Tirano Banderas: Novela de tierra caliente - 02

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experimentaba un sofoco ampuloso, una sensación enfática de orgullo
y reverencia: Como collerones le resonaban en el pecho fanfarrias de
históricos nombres sonoros, y se mareaba igual que en un desfile de
cañones y banderas: Su jactancia, ilusa y patriótica, se revertía en
los escandidos compases de una música brillante y ramplona: Se detuvo
en el fondo de la galería. La puerta luminosa, silenciosa, franca
sobre el gran estrado desierto, amortiguó extrañamente al barroco
gachupín, y sus pensamientos se desbandaron en fuga, potros cerriles
rebotando las ancas. Se apagaron de repente todas las bengalas, y el
ricacho se advirtió pesaroso de verse en aquel trámite: Desasistido de
emoción, árido, tímido como si no tuviese dinero, penetró en el estrado
vacío, turbando la dorada simetría de espejos y consolas.

III
El Barón de Benicarlés, con quimono de mandarín, en el fondo de otra
cámara, sobre un canapé, espulgaba meticulosamente a su faldero. Don
Celes llegó, mal recobrado el gesto de fachenda entre la calva panzona
y las patillas color de canela: Parecía que se le hubiese aflojado la
botarga:
--Señor Ministro, si interrumpo, me retiro.
--Pase usted, ilustre Don Celestino.
El faldero dio un ladrido, y el carcamal diplomático, rasgando la boca,
le tiró de una oreja:
--¡Calla, Merlín! Don Celes, tan contadas son sus visitas, que ya le
desconoce el Primer Secretario.
El carcamal diplomático esparcía sobre la fatigada crasitud de sus
labios una sonrisa lenta y maligna, abobada y amable. Pero Don Celes
miraba a Merlín, y Merlín le enseñaba los dientes a Don Celes. El
Ministro de Su Majestad Católica, distraído, evanescente, ambiguo,
prolongaba la sonrisa con una elasticidad inverosímil, como las
diplomacias neutrales en año de guerras. Don Celes experimentaba una
angustia pueril entre la mueca del carcamal y el hocico aguzado del
faldero: Con su gesto adulador y pedante, lleno de pomposo afecto, se
inclinó hacia Merlín:
--¿No quieres que seamos amigos?
El faldero, con un ladrido, se recogió en las rodillas de su amo,
que adormilaba los ojos huevones, casi blancos, apenas desvanecidos
de azul, indiferentes como dos globos de cristal, consonantes con la
sonrisa sin término, de una deferencia maquillada y protocolaria. La
mano gorja y llena de hoyos, mano de odalisca, halagaba las sedas del
faldero:
--¡Merlín, ten formalidad!
--¡Me ha declarado la guerra!
El Barón de Benicarlés, diluyendo el gesto de fatiga por toda su figura
crasa y fondona, se dejaba besuquear del faldero. Don Celes, rubicundo
entre las patillas de canela, poco a poco, iba inflando la botarga,
pero con una sombra de recelo, una íntima y remota cobardía de cómico
silbado. Bajo el besuqueo del falderillo, habló, confuso y nasal, el
figurón diplomático:
--¿Por dónde se peregrina, Don Celeste? ¿Qué luminosa opinión me trae
usted de la Colonia Hispana? ¿No viene usted como Embajador?... Ya
tiene usted despejado el camino, ilustre Don Celes.
Don Celes se arrugó con gesto amistoso, aquiescente, fatalista: La
frente panzona, la papada apoplética, la botarga retumbante, apenas
disimulaban la perplejidad del gachupín. Rio falsamente:
--La tan mentada sagacidad diplomática se ha confirmado una vez más,
querido Barón.
Ladró Merlín, y el carcamal le amenazó levantando un dedo:
--No interrumpas, Merlín. Perdone usted la incorrección y continúe,
ilustre Don Celes.
Don Celes, por levantarse los ánimos, hacía oración mental,
recapacitando los pagarés que tenía del Barón: Luchaba desesperado por
no desinflarse: Cerró los ojos:
--La Colonia, por sus vinculaciones, no puede ser ajena a la política
del país: Aquí radica su colaboración y el fruto de sus esfuerzos. Yo,
por mis sentimientos pacifistas, por mis convicciones de liberalismo
bajo la gerencia de gobernantes serios, me hallo en una situación
ambigua, entre el ideario revolucionario y los procedimientos
sumarísimos del General Banderas. Pero casi me convence la colectividad
española, en cuanto a su actuación, porque la más sólida garantía del
orden es, todavía, Don Santos Banderas. ¡El triunfo revolucionario
traería el caos!
--Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes.
--Pero hay un momento de crisis comercial: Los negocios se resienten,
oscilan las finanzas, el bandolerismo renace en los campos.
Subrayó el Ministro:
--No más que ahora, con la guerra civil.
--¡La guerra civil! Los radicados de muchos años en el país, ya la
miramos como un mal endémico. Pero el ideario revolucionario es algo
más grave, porque altera los fundamentos sagrados de la propiedad.
El indio, dueño de la tierra, es una aberración demagógica, que no
puede prevalecer en cerebros bien organizados. La Colonia profesa
unánime este sentimiento: Yo quizá lo acoja con algunas reservas, pero,
hombre de realidades, entiendo que la actuación del capital español es
antagónica con el espíritu revolucionario.
El Ministro de Su Majestad Católica se recostó en el canapé,
escondiendo en el hombro el hocico del faldero:
--¿Don Celes, y es oficial ese ultimátum de la Colonia?
--Señor Ministro, no es ultimátum. La Colonia pide solamente una
orientación.
--¿La pide o la impone?
--No habré sabido explicarme. Yo, como hombre de negocios, soy poco
dueño de los matices oratorios, y si he vertido algún concepto por
donde haya podido entenderse que ostento una representación oficiosa,
tengo especial interés en dejar rectificada plenamente esa suspicacia
del Señor Ministro.
El Barón de Benicarlés, con una punta de ironía en el azul desvaído de
los ojos, y las manos de odalisca entre las sedas del faldero, diluía
un gesto displicente sobre la boca belfona, untada de fatiga viciosa:
--Ilustre Don Celestino, usted es una de las personalidades
financieras, intelectuales y sociales más remarcables de la Colonia...
Sus opiniones, muy estimables... Sin embargo, usted no es todavía el
Ministro de España. ¡Una verdadera desgracia! Pero hay un medio para
que usted lo sea, y es solicitar por cable mi traslado a Europa. Yo
apoyaré la petición, y le venderé a usted mis muebles en almoneda.
El ricacho se infló de vanidad ingeniosa:
--¿Incluido Merlín para consejero?
El figurón diplomático acogió la agudeza con un gesto frío y lacio, que
la borró:
--Don Celes, aconseje usted a nuestros españoles que se abstengan
de actuar en la política del país, que se mantengan en una estricta
neutralidad, que no quebranten con sus intemperancias la actuación del
Cuerpo Diplomático. Perdone, ilustre amigo, que no le acoja más tiempo,
pues necesito vestirme para asistir a un cambio de impresiones en la
Legación inglesa.
Y el desvaído carcamal, en la luz declinante de la cámara,
desenterraba un gesto chafado, de sangre orgullosa.

IV
Don Celes, al cruzar el estrado, donde la alfombra apagaba el rumor de
los pasos, sintió más que nunca el terror de desinflarse. En el zaguán,
el chino rancio y coletudo, en una abstracción pueril y maniática,
seguía regando las baldosas. Don Celes experimentó todo el desprecio
del blanco por el amarillo:
--¡Deja paso, y mira, no me manches el charol de las botas, gran
chingado!
Andando en la punta de los pies, con mecimiento de doble suspensión la
botarga, llegó a la puerta y llamó al moreno del quitrí, que con otros
morenos y rotos, refrescaba bajo los laureles de un bochinche: Juego de
bolos y piano automático con platillos:
--¡Vamos vivo, pendejo!

V
Calzada de la Virreina tenía un luminoso bullicio de pregones,
guitarros, faroles y gallardetes. Santa Fe se regocijaba con un
vértigo encendido, con una calentura de luz y tinieblas: El
aguardiente y el facón del indio, la baraja y el baile lleno de
lujurias, encadenaban una sucesión de imágenes violentas y tumultuosas.
Sentíase la oscura y desolada palpitación de la vida sobre la fosa
abierta. Santa Fe, con una furia trágica y devoradora del tiempo,
escapaba del terrorífico sopor cotidiano, con el grito de sus ferias,
tumultuoso como un grito bélico. En la lumbrada del ocaso, sobre la
loma de granados y palmas, encendía los azulejos de sus redondas
cúpulas coloniales San Martín de los Mostenses.


LIBRO TERCERO
EL JUEGO DE LA RANITA

I
Tirano Banderas, terminado el despacho, salió por la arcada del
claustro bajo al jardín de los frailes. Le seguían compadritos y
edecanes:
--¡Se acabó la obligación! Ahora, si les parece bien, mis amigos, vamos
a divertir honestamente este rabo de tarde, en el jueguito de la rana.
Rancio y cumplimentero, invitaba para la trinca, sin perder el rostro
sus vinagres, y se pasaba por la calavera el pañuelo de hierbas, propio
de dómine o donado.

II
El Jardín de los Frailes, geométrica ruina de cactus y laureles, gozaba
la vista del mar: Por las mornas tapias corrían amarillos lagartos:
En aquel paraje estaba el juego de la rana, ya crepuscular, recién
pintado de verde. El Tirano, todas las tardes esparcía su tedio en
este divertimiento: Pausado y prolijo, rumiando la coca, hacía sus
tiradas, y en los yerros, su boca rasgábase toda verde, con una mueca:
Se mostraba muy codicioso y atento a los lances del juego, sin ser
parte a distraerle las descargas de fusilería que levantaban cirrus de
humo a lo lejos, por la banda de la marina. Las sentencias de muerte
se cumplimentaban al ponerse el sol, y cada tarde era pasada por las
armas alguna cuerda de revolucionarios. Tirano Banderas, ajeno a la
fusilería, cruel y vesánico, afinaba el punto apretando la boca. Los
cirrus de humo volaban sobre el mar.
--¡Rana!
El tirano, siempre austero, vuelto a la trinca de compadres, desplegaba
el pañuelo de dómine, enjugándose el cráneo pelado:
--¡Aprendan, y no se distraigan del juego con macanas!
Un vaho pesado, calor y catinga, anunciaba la proximidad de la manigua,
donde el crepúsculo enciende, con las estrellas, los ojos de los
jaguares.

III
Aquella india vieja, acurrucada en la sombra de un toldillo, con
el bochinche de limonada y aguardiente, se ha hispido, remilgada y
corretona bajo la seña del Tirano:
--¡Horita, mi jefe!
Doña Lupita cruza las manos enanas y orientales, apretándose al pecho
los cabos del rebocillo, tirado de priesa sobre la greña: Tenía esclava
la sonrisa y los ojos oblicuos de serpiente sabia: Los pies descalzos,
pulidos como las manos: Engañosa de mieles y lisonjas la plática:
--¡Mándeme, no más, mi Generalito!
Generalito Banderas doblaba el pañuelo, muy escrupuloso y espetado:
--¿Se gana plata, Doña Lupita?
--¡Mi jefecito, paciencia se gana! ¡Paciencia y trabajos, que es ganar
la Gloria Bendita! Viernes pasado compré un mecate para me ajorcar, y
un ángel se puso de por medio. ¡Mi jefecito, no di con una escarpia!
Tirano Banderas, parsimonioso, rumiaba la coca, tembladera la quijada y
saltante la nuez:
--¿Diga, mi vieja, y qué le sucedió al mecatito?
--A la Santa de Lima amarrado se lo tengo, mi jefecito.
--¿Qué le solicita, vieja?
--Niño Santos, pues que su merced disfrute mil años de soberanía.
--¡No me haga pendejo, Doña Lupita! ¿De qué año son las enchiladas?
--¡Merito acaban de enfriarse, patroncito!
--¿Qué otra cosa tiene en la mesilla?
--Coquitos de agua. ¡La chicha muy superior, mi jefecito! Aguardiente
para el gauchaje.
--Pregúntele, vieja, el gusto a los circunstantes, y sirva la convidada.
Doña Lupita, torciendo la punta del rebocillo, interrogó al concurso
que acampaba en torno de la rana, adulador y medroso ante la momia del
Tirano:
--¿Con qué gustan mis jefecitos de refrescarse? Les antepongo que
solamente tres copas tengo. Denantes, pasó un coronelito briago, que
todo me lo hizo cachizas, caminándose sin pagar el gasto.
El Tirano formuló lacónico:
--Denúncielo en forma, y se hará justicia.
Doña Lupita jugó el rebocillo como una dama de teatro:
--¡Mi Generalito, el memorialista no moja la pluma sin tocar por
delante su estipendio!
Marcó un temblor la barbilla del Tirano:
--Tampoco es razón. A mi sala de audiencias puede llegar el último
cholo de la República. Licenciado Sostenes Carrillo, queda a su cargo
instruir el proceso en averiguación del supuesto fregado...

IV
Doña Lupita, corretona y haldeando, fue a sacar los cocos puestos bajo
una cobertera de palmitos en la tierra regada. El Tirano, sentado en el
poyo miradero de los frailes, esparcía el ánimo cargado de cuidados:
Sobre el bastón con borlas doctorales y puño de oro, cruzaba la cera
de las manos: En la barbilla, un temblor; en la boca verdosa, un gesto
ambiguo de risa, mofa y vinagre:
--Tiene mucha letra la guaina, Señor Licenciado.
--Patroncito, ha visto la chuela.
--Muy ocurrente en las leperadas. ¡Puta madre! Va para el medio siglo
que la conozco, de cuando fui abanderado en el Séptimo Ligero: Era
nuestra rabona.
Doña Lupita amusgaba la oreja, haldeando por el jacalito. El Licenciado
recayó con apremio chuflero:
--¡No se suma mi vieja!
--En boca cerrada no entran moscas, valedorcito.
--No hay sello para una vuelta de mancuerda.
--¡Santísimo Juez!
--¿Qué jefe militar le arrugó el tenderete, mi vieja?
--¡Me aprieta, niño, y me expone a una venganza!
--No se atore y suelte el gallo.
--No me sea mala reata, Señor Licenciado.
El Señor Licenciado era feliz, rejoneando a la vieja por divertir la
hipocondría del Tirano. Doña Lupita, falsa y apenujada, trajo las
palmas con el fruto enracimado, y un tranchete para rebanarlo. El Mayor
Abilio del Valle, que se preciaba de haber cortado muchas cabezas,
pidió la gracia de meter el facón a los coquitos de agua: Lo hizo
con destreza mambís: Bélico y triunfador, ofrendó como el cráneo de
un cacique enemigo, el primer coquito al Tirano. La momia amarilla
desplegó las manos y tomó una mitad pulcramente:
--Mayorcito, el concho que resta, esa vieja maulona que se lo beba. Si
hay ponzoña, que los dos reventemos.
Doña Lupita, avizorada, tomó el concho, saludando y bebiendo:
--Mi Generalito, no hay más que un firme acatamiento en esta cuera
vieja: ¡El Señor San Pedro y toda la celeste cofradía me sean testigos!
Tirano Banderas, taciturno, recogido en el poyo, bajo la sombra de los
ramajes, era un negro garabato de lechuzo. Raro prestigio cobró de
pronto aquella sombra, y aquella voz de caña hueca, raro imperio:
--Doña Lupita, si como dice me aprecia, declare el nombre del pendejo
briago que en tan poco se tiene. Luego luego, vos veréis, vieja, que
también la aprecia Santos Banderas. Dame la mano, vieja...
--Taitita, dejá sos la bese.
Tirano Banderas oyó, sin moverse, el nombre que temblando le secreteó
la vieja. Los compadritos, en torno de la rana, callaban amusgados, y a
hurto se hacían alguna seña. La momia indiana:
--¡Chac, chac!

V
Tirano Banderas, con paso de rata fisgona, seguido por los compadritos,
abandonó el juego de la rana: Al cruzar el claustro, un grupo de
uniformes que choteaba en el fondo, guardó repentino silencio. Al
pasar, la momia escrutó el grupo, y con un movimiento de cabeza, llamó
al Coronel-Licenciado López de Salamanca, Jefe de Policía:
--¿A qué hora está anunciado el acto de las Juventudes Democráticas?
--A las diez.
--¿En el Circo Harris?
--Eso rezan los carteles.
--¿Quién he solicitado el permiso para el mitin?
--Don Roque Cepeda.
--¿No se le han puesto obstáculos?
--Ninguno.
--¿Se han cumplimentado fielmente mis instrucciones?
--Tal creo...
--La propaganda de ideales políticos, siempre que se realice dentro
de las leyes, es un derecho ciudadano y merece todos los respetos del
Gobierno.
El Tirano torcía la boca con gesto maligno. El Jefe de Policía,
Coronel-Licenciado López de Salamanca, atendía con burlón desenfado:
--Mi General, en caso de mitote, ¿habrá que suspender el acto?
--El Reglamento de Orden Público le evacuará cumplidamente cualquier
duda.
El Coronel-Licenciado asintió con zumba gazmoña:
--Señor Presidente, la recta aplicación de las leyes será la norma de
mi conducta.
--Y en todo caso, si usted procediese con exceso de celo, cosa siempre
laudable, no le costará gran sacrificio presentar la renuncia del
cargo. Sus servicios --al aceptarla-- sin duda que los tendría en
consideración el Gobierno.
Recalcó el Coronel-Licenciado:
--¿El Señor Presidente no tiene otra cosa que mandarme?
--¿Ha proseguido las averiguaciones referentes al relajo y viciosas
costumbres del Honorable Cuerpo Diplomático?
--Y hemos hecho algún descubrimiento sensacional.
--En el despacho de esta noche tendrá a bien enterarme.
El Coronel-Licenciado saludó:
--¡A la orden, mi General!
La momia indiana todavía le detuvo, exprimiendo su verde mueca:
--Mi política es el respeto a la ley. Que los gendarmes garantan el
orden en Circo Harris. ¡Chac! ¡Chac! Las Juventudes Democráticas
ejemplarizan esta noche practicando un ejercicio ciudadano.
Chanceó el Jefe de Policía:
--Ciudadano y acrobático.
El Tirano, ambiguo y solapado, plegó la boca con su mueca verde:
--¡Pues, y quién sabe!... ¡Chac! ¡Chac!

VI
Tirano Banderas caminó taciturno. Los compadres, callados como en
un entierro, formaban la escolta detrás. Se detuvo en la sombra del
convento, bajo el alerta del guaita, que en el campanario sin campanas
clavaba la luna con la bayoneta. Tirano Banderas estúvose mirando el
cielo de estrellas: Amaba la noche y los astros: El arcano de bellos
enigmas recogía el dolor de su alma tétrica: Sabía numerar el tiempo
por las constelaciones: Con la matemática luminosa de las estrellas
se maravillaba: La eternidad de las leyes siderales abría una coma
religiosa en su estoica crueldad indiana. Atravesó la puerta del
convento bajo el grito nocturno del guaita en la torre, y el retén,
abriendo filas, presentó armas. Tirano Banderas, receloso, al pasar,
escudriñaba el rostro oscuro de los soldados.


SEGUNDA PARTE
BOLUCA Y MITOTE


LIBRO PRIMERO
CUARZOS IBÉRICOS

I
Amarillos y rojos mal entonados, colgaban los balcones del Casino
Español. En el filo luminoso de la terraza, petulante y tilingo, era el
quitrí de Don Celes.

II
--¡Mueran los gachupines!
--¡Mueran!...
El Circo Harris, en el fondo del parque, perfilaba la cúpula diáfana
de sus lonas bajo el cielo verde de luceros. Apretábase la plebe
vocinglera frente a las puertas, en el guiño de los arcos voltaicos.
Parejas de caballería estaban de cantón en las bocacalles, y mezclados
entre los grupos, huroneaban los espías del Tirano. Aplausos y vítores
acogieron la aparición de los oradores: Venían en grupo, rodeados de
estudiantes con banderas: Saludaban agitando los sombreros, pálidos,
teatrales, heroicos. La marejada tumultuaria del gentío, bajo la
porra legisladora de los gendarmes, abría calle ante las puertas del
Circo. Las luces del interior daban a la cúpula de lona una diafanidad
morena. Sucesivos grupos con banderas y bengalas, aplausos y amotinados
clamores, a modo de reto, gritaban frente al Casino Cspañol:
--¡Viva Don Roque Cepeda!
--¡Viva el libertador del indio!
--¡Vivaaa!...
--¡Muera la tiranía!
--¡Mueraaa!...
--¡Mueran los gachupines!
--¡Mueran!...

III
El Casino Español --floripondios, doradas lámparas, rimbombantes
moldurones-- estallaba rubicundo y bronco, resonante de bravatas. La
Junta Directiva clausuraba una breve sesión, sin acta, con acuerdos
verbales y secretos. Por los salones, al sesgo de la farra valentona,
comenzaban solapados murmullos. Pronto corrió, sin recato, el complot
para salir en falange y deshacer el mitin a estacazos. La charanga
gachupina resoplaba un bramido patriota: Los calvos tresillistas
dejaban en el platillo las puestas: Los cerriles del dominó golpeaban
con las fichas y los boliches de gaseosa: Los del billar salían a los
balcones blandiendo los tacos. Algunas voces tartufas de empeñistas
y abarroteros reclamaban prudencia y una escolta de gendarmes para
garantía del orden. Luces y voces ponían una palpitación chula y
politiquera en aquellos salones decorados con la emulación ramplona de
los despachos ministeriales en la Madre Patria: De pronto la falange
gachupina acudió en tumulto a los balcones. Gritos y aplausos:
--¡Viva España!
--¡Viva el General Banderas!
--¡Viva la raza latina!
--¡Viva el General Presidente!
--¡Viva Don Pelayo!
--¡Viva el Pilar de Zaragoza!
--¡Viva Don Isaac Peral!
--¡Viva el comercio honrado!
--¡Viva el Héroe de Zamalpoa!
En la calle, una tropa de caballos acuchillaba a la plebe ensabanada y
negruzca, que huía sin sacar el facón del pecho.

IV
Bajo la protección de los gendarmes, la gachupía balandrona se repartió
por las mesas de la terraza. Desafíos, jactancias, palmas. Don Celes
tascaba un largo veguero entre dos personajes de su prosapia: Míster
Contum, aventurero yanqui con negocios de minería, y un estanciero
español, señalado por su mucha riqueza, hombre de cortas luces, alavés
duro y fanático, con una supersticiosa devoción por el principio de
autoridad que aterroriza y sobresalta. Don Teodosio del Araco, ibérico
granítico, perpetuaba la tradición colonial del encomendero. Don
Celes peroraba con vacua egolatría de ricacho, puesto el hito de su
elocuencia en deslumbrar al mucamo que le servía el café. La calle se
abullangaba. La pelazón de indios hacía rueda en torno de las farolas
y retretas que anunciaban el mitin. Don Teodosio, con vinagre de
inquisidor, sentenció lacónico:
--¡Vean, no más, qué mojiganga!
Se arreboló de suficiencia Don Celes:
--El Gobierno del General Banderas, con la autorización de esta
propaganda, atestigua su respeto por todas las opiniones políticas.
¡Es un acto que acrecienta su prestigio! El General Banderas no teme
la discusión, autoriza el debate: Sus palabras, al conceder el permiso
para el mitin de esta noche, merecen recordarse: “En la ley encontrarán
los ciudadanos el camino seguro para ejercitar pacíficamente sus
derechos.” ¡Convengamos que así solo habla un gran gobernante! Yo creo
que se harán históricas las palabras del Presidente.
Apostilló lacónico Don Teodosio del Araco:
--¡Lo merecen!
Míster Contum consultó su reloj:
--Estar mucho interesante oír los discursos. Así mañana estar bien
enterado mí. Nadie lo contar mí. Oírlo de las orejas.
Don Celes arqueaba la figura con vacua suficiencia:
--¡No vale la pena de soportar el sofoco de esa atmósfera viciada!
--Mi interesarse por oír a Don Roque Cepeda.
Y Don Teodosio acentuaba su rictus bilioso:
--¡Un loco! ¡Un insensato! Parece mentira que hombre de su situación
financiera se junte con los rotos de la revolución, gente sin garantías.
Don Celes insinuaba con irónica lástima:
--Roque Cepeda es un idealista.
--Pues que lo encierren.
--Al contrario: Dejarle libre la propaganda. ¡Ya fracasará!
Don Teodosio movía la cabeza, recomido de suspicacias:
--Ustedes no controlan la inquietud que han llevado al indio del campo
las predicaciones de esos perturbados. El indio es naturalmente ruin,
jamás agradece los beneficios del patrón, aparenta humildad y esta
afilando el cuchillo: Solo anda derecho con el rebenque: Es más flojo,
trabaja menos y se emborracha más que el negro antillano. Yo he tenido
negros, y les garanto la superioridad del moreno sobre el indio de
estas Repúblicas del Mar Pacífico.
Dictaminó Míster Contum, con humorismo fúnebre:
--Si el indio no ser tan flojo, no vivir mucho demasiado seguros los
cueros blancos en este Paraíso de Punta Serpientes.
Abanicándose con el jipi asentía Don Celes:
--¡Indudable! Pero en ese postulado se contiene que el indio no es apto
para las funciones políticas.
Don Teodosio se apasionaba:
--Flojo y alcoholizado, necesita el fustazo del blanco, que le haga
trabajar, y servir a los fines de la sociedad.
Tornó el yanqui de los negocios mineros:
--Míster Araco, si puede estar una preocupación el peligro amarillo,
ser en estas Repúblicas.
Don Celes infló la botarga patriótica, haciendo sonar todos los dijes
de la gran cadena que, tendida de bolsillo a bolsillo, le ceñía la
panza:
--Estas Repúblicas, para no desviarse de la ruta civilizadora, volverán
los ojos a la Madre Patria. ¡Allí refulgen los históricos destinos de
veinte Naciones!
Míster Contum alargó, con un gesto desdeñoso, su magro perfil de loro
rubio:
--Si el criollaje perdura como dirigente, lo deberá a los barcos y a
los cañones de Norteamérica.
El yanqui entornaba un ojo, mirándose la curva de la nariz. Y
la pelazón de indios seguía gritando en torno de las farolas que
anunciaban el mitin:
--¡Muera el Tío Sam!
--¡Mueran los gachupines!
--¡Muera el gringo chingado!

V
El Director de “El Criterio Español”, en un velador inmediato, sorbía
el refresco de piña, soda y kirsch que hizo famoso al cantinero del
Metropol Room. Don Celes, redondo y pedante, abanicándose con el jipi,
salió a los medios de la acera:
--¡Mi felicitación por el editorial! En todo conforme con su tesis.
El Director-Propietario de “El Criterio Español” tenía una pluma
hiperbólica, patriotera y ramplona, con fervientes devotos en la
gachupía de empeñistas y abarroteros. Don Nicolás Díaz del Rivero,
personaje cauteloso y bronco, disfrazaba su falsía con el rudo acento
del Ebro: En España habíase titulado carlista, hasta que estafó la caja
del 7.º de Navarra: En Ultramar exaltaba la causa de la Monarquía
Restaurada: Tenía dos grandes cruces, un título flamante de conde, un
banco sobre prendas, y ninguna de hombre honesto. Don Celes se acercó
confidencial, el jipi sobre la botarga, apartándose el veguero de la
boca y tendiendo el brazo con ademán aparatoso:
--¿Y qué me dice de la representación de esta noche? ¿Leeremos la
reseña mañana?
--Lo que permita el lápiz rojo. Pero, siéntese usted, Don Celes: Tengo
destacados mis sabuesos y no dejará de llegar alguno con noticias.
¡Ojalá no tengamos que lamentar esta noche alguna grave alteración
del orden! En estas propagandas revolucionarias, las pasiones se
desbordan...
Don Celes arrastró una mecedora, y se apoltronó, siempre abanicándose
con el panameño:
--Si ocurriese algún desbordamiento de la plebe, yo haría responsable a
Don Roque Cepeda. ¿Ha visto usted ese loco lindo? No le vendría mal una
temporada en Santa Mónica.
El Director de “El Criterio Español” se inclinó, confidencial, apagando
la procelosa voz, cubriéndola con un gran gesto arcano:
--Pudiera ser que ya le tuviesen armada la ratonera. ¿Qué impresiones
ha sacado usted de su visita al General?
--Al General le inquieta la actitud del Cuerpo Diplomático. Tiene la
preocupación de no salirse de la legalidad, y eso, a mi ver, justifica
la autorización para el mitin... O quizás lo que usted indicaba recién.
¡Una ratonera!...
--¿Y no le parece que sería un golpe de maestro? Pero acaso la
preocupación que usted ha observado en el Presidente... Aquí tenemos al
Vate Larrañaga. Acérquese, Vate...

VI
El Vate Larrañaga era un joven flaco, lampiño, macilento, guedeja
romántica, chalina flotante, anillos en las manos enlutadas: Una
expresión dulce y novicia, de alma apasionada: Se acercó con tímido
saludo:
--Mero mero, inició los discursos el Licenciado Sánchez Ocaña.
Cortó el Director:
--¿Tiene usted las notas? Hágame el favor. Yo las veré y las mandaré a
la imprenta. ¿Qué impresión en el público?
--En la masa, un gran efecto. Alguna protesta en la cazuela, pero se
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