Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 4

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disputado una sonrisa de la Niña Chole. Apenas nuestras miradas se
cruzaron comencé á perder. Tal vez haya sido superstición, pero es lo
cierto que yo tuve el presentimiento. El adolescente tampoco ganaba:
Visto con espacio, parecióme misterioso y extraño: Era gigantesco, de
ojos azules y rubio ceño, de mejillas bermejas y frente muy blanca:
Peinábase como los antiguos nazarenos, y al mirar entornaba los párpados
con arrobo casi místico. De pronto le vi alargar ambos brazos y detener
al jarocho, que había vuelto la baraja y comenzaba á tirar. Meditó un
instante, y luego, lento y tardío, murmuró:
--Me arriesgo con todo. ¡Copo!
El mozo, sin apartar los ojos del viejo, exclamó:
--¡Padre, copa!
--Lo he oído, pendejo. Ve contando ese dinero.
Volvió la baraja y comenzó á tirar. Todas las miradas quedaron inmóviles
sobre la mano del jarocho. Tiraba lentamente. Era una mano sádica
que hacía doloroso el placer y lo prolongaba. De pronto se levantó un
murmullo:
--¡La sota! ¡La sota!
Aquella era la carta del bello adolescente. El jarocho se incorporó,
soltando la baraja con despecho:
--Hijo, ve pagando...
Y echándose el zarape sobre los hombros, se alejó. El corro se deshizo
entre murmullos y comentos:
--¡Ha ganado setecientos doblones!
--¡Más de mil!
Instintivamente volví la cabeza, y mis ojos descubrieron á la Niña
Chole. Allí estaba, reclinada en la borda: Apartábase lánguidamente los
rizos que, deshechos por el viento marino, se le metían en los ojos, y
sonreía al bello y blondo adolescente. Experimenté tan vivo impulso
de celos y de cólera, que me sentí palidecer. Si hubiera tenido en las
pupilas el poder del basilisco, allí se quedan hechos polvo. ¡No lo
tenía, y la Niña Chole pudo seguir profanando aquella sonrisa de reina
antigua!...
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CUANDO se encendieron las luces de á bordo, yo
continuaba en el puente, y la Niña Chole vino á colgarse de mi brazo,
rozándose como una gata zalamera y traidora. Sin mostrarme celoso, supe
mostrarme altivo, y ella se detuvo, clavándome los ojos con tímido
reproche. Después miró en torno, y alzándose en la punta de los pies me
besó celerosa:
--¿Estás triste?
--No.
--Entonces, ¿estás enojado conmigo?
--No.
--Sí tal.
Nos hallábamos solos en el puente, y la Niña Chole se colgó de mis
hombros suspirante y quejumbrosa:
--¡Ya no me quieres! ¡Ahora qué será de mí!... ¡Me moriré!... ¡Me
mataré!...
Y sus hermosos ojos, llenos de lágrimas, se volvieron hacia el mar,
donde rielaba la luna. Yo permanecí silencioso, aun cuando estaba
profundamente conmovido. Ya cedía al deseo de consolarla, cuando
apareció sobre cubierta el blondo y taciturno adolescente. La Niña
Chole, un poco turbada, se enjugó las lágrimas. Creo que la expresión
de mis ojos le dió espanto, porque sus manos temblaban. Al cabo de un
momento, con voz apasionada y contrita, murmuró á mi oído:
--¡Perdóname!
Yo repuse vagamente:
--¿Que te perdone dices?
--Sí.
--No tengo nada que perdonarte.
Ella se sonrió, todavía con los ojos húmedos:
--¿Para qué me lo niegas? Estás enojado conmigo porque antes he mirado á
ése... Como no le conoces, me explico tus celos.
Calló, y en su boca muda y sangrienta vi aparecer la sonrisa de un
enigma perverso. El blondo adolescente conversaba en voz baja con un
grumete mulato. Se apartaron lentamente y fueron á reclinarse en la
borda. Yo pregunté, dominado por una cólera violenta:
--¿Quién es?
--Un príncipe ruso.
--¿Está enamorado de ti?
--No.
--Dos veces le sonreíste...
La Niña Chole exclamó con picaresca alegría:
--Y tres también, y cuatro... Pero seguramente tus sonrisas le conmueven
más que las mías... ¡Mírale!
El hermoso, el blondo, el gigantesco adolescente, seguía hablando con
el mulato, y reclinado en la borda estrechábale por la cintura. El otro
reía alegremente: Era uno de esos grumetes que parecen aculatados en
largas navegaciones trasatlánticas por regiones de sol. Estaba casi
desnudo, y con aquella coloración caliente de terracota también era
hermoso. La Niña Chole apartó los ojos con altivo desdén:
--¿Te convences de que no podía inspirarte celos?
Yo, libre de tan cruel incertidumbre, sonreí:
--Tú debías tenerlos...
La Niña Chole se miró en mis ojos, orgullosa y feliz:
--Yo tampoco. Tú eres un hombre.
--Niña, tú olvidas que puede sacrificarse á Hebe y á Ganimedes.
--No entiendo lo que quieres decirme.
--¡Mejor es así!...
Y repentinamente entristecido, incliné la cabeza sobre el pecho. No
quise ver más, y medité, porque tengo amado á los clásicos casi tanto
como á las mujeres. Es la educación recibida en el Seminario de Nobles.
Leyendo á ese amable Petronio, he suspirado más de una vez lamentando
que los siglos hayan hecho un pecado desconocido de las divinas fiestas
voluptuosas. Hoy, solamente en el sagrado misterio vagan las sombras
de algunos escogidos que hacen renacer el tiempo antiguo de griegos y
romanos, cuando los efebos coronados de rosas sacrifican en los altares
de Afrodita. ¡Felices y aborrecidas sombras: Me llaman y no puedo
seguirlas!
Aquel bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas, es
para mí un fruto hermético. El cielo, siempre enemigo, dispuso que sólo
las rosas de Venus floreciesen en mi alma, y á medida que envejezco,
eso me desconsuela más. Presiento que debe ser grato, cuando la vida
declina, poder penetrar en el jardín de los amores perversos. Á mí,
desgraciadamente, ni aun me queda la esperanza. Sobre mi alma ha pasado
el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma
ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes. He
padecido todos los dolores, he gustado todas las alegrías: He apagado
mi sed en todas las fuentes, he reposado mi cabeza en el polvo de todos
los caminos: Un tiempo fuí amado de las mujeres, sus voces me eran
familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El
amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner.
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PERMANECIMOS toda la noche sobre cubierta. La fragata
daba bordos en busca del viento, que parecía correr á lo lejos, allá
donde el mar fosforecía. Por la banda de babor comenzó á esfumarse la
costa, unas veces plana y otras ondulada en colinas. Así navegamos mucho
tiempo. Las estrellas habían palidecido lentamente, y el azul del cielo
iba tornándose casi blanco. Dos marineros subidos á la cofa de mesana,
cantaban relingando el aparejo. Sonó el pito del contramaestre, orzó la
fragata y el velamen flameó indeciso. En aquel momento hacíamos proa á
la costa. Poco después las banderas tremolaron en los masteleros alegres
y vistosas: La fragata daba vista á Grijalba, y rayaba el sol.
En aquella hora el calor era deleitante, fresca la ventolina, y con olor
de brea y algas. Percibíase en el aire estremecimientos voluptuosos.
Reía el horizonte bajo un hermoso sol. Ráfagas venidas de las selvas
vírgenes, tibias y acariciadoras como aliento de mujeres ardientes,
jugaban en las jarcias, y penetraba y enlanguidecía el alma el perfume
que se alzaba del oleaje casi muerto. Dijérase que el dilatado Golfo
Mexicano sentía en sus verdosas profundidades la pereza de aquel
amanecer cargado de pólenes misteriosos y fecundos, como si fuese el
serrallo del Universo. Á la sombra del foque, y con ayuda de un catalejo
marino, contemplé la ciudad á mi talante. Grijalba, vista desde el mar,
recuerda esos paisajes de caserío inverosímil, que dibujan los niños
precoces: Es blanca, azul, encarnada, de todos los colores del iris.
Una ciudad que sonríe, como criolla vestida con trapos de primavera que
sumerge la punta de los piececillos lindos en la orilla del puerto. Algo
extraña resulta, con sus azoteas enchapadas de brillantes azulejos y
sus lejanías límpidas, donde la palmera recorta su gallarda silueta que
parece hablar del desierto remoto, y de caravanas fatigadas que sestean
á la sombra propicia.
Espesos bosques de gigantescos árboles rodean la ensenada, y entre
la masa incierta del follaje sobresalen los penachos de las palmeras
reales. Un río silencioso y dormido, de aguas blanquecinas como la
leche, abre profunda herida en el bosque, y se derrama en holganza por
la playa que llena de islas. Aquellas aguas nubladas de blanco, donde no
se espeja el cielo, arrastraban un árbol desarraigado, y en las ramas
medio sumergidas revoloteaban algunos pájaros de quimérico y legendario
plumaje. Detrás, descendía la canoa de un indio que remaba sentado en la
proa. Volaban los celajes al soplo de las brisas, y bajo los rayos del
sol naciente, aquella ensenada de color verde esmeralda rielaba llena de
gracia, como un mar divino y antiguo habitado por sirenas y tritones.
¡Cuán bellos se me aparecen todavía esos lejanos países tropicales!
Quien una vez los ha visto, no los olvidará jamás. Aquella calma azul
del mar y del cielo, aquel sol que ciega y quema, aquella brisa cargada
con todos los aromas de Tierra Caliente, como ciertas queridas muy
amadas, dejan en la carne, en los sentidos, en el alma, reminiscencias
tan voluptuosas, que el deseo de hacerlas revivir sólo se apaga en la
vejez. Mi pensamiento rejuvenece hoy recordando la inmensa extensión
plateada de ese Golfo Mexicano, que no he vuelto á cruzar. Por mi
memoria desfilan las torres de Veracruz, los bosques de Campeche, las
arenas de Yucatán, los palacios de Palenque, las palmeras de Tuxtlan y
Laguna... ¡Y siempre, siempre unido al recuerdo de aquel hermoso país
lejano, el recuerdo de la Niña Chole, tal como la vi por vez primera
entre el cortejo de sus servidores, descansando á la sombra de una
pirámide, suelto el cabello y vestido el blanco hipil de las antiguas
sacerdotisas mayas!...
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APENAS DESEMBARCAMOS, una turba negruzca y lastimera
nos cercó pidiendo limosna. Casi acosados, llegamos al parador, que
era conventual y vetusto, con gran soportal de piedra, donde unas
viejas caducas se peinaban. En aquel parador volví á encontrarme con
los jugadores jarochos que venían á bordo de la fragata. Descubríles
retirados hacia el fondo del patio, cercanos á una puerta ancha y baja
por donde á cada momento entraban y salían caballerangos, charros y
mozos de espuela. También allí los dos jarochos jugaban al parar, y se
movían querella. Me reconocieron desde lejos, y se alzaron saludándome
con muestras de gran cortesía. Luego el viejo entregó los naipes al
mozo, y vínose para mí, haciendo profundas zalemas:
--Aquí estamos para servirle, señor. Si le place saber á dónde llega una
buena voluntad, mande no más, señor.
Y después de abrazarme con tal brío que me alzó del suelo, usanza
mexicana que muestra amor y majeza, el viejo jarocho continuó:
--Si quiere tentar la suerte, ya sabe su merced dónde toparnos. Aquí
demoramos. ¿Cuándo se camina, mi Señor Marqués?
--Mañana al amanecer, si esta misma noche no puedo hacerlo.
El viejo acaricióse las barbas, y sonrió picaresco y ladino:
--Siempre nos veremos antes. Hemos de saber hasta dónde hay verdad en
aquello que dicen: Albur de viajero, pronto y certero.
Yo contesté riéndome:
--Lo sabremos. Esas profundas sentencias no deben permanecer dudosas.
El jarocho hizo un grave ademán en muestra de asentimiento:
--Ya veo que mi Señor Marqués tiene por devoción cumplimentarlas. Hace
bien. Solamente por eso merecía ser Arzobispo de México.
De nuevo sonrió picaresco. Sin decir palabra esperó á que pasasen dos
indios caballerangos, y cuando ya no podían oirle, prosiguió en voz
baja y misteriosa:
--Una cosa me falta por decirle. Ponemos para comienzo quinientas onzas,
y quedan más de mil para reponer si vienen malas. Plata de un compadre,
señor. Otra vez platicaremos con más espacio. Mire cómo se impacienta
aquel manís. Un potro sin rendaje, señor. Eso me enoja... ¡Vaya, nos
vemos!...
Y se alejó haciendo fieras señas al mozo para calmar su impaciencia.
Tendióse á la sombra, y tomando los naipes comenzó á barajar. Presto
tuvo corro de jugadores. Los caballerangos, los boyeros, los mozos de
espuela, cada vez que entraban y salían parábanse á jugar una carta. Dos
jinetes que asomaron encorvados bajo la puerta, refrenaron un momento
sus cabalgaduras, y desde lo alto de las sillas arrojaron las bolsas.
El mozo las alzó sopesándolas, y el viejo le interrogó con la mirada:
Fué la respuesta un gesto ambiguo: Entonces el viejo le habló impaciente:
--Deja quedas las bolsas, manís. Tiempo hay de contar.
En el mismo momento salió la carta. Ganaba el jarocho, y los jinetes se
alejaron: El mozo volcó sobre el zarape las bolsas, y empezó á contar.
Crecía el corro de jugadores. Llegaban los charros haciendo sonar las
pesadas y suntuosas espuelas, derribados gallardamente sobre las cejas
aquellos jaranos castoreños entoquillados de plata, fanfarrones y
marciales. Llegaban los indios ensabanados como fantasmas, humildes y
silenciosos, apagando el rumor de sus pisadas. Llegaban otros jarochos
armados como infantes, las pistolas en la cinta y el machete en bordado
tahalí. De tarde en tarde, atravesaba el patio lleno de sol algún lépero
con su gallo de pelea: Una figura astuta y maleante, de ojos burlones
y de lacia greña, de boca cínica y de manos escuetas y negruzcas, que
tanto son de ladrón como de mendigo. Huroneaba en el corro, arriesgaba
un mísero tostón, y rezongando truhanerías se alejaba.
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YO ANSIABA verme á solas con la Niña Chole. La noche
de nuestras bodas en el convento se me aparecía ya muy lejana, con el
encanto de un sueño que se recuerda siempre y nunca se precisa. Desde
entonces habíamos vivido en forzosa castidad, y mis ojos, que aún lo
ignoraban todo, tenían envidia de mis manos que todo lo sabían...
En aquel vetusto parador gusté las mayores venturas amorosas, urdidas
con el hilo dorado de la fantasía. Quise primero que la Niña Chole se
destrenzase el cabello, y vestido el blanco hipil me hablase en su vieja
lengua, como una princesa prisionera á un capitán conquistador. Ella
obedeció sonriendo. Yo la tenía en mis brazos, y las palabras más bellas
y musicales las besaba, sin comprenderlas, sobre sus labios. Después
fué nuestro numen Pedro Aretino, y como oraciones, pude recitar en
italiano siete sonetos gloria del Renacimiento: Uno distinto para cada
sacrificio. El último lo repetí dos veces: Era aquel divino soneto que
evoca la figura de un centauro, sin cuerpo de corcel y con dos cabezas.
Después nos dormimos.
La Niña Chole se levantó al amanecer y abrió los balcones. En la alcoba
penetró un rayo de sol tan juguetón, tan vivo, tan alegre, que al
verse en el espejo se deshizo en carcajadas de oro. El sinsonte agitóse
dentro de su jaula y prorrumpió en gorjeos: La Niña Chole también
gorjeó el estribillo de una canción fresca como la mañana. Estaba muy
bella arrebujada en aquella túnica de seda, que envolvía en una celeste
diafanidad su cuerpo de diosa. Me miraba guiñando los ojos y entre
borboteos de risas y canciones besaba los jazmines que se retorcían á la
reja. Con el cabello destrenzándose sobre los hombros desnudos, con su
boca riente y su carne morena, la Niña Chole era una tentación. Tenía
despertares de aurora alegres y triunfantes. De pronto se volvió hacia
mí con un mohín delicioso:
--¡Arriba, perezoso!... ¡Arriba!
Al mismo tiempo salpicábame á la cara el agua de rosas que por la noche
dejara en el balcón á serenar:
--¡Arriba!... ¡Arriba!...
Me eché de la hamaca. Viéndome ya en pie, huyó velozmente alborotando
la casa con sus trinos. Saltaba de una canción á otra, como el sinsonte
los travesaños de la jaula, con gentil aturdimiento, con gozo infantil
porque el día era azul, porque el rayo del sol reía allá en el fondo
encantado del espejo. Bajo los balcones resonaba la voz del caballerango
que se daba prisa á embridar nuestros caballos. Las persianas caídas
temblaban al soplo de matinales auras, y el jazmín de la reja, por
aromarlas, sacudía su caperuza de campanillas. La Niña Chole volvió
á entrar. Yo la vi en la luna del tocador, acercarse sobre la punta
de sus chapines de raso, con un picaresco reir de los labios y de los
dientes. Alborozada me gritó al oído:
--¡Vanidoso! ¿Para quién te acicalas?
--¡Para ti, Niña!
--¿De veras?
Mirábame con los ojos entornados, y hundía los dedos entre mis cabellos,
arremolinándomelos. Luego reía locamente y me alargaba un espolín de
oro para que se lo calzase en aquel pie de reina, que no pude menos
de besar. Salimos al patio, donde el indio esperaba con los caballos
del diestro: Montamos y partimos. Las cumbres azules de los montes
se vestían de luz bajo un sol dorado y triunfal. Volaba la brisa en
desiguales ráfagas, húmedas y agrestes como aliento de arroyos y
yerbazales. El alba tenía largos estremecimientos de rubia y sensual
desposada. Las copas de los cedros, iluminadas por el sol naciente, eran
altar donde bandadas de pájaros se casaban, besándose los picos. La Niña
Chole, tan pronto ponía su caballo á galope como le dejaba mordisquear
en los jarales.
Durante todo el camino no dejamos de cruzarnos con alegres cabalgatas
de criollos y mulatos: Desfilaban entre nubes de polvo, al trote de
gallardos potros, enjaezados á la usanza mexicana con sillas recamadas
de oro y gualdrapas bordadas, deslumbrantes como capas pluviales.
Sonaban los bocados y las espuelas, restallaban los látigos, y la
cabalgata pasaba veloz á través de la campiña. El sol arrancaba á
los arneses blondos resplandores y destellaba fugaz en los machetes
pendientes de los arzones. Habían comenzado las ferias, aquellas
famosas ferias de Grijalba, que se juntaban y hacían en la ciudad y
en los bohíos, en las praderas verdes y en los caminos polvorientos,
todo ello al acaso, sin más concierto que el deparado por la ventura.
Nosotros refrenamos los caballos que relinchaban y sacudían las crines.
La Niña Chole me miraba sonriendo, y me alargaba la mano para correr
unidos, sin separarnos.
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SALIENDO de un bosque de palmeras, dimos vista á una
tablada tumultuosa, impaciente con su ondular de hombres y cabalgaduras.
El eco retozón de los cencerros acompañaba las apuestas y decires
chalanescos, y la llanura parecía jadear ante aquel marcial y fanfarrón
estrépito de trotes y de colleras, de fustas y de bocados. Desde
que entramos en aquel campo, monstruosa turba de lisiados nos cercó
clamorante: Ciegos y tullidos, enanos y lazarados nos acosaban, nos
perseguían, rodando bajo las patas de los caballos, corriendo á rastras
por el camino, entre aullidos y oraciones, con las llagas llenas de
polvo, con las canillas echadas á la espalda, secas, desmedradas,
horribles. Se enracimaban golpeándose en los hombros, arrancándose los
chapeos, gateando la moneda que les arrojábamos al paso.
Y así, entre aquel cortejo de hampones, llegamos al jacal de un negro
que era liberto. El paso de las cabalgaduras y el pedigüeño rezo de los
mendigos trájole á la puerta antes que descabalgásemos: Al vernos corrió
ahuyentando con el rebenque la astrosa turba, y vino á tener el estribo
de la Niña Chole, besándola las manos con tantas muestras de humildad
y contento cual si fuese una princesa la que llegaba. Á las voces del
negro acudió toda la prole. El liberto hallábase casado con una andaluza
que había sido doncella de la Niña Chole. La mujer levantó los brazos al
encontrarse con nosotros:
--¡Virgen de mi alma! ¡Los amitos!
Y tomando de la mano á la Niña Chole, hízola entrar en el jacal.
--¡Que no me la retueste el sol, reina mía, piñoncico de oro, que viene
á honrar mi pobreza!
El negro sonreía, mirándonos con sus ojos de res enferma: Ojos de una
mansedumbre verdaderamente animal. Nos hicieron sentar, y ellos quedaron
en pie. Se miraron, y hablando á un tiempo empezaron el relato de la
misma historia:
--Un jarocho tenía dos potricas blancas. ¡Cosa más linda! Blancas como
palomas. ¿Sabe? ¡Qué pintura para la volanta de la Niña!
Y aquí fué donde la Niña Chole no quiso oir más:
--¡Yo deseo verlas! ¡Deseo que me las compres!
Habíase puesto en pie, y se echaba el rebocillo apresuradamente:
--¡Vamos! ¡Vamos!
La andaluza reía maliciosamente:
--¡Cómo se conoce que su merced no le satisface ningún antojico!
Dejó de sonreir, y añadió cual si todo estuviese ya resuelto:
--El amito va con mi hombre. Para la Niña está muy calurosa la sazón.
Entonces el negro abrió la puerta, y la Niña Chole me empujó con mimos
y arrumacos muy gentiles. Salí acompañado del antiguo esclavo, que, al
verse fuera, empezó por suspirar y concluyó salmodiando el viejo cuento
de sus tristezas. Caminaba á mi lado con la cabeza baja, siguiéndome
como un perro entre la multitud, interrumpiéndose y tornando á empezar,
siempre zongueando cuitas de paria y de celoso:
--¡Ella toda la vida con hombres, amito! ¡Una perdición!... ¡Y no es con
blancos, niño! ¡Ay, amito, no es con blancos!... Á la gran chiva se le
da todo por los morenos. ¡Dígame no más que sinvergüenzada, niño!...
Su voz era lastimera, resignada, llena de penas: Verdadera voz de
siervo. No le dolía el engaño por la afrenta de hacerle cornudo, sino
por la baja elección que la andaluza hacía: Era celoso intermitente,
como ocurre con la gente cortesana que medra de sus mujeres. El Duque
de Saint Simón le hubiera loado en sus Memorias, con aquel delicado y
filosófico juicio que muestra hablando de España, cuando se desvanece en
un éxtasis, ante el contenido moral de estas dos palabras tan castizas:
Cornudo Consentido.
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DE UN CABO al otro recorrimos la feria. Sobre el lindar
del bosque, á la sombra de los cocoteros, la gente criolla bebía y
cantaba con ruidoso jaleo de olés y palmadas. Reía el vino en las copas,
y la guitarra española, sultana de la fiesta, lloraba sus celos moriscos
y sus amores con la blanca luna de la Alpujarra. El largo lamento de
las guajiras expiraba deshecho entre las herraduras de los caballos.
Los asiáticos, mercaderes chinos y japoneses, pasaban estrujados en
el ardiente torbellino de la feria, siempre lacios, siempre mustios,
sin que un estremecimiento alegre recorriese su trenza. Amarillentos
como figuras de cera, arrastraban sus chinelas entre el negro gentío,
pregonando con femeniles voces abanicos de sándalo y bastones de carey.
Recorrimos la feria sin dar vista por parte alguna á las tales jacas
blancas. Ya nos tornábamos, cuando me sentí detenido por el brazo.
Era la Niña Chole: Estaba muy pálida, y aun cuando procuraba sonreir,
temblaban sus labios, y adiviné una gran turbación en sus ojos: Puso
ambas manos en mis hombros y exclamó con fingida alegría:
--Oye, no quiero verte enfadado.
Colgándose de mi brazo, añadió:
--Me aburría, y he salido... Á espaldas del jacal hay un reñidero de
gallos. ¿No sabes? ¡Estuve allí, he jugado y he perdido!
Interrumpióse volviendo la cabeza con gracioso movimiento, y me indicó
al blondo, al gigantesco adolescente, que se descoyuntó saludando:
--Este caballero tiene la honra de ser mi acreedor.
Aquellas extravagancias producían siempre en mi ánimo un despecho sordo
y celoso, tal, que pronuncié con altivez:
--¿Qué ha perdido esta señora?
Habíame figurado que el jugador rehusaría galantemente cobrar su deuda,
y quería obligarle con mi actitud fría y desdeñosa. El bello adolescente
sonrió con la mayor cortesía:
--Antes de apostar, esta señora me advirtió que no tenía dinero.
Entonces convinimos que cada beso suyo valía cien tostones: Tres besos
ha jugado y los tres ha perdido.
Yo me sentí palidecer. Pero cuál no sería mi asombro al ver que la Niña
Chole, retorciéndose las manos, pálida, casi trágica, se adelantaba
exclamando:
--¡Yo pagaré! ¡Yo pagaré!
La detuve con un gesto, y enfrentándome con el hermoso adolescente, le
grité restallando las palabras como latigazos:
--Esta mujer es mía, y su deuda también.
Y me alejé, arrastrando á la Niña Chole. Anduvimos algún tiempo en
silencio: De pronto, ella, oprimiéndome el brazo, murmuró en voz muy
queda:
--¡Oh, qué gran señor eres!
Yo no contesté. La Niña Chole empezó á llorar en silencio, apoyó la
cabeza en mi hombro, y exclamó con un sollozo de pasión infinita:
--¡Dios mío! ¡Qué no haría yo por ti!...
Sentadas á las puertas de los jacales, indias andrajosas, adornadas
con amuletos y sartas de corales, vendían plátanos y cocos. Eran
viejas de treinta años, arrugadas y caducas, con esa fealdad quimérica
de los ídolos. Su espalda lustrosa brillaba al sol, sus senos negros
y colgantes recordaban las orgías de las brujas y de los trasgos.
Acurrucadas al borde del camino, como si tiritasen bajo aquel sol
ardiente, medio desnudas, desgreñadas, arrojando maldiciones sobre la
multitud, parecían sibilas de algún antiguo culto lúbrico y sangriento.
Sus críos, tiznados y esbeltos como diablos, acechaban por los
resquicios de las barracas, y, huroneando, se metían bajo los toldos de
lona, donde tocaban organillos dislocados. Mulatas y jarochos ejecutaban
aquellas extrañas danzas voluptuosas que los esclavos trajeron del
África, y el zagalejo de colores vivos flameaba en los quiebros y
mudanzas de los bailes sagrados con que á la sombra patriarcal del
baobad eran sacrificados los cautivos.
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LLEGAMOS al jacal. Yo ceñudo y de mal talante, me arrojé
sobre la hamaca, y con grandes voces mandé á los caballerangos que
ensillasen para partir inmediatamente. La sombra negruzca de un indio
asomó en la puerta:
--Señor, el ruano que montaba la Niña tiene desenclavada una
herradura... ¿Se la enclavo, señor?
Me incorporé en la hamaca con tal violencia, que el indio retrocedió
asustado. Volviendo á tenderme le grité:
--¡Date prisa, con mil demonios, Cuactemocín!
La Niña Chole me miró pálida y suplicante:
--No grites. ¡Si supieses cómo me asustas!...
Yo cerré los ojos sin contestar, y hubo un largo silencio en el interior
oscuro y caluroso del jacal. El negro iba y venía con tácitas pisadas,
regando el suelo alfombrado de yerba. Fuera se oía el piafar de los
caballos, y las voces de los indios, que al embridarlos les hablaban.
En el hueco luminoso de la puerta, las moscas del ganado zumbaban su
monótona canción estival. La Niña Chole se levantó y vino á mi lado.
Silenciosa y suspirante me acarició la frente con dedos de hada: Después
me dijo:
--¡Oh!... ¿Serías capaz de matarme si el ruso fuese un hombre?
--No...
--¿De matarlo á él?
--Tampoco.
--¿No harías nada?
--Nada.
--¿Es que me desprecias?
--Es que no eres la Marquesa de Bradomín.
Quedó un momento indecisa, con los labios trémulos. Yo cerré los ojos
y esperé sus lágrimas, sus quejas, sus denuestos, pero la Niña Chole
guardó silencio, y continuó acariciando mis cabellos como una esclava
sumisa. Al cabo, sus dedos de hada borraron mi ceño y me sentí dispuesto
á perdonar. Yo sabía que el pecado de la Niña Chole era el eterno
pecado femenino, y mi alma enamorada no podía menos de inclinarse á la
indulgencia. Sin duda la Niña Chole era curiosa y perversa como aquella
mujer de Lot convertida en estatua de sal. Pero al cabo de los siglos,
también la justicia divina se muestra mucho más clemente que antaño,
con las mujeres de los hombres. Sin darme cuenta caí en la tentación
de admirar como una gloria linajuda, aquel remoto abolengo envuelto en
una leyenda bíblica. Era indudable que el alto Cielo perdonaba á la
Niña Chole, y juzgué que no podía menos de hacer lo mismo el Marqués de
Bradomín. Libre el corazón de todo rencor, abrí los ojos bajo el suave
cosquilleo de aquellos dedos invisibles, y murmuré sonriente:
--Niña, no sé qué bebedizo me has dado que todo lo olvido...
Ella repuso, al mismo tiempo que sus mejillas se teñían de rosa:
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