Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 3

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pie de una fuente rodeada de laureles enanos, que tienen la virtud
de alejar el rayo. No se sabía si las dos legas rezaban ó se decían
secretos del convento, porque el murmullo de sus voces se confundía
con el murmullo del agua. Estaban llenando sus ánforas. Al acercarnos
saludaron cristianamente:
--¡Ave María Purísima!
--¡Sin pecado concebida!
Yo quise beber de la fuente, y ellas me lo impidieron con grandes gritos:
--¡Señor! ¿Qué hace, señor?
Me detuve un poco inmutado:
--¿Es venenosa esta agua?
--Santígüese, señor. Es agua bendita, y solamente la Comunidad tiene
bula para beberla. Bula del Santo Padre, venida de Roma. ¡Es agua santa
del Niño Jesús!
Y las dos legas, hablando á coro, mostrábanme el angelote desnudo, que
enredador y tronera vertía el agua en el tazón de alabastro por su
menuda y cándida virilidad. Me dijeron que era el Niño Jesús. Oyendo
esto, la Marquesa santiguóse devotamente. Yo aseguré á las legas que
también tenía bula para beber las aguas del Niño Jesús. Ellas me
miraron mostrando gran respeto, y disputáronse ofrecerme sus ánforas,
pero yo preferí saciar mi sed aplicando los labios al santo surtidor de
donde el agua manaba. Me acometió tal tentación de risa, que por poco
me ahogo. La Niña Chole, que no podía creer la historia de mi bula, me
recordó en voz baja que Dios castiga siempre el sacrilegio.
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DESPUÉS de los maitines vino á buscarnos una monja y nos
condujo al refectorio donde estaba dispuesta la colación. Hablaba con
las manos juntas: Era vieja y gangosa. Nosotros la seguimos, pero al
pisar los umbrales del convento la Niña Chole se detuvo vacilante:
--Hermana, yo guardo el día ayunando, y no puedo entrar en el refectorio
para hacer colación.
Al mismo tiempo sus ojos de reina india imploraban mi ayuda: Se la
otorgué liberal. Comprendí que la Niña Chole temía ser conocida de
algún caminante, pues todos los que llegaban al convento se reunían á
son de campana para hacer colación. La monja edificada por aquel ayuno,
interrogó solícita:
--¿Qué desea mi señora?
--Retirarme á descansar, hermana.
--Pues cuando le plazca, mi señora. ¿Sin duda traen muy larga jornada?
--Desde Veracruz.
--Cierto que sentirá grande fatiga la pobrecita.
Hablando de esta suerte nos hizo cruzar un largo corredor. Por las
ventanas entraba la luz blanca de la luna. En aquella santa paz el
acompasado son de mis espuelas despertaba un eco sacrílego y marcial, y
como amedrentadas por él, la monja y la Marquesa caminaban ante mí con
leve y devoto rumor. La monja abrió una puerta de antigua tracería, y
apartándose á un lado murmuró:
--Pase mi señora: Yo nada me retardo. Guío al Señor Marqués al
refectorio, y torno á servirla luego, luego.
La Marquesa entró sin mirarme. La monja cerró la puerta y alejóse como
una sombra llamándome con vago ademán. Guióme hasta el refectorio, y
saludando más gangosa que nunca, se alejó. Entré, y cuando mis ojos
buscaban un sitial vacío en torno de la mesa, alzóse el capellán del
convento, y vino á decirme con gran cortesanía que mi puesto estaba á
la cabecera. El capellán era un fraile dominico, humanista y poeta,
que había vivido muchos años desterrado de México por el Arzobispo, y
privado de licencias para confesar y decir misa. Todo ello por una falsa
delación. Esta historia me la contaba en tanto me servía. Al terminar,
me habló así:
--Ya sabe el Señor Marqués de Bradomín la vida y milagros de Fray Lope
Castellar. Si necesita un capellán para su casa, créame que con sumo
gusto dejaré á estas santas señoras. Aun cuando sea para cruzar los
mares, mi Señor Marqués.
--Ya tengo capellanes en España.
--Perdone entonces. Pues para servirle aquí, en este México de mis
pecados, donde en un santiamén dejan sin vida á un cristiano. Créame,
quien pueda pagarse un capellán, debe hacerlo, aun cuando sólo sea para
tener á mano quien le absuelva en trance de muerte.
Había terminado la colación, y entre el sordo y largo rumor producido
por los sitiales, todos nos pusimos en pie para rezar una oración de
gracias compuesta por la piadosa fundadora Doña Beatriz de Zayas. Las
legas comenzaron á levantar los manteles, y la Madre Abadesa entró
sonriendo benévolamente:
--¿El Señor Marqués, prefiere que se disponga otra celda para su
descanso?
El rubor que asomó en las mejillas de la Madre Abadesa me hizo
comprender, y sin dominar una sonrisa respondí:
--Haré compañía á la Marquesa, que es muy medrosa, si lo consienten los
estatutos de esta santa casa.
La Madre Abadesa me interrumpió:
--Los estatutos de esta santa casa no pueden ir en contra de la
Religión.
Sentí un vago sobresalto. La Madre Abadesa inclinó los ojos, y
permaneciendo con ellos bajos, dijo pausada y doctoral:
--Para Nuestro Señor Jesucristo merecen igual amor las criaturas que
junta con santo lazo su voluntad, que aquellas apartadas de la vida
mundana, también por su Gracia... Yo no soy como el fariseo que se creía
mejor que los demás, Señor Marqués.
La Madre Abadesa, con su hábito blanco, estaba muy bella, y como me
parecía una gran dama, capaz de comprender la vida y el amor, sentí
la tentación de pedirle que me acogiese en su celda, pero fué sólo
la tentación. Acercóse con una lámpara encendida aquella monja vieja
y gangosa que me había acompañado al refectorio, y la Madre Abadesa,
después de haberle encomendado que me guiase, se despidió. Confieso que
sentí una vaga tristeza viéndola alejarse por el corredor, flotante el
noble hábito que blanqueaba en las tinieblas. Volviéndome á la monja,
que esperaba inmóvil con la lámpara, le pregunté:
--¿Debe besársele la mano á la Madre Abadesa?
La monja, echándose la toca sobre la frente, respondió:
--Aquí solamente se la besamos al Señor Obispo, cuando se digna
visitarnos.
Y con leve rumor de sandalias comenzó á caminar delante de mí,
alumbrándome hasta la puerta de la celda nupcial. Una celda espaciosa
y perfumada de albahaca, con una reja abierta sobre el jardín, donde
el argentado azul de la noche tropical destacaba negras y confusas las
copas de los cedros. El canto igual y monótono de un grillo rompía
el silencio. Yo cerré la puerta de la celda con llaves y cerrojos, y
andando sin ruido, fuí á entreabrir el blanco mosquitero con que se
velaba pudoroso y monjil, el único lecho que había en la estancia.
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LA NIÑA CHOLE reposaba con sueño cándido y feliz: En sus
labios aún vagaba dormido un rezo. Yo me incliné para besarlos: Era mi
primer beso de esposo. La Niña Chole se despertó sofocando un grito:
--¿Qué hace usted aquí, señor?
Yo repuse entre galante y paternal:
--Reina y señora, velar tu sueño.
La Niña Chole no acertaba á comprender cómo yo podía hallarme en su
celda, y tuve que recordarle mis derechos conyugales, reconocidos por
la Madre Abadesa. Ante aquel gentil recuerdo se mostró llena de enojo.
Clavándome los ojos repetía:
--¡Oh!... ¡Qué terrible venganza tomará el general Diego Bermúdez!...
Y ciega de cólera porque al oirla sonreía, me puso en la faz sus manos
de princesa india, manos cubiertas de anillos, enanas y morenas, que
yo hice prisioneras. Sin dejar de mirarla, se las oprimí hasta que
lanzó un grito, y después dominando mi despecho, se las besé. Ella,
sollozante, dejóse caer sobre las almohadas: Yo, sin intentar consolarla
me alejé. Sentía un fiero desdeño lleno de injurias altaneras, y para
disimular el temblor de mis labios que debían estar lívidos, sonreía.
Largo tiempo permanecí apoyado en la reja, contemplando el jardín
susurrante y oscuro. El grillo cantaba, y era su canto un ritmo remoto y
primitivo. De tarde en tarde llegaba hasta mí algún sollozo de la Niña
Chole, tan apagado y tenue, que el corazón siempre dispuesto á perdonar,
se conmovía. De pronto, en el silencio de la noche, una campana del
convento comenzó á doblar. La Niña Chole me llamó temblorosa:
--¿Señor, no conoce la señal de agonía?
Y al mismo tiempo se santiguó devotamente. Sin desplegar los labios me
acerqué á su lecho, y quedé mirándola grave y triste. Ella, con la voz
asustada, murmuró:
--¡Una monja se halla moribunda!
Yo entonces tomando sus manos entre las mías, le dije amorosamente:
--¿Y esto te causa miedo?
--¡Oh!... ¿Quién será? Ahora entrega su alma á Dios Nuestro Señor. ¿Será
alguna novicia?
Sonriendo diabólicamente, le dije:
--¡Acaso sea yo!...
--¿Cómo, señor?
--Estará á las puertas del convento el general Diego Bermúdez.
--¡No!... ¡No!...
Y oprimiéndome las manos, comenzó á llorar. Yo quise enjugar sus
lágrimas con mis labios, y ella echando la cabeza sobre las almohadas,
suplicó:
--¡Por favor!... ¡Por favor!...
Velada y queda desfallecía su voz. Quedó mirándome, temblorosos los
párpados y entreabierta la rosa de su boca. La campana seguía sonando
lenta y triste. En el jardín susurraban los follajes, y la brisa que
hacía flamear el blanco y rizado mosquitero, nos traía aromas. Cesó
el toque de agonía, y juzgando propicio el instante, besé á la Niña
Chole. Ella parecía consentir, cuando de pronto en medio del silencio,
la campana dobló á muerto. La Niña Chole dió un grito y se estrechó á
mi pecho: Palpitante de miedo, se refugiaba en mis brazos. Mis manos,
distraídas y paternales, comenzaron á desflorar sus senos. Ella,
suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con siete
copiosos sacrificios que ofrecimos á los dioses como el triunfo de la
vida.
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COMENZABAN los pájaros á cantar en los árboles del
jardín, saludando al sol, cuando nosotros, ya dispuestos para la jornada
de aquel día, nos asomamos á la reja. Las albahacas, húmedas de rocío,
daban una fragancia intensa, casi desusada, que tenía como una evocación
de serrallo morisco y de verbenas. La Niña Chole reclinó sobre mi hombro
la cabeza, suspiró débilmente, y sus ojos, sus hermosos ojos de mirar
hipnótico y sagrado, me acariciaron románticos. Yo entonces le dije:
--¿Niña, estás triste?
--Estoy triste porque debemos separarnos. La más leve sospecha nos
podría costar la vida.
Pasé amorosamente mis dedos entre la seda de sus cabellos, y respondí
con arrogancia:
--No temas: Yo sabré imponer silencio á tus criados.
--Son indios, señor... Aquí prometerían de rodillas, y allá, apenas su
amo les mirase con los ojos fieros, todo se lo dirían... ¡Debemos darnos
un adiós!
Yo besé sus manos apasionado y rendido:
--¡Niña, no digas eso!... Volveremos á Veracruz. «La Dalila» quizá
permanezca en el puerto: Nos embarcaremos para Grijalba: Iremos á
escondernos en mi Hacienda de Tixul.
La Niña Chole me acarició con una mirada larga, indefinible. Aquellos
ojos de reina india eran lánguidos y brillantes: Me pareció que á la vez
reprochaban y consentían. Cruzó el rebocillo sobre el pecho y murmuró
poniéndose encendida:
--¡Mi historia es muy triste!
Y para que no pudiese quedarme duda, asomaron dos lágrimas en sus ojos.
Yo creí adivinar, y le dije con generosa galantería:
--No intentes contármela: Las historias tristes me recuerdan la mía.
Ella sollozó:
--Hay en mi vida algo imperdonable.
--Los hombres como yo todo lo perdonan.
Al oirme escondió el rostro entre las manos:
--He cometido el más abominable de los pecados: Un pecado del que sólo
puede absolverme Nuestro Santo Padre.
Viéndola tan afligida, acaricié su cabeza reclinándola sobre mi pecho, y
le dije:
--Niña, cuenta con mi valimiento en el Vaticano. Yo he sido capitán en
la Guardia Noble. Si quieres, iremos á Roma en peregrinación, y nos
echaremos á los pies de Gregorio XVI.
--Iré yo sola... Mi pecado es mío nada más.
--Por amor y por galantería, yo debo cometer uno igual... ¡Acaso ya lo
habré cometido!
La Niña Chole levantó hacia mí los ojos llenos de lágrimas, y suplicó:
--No digas eso... ¡Es imposible!
Sonreí incrédulamente, y ella, arrancándose de mis brazos, huyó al
fondo de la celda. Desde allí, clavándome una mirada fiera y llorosa,
gritó:
--Si fuese verdad, te aborrecería... Yo era una pobre criatura inocente
cuando fuí víctima de aquel amor maldito.
Volvió á cubrirse el rostro con las manos, y en el mismo instante yo
adiviné su pecado. Era el magnífico pecado de las tragedias antiguas. La
Niña Chole estaba maldita como Mirra y como Salomé. Acerquéme lleno de
indulgencia, le descubrí la cara húmeda de llanto, y puse en sus labios
un beso de noble perdón. Después en voz baja y dulce, le dije:
--Todo lo sé. El general Diego Bermúdez es tu padre.
Ella gimió con rabia:
--¡Ojalá no lo fuese! Cuando vino de la emigración, yo tenía doce años
y apenas le recordaba...
--No le recuerdes ahora tampoco.
La Niña Chole, conmovida de gratitud y de amor, ocultó la cabeza en mi
hombro:
--¡Eres muy generoso!
Mis labios temblaron ardientes sobre su oreja fresca, nacarada y suave
como concha de perlas:
--Niña, volveremos á Veracruz.
--No...
--¿Acaso temes mi abandono? ¿No comprendes que soy tu esclavo para toda
la vida?
--¡Toda la vida!... Sería tan corta la de los dos...
--¿Por qué?
--Porque nos mataría... ¡Lo ha jurado!...
--Todo será que no cumpla el juramento.
--Lo cumpliría.
Y ahogada por los sollozos se enlazó á mi cuello. Sus ojos llenos de
lágrimas, quedaron fijos en los míos como queriendo leer en ellos. Yo
fingiéndome deslumbrado por aquella mirada, los cerré. Ella suspiró:
--¿Quieres llevarme contigo sin saber toda mi historia?
--Ya la sé.
--No.
--Tú me contarás lo que falta cuando dejemos de querernos, si llega ese
día.
--Todo, todo debes saberlo ahora, aun cuando estoy segura de tu
desprecio... Eres el único hombre á quien he querido, te lo juro, el
único... Y, sin embargo, por huir de mi padre, he tenido un amante que
murió asesinado.
Calló sollozante. Yo, tembloroso de pasión, la besé en los ojos, y la
besé en los labios. ¡Aquellos labios sangrientos, aquellos ojos sombríos
tan bellos como su historia!...
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LAS CAMPANAS del convento tocaron á misa, y la Niña
Chole quiso oirla antes de comenzar la jornada. Fué una larga misa de
difuntos. Ofició Fray Lope Castellar, y en descargo de mis pecados,
yo serví de acólito. Las Comendadoras cantaban en el coro los Salmos
Penitenciales, y sus figuras blancas y señoriles, arrastrando los
luengos hábitos, iban y venían en torno del facistol que sostenía
abierto el misal de rojas letras. En el fondo de la iglesia, sobre
negro paño rodeado de cirios, estaba el féretro de una monja. Tenía las
manos en cruz, y envuelto á los dedos amoratados el rosario. Un pañuelo
blanco le sujetaba la barbeta y mantenía cerrada la boca, que se sumía
como una boca sin dientes: Los párpados permanecían entreabiertos,
rígidos, azulencos: Las sienes parecían prolongarse inmensamente bajo la
toca. Estaba amortajada en su hábito, y la fimbra se doblaba sobre los
pies descalzos, amarillos como la cera...
Al terminarse los responsos, cuando Fray Lope Castellar se volvía para
bendecir á los fieles, alzáronse en tropel algunos mercenarios de mi
escolta, apostados en la puerta durante la misa, y como gerifaltes
cayeron sobre el prebisterio, aprisionando á un mancebo arrodillado,
que se revolvió bravamente al sentir sobre sus hombros tantas manos, y
luchó encorvado y rugiente, hasta que, vencido por el número, cayó sobre
las gradas. Las monjas, dando alaridos, huyeron del coro. Fray Lope
Castellar adelantóse estrechando el cáliz sobre el pecho:
--¿Qué hacéis, mal nacidos?
Y el mancebo, que jadeaba derribado en tierra, gritó:
--¡Fray Lope!... ¡No se vende así al amigo!
--¡Ni tal sospeches, Guzmán!
Y entonces aquel hombre hizo como el jabalí herido y acosado que se
sacude los alanos: De pronto le vi erguido en pie, revolverse entre
el tropel que le sujetaba, libertar los brazos y atravesar la iglesia
corriendo. Llegó á la puerta, y encontrándola cerrada, se revolvió
con denuedo. De un golpe arrancó la cadena que servía para tocar las
campanas, y armado con ella hizo defensa. Yo, admirando como se merecía
tanto valor y tanto brío, saqué las pistolas y me puse de su lado:
--¡Alto ahí!...
Los hombres de la escolta quedaron indecisos, y en aquel momento, Fray
Lope, que permanecía en el presbiterio, abrió la puerta de la sacristía,
que rechinó largamente. El mancebo, haciendo con la cadena un terrible
molinete, pasó sobre el féretro de la monja, rompió la hilera de cirios
y ganó aquella salida. Los otros le persiguieron dando gritos, pero la
puerta se cerró de golpe ante ellos, y volviéronse contra mí, alzando
los brazos con amenazador despecho. Yo, apoyado en la reja del coro,
dejé que se acercasen, y disparé mis dos pistolas. Abrióse el grupo
repentinamente silencioso, y cayeron dos hombres. La Niña Chole se
levantó trágica y bella:
--¡Quietos!... ¡Quietos!...
Aquellos mercenarios no la oyeron. Con encarnizado vocerío viniéronse
para mí, amenazándome con sus pistolas. Una lluvia de balas se aplastó
en la reja del coro. Yo, milagrosamente ileso, puse mano al machete:
--¡Atrás!... ¡Atrás, canalla!
La Niña Chole se interpuso, gritando con angustia:
--¡Si respetáis su vida, he de daros harta plata!
Un viejo que á guisa de capitán estaba delante, volvió hacia ella los
ojos fieros y encendidos. Sus barbas chivas temblaban de cólera:
--Niña, la cabeza de Juan Guzmán está pregonada.
--Ya lo sé.
--Si le hubiésemos entregado vivo, tendríamos cien onzas.
--Las tendréis.
Hubo otra ráfaga de voces violentas y apasionadas. El viejo mercenario
alzó los brazos imponiendo silencio:
--¡Dejad á la gente que platique!
Y con la barba siempre temblona, volvióse á nosotros:
--¿Los compañeros ahí tendidos como perros, no valen ninguna cosa?
--La Niña Chole murmuró con afán:
--¡Sí!... ¿Qué quieres?
--Eso ha de tratarse con despacio.
--Bueno...
--Es menester otra prenda que la palabra.
La Niña Chole arrancóse los anillos, que parecían dar un aspecto sagrado
á sus manos de princesa, y llena de altivez se los arrojó:
--Repartid eso y dejadnos.
Entre aquellos hombres hubo un murmullo de indecisión, y lentamente se
alejaron por la nave de la iglesia. En el presbiterio detuviéronse á
deliberar. La Niña Chole apoyó sus manos sobre mis hombros y me miró en
el fondo de los ojos:
--¡Oh!... ¡Qué español tan loco! ¡Un león en pie!...
Respondí con una vaga sonrisa. Yo experimentaba la más violenta angustia
en presencia de aquellos dos hombres caídos en medio de la iglesia,
el uno sobre el otro. Lentamente se iba formando en torno de ellos
un gran charco de sangre que corría por las junturas de las losas.
Sentíase el borboteo de las heridas, y el estertor del que estaba caído
debajo. De tiempo en tiempo se agitaba y movía una mano lívida, con
estremecimientos nerviosos.
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FRAY LOPE CASTELLAR nos esperaba en la sacristía leyendo
el breviario. Sobre labrado arcón estaban las vestiduras plegadas con
piadoso esmero. La sacristía era triste, con una ventana alta y enrejada
oscurecida por las ramas de un cedro. Fray Lope, al vernos llegar,
alzóse del escaño:
--¡Muertos les he creído! ¡Ha sido un milagro!... Siéntense: Es menester
que esta dama cobre ánimos. Van á probar el vino con que celebra la
misa Su Ilustrísima, cuando se digna visitarnos. Un vino de España.
¡Famoso, famoso!... Ya lo dice el adagio indiano: Vino, mujer y bretaña,
de España.
Hablando de esta suerte, acercóse á una grande y lustrosa alacena, y la
abrió de par en par. Sacó de lo más hondo un pegajoso cangilón, y le
olió con regalo:
--Ahora verán qué néctar. Este humilde fraile celebra su misa con un
licor menos delicado. Sin embargo, todo es sangre de Nuestro Señor
Jesucristo.
Llenó con mano temblona un vaso de plata, y presentóselo á la Niña
Chole, que lo recibió en silencio, y, en silencio también, me lo pasó á
mí. Fray Lope, en aquel momento, colmaba otro vaso igual:
--¡Qué hace mi señora! Si el noble Marqués tiene aquí...
La Niña Chole sonrió con languidez:
--¡Le acompaña usted, Fray Lope!
Fray Lope rió sonoramente: Sentóse sobre el arcón, y dejó el vaso á su
lado:
--El noble Marqués me permitirá una pregunta: ¿De qué conoce á Juan de
Guzmán?
--¡No le conozco!...
--¿Y cómo le defendió tan bravamente?
--Una fantasía que me vino en aquel momento.
Fray Lope movió la tonsurada cabeza, y apuró un sorbo del vaso que tenía
á su diestra:
--¡Una fantasía! ¡Una fantasía!... Juan de Guzmán es mi amigo, y, sin
embargo, yo jamás hubiera osado tanto.
La Niña Chole murmuró con altivo desdén:
--No todos los hombres son iguales...
Yo, agradecido al buen vino que Fray Lope me escanciaba, intervine
cortesano:
--¡Más valor hace falta para cantar misa!
Fray Lope me miró con ojos burlones:
--Eso no se llama valor: Es la Gracia...
Hablando así, alzamos los vasos y á un tiempo les dimos fin. Fray Lope
tornó á llenarlos:
--¿Y el noble Marqués hasta ignorará quién es Juan de Guzmán?
--Ayer, cuando juntaba mi escolta en Veracruz, oí por primera vez su
nombre... Creo que es un famoso capitán de bandidos.
--¡Famoso! Tiene la cabeza pregonada.
--¿Conseguirá ponerse en salvo?
Fray Lope juntó las manos y entornó los párpados gravemente:
--¡Y quién sabe, mi señor!...
--¿Cómo se arriesgó á entrar en la iglesia?
--Es muy piadoso... Además tiene por madrina á la Madre Abadesa.
En aquel momento alzóse la tapa del arcón, y un hombre que allí estaba
oculto asomó la cabeza. Era Juan de Guzmán. Fray Lope corrió á la puerta
y echó los cerrojos. Juan de Guzmán saltó en medio de la sacristía, y
con los ojos húmedos y brillantes quiso besarme las manos. Yo le tendí
los brazos. Fray Lope volvió á nuestro lado, y con la voz temblorosa y
colérica murmuró:
--¡Quien ama el peligro perece en él!
Juan de Guzmán sonrió desdeñosamente:
--¡Todos hemos de morir, Fray Lope!...
--Bajen siquiera la voz.
Avizorado miraba alternativamente á la puerta y á la gran reja de
la sacristía. Seguimos su prudente consejo, y mientras nosotros
platicábamos retirados en un extremo de la sacristía, en el otro rezaba
medrosamente la Niña Chole.
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JUAN DE GUZMÁN tenía la cabeza pregonada, aquella
magnífica cabeza de aventurero español. En el siglo XVI hubiera
conquistado su Real Ejecutoria de Hidalguía peleando bajo las banderas
de Hernán Cortés, y acaso entonces nos dejase una hermosa memoria aquel
capitán de bandoleros con aliento caballeresco, porque había nacido para
ilustrar su nombre en las Indias saqueando ciudades, violando princesas
y esclavizando emperadores. Viejo y cansado, cubierto de cicatrices
y de gloria, tornaríase á su tierra llevando en buenas doblas de oro
el botín conquistado acaso en Otumba, acaso en Mangoré. ¡Las batallas
gloriosas de alto y sonoro nombre! Levantaría una torre, fundaría
un mayorazgo con licencia del Señor Rey, y al morir tendría noble
enterramiento en la iglesia de algún monasterio. La piedra de armas
y un largo epitafio, recordarían las hazañas del caballero, y muchos
años después, su estatua de piedra, dormida bajo el arco sepulcral, aún
serviría á las madres para asustar á sus hijos pequeños.
Yo confieso mi admiración por aquella noble abadesa que había sabido
ser su madrina sin dejar de ser una santa. Á mí seguramente hubiérame
tentado el diablo, porque el capitán de los plateados tenía el gesto
dominador y galán, con que aparecen en los retratos antiguos los
capitanes del Renacimiento: Era hermoso como un bastardo de César
Borgia. Cuentan, que al igual de aquel príncipe, mató siempre sin saña,
con frialdad, como matan los hombres que desprecian la vida, y que, sin
duda por eso, no miran como un crimen dar la muerte. Sus sangrientas
hazañas son las hazañas que en otro tiempo hicieron florecer las
epopeyas. Hoy sólo de tarde en tarde alcanzan tan alta soberanía, porque
las almas son cada vez menos ardientes, menos impetuosas, menos fuertes.
¡Es triste ver cómo los hermanos espirituales de aquellos aventureros
de Indias no hallan ya otro destino en la vida que el bandolerismo
caballeresco!
Aquel capitán de los plateados también tenía una leyenda de amores.
Era tan famoso por su fiera bravura como por su galán arreo. Señoreaba
en los caminos y en las ventas: Con valeroso alarde se mostraba solo,
caracoleando el caballo y levantada sobre la frente el ala del chambergo
entoquillado de oro. El zarape blanco envolvíale flotante como alquicel
morisco. Era hermoso, con hermosura varonil y fiera. Tenía las niñas
de los ojos pequeñas, tenaces y brillantes, el corvar de la nariz
soberbio, las mejillas nobles y atezadas, los mostachos enhiestos, la
barba de negra seda. En la llama de su mirar vibraba el alma de los
grandes capitanes, gallarda y de través como los gavilanes de la espada.
Desgraciadamente, ya quedan pocas almas así.
¡Qué hermoso destino el de ese Juan de Guzmán, si al final de sus días
se hubiese arrepentido y retirado en la paz de un monasterio para hacer
penitencia, como San Francisco de Sena!
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SIN OTRA ESCOLTA que algunos fieles caballerangos,
nos tornamos á Veracruz. «La Dalila» continuaba anclada bajo el
Castillo de Ulua, y la divisamos desde larga distancia, cuando nuestros
caballos fatigados, sedientos, subían la falda arenosa de una colina.
Sin hacer alto atravesamos la ciudad y nos dirigimos á la playa para
embarcar inmediatamente. Poco después la fragata hacíase á la vela por
aprovechar el viento que corría á lo lejos, rizando un mar verde como
mar de ensueño. Apenas flameó la lona, cuando la Niña Chole despeinada y
pálida con la angustia del mareo, fué á reclinarse sobre la borda.
El capitán, con sombrero de palma y traje blanco, se paseaba en la
toldilla: Algunos marineros dormitaban echados á la banda de estribor,
que el aparejo dejaba en sombra, y dos jarochos que habían embarcado
en San Juan de Tuxtlan jugaban al parar sentados bajo un toldo de lona
levantado á popa. Eran padre é hijo. Los dos flacos y cetrinos: El viejo
con grandes barbas de chivo, y el mozo todavía imberbe. Se querellaban á
cada jugada, y el que perdía amenazaba de muerte al ganancioso. Contaba
cada cual su dinero, y musitando airada y torvamente lo embolsaba. Por
un instante los naipes quedaban esparcidos sobre el zarape puesto entre
los jugadores. Después el viejo recogíalos lentamente y comenzaba á
barajar de nuevo. El mozo, siempre de mal talante, sacaba de la cintura
su bolsa de cuero recamada de oro, y la volcaba sobre el zarape. El
juego proseguía como antes.
Lleguéme á ellos y estuve viéndoles. El viejo, que en aquel momento
tenía la baraja, me invitó cortésmente y mandó levantar al mozo para que
yo tuviese sitio á la sombra. No me hice rogar. Tomé asiento entre los
dos jarochos, conté diez doblones fernandinos y los puse á la primera
carta que salió. Gané, y aquello me hizo proseguir jugando, aunque desde
el primer momento tuve al viejo por un redomado tahur. Su mano atezada
y enjuta, que hacía recordar la garra del milano, tiraba los naipes
lentamente. El mozo permanecía silencioso y sombrío, miraba al viejo de
soslayo, y jugaba siempre las cartas que jugaba yo. Como el viejo perdía
sin impacientarse, sospeché que abrigaba el propósito de robarme, y me
previne. Sin embargo, continué ganando.
Ya puesto el sol asomaron sobre cubierta algunos pasajeros. El viejo
jarocho comenzó á tener corro, y creció su ganancia. Entre los jugadores
estaba aquel adolescente taciturno y bello que en otra ocasión me había
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