Tirano Banderas: Novela de tierra caliente - 08

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El viejo de la frazada le miró despreciándole:
--Son los compañeros recién ultimados en Foso-Palmitos.
Interrogó el estudiante:
--¿No se les enterraba?
--¡Qué va! Se les tiraba al mar. Pero visto cómo a los tiburones ya les
estomaga la carne revolucionaria, tendrán que darnos tierra a los que
estamos esperando vez.
Tenía una risa rabiosa y amarga. Nachito cerró los ojos:
--¿Es de muerte su sentencia, mi viejo?
--¿Pues conoce otra penalidad más clemente el Tigre de Zamalpoa? ¡De
muerte! ¡Y no me arrugo ni me rajo! ¡Abajo el Tirano!
Los prisioneros encaramados en el baluarte, hundían las miradas en
los disipados verdes que formaba la resaca entre los contrafuertes
de la muralla. El grupo tenía una frenética palpitación, una brama,
un clamoreo de denuestos. El Doctor Alfredo Sánchez Ocaña, poeta y
libelista, famoso tribuno revolucionario, se encrespó con el brazo
tendido en arenga, bajo la mirada retinta del centinela que paseaba en
la poterna con el fusil terciado:
--¡Héroes de la libertad! ¡Mártires de la más noble causa! ¡Vuestros
nombres escritos con letras de oro, fulgirán en las páginas de nuestra
Historia! ¡Hermanos, los que van a morir os rinden un saludo, y os
presentan armas!
Se arrancó el jipi con un gran gesto, y todos le imitaron. El centinela
amartilló el fusil:
--¡Atrás! No hay orden para demorar en el baluarte.
Le apostrofó el Doctor Sánchez Ocaña:
--¡Vil esclavo!
Una barca tripulada por carabineros de mar, arriando vela, maniobraba
para recoger los cadáveres. Embarcó siete. Y como los prisioneros en
creciente motín no desalojaban el baluarte, salió la guardia y sonaron
cornetas.

V
Nachito, tomado de alferecía, se agarraba al brazo del estudiante:
--¡Nos hemos fregado!
El viejo de la manta le miró despacio, el belfo mecido por una risa de
cabrío:
--No merita tanto atribulo esta vida pendeja.
Nachito ahiló la voz en el hipo de un sollozo:
--¡Muy triste morir inocente! ¡Me condenan las apariencias!
Y el viejo, con burlona mueca de escarnio, seguía martillando:
--¿No sos revolucionario? Pues sin merecerlo vas vos a tener el fin de
los hombres honrados.
Nachito, relajándose en una congoja, tendía los ojos suplicantes al
preso, que, con el ceño fruncido y la manta tendida sobre las piernas,
se había puesto a estudiar la geometría de un remiendo. Nachito intentó
congraciarse la voluntad de aquel viejo de cordobán: El azar los reunía
bajo la higuera, en un rincón del patio:
--Nunca he sido simpatizante con el ideario de la revolución y lo
deploro, comprendo que son ustedes héroes con un puesto en la Historia:
Mártires de la Idea. ¡Sabe, amigo, que habla muy lindo el Doctor
Sánchez Ocaña!
Hízole coro el estudiante, con sombrío apasionamiento:
--En el campo revolucionario militan las mejores cabezas de la
República.
Aduló Nachito:
--¡Las mejores!
Y el viejo de la frazada, lentamente, mientras enhebra, desdeñoso y
arisco comentaba:
--Pues, manifiestamente, para enterarse no hay cosa como visitar Santa
Mónica. A lo que se colige, el chamaco tampoco es revolucionario.
Declaró Marco Aurelio con firmeza:
--Y me arrepiento de no haberlo sido, y lo seré, si alguna vez me veo
fuera de estos muros.
El viejo, anudando la hebra, reía con su risa de cabra:
--De buenos propósitos está empedrado el Infierno.
Marco Aurelio miró al viejo conspirador y juzgó tan cuerdas sus
palabras, que no sintió el ultraje: Le sonaban como algo lógico e
irremediable en aquella cárcel de reos políticos, orgullosos de morir.

VI
El tumbo del mar batía la muralla, y el oboe de las olas cantaba el
triunfo de la muerte. Los pájaros negros hacían círculos en el remoto
azul, y sobre el losado del patio se pintaba la sombra fugitiva del
aleteo. Marco Aurelio sentía la humillación de su vivir, arremansado
en la falda materna, absurdo, inconsciente como las actitudes de esos
muñecos olvidados tras de los juegos: Como un oprobio remordíale
su indiferencia política. Aquellos muros, cárcel de exaltados
revolucionarios, le atribulaban y acrecían el sentimiento mezquino de
su vida, infantilizada entre ternuras familiares y estudios pedantes,
con premios en las aulas. Confuso atendía al viejo que entraba y sacaba
la aguja de lezna:
--¿Venís vos a la sombra por incidencia justificada, o por espiar lo
que se conversa? Eso, amigo, es bueno ponerlo en claro. Recorra las
cuadras y vea si encuentra algún fiador. ¿No dice que es estudiante?
Pues aquí no faltan universitarios. Si quiere tener amigos en esta
mazmorra, busque modo de justificarse. Los revolucionarios platónicos
merecen poca confianza.
El estudiante había palidecido intensamente. Nachito, con ojos de
perro, imploraba clemencia:
--A mí también me tenía horrorizado Tirano Banderas: ¡Muy por demás
sanguinario! Pero no era fácil romper la cadena. Yo para volinas no
valgo, y ¿adónde iba que me recibiesen si soy inútil para ganarme
los fríjoles? El Generalito me daba un hueso que roer y se divertía
choteándome. En el fondo parecía apreciarme. ¿Qué está mal, que soy un
pendejo, que aquello era por demás, que tiene sus fueros la dignidad
humana? Corriente. Pero hay que reflexionar lo que es un hombre privado
del albedrío por ley de herencia. ¡Mi papá, un alcohólico! ¡Mi mamá,
con desvarío histérico! El Generalito, a pesar de sus escarnios, se
divertía oyéndome decir jangadas. No me faltaban envidiosos. ¡Y ahora
caer de tan alto!
Marco Aurelio y el viejo conspirador oían callados y por veces se
miraban. Concluyó el viejo:
--¡Hay sujetos más ruines que putas!
Se ahogaba Nachito.
--¡Todo acabó! El último escarnio supera la raya. Nunca llegó a tanto.
Divertirse fusilando a un desgraciado huérfano, es propio de Nerón.
Marquito, y usted amigo, yo les agradecería que luego me ultimasen.
Sufro demasiado. ¡Qué me vale vivir unas horas, si todo el gusto me lo
mata este chingado sobresalto! Conozco mi fin, tuve un aviso de las
ánimas. Porque en este fregado ilusorio andan las Benditas. Marquito,
dame cachete, indúltame de este suplicio nervioso. Hago renuncia de la
vida por anticipado. Vos, mi viejo, ¿qué hacés que no me sangrás con
esa lezna remendona? Mero mero, pasame las entretelas. Amigos, ¿qué
dicen? Si temen complicaciones, háganme el servicio de consolarme de
alguna manera.

VII
El planto pusilánime y versátil de aquel badulaque aparejaba un
gesto ambiguo de compasión y desdén en la cara funeraria del viejo
conspirador y en la insomne palidez del estudiante. La mengua de aquel
bufón en desgracia tenía cierta solemnidad grotesca como los entierros
de mojiganga con que fina el antruejo. Los zopilotes abatían sus alas
tiñosas sobre la higuera.


LIBRO SEGUNDO
EL NÚMERO TRES

I
El calabozo número tres era una cuadra con altas luces enrejadas,
mal oliente de alcohol, sudor y tabaco. Colgaban en calle, a uno y
otro lateral, las hamacas de los presos, reos políticos en su mayor
cuento, sin que faltasen en aquel rancho el ladrón encanecido, ni el
idiota sanguinario, ni el rufo valiente, ni el hipócrita desalmado.
Por hacerles a los políticos más atribulada la cárcel, les befaba con
estas compañías el de la pata de palo, Coronel Irineo Castañón. La
luz polvorienta y alta de las rejas resbalaba por la cal sucia de los
muros, y la expresión macilenta de los encarcelados hallaba una suprema
valoración en aquella luz árida y desolada. El Doctor Sánchez Ocaña,
declamatorio, verboso, con el puño de la camisa fuera de la manga,
el brazo siempre en tribuno arrebato, engolaba elocuentes apóstrofes
contra la tiranía:
--El funesto fénix del absolutismo colonial, renace de sus cenizas
aventadas a los cuatro vientos, concitando las sombras y los manes
de los augustos libertadores. Augustos, sí, y el ejemplo de sus vidas
debe servirnos de luminar en estas horas, que acaso son las últimas que
nos resta vivir. El mar devuelve a la tierra sus héroes, los voraces
monstruos de las azules minas se muestran más piadosos que el general
Santos Banderas... Nuestros ojos...
Se interrumpía. Llegaba por el corredor la pata de palo. El alcaide
cruzó fumando en cachimba, y poco a poco extinguiose el alerta de su
paso cojitranco.

II
Un preso, que leía tendido en su hamaca, sacó a luz, de nuevo, el libro
que había ocultado. De la hamaca vecina le interrogó la sombra de Don
Roque Cepeda:
--¿Siempre con las Evasiones Célebres?
--Hay que estudiar los clásicos.
--¡Mucho le intriga esa lectura! ¿Sueña usted con evadirse?
--Pues quién sabe.
--¡Ya estaría bueno, podérsela jugar al Coronelito Pata de Palo!
Cerró el libro con un suspiro el que leía:
--No hay que pensarlo. Posiblemente a usted y a mí nos fusilan esta
tarde.
Denegó con ardiente convicción Don Roque:
--A usted, no sé... Pero yo estoy seguro de ver el triunfo de la
Revolución. Acaso más tarde me cueste la vida. Acaso. Se cumple siempre
el Destino.
--Indudablemente. ¿Pero usted conoce su Destino?
--Mi fin no está en Santa Mónica. Tengo encima el medio siglo, aún no
hice nada, he sido un soñador y forzosamente debo regenerarme actuando
en la vida del pueblo, y moriré después de haberle regenerado.
Hablaba con esa luz fervorosa de los agonizantes, confortados por la fe
de una vida futura, cuando reciben la Eucaristía. Su cabeza tostada de
santo campesino erguíase sobre la almohada como en una resurrección,
y todo el bulto de su figura exprimíase bajo el sabanil como bajo un
sudario. El otro prisionero le miró con amistosa expresión de burla y
duda:
--¡Quisiera tener su fe, Don Roque! Pero me temo que nos fusilen juntos
en Foso-Palmitos.
--Mi destino es otro. Y usted déjese de cavilaciones lúgubres y siga
soñando con evadirse.
--Somos muy opuestos. Usted, pasivamente, espera que una fuerza
desconocida le abra las rejas. Yo hago planes para fugarme y trabajo en
ello sin echar de la imaginación el presentimiento de mi fin próximo. A
lo más hondo esta idea me trabaja, y solamente, por no capitular, sigo
el acecho de una ocasión que no espero.
--El Destino se vence si para combatirle sabemos reunir nuestras
fuerzas espirituales. En nosotros existen fuerzas latentes,
potencialidades que desconocemos. Para el estado de conciencia en que
usted se halla, yo le recomendaría otra lectura más espiritual que esas
Evasiones Célebres. Voy a procurarle El Sendero Teosófico: Le abrirá
horizontes desconocidos.
--Recién le platicaba que somos muy opuestos. Las complejidades de sus
autores me dejan frío. Será que no tengo espíritu religioso. Eso debe
ser. Para mí todo acaba en Foso-Palmitos.
--Pues reconociéndose tan carente de espíritu religioso, usted será
siempre un revolucionario muy mediocre. Hay que considerar la vida como
una simiente sagrada que se nos da para que la hagamos fructificar en
beneficio de todos los hombres. El revolucionario es un vidente.
--Hasta ahí llego.
--¿Y de quién recibimos esta existencia que tiene un sentido
determinado? ¿Quién la sella con esa obligación? ¿Podemos impunemente
traicionarla? ¿Concibe usted que no haya una sanción?
--¿Después de la muerte?
--Después de la muerte.
--Esas preguntas, yo me abstengo de resolverlas.
--Acaso porque no se las formula con bastante ahínco.
--Acaso.
--¿Y el enigma, tampoco le anonada?
--Procuro olvidarlo.
--¿Y puede?
--He podido.
--¿Y al presente?
--La cárcel siempre es contagiosa... Y si continúa usted platicándome
como lo hace, acabará por hacerme rezar un Credo.
--Si le enoja dejaré el tema.
--Don Roque, sus enseñanzas no pueden serme sino muy gratas. Pero entre
flores tan doctas me ha puesto usted un rejón que aún me escuece. ¿Por
qué juzga que mi actuación revolucionaria será siempre mediocre? ¿Qué
relaciones establece usted entre la conciencia religiosa y los ideales
políticos?
--¡Mi viejo, son la misma cosa!
--¿La misma cosa? Podrá ser. Yo no lo veo.
--Hágase usted más meditativo y comprenderá muchas verdades que solo
así le serán reveladas.
--Cada persona es un mundo, y nosotros dos somos muy diversos. Don
Roque, usted vuela muy remontado, y yo camino por los suelos, pero
el calificativo que me ha puesto de mediocre revolucionario es una
ofuscación que usted padece. La religión es ajena a nuestras luchas
políticas.
--A ninguno de nuestros actos puede ser ajena la intuición de
eternidad. Solamente los hombres que alumbran todos sus pasos con esa
antorcha logran el culto de la Historia. La intuición de eternidad
trascendida es la conciencia religiosa: Y en nuestro ideario, la piedra
angular, la redención del indio, es un sentimiento fundamentalmente
cristiano.
--Libertad, Igualdad, Fraternidad, me parece que fueron los tópicos
de la Revolución Francesa. Don Roque, somos muy buenos amigos, pero
sin poder entendernos. ¿No predicó el ateísmo la Revolución Francesa?
Marat, Danton, Robespierre...
--Espíritus profundamente religiosos, aun cuando lo ignorasen algunas
veces.
--¡Santa ignorancia! Don Roque, concédame usted esa categoría para
sacarme el rejón que me ha puesto.
--No me guarde rencor, se la concedo.
Se dieron la mano, y par a par en las hamacas, quedaron un buen espacio
silenciosos. En el fondo de la cuadra, entre un grupo de prisioneros,
seguía perorando el Doctor Sánchez Ocaña. El gárrulo fluir de tropos
y metáforas resaltaba su frío amaneramiento en el ambiente pesado de
sudor, aguardiente y tabaco del calabozo número tres.

III
Don Roque Cepeda convocaba en torno de su hamaca un grupo atento a
las lecciones de ilusionada esperanza que vertía con apagado murmullo
y clara sonrisa seráfica. Don Roque era profundamente religioso, con
una religión forjada de intuiciones místicas y máximas indostánicas:
Vivía en un pasmo ardiente, y su peregrinación por los caminos del
mundo se le aparecía colmada de obligaciones arcanas, ineludibles como
las órbitas estelares: Adepto de las doctrinas teosóficas, buscaba
en la íntima hondura de su conciencia un enlace con la conciencia
del Universo: La responsabilidad eterna de las acciones humanas le
asombraba con el vasto soplo de un aliento divino. Para Don Roque los
hombres eran ángeles desterrados: Reos de un crimen celeste indultaban
su culpa teologal por los caminos del tiempo, que son los caminos del
mundo. Las humanas vidas con todos sus pasos, con todas sus horas,
promovían resonancias eternas que sellaba la muerte con un círculo de
infinitas responsabilidades. Las almas, al despojarse de la envoltura
terrenal, actuaban su pasado mundano en límpida y hermética visión de
conciencias puras. Y este círculo de eterna contemplación --gozoso o
doloroso--era el fin inmóvil de los destinos humanos, y la redención
del ángel en destierro. La peregrinación por el limo de las formas,
sellaba un número sagrado. Cada vida, la más humilde, era creadora de
un mundo, y al pasar bajo el arco de la muerte, la conciencia cíclica
de esta creación se posesionaba del alma, y el alma, prisionera en
su centro, devenía contemplativa y extática. Don Roque era varón de
muy varias y desconcertantes lecturas, que por el sendero teosófico
lindaban con la cábala, el ocultismo y la filosofía alejandrina. Andaba
sobre los cincuenta años. Las cejas, muy negras, ponían un trazo de
austera energía bajo la frente ancha, pulida calva de santo románico.
El cuerpo mostraba la firme estructura del esqueleto, la fortaleza
dramática del olivo y de la vid. Su predicación revolucionaria tenía
una luz de sendero matinal y sagrado.


LIBRO TERCERO
CARCELERAS

I
Bajo la luz de una reja, hacían corro jugando a los naipes hasta ocho o
diez prisioneros. Chucho el Roto tiraba la carta: Era un bigardo famoso
por muchos robos cuatreros, plagios de ricos hacendados, asaltos de
diligencias, crímenes, desacatos, estropicios, majezas, amores y celos
sangrientos. Tiraba despacio: Tenía las manos enjutas, la mejilla con
la cicatriz de un tajo y una mella de tres dientes. En el juego de
albures, hacían rueda presos de muy distinta condición: Apuntaban en
el mismo naipe charros y doctores, guerrilleros y rondines. Nachito
Veguillas estaba presente: Aún no jugaba, pero ponía el ojo en la
pinta y con una mano en el bolso se tanteaba la plata. Vino una sota y
comentó, arrobándose:
--¡No falla ninguna!
Volviose y tributó una sonrisa al caviloso jugador vecino, que
permaneció indiferente: Era un espectro vestido con fláccido saco de
dril que le colgaba como de una escarpia. Nachito recaló su atención
a la baraja: Con súbito impulso sacó la mano con un puñado de soles, y
los echó sobre la pulgona frazada que en las cárceles hace las veces
del tapete verde:
--Van diez soles en el pendejo monarca.
Advirtió el Roto:
--Ha doblado.
--Mata la pinta.
--¡Va!
El Roto corrió la puerta y vino de patas el rey de bastos. Nachito,
ilusionado con la ganancia cobró y de lleno metiose en los albures.
Por veces se levantaba un borrascón de voces, disputando algún lance.
Nachito tenía siempre el santo de cara, y viéndole ganar el caviloso
espectro hepático le pagó la remota sonrisa dirigiéndole un gesto
fláccido de mala fortuna. Nachito, con una mirada, le entregó su
atribulado corazón:
--En nuestra lamentosa situación, ganar o perder no hace diferencia.
Foso-Palmitos a todos iguala.
El otro denegó con su gesto fláccido y amarillo de vejiga desinflándose:
--Mientras hay vida, la plata es un factor muy importante. ¡Hay que
considerarlo así!
Nachito suspiró:
--¿A un reo de muerte qué consuelo puede darle la plata?
--Cuando menos, este del juego para poder olvidarse... La plata, hasta
el último momento, es un factor indispensable.
--¿Su sentencia también es de muerte, hermano?
--¡Pues y quién sabe!
--¿No se fusila a todos por igual?
--¡Pues y quién sabe!
--Me abre usted un rayo de luz. Voy a meter cincuenta soles en el
entrés.
Nachito ganó la puesta, y el otro arrugó la cara con su gesto fláccido:
--¿Y le sopla siempre la misma racha?
--No me quejo.
--¿Quiere que hagamos una fragata de cinco soles? Usted la gobierna
como le plazca.
--Cinco golpes.
--Como le plazca.
--Vamos en la sota.
--¿Le gusta esa carta?
--Es el juego.
--Quebrará.
--Pues en ella vamos.
El Roto tiraba lentamente, y corrida la pinta para que todos la viesen,
quedábase un momento con la mano en alto. Vino la sota. Nachito cobró,
y repartida en las dos manos la columna de soles, cuchicheó con el
amarillo compadre:
--¿Qué le decía?
--¡Parece que las ve!
--Ahora nos toca en el siete.
--¿Pues qué juego lleva?
--Gusto y contragusto. Antes jugué la que me gustaba y ahora
corresponde el siete, que no me incita ni me dice nada.
--Gusto y contra gusto llama usted a ese juego. ¡Lo desconocía!
--Mero, mero, acabo de descubrirlo.
--Ahora perdemos.
--Mire el siete en puerta.
--¡En los días de mi vida he visto suerte tan continuada!
--Vamos al tercer golpe en el caballo.
--¿Le gusta?
--Le estoy agradecido. ¡Ya hemos ganado!
--Debemos repartir.
--Vamos a darle los cinco golpes.
--Perdemos.
--O ganamos. La carta del gusto es el cinco, nos corresponde la del
contragusto.
--¡Juego chocante! Reserve la mitad, amigo.
--No reservo nada. Ochenta soles lleva el tres.
--No sale.
--Alguna vez debe quebrar.
--Retírese.
Chucho el Roto, con un ojo en el naipe, medía la diferencia entre las
dos cartas del albur. Silbó despectivo:
--Psss... Van igualadas.
Posando la baraja sobre la manta, se enjugó la frente con un vistoso
pañuelo de seda. Percibiendo a los jugadores atentos, comenzó a tirar
con una mueca de sorna y la cara torcida bajo la cicatriz. Vino el tres
que jugaba Nachito. Palpitó a su lado el espectro:
--¡Hemos ganado!
Reclamó Nachito batiendo con los nudillos en la manta:
--Ciento sesenta soles.
Chucho el Roto, al pagarle le clavó los ojos, con mofa procaz:
--Otro menos pendejo, con esa suerte, había desbancado. ¡Ni que un
ángel se las soplase a la oreja!
Nachito, con gesto de bonachón asentimiento, apilaba el dinero y hacía
sus gracias.
--¡Cua! ¡Cua!
Y murmuraba desabrido un titulado Capitán Viguri:
--¡Siempre la Virgen se le aparece a los pastores!
Y Nachito, al mismo tiempo tenía en la oreja el soplo del hepático
espectro:
--Debemos repartir.
Denegó Nachito con un frunce triste en la boca:
--Después del quinto golpe.
--Es una imprudencia.
--Si perdemos, por otro lado nos vendrá la compensación. ¿Quién sabe?
¡Hasta pudieran no fusilarnos! Si ganamos es que tenemos la contraria
en Foso-Palmitos.
--Déjese, amigo, de macanas y no tiente la suerte.
--Vamos con la sota.
--Es una carta fregada.
--Pues moriremos en ella. Amigo tallador, ciento sesenta soles en la
sota.
Respondió el Roto:
--¡Van!
Se almibaró Nachito:
--Muchas gracias.
Y repuso el tahúr, con su mueca leperona:
--¡Son las que me cuelgan!
Volvió la baraja, y apareció la sota en puerta, con lo cual moviose un
murmullo entre los jugadores. Nachito estaba pálido y le temblaban las
manos:
--Hubiera querido perder esta carta. ¡Ay, amigo, nos tiran la contraria
en Foso-Palmitos!
Alentó el espectro con expresión mortecina:
--Por ahora vamos cobrando.
--Son ciento veintisiete soles por barba.
--¡La puerta nos ha chingado!
--Más debió chingarnos. En una situación tan lamentosa, es de muy mal
augurio ganar en el juego.
--Pues déjele la plata al Roto.
--No es precisamente la contraria.
--¿Va usted a seguir jugando?
--Hasta perder. Solo así podre tranquilizar mi ánimo.
--Pues yo voy a tomar el aire. Muchas gracias por su ayuda y
reconózcame como un servidor: Bernardino Arias.
Se alejó. Nachito, con las manos trémulas, apilaba la plata. Le llenaba
de terror angustioso el absurdo de aquel providencialismo maléfico,
que dándole tan obstinada ventura en el juego, le tenía decretada la
muerte. Sentíase bajo el poder de fuerzas invisibles, las advertía en
torno suyo, hostiles y burlonas. Cogió un puñado de dinero y lo puso
a la primera carta que salió. Deseaba ganar y perder. Cerró los ojos
para abrirlos en el mismo instante. Chucho el Roto volvía la baraja,
enseñaba la puerta, corría la pinta. Nachito se afligió. Ganaba otra
vez. Se disculpó con una sonrisa, sintiendo la mirada aviesa del
bandolero tahúr:
--¡Posiblemente esta tarde voy a ser ultimado!

II
Al otro rumbo del calabozo, algunos prisioneros escuchaban el
relato fluido de eses y eles, que hacía un soldado tuerto: Hablaba
monótonamente, sentado sobre los calcañares, y contaba la derrota de
las tropas revolucionarias en Curopaitito. Echados sobre el suelo,
atendían hasta cinco presos:
--Pues de aquella, yo aún andaba incorporado a la partida de Doroteo
Rojas. Un servicio perro, sin soltar el fusil, siempre mojados. Y el
día más negro fue el siete de julio: Íbamos atravesando un pantano,
cuando empezó la balasera de los federales: No los habíamos visto
porque tiraban al resguardo de los huisaches que hay a una mano y otra,
y no más salimos de aquel pantano por la Gracia Bendita. Dende que
salimos, les contestamos con fuego muy duro, y nos tiroteamos un chico
rato, y otra vez, jala y jala y jala, por aquellos llanos que no se les
miraba fin... Y un solazo que hacía arder las arenas, y ahí vamos jala
y jala y jala y jala. Escapábamos a paso de coyote, embarrándonos en
la tierra, y los federales se nos venían detrás. Y no más zumbaban las
balas. Y nosotros jala y jala y jala.
La voz del indio, fluida de eses y eles, se inmovilizaba sobre una
sola nota. El Doctor Atle, famoso orador de la secta revolucionaria
encarcelado desde hacía muchos meses, un hombre joven, la frente
pálida, la cabellera romántica, incorporado en su hamaca, guardaba
extraordinaria atención al relato. De tiempo en tiempo, escribía alguna
cosa en un cuaderno, y tornaba a escuchar. El indio se adormecía en su
monótono sonsonete:
--Y jala y jala y jala. Todo el día caminamos al trote, hasta que
al meterse el sol divisamos un ranchito quemado, y corrimos para
agazaparnos. Pero no pudo ser. También nos echaron, y fuimos más
adelante y nos agarramos al hocico de una noria. Y ahí está otra vez
la balasera, pero fuerte y tupida como granizo. Y aquí caía una bala y
allá caía otra, y empezó a hervir la tierra. Los federales tenían ganas
de acabarnos, y nos baleaban muy fuerte, y al poco rato no más se oía
el esquitero, y el esquitero y el esquitero, como cuando mi vieja me
tostaba el maíz. El compañero que estaba junto a mí, no más se hacía
para un lado y para otro: Motivado que le dije: No las atorees, manís,
porque es peor. Hasta que le dieron un diablazo en la maceta, y allí
se quedó mirando a las estrellas. Y fuimos al amanecer al pie de una
sierra, donde no había ni agua ni maíz, ni cosa ninguna que comer.
Calló el indio. Los presos que formaban el grupo seguían fumando sin
hacer ningún comentario al relato, parecía que no hubiesen escuchado.
El Doctor Atle repasaba el cuaderno de sus notas, y con el lápiz sobre
el labio interrogó al soldado:
--¿Cómo te llamas?
--Indalecio.
--¿El apellido?
--Santana.
--¿De qué parte eres?
--Nací en la Hacienda de Chamulpo. Allí nací, pero todavía chamaco, me
trasladaron con una reata de peones a los Llanos de Zamalpoa. Cuando
estalló la bola revolucionaria, desertamos todos los peones de las
minas de un judas gachupín, y nos fuimos con Doroteo.
El Doctor Atle, aún trazó algunas líneas en su cuaderno, y luego
recostose en la hamaca con los ojos cerrados y el lápiz sobre la boca,
que sellaba un gesto amargo.

III
Conforme adelantaba el día, los rayos del sol, metiéndose por las altas
rejas, sesgaban y triangulaban la cuadra del calabozo. En aquellas
horas, el vaho de tabaco y catinga era de una crasitud pegajosa. Los
más de los presos adormecían en sus hamacas, y al rebullirse alzaban
una nube de moscas, que volvía a posarse apenas el bulto quedaba
inerte. En corros silenciosos otros prisioneros se repartían por los
rumbos del calabozo, buscando los triángulos sin sol. Eran raras las
pláticas, tenues, con un matiz de conformidad para las adversidades de
la fortuna: Las almas presentían el fin de su peregrinación mundana, y
este torturado pensamiento de todas las horas revestíalas de estoica
serenidad. Las raras pláticas tenían un dejo de olvidada sonrisa, luz
humorística de candiles que se apagan faltos de aceite. El pensamiento
de la muerte había puesto en aquellos ojos, vueltos al mundo sobre el
recuerdo de sus vidas pasadas, una visión indulgente y melancólica. La
igualdad en el destino determinaba un igual acento en la diversidad de
rostros y expresiones. Sentíanse alejados en una orilla remota, y la
luz triangulada del calabozo realzaba en un módulo moderno y cubista la
actitud macilenta de las figuras.


SEXTA PARTE
ALFAJORES Y VENENOS


LIBRO PRIMERO
LECCIÓN DE LOYOLA

I
El indio triste que divierte sus penas corriendo gallos, susurra por
bochinches y conventillos justicias, crueldades, poderes mágicos de
Niño Santos. El Dragón del Señor San Miguelito le descubría el misterio
de las conjuras, le adoctrinaba. ¡Eran compadres! ¡Tenían pacto!
¡Generalito Banderas se proclamaba inmune para las balas por una firma
de Satanás! Ante aquel poder tenebroso, invisible y en vela, la plebe
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