Tirano Banderas: Novela de tierra caliente - 07

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Zacarías el Cruzado, luego de atracar el esquife en una maraña de
bejucos, se alzó sobre la barca, avizorando el chozo. La llanura de
esteros y médanos, cruzada de acequias y aleteos de aves acuáticas,
dilatábase con encendidas manchas de toros y caballadas, entre prados
y cañerlas. La cúpula del cielo recogía los ecos de la vida campañera
en su vasto y sonoro silencio. En la turquesa del día orfeonaban su
gruñido los marranos. Lloraba un perro, muy lastimero. Zacarías,
sobresaltado, le llamó con un silbido. Acudió el perro zozobrante,
bebiendo los vientos, sacudido con humana congoja: Levantado de manos
sobre el pecho del indio, hociquea lastimero y le prende del camisote,
sacándole fuera del esquife. El Cruzado monta el pistolón y camina
con sombrío recelo: Pasa ante el chozo abierto y mudo: Penetra en la
ciénaga: El perro le insta, sacudidas las orejas, el hocico al viento,
con desolado tumulto, estremecida la pelambre, lastimero el resuello:
Zacarías le va en seguimiento. Gruñen los marranos en el cenagal. Se
asustan las gallinas al amparo del maguey culebrón. El negro vuelo
de zopilotes que abate las alas sobre la pecina se remonta, asaltado
del perro. Zacarías llega: Horrorizado y torvo, levanta un despojo
sangriento. ¡Era cuanto encontraba de su chamaco! Los cerdos habían
devorado la cara y las manos del niño: Los zopilotes le habían sacado
el corazón del pecho. El indio se volvió al chozo: Encerró en un saco
aquellos restos, y con ellos a los pies, sentado a la puerta, se puso a
cavilar. De tan quieto, las moscas le cubrían y los lagartos tomaban el
sol a su vera.

II
Zacarías se alzó con oscuro agüero: Fue al metate, volteó la piedra,
y descubrió un leve brillo de metales. La papeleta del empeño, en
cuatro dobleces, estaba debajo. Zacarías, sin mudar el gesto de su
máscara indiana, contó las nueve monedas, se guardó la plata en el
cinto y deletreó el papel: “Quintín Pereda. Préstamos. Compra-venta.”
Zacarías volvió al umbral, se puso el saco al hombro y tomó el rumbo
de la ciudad: A su arrimo, el perro doblaba rabo y cabeza. Zacarías,
por una calle de casas chatas, con azoteas y arrequives de colorines,
se metió en los ruidos y luces de la feria: Llegó a un tabladillo de
azares, y en el juego del parar apuntó las nueve monedas: Doblando la
puesta, ganó tres veces: Le azotó un pensamiento absurdo, otro agüero,
un agüero macabro: ¡El costal en el hombro le daba la suerte! Se fue,
seguido del perro, y entró en un bochinche: Allí se estuvo, con el saco
a los pies, bebiendo aguardiente. En una mesa cercana comía la pareja
del ciego y la chicuela. Entraba y salía gente, rotos y chinitas,
indios camperos, viejas que venían por el centavo de cominos para los
cocoles. Zacarías pidió un guiso de guajolote, y en su plato hizo
parte al perro: Luego tornó a beber, con la chupalla sobre la cara:
Trascendía, con helada consciencia, que aquellos despojos le aseguraban
de riesgo: Presumía que le buscaban para prenderle, y no le turbaba el
menor recelo, una seguridad cruel le enfriaba: Se puso el costal en el
hombro, y con el pie levantó al perro:
--¡Porfirio, visitaremos al gachupín!

III
Se detuvo y volvió a sentarse, avizorado por el cuchicheo de la pareja
lechuza:
--¿No alargará su plazo el Señor Peredita?
--¡Poco hay que esperar, mi viejo!
--Sin el enojo con la chinita hubiera estado más contemplativo.
Zacarías, con la chupalla sobre la cara y el costal en las rodillas,
amusgaba la oreja. El ciego se había sacado del bolsillo un cartapacio
de papelotes y registraba entre ellos, como si tuviese vista en el luto
de las uñas:
--Vuelve a leerme las condiciones del contrato. Alguna cláusula habrá
que nos favorezca.
Alargábale a la chamaca una hoja con escrituras y sellos:
--¡Taitita, cómo soñamos! El gachupín nos tiene puesto el dogal.
--Repasa el contrato.
--De memoria me lo sé. ¡Perdidos, mi viejo, como no hallemos modo de
ponernos al corriente!
--¿A cuánto sube el devengo?
--Siete pesos.
--¡Qué tiempos tan contrarios! ¡Otras ferias siete pesos no suponían
ni tlaco! ¡La recaudación de una noche como la de ayer superaba esa
cantidad por lo menos tres veces!
--¡Yo todos los tiempos que recuerdo son iguales!
--Tú eres muy niña.
--Ya seré vieja.
--¿No te parece que insistamos con un ruego al Señor Peredita?
¡Acaso exponiéndole nuestros propósitos de que tú cantes lueguito en
conciertos!... ¿No te parece bien volver a verle?
--¡Volvamos!
--Lo dices sin esperanza.
--Porque no la tengo.
--¡Hija mía, no me das ningún consuelo! ¡El Señor Peredita también
tendrá corazón!
--¡Es gachupín!
--Entre los gachupines hay hombres de conciencia.
--El Señor Peredita nos apretará el dogal, sin compasión. ¡Es muy ruin!
--Reconoce que otras veces ha sido más deferente... Pero estaba muy
tomado de cólera con aquella chinita, y no debía fallarle razón cuando
la pusieron a la sombra.
--¡Otra que paga culpas de Domiciano!

IV
Zacarías se movió hacia la mustia pareja. El ciego, cerciorado de que
la niña no leía el papel, lo guardaba en el cartapacio de hule negro.
La cara del lechuzo tenía un gesto lacio, de cansina resignación. La
niña le alargaba su plato al perro de Zacarías. Insistió Velones:
--¡Domiciano nos ha fregado! Sin Domiciano, Taracena estaría regentando
su negocio y podría habernos adelantado la plata, o salido garante.
--Si no lo rehusaba.
--¡Ay, hija, déjame un rajito de esperanza! Si me lo autorizases,
pediría una botella de chicha. ¡No me decepciones! La llevaremos a casa
y me inspiraré para terminar el vals que dedico a Generalito Banderas.
--¡Taitita, querés vos poneros trompeto!
--Hija, necesito consolarme.
Zacarías levantó su botella y llenó los vasos de la niña y el ciego:
--Jalate no más. La cabrona vida solo así se sobrelleva. ¿Qué se pasó
con la chinita? ¿Fue denunciada?
--¡Qué chance!
--¿Y la denuncia la hizo el gachupín chingado?
--Para no comprometerse.
--¡Está bueno! Al Señor Peredita dejátelo vos de mi mano.
Cargó el saco y se caminó, con el perro a la vera, el alón de la
chupalla sobre la cara.

V
El Cruzado se fue despacio, enhebrándose por la rueda de charros
y boyeros que, sin apearse de las monturas, bebían a la puerta
del bochinche: Inmóvil el gesto de su máscara verdina, huraño y
entenebrecido, con taladro doloroso en las sienes, metiose en las
grescas y voces del real, que juntaba la feria de caballos. Cedros y
palmas servían de apoyo a los tabanques de jaeces, facones y chamantos.
Se acercó a una vereda ancha y polvorienta, con carros tolderos y
meriendas: Jarochos jinetes lucían sus monturas en alardosas carreras,
terciaban apuestas, se mentían al procuro de engañarse en los tratos.
Zacarías, con los pies en el polvo, al arrimo de un cedro, calaba los
ojos sobre el ruano que corría un viejo jarocho. Tentándose el cinto de
las ganancias, hizo seña al campero:
--¿Se vende el guaco?
--Se vende.
--¿En cuánto lo ponés, amigo?
--Por muy bajo de su mérito.
--¡Sin macanas! ¿Querés vos cincuenta bolivianos?
--Por cada herradura.
Insistió Zacarías con obstinada canturía:
--Cincuenta bolivianos, si querés venderlo.
--¡No es pagarlo, amigo!
--Me estoy en lo hablado.
Zacarías no mudaba de voz ni de gesto: Con la insistencia monótona de
la gota de agua, reiteraba su oferta. El jarocho revolvió la montura,
haciendo lucidas corvetas:
--¡Se gobierna con un torzal! Mirale la boca y verés vos que no está
cerrado.
Repitió Zacarías con su opaca canturía:
--No más me conviene en cincuenta bolivianos. Sesenta con el aparejo.
El jarocho se doblaba sobre el arzón sosegando al caballo con palmadas
en el cuello. Compadreó:
--Setenta bolivianos, amigo, y de mi cuenta las copas.
--Sesenta con la silla puesta, y me dejás la reata y las espuelas.
Animose el campero, buscando avenencia:
--¡Sesenta y cinco! ¡Y te llevas, manís, una alhaja!
Zacarías posó el saco a los pies, se desató el cinto y, sentado en la
sombra del cedro, contó la plata sobre una punta del poncho. Nubes de
moscas ennegrecían el saco, manchado y viscoso de sangre. El perro, con
gesto legañoso, husmeaba en torno del caballo. Desmontó el jarocho.
Zacarías ató la plata en la punta del poncho y, demorándose para
cerrar el ajuste, reconoció los corvejones y la boca del guaco: Puesto
en silla cabalgó probándolo en cortas carreras, obligándole de la
brida con brusco arriende, como cuando se tira al toro la mangana. El
jarocho, en la linde de la polvorienta estrada, atendía al escaramuz,
sobre las cejas la visera de la mano. Zacarías se acercó, atemperando
la cabalgada:
--Me cumple.
--¡Una alhaja!
Zacarías desató la punta del poncho, y en la palma del campero, moneda
a moneda, contó la plata:
--¡Amigo, nos vemos!
--¿No vos caminarés mero mero sin mojar el trato?
--Mero mero, amigo. Me urge no dilatarme.
--¡Vaya chance!
--Tengo que restituirme a mi pago. Queda en palabra que trincaremos en
otra ocasión. ¡Nos vemos, amigo!
--¡Nos vemos! Compadrito, cuidame vos del ruano.
El real de la feria tenía una luminosa palpitación cromática. Por
los crepusculares caminos de tierra roja ondulaban recuas de llamas,
piños vacunos, tropas de jinetes con el sol poniente en los sombreros
bordados de plata. Zacarías se salió del tumulto, espoleando, y se
metió por Arquillo de Madres.

VI
Zacarías el Cruzado se encubría con el alón de la chupalla: Una torva
resolución le asombraba el alma, un pensamiento solitario, insistente,
inseparable de aquel taladro dolorido que le hendía las sienes.
Y formulaba mentalmente su pensamiento, desdoblándolo con pueril
paralelismo:
--¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor
Peredita!
Cuando pasaba ante alguna iglesia se santiguaba. Los tutilimundis
encendían sus candilejas, y frente a una barraca de fieras sintió
estremecerse los flancos de la montura: El tigre, con venteo de carne
y de sangre, le rugía levantado tras los barrotes de la jaula, la
enfurecida cabeza asomada por los hierros, los ojos en lumbre, la cola
azotante: El Cruzado, advertido, puso espuelas para ganar distancia:
Sobre la fúnebre carga que sostenía en el arzón, había dejado caer
el poncho. El Cruzado se aletargaba en la insistencia monótona de su
pensamiento, desdoblándolo con obstinación mareante, acompasado por el
latido neurálgico de las sienes, sujeto a su ritmo de lanzadera:
--¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor
Peredita!
Las calles tenían un cromático dinamismo de pregones, guitarros,
faroles, gallardetes. En el marasmo caliginoso, adormecido de músicas,
acohetaban repentes de gritos, súbitas espantadas y tumultos. El
Cruzado esquivaba aquellos parajes de mitotes y pleitos. Ondulaba
bajo los faroles de colores la plebe cobriza, abierta en regueros,
remansada frente a bochinches y pulperías. Las figuras se unificaban en
una síntesis expresiva y monótona, enervadas en la crueldad cromática
de las baratijas fulleras. Los bailes, las músicas, las cuerdas de
farolillos, tenían una exasperación absurda, un enrabiamiento de
quimera alucinante. Zacarías, abismado en rencorosa y taciturna
tiniebla, sentía los aleteos del pensamiento, insistente, monótono,
trasmudando su pueril paralelismo:
--¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor
Peredita!

VII
Iluminaba la calle un farol con el rótulo de la tienda en los vidrios:
“Empeñitos de Don Quintín”. El tercer vidrio estaba rajado, y no
podía leerse. Las percalinas rojas y gualdas de la bandera española
decoraban la puerta: “Empeñitos de Don Quintín”. Dentro, una lámpara
con enagüillas verdes alumbraba el mostrador. El empeñista acariciaba
su gato, un maltés vejete y rubiales, que trascendía el absurdo de
parecerse a su dueño. El gato y el empeñista miraron a la puerta,
desdoblando el mismo gesto de alarma. El gato, arqueándose sobre
las rodillas del gachupín, posaba el terciopelo de sus guantes en
dos simétricos remiendos de tela nueva. El Señor Peredita llevaba
manguitos, tenía la pluma en la oreja y sobre la misma querencia el
seboso gorrete, que años pasados la niña bordó en el colegio:
--¡Buenas noches, patrón!
Zacarías el Cruzado --poncho y chupalla, botas de potro y espuelas--,
encorvándose sobre el borrén, adelantaba por la puerta medio caballo.
El honrado gachupín le miró con cicatera suspicacia:
--¿Qué se ofrece?
--Una palabrita.
--Ata el guaco en la puerta.
--No tiene doma, patrón.
El Señor Peredita pasó fuera del mostrador.
--¡Veamos qué conveniencia traes!
--¡Conocernos, patrón! Es usted muy notorio por mis pagos. ¡Conocernos!
Solo a ese negocio he acudido a la feria, Señor Peredita.
--Tú has jalado más de la cuenta y es una sinvergüenzada venir a faltar
a un hombre provecto. Camínate no más, antes que con una voz llame al
vigilante.
--Señor Peredita, no se sobresalte. Tengo que recobrar una alhajita.
--¿Traes el comprobante?
--¡Véalo no más!
El Cruzado, metiendo la montura en el portal, ponía sobre el mostrador
el saco manchado y mojado de sangre. Se espantó el gachupín:
--¡Estás briago! Jaláis más de la cuenta, y luego venís a faltar en los
establecimientos. Toma el saquete y camínate, luego, luego.
El Cruzado casi tocaba en la viguería con la cabeza: Le quedaba en
sombra la figura desde el pecho a la cara, en tanto que las manos y el
borrén de la silla destacaban bajo la luz del mostrador:
--¿Señor Peredita, pues no habés pedido el comprobante?
--¡No me friegues!
--Abra usted el saco.
--Camínate y déjame de tus macanas.
El Cruzado fraseó con torva insistencia, apagada la voz en un silo de
cólera mansa:
--Patrón, usted abre no más, y se entera.
--Poco me importa. Chivo o marrano, con tu pan te lo comas.
El gachupín se encogió viendo caérsele encima la sombra del Cruzado.
--¡Señor Peredita, buscás abrir el saco con los dientes!
--Roto, no me traigas un pleito de gaucho malo. Si deseas algún
servicio de mi parte, vuelves cuando te halles más despejado.
--Patrón, mero mero liquidamos. ¿Recordás de la chinita que dejó una
tumbaga en nueve bolivianos?
El honrado gachupín se aleló, capcioso:
--No recuerdo. Tendría que repasar los libros. ¿Nueve bolivianos? No
valdría más. Las tasas de mi establecimiento son las más altas.
--¡Quier decirse que aún los hay más ladrones! Pero no he venido sobre
ese tanto. Usted, patrón, ha presentado denuncia contra la chinita.
Gritó el gachupín con guiño perlático:
--¡No puedo recordar todas las operaciones! ¡Vete no más! ¡Vuelve
cuando te halles fresco! ¡Se verá si puede mejorarse la tasa!
--Este asunto lo ultimamos luego luego. Patroncito, habés denunciado a
la chinita y vamos a explicarnos.
--Vuelve cuando estés menos briago.
--Patroncito, somos mortales, y a lo pior tenés la vida menos segura
que la luz de ese candil. ¿Patroncito, quién ha puesto a la chinita en
la galera? ¿No habés visto el ranchito vacío? ¡Ya lo verés! ¿No habés
abierto el saco? ¡Ándele, Señor Peredita, y no se dilate!
--Tendrá que ser, pues eres un alcohólico obstinado.
El honrado gachupín comenzó a desatar el saco: Tenía el viejales un
gesto indiferente. A la verdad, no le importaba que fuese chivo o
marrano lo que guardase. Se transmudó con una espantada al descubrir la
yerta y mordida cabeza del niño:
--¡Un crimen! ¿Me buscas para la encubierta? ¡Vete y no me traigas mal
tercio! ¡Vete! ¡No diré nada! ¡So chingado, no me comprometas! ¿Qué
puedes ofrecerme? ¡Un puñado de plata! ¡So chingado, un hombre de mi
posición no se compromete por un puñado de plata!
Habló Zacarías, remansada la voz en abismos de cólera:
--Ese cuerpo es el de mi chamaco. La denuncia cabrona le puso a la
mamasita en la galera. ¡Me lo han dejado solo para que se lo comiesen
los chanchos!
--Es absurdo que me vengas a mí con esa factura de cargos. ¡Un
espectáculo horrible! ¡Una desgracia! Quintín Pereda es ajeno a
ese resultado. Te devolveré la tumbaguita. No hago cuenta de los
bolivianos. ¡Quiere decirse que te beneficias con mi plata! Recoge
esos restos. Dales sepultura. Comprendo que, bebiendo, hayas buscado
consolarte. Vete. La tumbaguita pasas mañana a recogerla. Dale
sepultura sagrada a esos restos.
--¡Don Quintinito cabrón, vas, vos acompañarme!

VIII
El Cruzado, con súbita violencia, rebota la montura, y el lazo de la
reata cae sobre el cuello del espantado gachupín, que se desbarata
abriendo los brazos. Fue un dislocarse atorbellinado de las figuras, al
revolverse del guaco, un desgarre simultáneo. Zacarías, en alborotada
corveta, atropella y se mete por la calle, llevándose a rastras el
cuerpo del gachupín: Lostregan las herraduras y trompica el pelele,
ahorcado al extremo de la reata. El jinete, tendido sobre el borrén,
con las espuelas en los ijares del caballo, sentía en la tensa reata
el tirón del cuerpo que rebota en los guijarros. Y consuela su estoica
tristeza indiana Zacarías el Cruzado.


LIBRO SÉPTIMO
NIGROMANCIA

I
Están prontos los caballos para la fuga en el rancho de Ticomaipú. El
Coronelito de la Gándara cena con Niño Filomeno. Sobre los términos
de la colación, manda llamar a sus hijos el ranchero. Niña Laurita,
con reservada tristeza, sale a buscarlos, y acude, brincante, la
muchachada, sin atender a la madre, que asombra el gesto con un dedo en
los labios. El patrón también sentía cubierta su fortaleza con una nube
de duelo: Tenía los ojos en los manteles: No miraba ni a la mujer ni a
los hijos: Recobrándose, levantó la frente con austera entereza.

II
Los chamacos, en el círculo de la lámpara, repentinamente mudos,
sentían el aura de una adivinación telepática:
--Hijos, he trabajado para dejaros alguna hacienda y quitaros de los
caminos de la pobreza: Yo los he caminado, y no los quisiera para
ustedes. Hasta hoy esta ha sido la directriz de mi vida, y vean cómo
hoy he mudado de pensamiento. Mi padre no me dejó riqueza, pero me
dejó un nombre tan honrado como el primero, y esta herencia quiero yo
dejarles. Espero que ustedes la tendrán en mayor aprecio que todo el
oro del mundo, y si así no fuese, me ocasionarían un gran sonrojo.
Se oyó el gemido de la niña ranchera:
--¡Siempre nos dejas, Filomeno!
El patrón, con el gesto apagó la pregunta. La rueda de sus hijos en
torno de la mesa tenía un brillo emocionado en los ojos, pero no
lloraba:
--A vuestra mamasita pido que tenga ánimo para escuchar lo que me
falta. He creído hasta hoy que podía ser un buen ciudadano, trabajando
por acrecentarles la hacienda, sin sacrificar cosa ninguna al servicio
de la Patria. Pero hoy me acusa mi conciencia, y no quiero avergonzarme
mañana, ni que ustedes se avergüencen de su padre.
Sollozó la niña ranchera:
--¡Desde ya te pasas a la bola revolucionaria!
--Con este compañero.
El Coronelito de la Gándara se levantó, alardoso, tendiéndole los
brazos:
--¡Eres un patricio espartano, y no me rajo!
Suspiraba la ranchera:
--¿Y si hallas la muerte, Filomeno?
--Tú cuidarás de educar a los chamacos y de recordarles que su padre
murió por la Patria.
La mujer presentía imágenes tumultuosas de la revolución. Muertes,
incendios, suplicios y, remota, como una divinidad implacable, la momia
del Tirano.

III
Ante la reja nocturna, fragante de albahacón, refrenaba su parejeño
Zacarías el Cruzado: Apareciose en súbita galopada, sobresaltando la
nocharniega cadencia campañera:
--¡Vuelo, vuelo, mi Coronelito! La chinita fue delatada. Ya la pagó el
fregado gachupín. ¡Vuelo, vuelo!
Zacarías refrenaba el caballo, y la oscura expresión del semblante y el
sofoco de la voz metía, afanoso, por los hierros. En la sala, todas
las figuras se movieron unánimes hacia la reja. Interrogó el Coronelito:
--¿Pues qué se pasó?
--La tormentona más negra de mi vida. ¡De estrella pendeja fueron los
brillos de la tumbaguita! ¡Vuelo, vuelo, que traigo perro sobre los
rastros, mi Coronelito!

IV
La niña ranchera abraza al marido, en el fondo de la sala, y lloriquea
la tropa de chamacos encandillándose a la falda de la madre. Hipando su
grito, irrumpe por una puerta la abuela carcamana:
--¿Perché questa follia? Se il Filomeno trova fortuna nella rivoluzione
potrá diventar un Garibaldi. ¡Non mi spaventar i bambini!
El Cruzado miraba por los hierros, la figura toda en sombra. El ojo
enorme del caballo recibía por veces una luz en el juego de las
siluetas que accionaban cortando el círculo del candil. Zacarías aún
terciaba sobre la silla el saco con el niño muerto. En la sala, el
grupo familiar rodeaba al patrón. La madre, uno por uno, levantaba a
los hijos, pasándoles a los brazos del padre. Consideró Zacarías, con
dejo apagado:
--¡Son pidazos del corazón!

V
Chino Viejo acercó los caballos, y los ecos de la galopada rodaron por
la nocturna campaña. Zacarías en el primer sofreno, al meterse por un
vado, apareó su montura con la del Coronelito:
--¡Se chinga Banderitas! Tenemos un auxiliar muy grande. ¡Aquí va
conmigo!
El Coronelito le miró, sospechándole borracho:
--¿Qué dices, manís?
--La reliquia de mi chamaco. Una carnicería que los chanchos me han
dejado. Va en este alforjín.
El Coronel le tendió la mano:
---Me ocasiona un verdadero sentimiento, Zacarías. ¿Y cómo no has dado
sepultura a esos restos?
--A su hora.
--No me parece bien.
--Esta reliquia nos sirve de salvoconducto.
--¡Es una creencia rutinaria!
--¡Mi jefecito, que lo cuente el chingado gachupín!
--¿Qué has hecho?
--Guindarlo. No pedía menos satisfacción esta carnicería de mi chamaco.
--Hay que darle sepultura.
--Cuando estemos a salvo.
--¡Y parecía muy vivo, el cabroncito!
--¡Cuanti menos, para su padre!


QUINTA PARTE
SANTA MÓNICA


LIBRO PRIMERO
BOLETO DE SOMBRA

I
El Fuerte de Santa Mónica, que en las luchas revolucionarias sirvió
tantas veces como prisión de reos políticos, tenía una pavorosa
leyenda de aguas empozoñadas, mazmorras con reptiles, cadenas, garfios
y cepos de tormento. Estas fábulas, que databan de la dominación
española, habían ganado mucho valimiento en la tiranía del General
Santos Banderas. Todas las tardes en el foso del baluarte, cuando las
cornetas tocaban fajina, era pasada por las armas alguna cuerda de
revolucionarios. Se fusilaba sin otro proceso que una orden secreta del
Tirano.

II
Nachito y el estudiante traspasaron la poterna, entre la escolta de
soldados. El Alcaide los acogió sin otro trámite que el parte verbal
depuesto por un sargento, y enviado desde la cantina por el Mayor del
Valle. Al cruzar la poterna, los dos esposados alzaron la cabeza
para hundir una larga mirada en el azul remoto y luminoso del cielo.
El Alcaide de Santa Mónica, Coronel Irineo Castañón, aparece en las
relaciones de aquel tiempo como uno de los más crueles sicarios de la
Tiranía: Era un viejo sanguinario y potroso que fumaba en cachimba y
arrastraba una pata de palo. Con la bragueta desabrochada, jocoso y
cruel, dio entrada a los dos prisioneros:
--¡Me felicito de recibir a una gente tan seleccionada!
Nachito acogió el sarcasmo con falsa risa de dientes y quiso explicarse:
--Se padece una ofuscación, mi Coronelito.
El Coronel Irineo Castañón vaciaba la cachimba golpeando sobre la pata
de palo:
--A mí en eso ninguna cosa me va. Los procesos, si hay lugar, los
instruye el Licenciadito Carballeda. Ahora, como aún se trata de una
simple detención, van a tener por suyo todo el recinto murado.
Agradeció Nachito con otra sonrisa cumplimentera y acabó moqueando:
--¡Es un puro sonambulismo este fregado!
El Cabo de Vara, en el sombrizo de la puerta, hacía sonar la pretina de
sus llaves: Era mulato, muy escueto, con automatismo de fantoche: Se
cubría con un chafado kepis francés, llevaba pantalones colorados de
uniforme, y guayabera rabona muy sudada: Los zapatos de charol, viejos
y tilingos, traía picados en los juanetes. El Alcaide le advirtió
jovial:
--Don Trini, a estos dos flautistas vea de suministrarles boleto de
preferencia.
--No habrá queja. Si vienen provisorios se les dará luneta de muralla.
Don Trini, cumplida la fórmula del cacheo, condujo a los presos por un
bovedizo con fusiles en armario: Al final, abrió una reja y los soltó
entre murallas:
--Pueden pasearse a su gusto.
Nachito, siempre cumplimentero y servil, rasgó la boca:
--¡Muchísimas gracias, Don Trini!
Don Trini, con absoluta indiferencia, batió la reja, haciendo rechinar
cerrojos y llaves: Gritó alejándose:
--Hay cantina, si algo desean y quieren pagarlo.

III
Nachito, suspirando, leía en el muro los grafitos carcelarios decorados
con fálicos trofeos. Tras de Nachito, el taciturno estudiante liaba
el cigarro: Tenía en los ojos una chispa burlona, y en la boca
prieta, color de moras, un rictus de compasión altanera. Esparcidos y
solitarios paseaban algunos presos. Se oía el hervidero de las olas,
como si estuviesen socavando el cimiento. Las ortigas lozaneaban en los
rincones sombríos, y en la azul transparencia aleteaba una bandada de
zopilotes, pájaros negros. Nachito, finchándose en el pando compás de
las zancas, miró con reproche al estudiante:
--Ese mutismo es impropio para dar ánimos al compañero, y hasta puede
ser una falta de generosidad. ¿Cómo es su gracia, amigo?
--Marco Aurelio.
--¡Marquito, qué será de nosotros!
--¡Pues, y quién sabe!
--¡Esto impone! ¡Se oye el farollón de las olas!... Parece que estamos
en un barco.
El Fuerte de Santa Mónica, castillote teatral con defensas del tiempo
de los virreyes, erguíase sobre los arrecifes de la costa, frente
al vasto mar ecuatorial, caliginoso, de ciclones y calmas. En la
barbacana, algunos morteros antiguos, roídos de lepra por el salitre,
se alineaban moteados con las camisas de los presos tendidas a secar:
Un viejo, sentado sobre el cantil frente al mar inmenso, ponía
remiendos a la frazada de su camastro. En el más erguido baluarte
cazaba lagartijas un gato, y pelotones de soldados hacían ejercicios en
Punta Serpiente.

IV
Hilo de la muralla, la curva espumosa de las olas balanceaba una
ringla de cadáveres. Vientres inflados, livideces tumefactas. Algunos
prisioneros, con grito de motín, trepaban al baluarte. Las olas
mecían los cadáveres ciñéndolos al costado de la muralla, y el cielo
alto, llameante, cobijaba un astroso vuelo de zopilotes, en la cruel
indiferencia de su turquesa. El preso que ponía remiendos en la frazada
de su camastro quebró el hilo, y con la hebra en el bezo murmuró
leperón y sarcástico:
--¡Los chingados tiburones ya se aburren de tanta carne revolucionaria,
y todavía no se satisface el cabrón Banderas! ¡Puta madre!
El rostro de cordobán, burilado de arrugas, tenía un gesto estoico: La
rasura de la barba, crecida y cenicienta, daba a su natural adusto un
cierto aire funerario. Nachito y Marco Aurelio caminaron inciertos,
como viajeros extraviados: Nachito, si algún preso cruzaba por su vera,
apartábase solícito y abría paso con una sonrisa amistosa. Llegaron
al baluarte y se asomaron a mirar el mar alegre de luces mañaneras,
nigromántico con la fúnebre ringla balanceándose en las verdosas
espumas de la resaca. Entre los presos que coronaban el baluarte
acrecía la zaloma de motín con airados gestos y erguir de brazos.
Nachito se aleló de espanto:
--¿Son náufragos?
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