se encadenaban con vigor epigráfico: “Desecho de tienta. Cría de
Guisando. ¡Graníticos!” Sobre este trampolín, un salto mortal, y el
pensamiento quedaba en una suspensión ingrávida, gaseado: “¡Don Celes!
¡Asno divertido! ¡Magnífico!” El pensamiento, diluyéndose en una vaga
emoción jocosa, se trasmudaba en sucesivas intuiciones plásticas de un
vigoroso grafismo mental, y una lógica absurda de sueño. Don Celes,
con albarda muy gaitera, hacía monadas en la pista de un circo. Era
realmente el orondo gachupín. ¡Qué toninada! Castelar le había hecho
creer que cuando gobernase lo llamaría para Ministro de Hacienda.
El Barón se apartó de la consola, cruzó el estrado y la galería,
dio una orden a su ayuda de cámara, bajó la escalera. Le inundó el
tumulto luminoso del arroyo. El coche llegaba rozando el azoguejo.
El cochero inflaba la cara teniendo los caballos. El lacayo estaba
a la portezuela, inmovilizado en el saludo: Las imágenes tenían un
valor aislado y extático, un relieve lívido y cruel, bajo el celaje
de cirrus, dominado por media luna verde. El Ministro de España,
apoyando el pie en el estribo, diseñaba su pensamiento con claras
palabras mentales: “Si surge una fórmula, no puedo singularizarme,
cubrirme de ridículo por cuatro abarroteros. ¡Absurdo arrostrar el
entredicho del Cuerpo Diplomático! ¡Absurdo!” Rodaba el coche. El
Barón, maquinalmente, se llevó la mano al sombrero. Luego pensó: “Me
han saludado. ¿Quién era?” Con un esguince anguloso y oblicuo vio la
calle tumultuosa de luces y músicas. Banderas españolas decoraban
sobre pulperías y casas de empeño. Con otro esguince le acudió el
recuerdo de una fiesta avinatada y cerril, en el Casino Español.
Luego, por rápidos toboganes de sombra, descendía a un remanso de
la conciencia, donde gustaba la sensación refinada y tediosa de su
aislamiento. En aquella sima, números de una gramática rota y llena de
ángulos, volvían a inscribir los poliedros del pensamiento, volvían las
cláusulas acrobáticas encadenadas por ocultos nexos. “Que me destinen
al Centro de África. Donde no haya Colonia Española... ¡Vaya, Don
Celes! ¡Grotesco personaje!... ¡Qué idea la de Castelar!... Estuve poco
humano. Casi me pesa. Una broma pesada... Pero ese no venía sin los
pagarés. Estuvo bien haberle parado en seco. ¡Un quiebro oportuno!
Y la deuda debe de subir un pico... Es molesto. Es denigrante. Son
irrisorios los sueldos de la Carrera. Irrisorios los viáticos.”

II
El coche, bamboleando, entraba por la Rinconada de Madres. Corrían
gallos. El espectáculo se proyectaba sobre un silencio tenso, cortado
por ráfagas de popular algazara. El Barón alzó el monóculo para mirar
a la plebe, y lo dejó caer. Con una proyección literaria, por un nexo
de contrarios, recordó su vida en las Cortes Europeas. Le acarició
un cefirillo de azahares. Rozaba el coche las tapias de un huerto de
monjas. El cielo tenía una luz verde, como algunos cielos del Veronés:
La luna, como en todas partes, un halo de versos italianos, ingleses y
franceses. Y el carcamal diplomático, sobre la reminiscencia pesimista
y sutil de su nostalgia, triangulaba difusos, confusos plurales
pensamientos. “¡Explicaciones! ¿Para qué? Cabezas de berroqueña.” Por
sucesivas derivaciones, en una teoría de imágenes, y palabras cargadas
de significación, como palabras cabalísticas, intuyó el ensueño de
un viaje por países exóticos. Recaló en su colección de marfiles. El
ídolo panzudo y risueño, que ríe con la panza desnuda, se parece a Don
Celes. Otra vez los poliedros del pensamiento se inscriben en palabras:
“Va a dolerme dejar el país. Me llevo muchos recuerdos. Amistades muy
gentiles. Me ha dado miel y acíbar. La vida, igual en todas partes...
Los hombres valen más que las mujeres. Sucede como en Lisboa. Entre
los jóvenes hay verdaderos Apolos... Es posible que me acompañe ya
siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación
del desnudo!”. El coche rodaba. Portalitos de Jesús, Plaza de Armas,
Monotombo, Rinconada de Madres, tenían una luminosa palpitación de
talabartería, filigranas de plata, ruedas de facones, tableros de
suertes, vidrios en sartales.

III
Frente a la Legación inglesa había un guiñol de mitote y puñales. El
coche llegaba rozando la acera. El cochero inflaba la cara reteniendo
los caballos. El lacayo estaba en la portezuela, inmovilizado en un
saludo. El Barón, al apearse, distinguió vagamente a una mujer con
rebocillo: Abría la negra tenaza de los brazos, acaso le requería.
Se borró la imagen. Acaso la vieja luchaba por llegar al coche. El
Barón, deteniéndose un momento en el estribo, esparcía los ojos sobre
la fiesta de la Rinconada. Entró en la Legación. Un momento creyó
que le llamaban, indudablemente le llamaban. Pero no pudo volver la
cabeza: Dos Ministros, dos oráculos del protocolo, le retenían con
un saludo, levantándose al mismo tiempo los sombreros: Estaban en el
primer peldaño de la escalera, bajo la araña destellante de luces,
ante el espejo que proyectaba las figuras con una geometría oblicua
y disparatada. El Barón de Benicarlés respondía quitándose a su vez
el sombrero, distraído, alejado el pensamiento. La vieja, los brazos
como tenazas bajo el rebocillo, iniciaba su imagen. Pasó también
perdido bajo el recuerdo el eco de su propio nombre, la voz que acaso
le llamaba. Maquinalmente sonrió a las dos figuras, en su espera bajo
la araña fulgurante. Cambiando cortesías y frases amables, subió la
escalera entre los Ministros de Chile y del Brasil. Murmuró engordando
las erres con una fuga de nasales amables y protocolarias:
--Creo que nosotros estamos los primeros.
Se miró los pies con la vaga inquietud de llevar recogida una pierna
del pantalón. Sentía la picadura de la morfina. Se le aflojaba una
liga. ¡Catastrófico! ¡Y el Ministro del Brasil se había puesto los
guantes amarillos de Don Celes!

IV
El Decano del Cuerpo Diplomático --Sir Jonnes H. Scott, Ministro de la
Graciosa Majestad Británica-- exprimía sus escrúpulos puritanos en un
francés lacio, orquestado de haches aspiradas. Era pequeño y tripudo,
con un vientre jovial y una gran calva de patriarca: Tenía el rostro
encendido de bermejo cándido, y una punta de maliciosa suspicacia en el
azul de los ojos, aún matinales de juegos e infancias:
--Inglaterra ha manifestado en diferentes actuaciones el disgusto con
que mira el incumplimiento de las más elementales Leyes de Guerra.
Inglaterra no puede asistir indiferente al fusilamiento de prisioneros,
hecho con violación de todas las normas y conciertos entre pueblos
civilizados.
La Diplomacia Latino-Americana concertaba un aprobatorio murmullo,
amueblando el silencio cada vez que humedecía los labios en el refresco
de brandy-soda el Honorable Sir Jonnes H. Scott. El Ministro de
España, distraído en un flirt sentimental, paraba los ojos sobre el
Ministro del Ecuador, Doctor Aníbal Roncali --un criollo muy cargado de
electricidad, rizos prietos, ojos ardientes, figura gentil, con cierta
emoción fina y endrina de sombra chinesca--. El Ministro de Alemania,
Von Estrug, cambiaba en voz baja alguna interminable palabra tudesca
con el Conde Chrispi, Ministro de Austria. El Representante de Francia
engallaba la cabeza, con falsa atención, media cara en el reflejo del
monóculo. Se enjugaba los labios y proseguía el Honorable Sir Jonnes:
--Un sentimiento cristiano de solidaridad humana nos ofrece a todos
el mismo cáliz para comulgar en una acción conjunta y recabar el
cumplimiento de la legislación internacional al respecto de las vidas y
canje de prisioneros. El Gobierno de la República, sin duda, no desoirá
las indicaciones del Cuerpo Diplomático. El Representante de Inglaterra
tiene trazada su norma de conducta, pero tiene al mismo tiempo un
particular interés en oír la opinión del Cuerpo Diplomático: Señores
Ministros, este es el objeto de la reunión. Les presento mis mejores
excusas, pero he creído un deber convocarles, como decano.
La Diplomacia Latino-Americana prolongaba su blando rumor de eses
laudatorias, felicitando al Representante de Su Graciosa Majestad
Británica. El Ministro del Brasil, figura redonda, azabachada,
expresión asiática de mandarín o de bonzo, tomó la palabra, acordando
sus sentimientos a los del Honorable Sir Jonnes H. Scott. Accionaba
levantando los guantes en ovillejo. El Barón de Benicarlés sentía una
profunda contrariedad: El revuelo de los guantes amarillos le estorbaba
el flirteo: Dejó su asiento, y con una sonrisa mundana, se acercó al
Ministro Ecuatoriano:
--El colega brasileño se ha venido con unas terribles lubas de canario.
Explicó el Primer Secretario de la Legación Francesa, que actuaba de
Ministro:
--Son crema. El último grito en la Corte de Saint James.
El Barón de Benicarlés evocó con cierta irónica admiración el recuerdo
de Don Celes. El Ministro del Ecuador, que se había puesto en pie,
agitados los rizos de ébano, hablaba verboso. El Barón de Benicarlés,
gran observante del protocolo, tenía una sonrisa de sufrimiento y
simpatía ante aquella gesticulación y aquel raudal de metáforas. El
Doctor Aníbal Roncali proponía que los diplomáticos hispano-americanos
celebrasen una reunión previa bajo la presidencia del Ministro de
España: Las águilas jóvenes, que tendían las alas para el heroico
vuelo, agrupadas en torno del águila materna. La Diplomacia
Latino-Americana manifestó su conformidad con murmullos. El Barón de
Benicarlés se inclinó: Agradecía el honor en nombre de la Madre Patria.
Después, estrechando la mano prieta del ecuatoriano, entre sus manos
de odalisca, explicó dengoso, la cabeza sobre el hombro, un almíbar de
monja la sonrisa, un derretimiento de camastrón la mirada:
--¡Querido colega, solo acepto viniendo usted a mi lado como Secretario!
El Doctor Aníbal Roncali experimentó un vivo deseo de libertarse
la mano que insistentemente le retenía el Ministro de España: Se
inquietaba con una repugnancia asustadiza y pueril: Recordó de la vieja
pintada que le llamaba desde una esquina, cuando iba al Liceo. ¡Aquella
vieja terrible, insistente como un tema de gramática! Y el carcamal,
reteniéndole la mano, parecía que fuese a sepultarla en el pecho:
Hablaba ponderativo, extasiando los ojos con un cinismo turbador. El
Ministro Ecuatoriano hizo un esfuerzo y se soltó:
--Un momento, Señor Ministro. Tengo que saludar a Sir Scott.
El Barón de Benicarlés se enderezó, poniéndose el monóculo:
--Me debe usted una palabra, querido colega.
El Doctor Aníbal Roncali asintió, agitando los rizos, y se alejó
con una extraña sensación en la espalda, como si oyese el siseo de
aquella vieja pintada, cuando iba a las aulas del Liceo: Entró en el
corro, donde recibía felicitaciones el evangélico Plenipotenciario de
Inglaterra. El Barón, erguido, sintiéndose el corsé, ondulando las
caderas, se acercó al Embajador de Norteamérica. Y el flujo de acciones
extravagantes al núcleo que ofrecía incienso a la diplomacia británica,
atrajo al formidable Von Estrug, Representante del Imperio Alemán.
Satélite de su órbita, era el azafranado Conde Chrispi, Representante
del Imperio Austro-Húngaro. Habló confidencial el yanqui:
--El Honorable Sir Jonnes Scott ha expresado elocuentemente los
sentimientos humanitarios que animan al Cuerpo Diplomático.
Indudablemente. ¿Pero puede ser justificativo para intervenir,
siquiera sea aconsejando, en la política interior de la República? La
República, sin duda, sufre una profunda conmoción revolucionaria, y la
represión ha de ser concordante. Nosotros presenciamos las ejecuciones,
sentimos el ruido de las descargas, nos tapamos los oídos, cerramos los
ojos, hablamos de aconsejar... Señores, somos harto sentimentales. El
Gobierno del General Banderas, responsable y con elementos suficientes
de juicio, estimará necesario todo el rigor. ¿Puede el Cuerpo
Diplomático aconsejar en estas circunstancias?
El Ministro de Alemania, semita de casta, enriquecido en las regiones
bolivianas del caucho, asentía con impertinencia políglota, en español,
en inglés, en tudesco. El Conde Chrispi, severo y calvo, también
asentía, rozando con un francés muy puro su bigote de azafrán. El
Representante de Su Majestad Católica fluctuaba. Los tres diplomáticos,
el yanqui, el alemán, el austríaco, ensayando el terceto de su mutua
discrepancia, poníanle sobre los hilos una intriga, y experimentaba un
dolor sincero, reconociendo que en aquel mundo, su mundo, todas las
cábalas se hacían sin contar con el Ministro de España. El Honorable
Sir Jonnes H. Scott había vuelto a tomar la palabra:
--Séame permitido rogar a mis amables colegas de querer ocupar sus
puestos.
Los discretos conciliábulos se dispersaban. Los Señores Ministros,
al sentarse, inclinándose, hablándose en voz baja, producían un
apagado murmullo babélico. Sir Scott, con palabra escrupulosa de
conciencia puritana, volvía a ofrecer el cáliz colmado de sentimientos
humanitarios, al Honorable Cuerpo Diplomático. Tras prolija discusión
se redactó una nota. La firmaban veintisiete Naciones. Fue un acto
trascendental. El suceso, troquelado con el estilo epigráfico y
lacónico del cable, rodó por los grandes periódicos del mundo:
“Santa Fe de Tierra Firme. El Honorable Cuerpo Diplomático acordó la
presentación de una Nota al Gobierno de la República. La Nota, a la
cual se atribuye gran importancia, aconseja el cierre de los expendios
de bebidas y exige el refuerzo de guardias en las Legaciones y Bancos
Extranjeros.”


SÉPTIMA PARTE
LA MUECA VERDE


LIBRO PRIMERO
RECREOS DEL TIRANO

I
Generalito Banderas metía el tejuelo por la boca de la rana. Doña
Lupita, muy peripuesta de anillos y collares, presidía el juego sentada
entre el anafre del café y el metate de las tortillas, bajo un rayado
parasol, en los círculos de un ruedo de colores:
--¡Rana!

II
--¡Cua! ¡Cua!
Nachito, adulón y ramplón, asistía en la rueda de compadritos, por
maligna humorada del Tirano. La mueca verde remejía los venenos de una
befa aún soturna y larvada en los repliegues del ánimo: Diseñaba la
vírgula de un sarcasmo hipocondríaco:
--Licenciado Veguillas, en la próxima tirada va usted a ser mi socio.
Procure mostrarse a la altura de su reputación, y no chingarla. ¡Ya
está usted como un bejuco temblando! ¡Pero qué flojo se ha vuelto,
valedor! Un vasito de limón le caerá muy bueno. Licenciadito, si
no serena los pulsos perderá su buena reputación. ¡No se arrugue,
Licenciado! El refresquito de limón es muy provechoso para los pasmos
del ánimo. Signifíquese, no más, con la vieja rabona, y brinde a los
amigos la convidada: Despídase rumboso y le rezaremos cuando estire el
zancajo.
Nachito suspiraba meciéndose sobre el pando compás de las piernas,
rubicundo, inflada la carota de lágrimas:
--¡La sílfide mundana me ha suicidado!
--No divague.
--¡Generalito, me condena un juego ilusorio de las Ánimas Benditas!
¡Apelo de mi martirio! ¡Una esperanza! ¡Una esperanza no más! En el
médano más desamparado da sus flores el rosal de la esperanza. No vive
el hombre sin esperanza. El pájaro tiene esperanza, y canta aunque la
rama cruja, porque sabe lo que son sus alas. El rayo de la aurora tiene
esperanza. ¡Mi Generalito, todos los seres se decoran con el verde
manto de la Deidad! ¡Canta su voz en todos los seres! ¡El rayo de su
mirada se sume hasta el fondo de las cárceles! ¡Consuela al sentenciado
en capilla! ¡Le ofrece la promesa de ser indultado por los Poderes
Públicos!
Niño Santos extraía de su levitón el pañuelo de dómine y se lo pasaba
por la calavera:
--¡Chac! ¡Chac! Una síntesis ha hecho muy elocuente, Licenciadito.
El Doctor Sánchez Ocaña le ha dado, sin duda, sus lecciones en Santa
Mónica. ¡Chac! ¡Chac!
Hacían bulla los compadres, celebrando el rejo maligno del Tirano.

III
Doña Lupita, achamizada, zalamera, servía en un rayo de sol el iris de
los refrescos. Niño Santos, alternativamente, ponía los labios en el
vidrio de limón y fisgaba a la comadreja, sartas de corales, mieles de
esclava, sonrisa de Oriente:
--¡Chac! ¡Chac! Doña Lupita, me está pareciendo que tenés vos la nariz
de la Reina Cleopatra. Por mero la cachiza de cuatro copas, un puro
trastorno habéis vos traído a la República. Enredáis vos más que el
honorable Cuerpo Diplomático. ¿Cuántas copas os había quebrado el
Coronel de la Gándara? ¡Doña Lupita, por menos de un boliviano me
lo habéis puesto en la bola revolucionaria! No hacía más la nariz de
la Reina Faraona. Doña Lupita, la deuda de justicia que vos me habés
reclamado ha sido una madeja de circunstancias fatales: Es causa
primordial en la actuación rebelde del Coronel de la Gándara: Ha
puesto en Santa Mónica al chamaco de Doña Rosa Pintado: Cucarachita
la Taracena reclama contra la clausura de su lenocinio, y tenemos
pendiente una nota del Ministro de Su Majestad Católica. ¡Pueden
romperse las relaciones con la Madre Patria! ¡Y vos, mi vieja, ahí os
estás, sin la menor conturbación por tantas catástrofes! Finalmente,
cuatro copas de vuestra mesilla, un peso papel, menos que nada, me
han puesto en el trance de renunciar a los conciertos batracios del
Licenciadito Veguillas.
--¡Cua! ¡Cua!
Nachito, por congraciarse hostigaba la befa, mimando el canto y el
compás saltarín de la rana. Con cuáqueros vinagres le apostrofó el
Tirano:
--No haga el bufón, Señor Licenciado. Estos buenos amigos que van
a juzgarle, no se dejarán influenciar por sus macanas: Espíritus
cultivados, el que menos ha visto funcionar los Parlamentos de la Vieja
Europa.
--¡Juvenal y Quevedo!
El ilustre gachupín se acariciaba las patillas de canela, rotunda la
botarga, inflado el papo de aduladores énfasis. Se santiguaba la vieja
rabona:
--¡Virgen de mi Nombre, la jugó Patillas!
--¡Pues hizo saque!
--¡De salir siempre tan enredada la madeja del mundo, no se libraba ni
el más santo de verse en el Infierno!
--Una buena sentencia, Doña Lupita. ¿Pero su alma no siente el
sobresalto de haber concitado el tumulto de tantas acciones, de tantos
vitales relámpagos?
--¡Mi jefecito, no me asombre!
--Doña Lupita, ¿no temblás vos ante el problema de nuestras eternas
responsabilidades?
--¡Entre mí estoy rezando!

IV
Recalaba sobre el camino la mirada Tirano Banderas:
--¡Chac! ¡Chac! El que tenga de ustedes mejor vista, sírvase
documentarme y decirme qué tropa es aquella. ¿El jinete charro que
viene delante no es el ameritado Don Roque Cepeda?
Don Roque, con una escolta de cuatro indios caballerangos, se detenía
al otro lado del seto, sobre el camino, al pie de la talanquera. La
frente tostada, el áureo sombrero en la mano, el potro cubierto de
platas, daban a la figura del jinete, en las luces del ocaso, un
prestigio de santoral románico. Tirano Banderas, con cuáquera mesura,
hacía la farsa del acogimiento:
--¡Muy feliz de verle por estos pagos! A Santos Banderas le
correspondía la obligación de entrevistarle. ¿Mi Señor Don Roque, por
qué se ha molestado? Era este servidor quien estaba en el débito de
acudir a su casa y darle excusas con todo el Gobierno. A este propósito
ha sido el enviarle uno de mis ayudantes, suplicándole audiencia.
Y usted, no más, extremando la cortesía, que se molesta, cuando el
obligado era Santos Banderas.
Abría los brazos con encomio amistoso el Tirano. Apeábase Don Roque.
Largas y confidenciales palabras tuvieron en el banco miradero de los
frailes, frente al recalmado mar ecuatorial, con caminos de sol sobre
el vasto incendio del poniente:
--¡Chac! ¡Chac! Muy feliz de verle.
--Señor Presidente, no he querido ausentarme para la campaña sin pasar
a visitarle. Al acto de cortesía se suma mi sentimiento de amor a la
República. He recibido la visita de su ayudante, Señor Presidente,
y recién la de mi antiguo compañero Lauro Méndez, Secretario de
Relaciones. He actuado en consecuencia de la plática que tuvimos, y de
la cual supongo enterado al Señor Presidente.
--El Señor Secretario ha hecho mal si no le dijo que obedecía mis
indicaciones. Me gusta la franqueza. Amigo Don Roque, la independencia
nacional corre un momento de peligro, asaltada por todas las codicias
extranjeras. El Honorable Cuerpo Diplomático --una ladronera de
intereses coloniales-- nos combate de flanco con notas chicaneras que
divulga el cable. La Diplomacia tiene sus agencias de difamación, y
hoy las emplea contra la República de Santa Fe. El caucho, las minas,
el petróleo, despiertan las codicias del yanqui y del europeo. Preveo
horas de suprema angustia para todos los espíritus patriotas. Acaso
nos amenaza una intervención militar, y a fin de proponer a usted una
tregua solicitaba su audiencia. ¡Chac! ¡Chac!
Repetía Don Roque:
--¿Una tregua?
--Una tregua hasta que se resuelva el conflicto internacional. Fije
usted sus condiciones. Yo comienzo por ofrecerle una amplia amnistía
para todos los presos políticos que no hayan hecho armas.
Don Roque murmuró:
--La amnistía es un acto de justicia que aplaudo sin reservas. ¿Pero
cuántos no han sido acusados injustamente de conspiración?
--A todos alcanzará el indulto.
--¿Y la propaganda electoral, será verdaderamente libre? ¿No se verá
coaccionada por los agentes políticos del Gobierno?
--Libre y salvaguardada por las leyes. ¿Puedo decirle más? Deseo la
pacificación del país, y le brindo con ella. Santos Banderas no es el
ambicioso vulgar que motejan en los círculos disidentes. Yo solo amo
el bien de la República. El día más feliz de mi vida será aquel en
que, oscurecido, vuelva a mi predio, como Cincinato. En suma, usted,
sus amigos, recobran la libertad, el pleno ejercicio de sus derechos
civiles: Pero usted, hombre leal, espíritu patriota, trabajará por
derivar la revolución a los cauces de la legalidad. Entonces, si en
la lucha el pueblo le otorga sus sufragios, yo seré el primero en
acatar la voluntad soberana de la Nación. Don Roque, admiro su ideal
humanitario y siento el acíbar de no poder compartir tan consolador
optimismo. ¡Es mi tragedia de gobernante! Usted, criollo de la mejor
prosapia, reniega del criollismo. Yo en cambio, indio por las cuatro
ramas, descreo de las virtudes y capacidades de mi raza. Usted se me
representa como un iluminado, su fe en los destinos de la familia
indígena me rememora al Padre Las Casas. Quiere usted aventar las
sombras que han echado sobre el alma del indio trescientos años de
régimen colonial. ¡Admirable propósito! Que usted lo consiga es
el mayor deseo de Santos Banderas. Don Roque, pasadas las actuales
circunstancias, vénzame, aniquíleme, muéstreme con una victoria --que
seré el primero en celebrar-- todas las dormidas potencialidades de mi
raza. Su triunfo, apartada mi derrota ocasional, sería el triunfo de la
gravitación permanente del indio en los destinos de la Historia Patria.
Don Roque, active su propaganda, logre el milagro, dentro de las leyes,
y crea que seré el primero en celebrarlo. Don Roque, le agradezco que
me haya escuchado y le ruego que me puntualice sus objeciones con toda
franqueza. No quiero que ahora se comprometa con una palabra que acaso
luego no pudiera cumplir. Consulte a los conspicuos de su facción y
ofrézcales el ramo de oliva en nombre de Santos Banderas.
Don Roque le miraba con honrada y apacible expresión, tan ingenua que
descubría las sospechas del ánimo:
--¡Una tregua!
--Una tregua. La unión sagrada. Don Roque, salvemos la independencia de
la Patria.
Tirano Banderas abría los brazos con patético gesto. Llegaba, cortado
en ráfagas, el choteo de los compadritos, que en el fondo crepuscular
de la campa, se divertían con befas y chuelas al Licenciado Veguillas.

V
Don Roque, trotando por el camino, saludaba de lejos con el pañuelo.
Niño Santos, asomado a la talanquera, respondía con la castora. Caballo
y jinete ya iban ocultos por los altos maizales, y aun sobresalía el
brazo con el blanco saludo del pañuelo:
--¡Chac! ¡Chac! ¡Una paloma!
La momia alargaba humorística el veneno de su mueca y miraba a la vieja
rabona, que en los círculos del ruedo, entre el anafre del café y el
metate de las tortillas, pasaba las cuentas del rosario, sobrecogida,
estremecida en el terror de una noche sagrada. Se alzó a una seña del
Tirano:
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