Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 5

Total number of words is 4154
Total number of unique words is 1622
29.6 of words are in the 2000 most common words
41.2 of words are in the 5000 most common words
48.5 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
--Es porque no soy la Marquesa de Bradomín.
Y calló, tal vez esperando una disculpa amante, pero yo preferí guardar
silencio, y juzgué que era bastante desagravio besar su mano. Ella la
retiró esquiva, y en un silencio lento, sus hermosos ojos de princesa
oriental se arrasaron de lágrimas. Felizmente no rodaban aún por sus
mejillas, cuando el indio reapareció en la puerta trayendo nuestros
caballos del diestro, y pude salir del jacal como si nada de aquel dolor
hubiese visto. Cuando la Niña Chole asomó en la puerta, ya parecía
serena. Le tuve el estribo para que montase, y un instante después, con
alegre y trotante fanfarria, atravesamos el real.
Un jinete cruzó por delante de nosotros caracoleando su caballo, y
me pareció que la Niña Chole palidecía al verle, y se tapaba con el
rebocillo. Yo simulé no advertirlo, y nada dije, huyendo de mostrarme
celoso. Después, cuando salíamos al rojo y polvoriento camino, divisé
otros jinetes apostados lejos, en lo alto de una loma: Y como si
allí estuviesen en espera nuestra, bajaron al galope cuando pasamos
faldeándola. Apenas lo advertí me detuve, y mandé detener á mi gente. El
que venía al frente del otro bando daba fieras voces y corría con las
espuelas puestas en los ijares. La Niña Chole, al reconocerle, lanzó un
grito y se arrojó á tierra, implorando perdón con los brazos abiertos:
--¡Vuelven á verte mis ojos!... ¡Mátame, aquí me tienes! ¡Mi rey! ¡Mi
rey querido!...
El jinete levantó de manos su caballo con amenazador continente, y
quiso venir sobre mí. La Niña Chole lo estorbó asiéndose á las riendas
desolada y trágica:
--¡Su vida, no! ¡Su vida, no!
Al ver aquella postrera muestra de amor me sentí conmovido. Yo estaba
á la cabeza de mi gente, que parecía temerosa, y el jinete, alzado en
los estribos, la contó con sus ojos fieros, que acabaron lanzándome una
mirada sañuda. Juraría que también tuvo miedo: Sin desplegar los labios
alzó el látigo sobre la Niña Chole, y le cruzó el rostro. Ella todavía
gimió:
--¡Mi rey!... ¡Mi rey querido!...
El jinete se dobló sobre el arzón donde asomaban las pistolas, y rudo
y fiero la alzó del suelo asentándola en la silla. Después, como un
raptor de los tiempos heroicos, huyó lanzándome terribles denuestos.
Pálido y mudo vi cómo se la llevaba: Hubiera podido rescatarla, y, sin
embargo, no lo hice. Yo había sido otras veces un gran pecador, pero
entonces al adivinar quién era aquel hombre, sentíame arrepentido.
La Niña Chole por hija y por esposa, pertenecía al fiero mexicano,
y mi corazón se humillaba resignado acatando aquellas dos sagradas
potestades. Desengañado para siempre del amor y del mundo, hinqué las
espuelas al caballo y galopé hacia los llanos solitarios del Tixul,
seguido de mi gente que se hablaba en voz baja comentando el suceso.
Todos aquellos indios hubieran seguido de buen grado al raptor de la
Niña Chole. Parecían fascinados como ella, por el látigo del general
Diego Bermúdez. Yo sentía una fiera y dolorosa altivez al dominarme.
Mis enemigos, los que osan acusarme de todos los crímenes, no podrán
acusarme de haber reñido por una mujer. Nunca como entonces he sido fiel
á mi divisa: Despreciar á los demás y no amarse á sí mismo.
[imagen no disponible]


ENCORVADOS bajo aquel sol ardiente, abandonadas las
riendas sobre el cuello de los caballos, silenciosos, fatigados y
sedientos, cruzábamos la arenosa sabana, viendo eternamente en la
lejanía el lago del Tixul, que ondulaba con movimiento perezoso y
fresco, mojando la cabellera de los mimbrales que se reflejaban en el
fondo de los remansos encantados... Atravesábamos las grandes dunas,
parajes yermos sin brisas ni murmullos. Sobre la arena caliente se
paseaban los lagartos con caduca y temblona beatitud de faquires
centenarios, y el sol caía implacable requemando la tierra estéril que
parecía sufrir el castigo de algún oscuro crimen geológico. Nuestros
caballos, extenuados por jornada tan penosa, alargaban el cuello, que
se bajaba y se tendía en un vaivén de sopor y de cansancio: Con los
ijares flácidos y ensangrentados, adelantaban trabajosamente enterrando
los cascos en la arena negra y movediza. Durante horas y horas, los
ojos se fatigaban contemplando un horizonte blanquecino y calcinado. La
angustia del mareo pesaba en los párpados, que se cerraban con modorra
para abrirse después de un instante sobre las mismas lejanías muertas y
olvidadas...
Hicimos un largo día de cabalgada á través de negros arenales, y tal
era mi fatiga y tal mi adormecimiento, que para espolear el caballo
necesitaba hacer ánimos. Apenas si podía tenerme sobre la montura.
Como en una expiación dantesca, veía á lo lejos el verdeante lago del
Tixul, donde esperaba hacer un alto. Era ya mediada la tarde, y los
rayos del sol dejaban en las aguas una estela de oro cual si acabase de
surcarlas el bajel de las hadas... Aún nos hallábamos á larga distancia,
cuando advertimos el almizclado olor de los cocodrilos aletargados
fuera del agua, en la playa cenagosa. La inquietud de mi caballo, que
temblaba levantando las orejas y sacudiendo la crin, me hizo enderezar
en la silla, afirmarme y recobrar las riendas que llevaba sueltas
sobre el borrén. Como la proximidad de los caimanes le asustaba y el
miedo dábale bríos para retroceder piafante, hube de castigarle con
la espuela, y le puse al galope. Toda la escolta me siguió. Cuando
estuvimos cerca, los cocodrilos entraron perezosamente en el agua.
Nosotros bajamos en tropel hasta la playa. Algunos pájaros de largas
alas, que hacían nido en la junquera, levantaron el vuelo asustados
por la zalagarda de los criados, que entraban en el agua cabalgando,
metiéndose hasta más arriba de la cincha. En la otra orilla un cocodrilo
permaneció aletargado sobre la ciénaga con las fauces abiertas, con los
ojos vueltos hacia el sol, inmóvil, monstruoso, indiferente como una
divinidad antigua.
Vino presuroso mi caballerango á tenerme el estribo, pero yo rehusé
apearme. Había cambiado de propósito, y quería vadear el Tixul sin
darle descanso á las cabalgaduras, pues ya la noche se nos echaba
encima. Atentos á mi deseo los indios que venían en la escolta,
magníficos jinetes todos ellos, metiéronse resueltamente lago adelante:
Con sus picas de boyeros tentaban el vado. Grandes y extrañas flores
temblaban sobre el terso cristal entre verdosas y repugnantes algas.
Los jinetes, silenciosos y casi desnudos, avanzaban al paso con suma
cautela: Era un tropel de negros centauros. Á lo lejos cruzaban por
delante de los caballos islas flotantes de gigantescas nínfeas, y
vivaces lagartos saltaban de unas en otras como duendes enredadores y
burlescos. Aquellas islas floridas se deslizaban bajo alegre palio de
mariposas, como en un lago de ensueño, lenta, lentamente, casi ocultas
por el revoloteo de las alas blancas y azules bordadas de oro. El lago
del Tixul parecía uno de esos jardines como sólo existen en los cuentos.
Cuando yo era niño me adormecían refiriéndome la historia de un jardín
así... ¡También estaba sobre un lago, una hechicera lo habitaba y en las
flores pérfidas y quiméricas, rubias princesas y rubios príncipes tenían
encantamento!...
[imagen no disponible]


YA EL TROPEL de centauros nadaba por el centro del
Tixul, cuando un cocodrilo que en la otra orilla parecía sumido en
éxtasis, entró lentamente en el agua y desapareció... No quise hacer
más larga espera en la playa, y halagando el cuello de mi caballo, le
fuí metiendo en la laguna paso á paso. Cuando tuvo el agua á la cincha
comenzó á nadar, y casi al mismo tiempo me reconocí cercado por un copo
fantástico de ojos redondos, amarillentos, nebulosos, que aparecían
solos á flor de agua... ¡Aquellos ojos me miraban, estaban fijos en
mí!... Confieso que en tal momento sentí el frío y el estremecimiento
del miedo. El sol hallábase en el ocaso, y como yo lo llevaba de frente,
me hería y casi me cegaba, de suerte que para esquivarle érame forzoso
contemplar las mudas ondas del Tixul, aun cuando me daba vértigo aquel
poder de los caimanes para no dejar fuera del agua más que los ojos de
monstruos, ojos sin párpados, que unas veces giran en todos sentidos
y otras se fijan con una mirada estacionaria... Hasta que el caballo
volvió á cobrar tierra bajo el casco, lanzándose seguro hacia la orilla,
no respiré sin zozobra. Mi gente esperaba tendida á lo largo, corriendo
y caracoleando. Nos reunimos y continuamos la ruta á través de los
negros arenales.
Se puso el sol entre presagios de tormenta. El terral soplaba con furia,
removiendo y aventando las arenas, como si quisiese tomar posesión de
aquel páramo inmenso todo el día letargado por el calor. Espoleamos
los caballos y corrimos contra el viento y el polvo. Ante nosotros se
extendían las dunas en la indecisión del crepúsculo desolado y triste,
agitado por las ráfagas apocalípticas de un ciclón. Casi rasando la
tierra pasaban bandadas de buitres con revoloteo tardo, fatigado é
incierto. Cerró la noche y á lo lejos vimos llamear muchas hogueras.
De tiempo en tiempo un relámpago rasgaba el horizonte y las dunas
aparecían solitarias y lívidas. Empezaron á caer gruesas gotas de agua.
Los caballos sacudían las orejas y temblaban como calenturientos.
Las hogueras, atormentadas por el huracán, se agitaban de improviso ó
menguaban hasta desaparecer. Los relámpagos, cada vez más frecuentes,
dejaban en los ojos la visión temblorosa y fugaz del paraje inhospito.
Nuestros caballos con las crines al viento, lanzaban relinchos de
espanto y procuraban orientarse, buscándose en la oscuridad de la
noche bajo el aguacero. La luz caótica de los relámpagos, daba á la
yerma vastedad el aspecto de esos parajes quiméricos de las leyendas
penitentes: Desiertos de cenizas y arenales sin fin que rodean el
Infierno.
Guiándonos por las hogueras, llegamos á un gran raso de yerba donde
cabeceaban, sacudidos por el viento, algunos cocoteros desgreñados,
enanos y salvajes. El aguacero había cesado repentinamente y la
tormenta parecía ya muy lejana. Dos ó tres perros salieron ladrando á
nuestro encuentro, y en la lejanía otros ladridos respondieron á los
suyos. Vimos en torno de la lumbre agitarse y vagar figuras de mal
agüero: Rostros negros y dientes blancos que las llamas iluminaban. Nos
hallábamos en un campo de jarochos, mitad bandoleros y mitad pastores,
que conducían numerosos rebaños á las ferias de Grijalba.
Al vernos llegar galopando en tropel, de todas partes acudían hombres
negros y canes famélicos: Los hombres tenían la esbeltez que da el
desierto y actitudes de reyes bárbaros magníficas, sanguinarias... En el
cielo la luna, enlutada como viuda ideal, dejaba caer la tenue sonrisa
de su luz sobre la ruda y aulladora tribu. Á veces entre el vigilante
ladrido de los canes y el áspero vocear del pastoreo errante, percibíase
el estremecimiento de las ovejas, y llegaban hasta nosotros ráfagas
de establo, campesinas y robustas como un aliento de vida primitiva.
Sonaban las esquilas con ingrávido campanilleo, ardían en las fogatas
haces de olorosos rastrojos, y el humo subía blanco, feliz y cargado de
aromas, como el humo de los rústicos y patriarcales sacrificios.
[imagen no disponible]


YO VEIA DANZAR entre las lenguas de la llama una
sombra femenil indecisa y desnuda: La veía, aun cerrando los ojos, con
la fuerza quimérica y angustiosa que tienen los sueños de la fiebre.
¡Cuitado de mí! Era una de esas visiones místicas y carnales con que el
diablo tentaba en otro tiempo á los santos ermitaños: Yo creía haber
roto para siempre las redes amorosas del pecado, y el Cielo castigaba
tanta arrogancia dejándome en abandono. Aquella mujer desnuda, velada
por las llamas, era la Niña Chole. Tenía su sonrisa y su mirar. Mi alma
empezaba á cubrirse de tristeza y á suspirar románticamente. La carne
flaca se estremecía de celos y de cólera. Todo en mí clamaba por la
Niña Chole. Estaba arrepentido de no haber dado muerte al incestuoso
raptor, y el pensamiento de buscarle á través de la tierra mexicana se
hacía doloroso: Era una culebra enroscada al corazón, que me mordía y
me envenenaba. Para libertarme de aquel suplicio, llamé al indio que
llevaba de guía. Acudió tiritando:
--¿Qué mandaba, señor?
--Vamos á ponernos en camino.
--Mala es la sazón, señor. Corren ahora muchas torrenteras.
Yo tuve un momento de duda:
--¿Qué distancia hay á la Hacienda de Tixul?
--Dos horas de camino, señor.
Me incorporé violentamente:
--Que ensillen.
Y esperé calentándome ante el fuego, mientras el guía llevaba la orden y
se ponía la gente en traza de partir. Mi sombra bailaba con la llama de
las hogueras, y alargábase fantástica sobre la tierra negra. Yo sentía
dentro de mí la sensación de un misterio pavoroso y siniestro. Quizá iba
á mudar de propósito cuando un tropel de indios acudió con mi caballo.
Á la luz de la hoguera ajustaron las cinchas y repararon las bridas. El
guía, silencioso y humilde, vino á tomar el diestro. Monté y partimos.
Caminamos largo tiempo por un terreno onduloso, entre cactus gigantescos
que sacudidos por el viento, imitaban rumor de torrentes. De tiempo en
tiempo la luna rasgaba los trágicos nubarrones, é iluminaba nuestra
marcha derramando tibia claridad. Delante de mi caballo volaba, con
silencioso vuelo, un pájaro nocturno: Se posaba á corta distancia, y al
acercarme agitaba las negras alas é iba á posarse más lejos, lanzando un
graznido plañidero, que era su canto. Mi guía, supersticioso como todos
los indios, creía entender en aquel grito la palabra judío, y cuando oía
esta ofensa que el pájaro le lanzaba siempre al abrir las sombrías alas,
replicaba gravemente:
--¡Cristiano, y muy cristiano!
Yo le interrogué:
--¿Qué pájaro es ese?...
--El tapa-caminos, señor.
De esta suerte llegamos á mis dominios. La casa, mandada edificar por
un virrey, tenía el aspecto señorial y campesino que tienen en España
las casas de los hidalgos. Un tropel de jinetes estaba delante de la
puerta. Á juzgar por su atavío, eran plateados. Formaban rueda, y las
calabazas llenas de café, corrían de mano en mano. Los chambergos
bordados brillaban á la luz de la luna. En mitad del camino estaba
apostado un jinete: Era viejo y avellanado: Tenía los ojos fieros y una
mano cercenada. Al acercarnos nos gritó:
--¡Ténganse allá!
Yo respondí de mal talante, enderezándome en la silla:
--Soy el Marqués de Bradomín.
El viejo partió al galope y reunióse con los que apuraban las calabazas
de café ante la puerta. Yo distinguí claramente á la luz de la luna,
cómo se volvían los unos á los otros, y cómo se hablaban tomando
consejo, y cómo después recobraban las riendas y se partían. Cuando yo
llegué, la puerta estaba franca y aún se oía el galope de sus caballos.
El mayordomo que esperaba en el umbral, adelantóse á recibirme, y
tomando el caballo del rendaje tornóse hacia la casa, gritando:
--¡Sacad acá un candil!... ¡Alumbrad la escalera!...
En lo alto de la ventana asomó la forma negra de una vieja con un velón
encendido:
--¡Alabado sea Dios que le trujo con bien por medio de tantos peligros!
Y para alumbrarnos mejor, encorvábase fuera de la ventana y alargaba su
brazo negro, que temblaba con el velón. Entramos en el zaguán, y casi al
mismo tiempo reaparecía la vieja en lo alto de la escalera:
--¡Alabado sea Dios, y cómo se le conoce la mucha nobleza y generosidad
de su sangre!
La vieja nos guió hasta una sala enjalbegada, que tenía todas las
ventanas abiertas. Dejó el velón sobre una mesa de torneados pies, y se
alejó:
--¡Alabado sea Dios, y qué juventud más galana!
Me senté, y el mayordomo quedóse á distancia contemplándome. Era un
antiguo soldado de Don Carlos, emigrado después de la traición de
Vergara. Sus ojos negros y hundidos tenían un brillo de lágrimas. Yo le
tendí la mano con familiar afecto:
--Siéntate, Brión... ¿Qué tropa era esa?
--Plateados, señor.
--¿Son amigos tuyos?
--¡Y buenos amigos!... Aquí hay que vivir como vivía en sus cortijos de
Andalucía mi señora la Condesa de Barbazón, abuela de vuecencia. José
María la respetaba como á una reina, porque tenía en mi señora su mejor
madrina...
--¿Y estos cuatreros mexicanos tienen el garbo de los andaluces?
Brión bajó la voz para responder:
--Saben robar... No les impone el matar... Tienen discurso... Y con todo
no llegan á los ladrones de la Andalucía. Les falta la gracia, que es al
modo de la sal en la vianda. ¡Y no son los de la Andalucía más guapos en
el arreo! ¡No es el arreo!...
En aquel momento entró la vieja á decir que estaba dispuesta la
colación. Yo me puse de pie, y ella tomó la luz de encima de la mesa
para alumbrarme el camino.
[imagen no disponible]


ME ACOSTÉ rendido, pero el recuerdo de la Niña Chole
túvome desvelado hasta cerca del amanecer. Eran vanos todos mis
esfuerzos por ahuyentarle: Revoloteaba en mi memoria, surgía entre la
niebla de mis pensamientos, ingrávido, funambulesco, torturador. Muchas
veces, en el vago tránsito de la vigilia al sueño, me desperté con
sobresalto. Al cabo, vencido por la fatiga, caí en un sopor febril,
poblado de pesadillas. De pronto abrí los ojos en la oscuridad. Con
gran sorpresa mía hallábame completamente despierto. Quise conciliar
otra vez el sueño, pero no pude conseguirlo. Un perro comenzó á ladrar
debajo de mi ventana, y entonces recordé vagamente haber escuchado sus
ladridos momentos antes, mientras dormía. Agitado por el desvelo me
incorporé en las almohadas. La luz de la luna esclarecía el fondo de
la estancia, porque yo había dejado abiertas las ventanas á causa del
calor. Me pareció oir voces apagadas de gente que vagaba por el huerto.
El perro había enmudecido, las voces se desvanecían. De nuevo quedó todo
en silencio, y en medio del silencio oí el galope de un caballo que
se alejaba. Me levanté para cerrar la ventana. La cancela del huerto
estaba abierta, y sentí nacer una sospecha, aun cuando el camino rojo,
iluminado por la luna, veíase desierto entre los susurrantes maizales.
Permanecí algún tiempo en atalaya. Aquellos campos parecían muertos bajo
la luz blanca de la luna: Sólo reinaba sobre ellos el viento murmurador.
Sintiendo que el sueño me volvía, cerré la ventana. Sacudido por largo
estremecimiento me acosté. Apenas había cerrado los ojos cuando el
eco apagado de algunos escopetazos me sobresaltó: Lejanos silbidos
eran contestados por otros: Volvía á oirse el galope de un caballo.
Iba á levantarme cuando quedó todo en silencio. Después al cabo de
mucho tiempo, resonaron en el huerto sordos golpes de azada, como si
estuviesen cavando una cueva. Debía ser cerca del amanecer, y me dormí.
Cuando el mayordomo entró á despertarme, dudaba si había soñado: Sin
embargo le interrogué:
--¿Qué batalla habéis dado esta noche?
El mayordomo inclinó la cabeza tristemente:
--¡Esta noche han matado al valedor más valedor de México!
--¿Quién le mató?
--Una bala, señor.
--¿Una bala, de quién?
--Pues de algún hijo de mala madre.
--¿Ha salido mal el golpe de los plateados?
--Mal, señor.
--¿Tú llevabas parte?
El mayordomo levantó hasta mí los ojos ardientes:
--Yo, jamás, señor.
La fiera arrogancia con que llevó su mano al corazón, me hizo sonreir,
porque el viejo soldado de Don Carlos, con su atezada estampa y el
chambergo arremangado sobre la frente, y los ojos sombríos, y el machete
al costado, lo mismo parecía un hidalgo que un bandolero. Quedó un
momento caviloso, y luego, manoseando la barba, me dijo:
--Sépalo vuecencia: Si tengo amistad con los plateados, es porque espero
valerme de ellos... Son gente brava y me ayudarán... Desde que llegué
á esta tierra tengo un pensamiento. Sépalo vuecencia: Quiero hacer
emperador á Don Carlos V.
El viejo soldado se enjugó una lágrima. Yo quedé mirándole fijamente:
--¿Y cómo le daremos un Imperio, Brión?
Las pupilas del mayordomo brillaron enfoscadas bajo las cejas grises:
--Se lo daremos, señor... Y después la corona de España.
Volví á preguntarle con una punta de burla:
--¿Pero ese Imperio cómo se lo daremos?
--Volviéndole estas Indias. Más difícil cosa fué ganarlas en los tiempos
antiguos de Hernán Cortés. Yo tengo el libro de esa Historia. ¿Ya lo
habrá leído vuecencia?
Los ojos del mayordomo estaban llenos de lágrimas. Un rudo temblor que
no podía dominar agitaba su barba berberisca. Se asomó á la ventana, y
mirando hacia el camino guardó silencio. Después suspiró:
--¡Esta noche hemos perdido al hombre que más podía ayudarnos! Á la
sombra de aquel cedro está enterrado.
--¿Quién era?
--El capitán de los plateados, que halló aquí vuecencia.
--¿Y sus hombres han muerto también?
--Se dispersaron. Entró en ellos el pánico. Habían secuestrado á una
linda criolla, que tiene harta plata, y la dejaron desmayada en medio
del camino. Yo, compadecido, la traje hasta aquí. ¡Si quiere verla
vuecencia!
--¿Es linda de veras?
--Como una santa.
Me levanté, y precedido de Brión, salí. La criolla estaba en el huerto
tendida en una hamaca colgada de dos árboles. Algunos pequeñuelos
indios, casi desnudos, se disputaban mecerla. La criolla tenía el
pañuelo sobre los ojos y suspiraba. Al sentir nuestros pasos volvió
lánguidamente la cabeza y lanzó un grito:
--¡Mi rey!... ¡Mi rey querido!...
Sin desplegar los labios le tendí los brazos. Yo he creído siempre que
en achaques de amor todo se cifra en aquella máxima divina que nos manda
olvidar las injurias.
[imagen no disponible]


FELIZ y caprichosa me mordía las manos mandándome estar
quieto. No quería que yo la tocase. Ella sola, lenta, muy lentamente,
desabrochó los botones de su corpiño y destrenzó el cabello ante el
espejo, donde se contempló sonriendo. Parecía olvidada de mí. Cuando se
halló desnuda tornó á sonreir y á contemplarse. Semejante á una princesa
oriental, ungióse con esencias. Después envuelta en seda y encajes,
tendióse en la hamaca y esperó: Los párpados entornados y palpitantes,
la boca siempre sonriente, con aquella sonrisa que un poeta de hoy
hubiera llamado estrofa alada de nieve y rosas. Yo, aun cuando parezca
extraño, no me acerqué. Gustaba la divina voluptuosidad de verla, y con
la ciencia profunda, exquisita y sádica de un decadente, quería retardar
todas las otras, gozarlas una á una, en la quietud sagrada de aquella
noche. Por el balcón abierto se alcanzaba á ver el cielo de un azul
profundo, apenas argentado por la luna. El céfiro nocturno traía del
jardín aromas y susurros: El mensaje romántico que le daban las rosas al
deshojarse. El recogimiento era amoroso y tentador. Oscilaba la luz de
las bujías, y las sombras danzaban sobre los muros. Allá en el fondo
tenebroso del corredor, el reloj de cuco, que acordaba el tiempo de los
virreyes, dió las doce. Poco después cantó un gallo. Era la hora nupcial
y augusta de la media noche. La Niña Chole murmuró á mi oído:
--¡Dime si hay nada tan dulce como esta reconciliación nuestra!
No contesté y puse mi boca en la suya queriendo así sellarla, porque el
silencio es arca santa del placer. Pero la Niña Chole tenía la costumbre
de hablar en los trances supremos, y después de un momento suspiró:
--Tienes que perdonarme. Si hubiésemos estado siempre juntos, ahora no
gozaríamos así. Tienes que perdonarme.
¡Aun cuando el pobre corazón sangraba un poco, yo la perdoné! Mis labios
buscaron nuevamente aquellos labios crueles. Fuerza, sin embargo,
es confesar que no he sido un héroe, como pudiera creerse. Aquellas
palabras tenían el encanto apasionado y perverso que tienen esas bocas
rampantes de voluptuosidad, que cuando besan muerden. Sofocada entre mis
brazos, murmuró con desmayo:
--¡Nunca nos hemos querido así! ¡Nunca! ¡Nunca!...
La gran llama de la pasión, envolviéndonos toda temblorosa en su lengua
dorada, nos hacía invulnerables al cansancio, y nos daba la noble
resistencia que los dioses tienen para el placer. Al contacto de la
carne, florecían los besos en un mayo de amores. ¡Rosas de Alejandría,
yo las deshojaba sobre sus labios! ¡Nardos de Judea, yo los deshojaba
sobre sus senos! Y la Niña Chole se estremecía en delicioso éxtasis,
y sus manos adquirían la divina torpeza de las manos de una virgen.
Pobre Niña Chole, después de haber pecado tanto, aún no sabía que
el supremo deleite sólo se encuentra tras los abandonos crueles, en
las reconciliaciones cobardes. Á mí me estaba reservada la gloria de
enseñárselo. Yo, que en el fondo de aquellos ojos creía ver siempre el
enigma oscuro de su traición, no podía ignorar cuánto cuesta acercarse
á los altares de Venus Turbulenta. Desde entonces compadezco á los
desgraciados que engañados por una mujer, se consumen sin volver á
besarla. Para ellos será eternamente un misterio la exaltación gloriosa
de la carne.
[imagen no disponible]
ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
EN LA IMPRENTA HELÉNICA
DE MADRID Á XXX DÍAS
DEL MES DE JUNIO
DE MCMXIII
AÑOS
[imagen no disponible]
JOSEPH MOJA
ORNAVIT
You have read 1 text from Spanish literature.
  • Parts
  • Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 1
    Total number of words is 4688
    Total number of unique words is 1858
    28.7 of words are in the 2000 most common words
    41.8 of words are in the 5000 most common words
    49.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 2
    Total number of words is 4659
    Total number of unique words is 1804
    30.4 of words are in the 2000 most common words
    42.8 of words are in the 5000 most common words
    49.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 3
    Total number of words is 4602
    Total number of unique words is 1692
    29.7 of words are in the 2000 most common words
    41.7 of words are in the 5000 most common words
    47.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 4
    Total number of words is 4606
    Total number of unique words is 1841
    26.9 of words are in the 2000 most common words
    39.0 of words are in the 5000 most common words
    45.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 5
    Total number of words is 4154
    Total number of unique words is 1622
    29.6 of words are in the 2000 most common words
    41.2 of words are in the 5000 most common words
    48.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.