Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 2

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Como no es posible renunciar á la patria, yo, español y caballero,
sentía el corazón henchido de entusiasmo y poblada de visiones
gloriosas la mente, y la memoria llena de recuerdos históricos. La
imaginación exaltada me fingía al aventurero extremeño poniendo fuego
á sus naves, y á sus hombres esparcidos por la arena, atisbándole de
través, los mostachos enhiestos al antiguo uso marcial, y sombríos
los rostros varoniles, curtidos y con pátina, como las figuras de los
cuadros muy viejos. Yo iba á desembarcar en aquella playa sagrada,
siguiendo los impulsos de una vida errante, y al perderme, quizá para
siempre, en la vastedad del viejo Imperio Azteca, sentía levantarse en
mi alma de aventurero, de hidalgo y de cristiano, el rumor augusto de la
Historia.
Apenas anclamos sale en tropel de la ribera una gentil flotilla,
compuesta de esquifes y canoas. Desde muy lejos se oye el son
monótono del remo. Centenares de cabezas asoman sobre la borda de la
fragata, y abigarrada muchedumbre hormiguea, se agita y se desata en
el entrepuente. Hablase á gritos el español, el inglés, el chino. Los
pasajeros hacen señas á los barqueros indios para que se aproximen:
Ajustan, disputan, regatean, y al cabo, como rosario que se desgrana,
van cayendo en el fondo de las canoas que rodean la escalera y esperan
ya con los remos armados. La flotilla se dispersa. Todavía á larga
distancia vese una diminuta figura moverse agitando los brazos, y se
oyen sus voces, que destaca y agranda la quietud solemne de aquellas
regiones abrasadas. Ni una sola cabeza se ha vuelto hacia la fragata
para mandarle un adiós de despedida. Allá van, sin otro deseo que
tocar cuanto antes la orilla. Son los conquistadores del oro. La noche
se avecina. En esta hora del crepúsculo, el deseo ardiente que la Niña
Chole me produce se aquilata y purifica, hasta convertirse en ansia vaga
de amor ideal y poético. Todo oscurece lentamente: Gime la brisa, riela
la luna, el cielo azul turquí se torna negro, de un negro solemne donde
las estrellas adquieren una limpidez profunda. Es la noche americana de
los poetas.


ACABABA de bajar á mi camarote, y hallábame tendido en
la litera fumando una pipa, y quizá soñando con la Niña Chole, cuando
se abre la puerta y veo aparecer á Julio César, un rapazuelo mulato que
me había regalado en Jamaica cierto aventurero portugués que, andando
el tiempo, llegó á general en la República Dominicana. Julio César se
detiene en la puerta, bajo el pabellón que forman las cortinas:
--¡Mi amito! Á bordo viene un moreno que mata los tiburones en el agua
con el trinchete. ¡Suba, mi amito, no se dilate!...
Y desaparece velozmente, como esos etíopes carceleros de princesas en
los castillos encantados. Yo, espoleado por la curiosidad, salgo tras
él. Heme en el puente que ilumina la plácida claridad del plenilunio.
Un negro colosal, con el traje de tela chorreando agua, se sacude
como un gorila, en medio del corro que á su rededor han formado los
pasajeros, y sonríe mostrando sus blancos dientes de animal familiar. Á
pocos pasos dos marineros encorvados sobre la borda de estribor, halan
un tiburón medio degollado, que se balancea fuera del agua, al costado
de la fragata. Mas he ahí que de pronto rompe el cable, y el tiburón
desaparece en medio de un remolino de espumas. El negrazo musita
apretando los labios elefancíacos:
--¡Pendejos!
Y se va, dejando como un rastro en la cubierta del navío las huellas
húmedas de sus pies descalzos. Una voz femenina le grita desde lejos:
--¡Che, moreno!...
--¡Voy, horita!... No me dilato.
La forma de una mujer blanquea sobre negro fondo en la puerta de la
cámara. ¡No hay duda, es ella! ¿Pero cómo no la he adivinado? ¿Qué
hacías tú, corazón, que no me anunciabas su presencia? ¡Oh, con cuánto
gusto hubiérate entonces puesto bajo sus lindos pies para castigo! El
marinero se acerca:
--¿Manda alguna cosa la Niña Chole?
--Quiero verte matar un tiburón.
El negro sonríe con esa sonrisa blanca de los salvajes, y pronuncia
lentamente, sin apartar los ojos de las olas que argenta la luna:
--No puede ser, mi amita: Se ha juntado una punta de tiburones, ¿sabe?
--¿Y tienes miedo?
--¡Qué va!... Aunque fácilmente, como la sazón está peligrosa... Vea su
merced no más...
La Niña Chole no le dejó concluir:
--¿Cuánto te han dado esos señores?
--Veinte tostones: Dos centenes, ¿sabe?
Oyó la respuesta el contramaestre, que pasaba ordenando una maniobra, y
con esa concisión dura y franca de los marinos curtidos, sin apartar el
pito de los labios ni volver la cabeza, apuntóle:
--¡Cuatro monedas y no seas guaje!...
El negro pareció dudar. Asomóse al barandal de estribor y observó un
instante el fondo del mar donde temblaban amortiguadas las estrellas.
Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras sí estela
de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos con los rieles de
la luna: En la zona de sombra que sobre el azul de las olas proyectaba
el costado de la fragata, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla
de tiburones. El marinero se apartó reflexionando. Todavía volvióse una
ó dos veces á mirar las dormidas olas, como penetrado de la queja que
lanzaban en el silencio de la noche. Picó un cigarro con las uñas, y se
acercó:
--Cuatro centenes, ¿le apetece á mi amita?
La Niña Chole, con ese desdén patricio que las criollas opulentas
sienten por los negros, volvió á él su hermosa cabeza de reina india, y
en tono tal, que las palabras parecían dormirse cargadas de tedio en el
borde de los labios, murmuró:
--¿Acabarás?... ¡Sean los cuatro centenes!...
Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y
sensual: Seguidamente despojóse de la blusa, desenvainó el cuchillo que
llevaba en la cintura y como un perro de Terranova tomóle entre los
dientes y se encaramó sobre la borda. El agua del mar relucía aún en
aquel torso desnudo que parecía de barnizado ébano. Inclinóse el negrazo
sondando con los ojos el abismo: Luego, cuando los tiburones salieron
á la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal
que iluminaba la luna, y con los brazos extendidos echarse de cabeza
y desaparecer buceando. Tripulación y pasajeros, cuantos se hallaban
sobre cubierta, agolpáronse á la borda. Sumiéronse los tiburones en
busca del negro, y todas las miradas quedaron fijas en un remolino
que no tuvo tiempo á borrarse, porque casi incontinenti una mancha de
espumas rojas coloreó el mar, y en medio de los hurras de la marinería
y el vigoroso aplaudir de las manos coloradotas y plebeyas de los
mercaderes salió á flote la testa chata y lanuda del marinero que nadaba
ayudándose de un solo brazo, mientras con el otro sostenía entre aguas
un tiburón degollado por la garganta, donde traía clavado el cuchillo.
Tratóse en tropel de izar al negro: Arrojáronse cuerdas, ya para el
caso prevenidas, y cuando levantaba medio cuerpo fuera del agua rasgó
el aire un alarido horrible, y le vimos abrir los brazos y desaparecer
sorbido por los tiburones. Yo permanecía aún sobrecogido cuando sonó á
mi espalda una voz que decía:
--¿Quiere hacerme sitio, señor?
Al mismo tiempo alguien tocó suavemente mi hombro. Volví la cabeza y
halléme con la Niña Chole. Vagaba cual siempre, por su labio inquietante
sonrisa, y abría y cerraba velozmente una de sus manos, en cuya palma vi
lucir varias monedas de oro. Rogóme con cierto misterio que la dejase
sitio, y doblándose sobre la borda las arrojó lo más lejos que pudo. En
seguida volvióse á mí con gentil escorzo de todo el busto:
--¡Ya tiene para el flete de Carón!...
Yo debía estar más pálido que la muerte, pero como ella fijaba en mí
sus hermosos ojos y sonreía, vencióme el encanto de los sentidos, y mis
labios aún trémulos, pagaron aquella sonrisa de reina antigua con la
sonrisa del esclavo, que aprueba cuanto hace su señor. La crueldad de
la criolla me horrorizaba y me atraía: Nunca como entonces me pareciera
tentadora y bella. Del mar oscuro y misterioso subían murmullos y
aromas: La blanca luna les prestaba no sé qué rara voluptuosidad. La
trágica muerte de aquel coloso negro, el mudo espanto que se pintaba
aún en todos los rostros, un violín que lloraba en la cámara, todo en
aquella noche, bajo aquella luna, era para mí objeto de voluptuosidad
depravada y sutil...
Alejóse la Niña Chole con ese andar rítmico y ondulante que recuerda al
tigre, y al desaparecer, una duda cruel me mordió el corazón. Hasta
entonces no había reparado que á mi lado estaba un adolescente bello y
rubio, que recordé haber visto al desembarcar en la playa de Tuxtlan.
¿Sería para él la sonrisa de aquella boca, en donde parecía dormir el
enigma de algún antiguo culto licencioso, cruel y diabólico?
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CON LAS PRIMERAS luces del alba desembarqué en Veracruz.
Tuve miedo de aquella sonrisa de Lilí, que ahora se me aparecía en
boca de otra mujer. Tuve miedo de aquellos labios, los labios de Lilí,
frescos, rojos, fragantes como las cerezas de nuestro huerto, que
tanto gustaba de ofrecerme en ellos. Si el pobre corazón es liberal, y
dió hospedaje al amor más de una y de dos veces, y gustó sus contadas
alegrías, y padeció sus innumerables tristezas, no pueden menos de
causarle temblores, miradas y sonrisas cuando los ojos y los labios que
las prodigan son como los de la Niña Chole. ¡Yo he temblado entonces,
y temblaría hoy, que la nieve de tantos inviernos cayó sin deshelarse
sobre mi cabeza!
Ya otras veces había sentido ese mismo terror de amar, pero llegado el
trance de poner tierra por medio, siempre me habían faltado los ánimos
como á una romántica damisela. ¡Flaquezas del corazón mimado toda la
vida por mi ternura, y toda la vida dándome sinsabores! Hoy tengo por
experiencia averiguado que únicamente los grandes santos y los grandes
pecadores, poseen la virtud necesaria para huir las tentaciones del
amor. Yo confieso humildemente que sólo en aquella ocasión pude dejar
de ofrecerle el nido de mi pecho al sentir el roce de sus alas. ¡Tal vez
por eso el destino tomó á empeño probar el temple de mi alma!
Cuando arribábamos á la playa en un esquife de la fragata, otro esquife
empavesado con banderas y gallardetes, acababa de varar en ella, y mis
ojos adivinaron á la Niña Chole en aquella mujer blanca y velada que
desde la proa saltó á la orilla. Sin duda estaba escrito que yo había de
ser tentado y vencido. Hay mártires con quienes el diablo se divierte
robándoles la palma, y desgraciadamente, yo he sido uno de esos toda la
vida. Pasé por el mundo como un santo caído de su altar y descalabrado.
Por fortuna, algunas veces pude hallar manos blancas y piadosas que
vendasen mi corazón herido. Hoy, al contemplar las viejas cicatrices y
recordar cómo fuí vencido, casi me consuelo. En una Historia de España,
donde leía siendo niño, aprendí que lo mismo da triunfar que hacer
gloriosa la derrota.
Al desembarcar en Veracruz, mi alma se llenó de sentimientos heroicos.
Yo crucé ante la Niña Chole orgulloso y soberbio como un conquistador
antiguo. Allá en sus tiempos mi antepasado Gonzalo de Sandoval, que
fundó en México el reino de la Nueva Galicia, no habrá mostrado mayor
desvío ante las princesas aztecas sus prisioneras, y sin duda la Niña
Chole era como aquellas princesas que sentían el amor al ser ultrajadas
y vencidas, porque me miraron largamente sus ojos y la sonrisa más bella
de su boca fué para mí. La deshojaron los labios como las esclavas
deshojaban las rosas al paso triunfal de los vencedores. Yo, sin
embargo, supe permanecer desdeñoso.
Por aquella playa de dorada arena subimos á la par, la Niña Chole entre
un cortejo de criados indios, yo precedido de mi esclavo negro. Casi
rozando nuestras cabezas, volaban torpes bandadas de feos y negros
pajarracos. Era un continuado y asustadizo batir de alas que pasaban
oscureciendo el sol. Yo las sentía en el rostro como fieros abanicazos.
Tan presto iban rastreando como se remontaban en la claridad azul.
Aquellas largas y sombrías bandadas cerníanse en la altura con revuelo
quimérico, y al caer sobre las blancas azoteas moriscas las ennegrecían,
y al posarse en los cocoteros del arenal desgajaban las palmas. Parecían
aves de las ruinas con su cabeza leprosa, y sus alas flequeadas, y su
plumaje de luto, de un negro miserable, sin brillo ni tornasoles. Había
cientos, había miles. Un esquilón tocaba á misa de alba en la iglesia de
los Dominicos que estaba al paso, y la Niña Chole entró con el cortejo
de sus criados. Todavía desde la puerta me envió una sonrisa. ¡Pero lo
que acabó de prendarme fue aquella muestra de piedad!
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EN LA VILLA Rica de la Veracruz fué mi alojamiento un
venerable parador que acordaba el tiempo feliz de los virreyes. Yo
esperaba detenerme allí pocas horas. Quería reunir una escolta aquel
mismo día y ponerme en camino para las tierras que habían constituido mi
mayorazgo. Por entonces sólo con buena guardia de escopeteros era dado
aventurarse en los caminos mexicanos, donde señoreaban cuadrillas de
bandoleros: ¡Aquellos plateados tan famosos por su fiera bravura y su
lujoso arreo! Eran los tiempos de Adriano Cuéllar y Juan de Guzmán.
De pronto, en el patio lleno de sol apareció la Niña Chole con su
séquito de criados. Majestuosa y altiva se acercaba con lentitud, dando
órdenes á un caballerango que escuchaba con los ojos bajos y respondía
en lengua yucateca, esa vieja lengua que tiene la dulzura del italiano
y la ingenuidad pintoresca de los idiomas primitivos. Al verme hizo
una gentil cortesía, y por su mandato corrieron á buscarme tres indias
núbiles que parecían sus azafatas. Hablaban alternativamente como
novicias que han aprendido una letanía, y recitan aquello que mejor
saben. Hablaban lentas y humildes, sin levantar la mirada:
--Es la Niña que nos envía, señor...
--Nos envía para decirle...
--Perdone vos, para rogarle, señor...
--Como ha sabido la Niña que vos, señor, junta una escolta, y ella
también tiene de hacer camino.
--¡Mucho camino, señor!
--¡Hartas leguas, señor!
--¡Más de dos días, señor!
Seguí á las azafatas. La Niña Chole me recibió agitando las manos:
--¡Oh! Perdone el enojo.
Su voz era queda, salmodiada y dulce, voz de sacerdotisa y de princesa.
Yo, después de haberla contemplado intensamente, me incliné. ¡Viejas
artes de enamorar, aprendidas en el viejo Ovidio! La Niña Chole
prosiguió:
--En este mero instante acabo de saber que junta usted una escolta para
ponerse en viaje. Si hiciésemos la misma jornada podríamos reunir la
gente. Yo voy á Necoxtla.
Haciendo una cortesía versallesca y suspirando, respondí:
--Necoxtla, está seguramente en mi camino.
La Niña Chole interrogó curiosa:
--¿Va usted muy lejos? ¿Acaso á Nueva Sigüenza?
--Voy á los llanos de Tixul, que ignoro dónde están. Una herencia del
tiempo de los virreyes, entre Grijalba y Tlacotalpan.
La Niña Chole me miró con sorpresa:
--¿Qué dice, señor? Es diferente nuestra ruta. Grijalba está en la
costa, y hubiérale sido mejor continuar embarcado.
Me incliné de nuevo con rendimiento:
--Necoxtla está en mi camino.
Ella sonrió desdeñosa:
--Pero no reuniremos nuestras gentes.
--¿Por qué?
--Porque no debe ser. Le ruego, señor, que siga su camino. Yo seguiré el
mío.
--Es uno mismo el de los dos. Tengo el propósito de secuestrarla á usted
apenas nos hallemos en despoblado.
Los ojos de la Niña Chole, tan esquivos antes, se cubrieron con una
amable claridad:
--¿Diga, son locos todos los españoles?
Yo repuse con arrogancia:
--Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: Uno, el Marqués de
Bradomín, y el otro todos los demás.
La Niña Chole me miró risueña:
--¡Cuánta jactancia, señor!
En aquel momento el caballerango vino á decirle que habían ensillado,
y que la gente estaba dispuesta á ponerse en camino si tal era su
voluntad. Al oirle, la Niña Chole me miró intensamente, seria y muda.
Después volviéndose al criado, le interrogó:
--¿Qué caballo me habéis dispuesto?
--Aquel alazano, Niña. Véale allí.
--¿El alazano rodado?
--¡Qué va, Niña! El otro alazano del belfo blanco que bebe en el agua.
Vea qué linda estampa. Tiene un paso que se traga los caminos, y la
boca una seda. Lleva sobre el borrén la cantarilla de una ranchera, y
galopando no la derrama.
--¿Dónde haremos parada?
--En el convento de San Juan de Tegusco.
--¿Llegaremos de noche?
--Llegaremos al levantarse la luna.
--Pues advierte á la gente de montar luego, luego.
El caballerango obedeció. La Niña Chole me pareció que apenas podía
disimular una sonrisa:
--Señor, mal se verá para seguirme, porque parto en el mero instante.
--Yo también.
--¿Pero acaso tiene dispuesta su gente?
--Como yo esté dispuesto, basta.
Vea que camino á reunirme con mi marido y no quiera balearse con él.
Pregunte y le dirán quién es el general Diego Bermúdez.
Oyéndola, sonreí desdeñosamente. Tornaba en esto el caballerango, y
quedóse á distancia esperando silencioso y humilde. La Niña Chole le
llamó:
--Llega, cálzame la espuela.
Ya obedecía, cuando yo arranqué de sus manos el espolín de plata é
hinqué la rodilla ante la Niña Chole, que sonriendo me mostró su lindo
pie prisionero en chapín de seda. Con las manos trémulas le calcé el
espolín. Mi noble amigo Barbey D'Aurevilly hubiera dicho de aquel pie
que era hecho para pisar un zócalo de Pharos. Yo no dije nada, pero lo
besé con tan apasionado rendimiento, que la Niña Chole exclamó risueña:
--Señor, deténgase en los umbrales.
Y dejó caer la falda, que con dedos de ninfa sostenía levemente alzada.
Seguida de sus azafatas cruzó como una reina ofendida el anchuroso
patio sombreado por toldos de lona, que bajo la luz adquirían tenue
tinte dorado de marinas velas. Los cínifes zumbaban en torno de un
surtidor que gallardeaba al sol su airón de plata, y llovía en menudas
irisadas gotas sobre el tazón de alabastro. En medio de aquel ambiente
encendido, bajo aquel cielo azul donde la palmera abre su rumoroso
parasol, la fresca música del agua me recordaba de un modo sensacional
y remoto las fatigas del desierto y el deleitoso sestear en los oasis.
De tiempo en tiempo un jinete entraba en el patio: Los mercenarios
que debían darnos escolta á través de los arenales de Tierra Caliente
empezaban á juntarse. Pronto estuvieron reunidas las dos huestes: Una y
otra se componían de gente marcial y silenciosa: Antiguos salteadores
que fatigados de la vida aventurera, y despechados del botín incierto,
preferían servir á quien mejor les pagaba, sin que ninguna empresa
les arredrase: Su lealtad era legendaria. Ya estaba ensillado mi
caballo con las pistolas en el arzón, y á la grupa las vistosas y
moriscas alforjas donde iba el viático para la jornada, cuando la Niña
Chole reapareció en el patio. Al verla me acerqué sonriendo, y ella
fingiéndose enojada, batió el suelo con su lindo pie.
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MONTAMOS, y en tropel atravesamos la ciudad. Ya fuera
de sus puertas hicimos un alto para contarnos. Después dió comienzo la
jornada fatigosa y larga. Aquí y allá, en el fondo de las dunas y en la
falda de arenosas colinas, se alzaban algunos jacales que entre vallados
de enormes cactus asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio
podrido. Mujeres de tez cobriza y mirar dulce salían á los umbrales,
é indiferentes y silenciosas nos veían pasar. La actitud de aquellas
figuras broncíneas revelaba esa tristeza transmitida, vetusta, de las
razas vencidas. Su rostro era humilde, con dientes muy blancos y grandes
ojos negros, selváticos, indolentes y velados. Parecían nacidas para
vivir eternamente en los aduares y descansar al pie de las palmeras y de
los ahuehuetles.
Ya puesto el sol divisamos una aldea india. Estaba todavía muy lejana
y se aparecía envuelta en luz azulada y en silencio de paz. Rebaños
polvorientos y dispersos adelantaban por un camino de tierra roja
abierto entre maizales gigantes. El campanario de la iglesia, con su
enorme nido de zopilotes, descollaba sobre las techumbres de palma.
Aquella aldea silenciosa y humilde, dormida en el fondo de un valle,
me hizo recordar las remotas aldeas abandonadas al acercarse los
aventureros españoles. Ya estaban cerradas todas las puertas y subía de
los hogares un humo tenue y blanco que se disipaba en la claridad del
crepúsculo como salutación patriarcal.
Nos detuvimos á la entrada y pedimos hospedaje en un antiguo priorato de
Comendadoras Santiaguistas. Á los golpes que un espolique descargó en
la puerta, una cabeza con tocas asomó en la reja y hubo largo coloquio.
Nosotros, aún bastante lejos, íbamos al paso de nuestros caballos,
abandonadas las riendas y distraídos en plática galante. Cuando llegamos
la monja se retiraba de la reja: Poco después las pesadas puertas de
cedro se abrían lentamente, y una monja donada toda blanca en su hábito,
apareció en el umbral:
--Pasen, hermanos, si quieren reposar en esta santa casa.
Nunca las Comendadoras Santiaguistas negaban hospitalidad. Á todo
caminante que la demandase debía serle concedida. Así estaba dispuesto
por los estatutos de la fundadora Doña Beatriz de Zayas, favorita y dama
de un virrey. El escudo nobiliario de la fundadora todavía campeaba
sobre el arco de la puerta. La hermana donada nos guió á través de un
claustro sombreado por oscuros naranjos. Allí era el cementerio de las
Comendadoras. Sobre los sepulcros, donde quedaban borrosos epitafios,
nuestros pasos resonaron. Una fuente lloraba monótona y triste. Empezaba
la noche, y las moscas de luz danzaban entre el negro follaje de los
naranjos. Cruzamos el claustro y nos detuvimos ante una puerta forrada
de cuero y claveteada de bronce. La hermana abrió. El manojo de llaves
que colgaba de su cintura produjo un largo son y quedó meciéndose. La
donada cruzó las manos sobre el escapulario, y pegándose al muro nos
dejó paso al mismo tiempo que murmuraba gangosa:
--Esta es la hospedería, hermanos.
Era la hospedería una estancia fresca, con ventanas de mohosa y labrada
reja, que caían sobre el jardín. En uno de los testeros campeaba el
retrato de la fundadora, que ostentaba larga leyenda al pie, y en el
otro un altar con paños de cándido lino. La mortecina claridad apenas
dejaba entrever los cuadros de un Vía-Crucis que se desenvolvía en torno
del muro. La hermana donada llegó sigilosa á demandarme qué camino hacía
y cuál era mi nombre. Yo, en voz queda y devota, como ella me había
interrogado, respondí:
--Soy el Marqués de Bradomín, hermana, y mi ruta acaba en esta santa
casa.
La donada murmuró con tímida curiosidad:
--Si desea ver á la Madre Abadesa, le llevaré recado. Siempre tendrá
que tener un poco de paciencia, pues ahora la Madre Abadesa se halla
platicando con el señor Obispo de Colima, que llegó antier.
--Tendré paciencia, hermana. Veré á la Madre Abadesa cuando sea ocasión.
--¿El Señor la conoce ya?
--No, hermana. Llego á esta santa casa para cumplir un voto.
En aquel momento se acercaba la Niña Chole, y la monja, mirándola
complacida, murmuró:
--¿La Señora mi Marquesa también?
La Niña Chole cambió conmigo una mirada burlona que me pareció de
alegres desposorios. Los dos respondimos á un tiempo:
--También, hermana, también.
--Pues ahora mismo prevengo á la Madre Abadesa. Tendrá mucho contento
cuando sepa que han llegado personas de tanto linaje: Ella también es
muy española.
Y la hermana donada, haciendo una profunda reverencia, se alejó moviendo
leve rumor de hábitos y de sandalias. Tras ella salieron los criados,
y la Niña Chole quedó sola conmigo. Yo besé su mano, y ella, con una
sonrisa de extraña crueldad, murmuró:
--¡Téngase por muerto si llega á saber algo de esta burla el general
Diego Bermúdez!
La Niña Chole llegó ante el altar, y cubriéndose la cabeza con el
rebocillo se arrodilló. Sus siervos, agrupados en la puerta de la
hospedería, la imitaron, santiguándose en medio de un piadoso murmullo.
La Niña Chole alzó la voz, rezando en acción de gracias por nuestra
venturosa jornada. Los siervos respondían á coro. Yo, como caballero
santiaguista, recé mis oraciones dispensado de arrodillarme por el fuero
que tenemos de canónigos agustinos.
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ENTRARON primero dos legas, que traían una gran bandeja
de plata cargada de refrescos y confituras, y luego entró la Madre
Abadesa, flotante el blanco hábito, que ostentaba la roja cruz de
Santiago. Detúvose en la puerta, y con leve sonrisa, al par amable y
soberana, saludó en latín:
--¡Deo gratias!
Nosotros respondimos en romance:
--¡Á Dios sean dadas!
La Madre Abadesa tenía hermoso aspecto de infanzona: Era blanca y rubia,
de buen donaire y de gran cortesanía. Sus palabras de bienvenida fueron
éstas:
--Yo también soy española, nacida en Viana del Prior. Cuando niña, he
conocido á un caballero muy anciano que llevaba el título de Marqués de
Bradomín. ¡Era un santo!
Yo repuse sin orgullo:
--Además de un santo, era mi abuelo.
La Madre Abadesa sonrió benévola, y después suspiró:
--¿Habrá muerto hace muchos años?
--¡Muchos!
--Dios le tenga en Gloria. Le recuerdo muy bien. Tenía corrido mucho
mundo, y hasta creo que había estado aquí, en México.
--Aquí hizo la guerra cuando la sublevación del cura Hidalgo.
--¡Es verdad!... ¡Es verdad! Aunque muy niña, me acuerdo de haberle oído
contar... Era gran amigo de mi casa. Yo pertenezco á los Andrade de Cela.
--¡Los Andrades de Cela! ¡Un antiguo mayorazgo!
--Desapareció á la muerte de mi padre. ¡Qué destino el de las nobles
casas, y qué tiempos tan ingratos los nuestros! En todas partes
gobiernan los enemigos de la religión y de las tradiciones, aquí lo
mismo que en España.
La Madre Abadesa suspiró levantando los ojos y cruzando las manos:
Así terminó su plática conmigo. Después acercóse á la Niña Chole con
la sonrisa amable y soberana de una hija de reyes retirada á la vida
contemplativa:
--¿Sin duda la Marquesa es mexicana?
La Niña Chole inclinó los ojos poniéndose encendida:
--Sí, Madre Abadesa.
--¿Pero de origen español?
--Sí, Madre Abadesa.
Como la Niña Chole vacilaba al responder, y sus mejillas se teñían de
rosa, yo intervine ayudándola galante. En honor suyo inventé toda una
leyenda de amor, caballeresca y romántica, como aquellas que entonces
se escribían. La Madre Abadesa conmovióse tanto, que durante mi relato
vi temblar en sus pestañas dos lágrimas grandes y cristalinas. Yo, de
tiempo en tiempo, miraba á la Niña Chole y esperaba cambiar con ella una
sonrisa, pero mis ojos nunca hallaban los suyos. Escuchaba inmóvil, con
rara ansiedad. Yo mismo me maravillaba al ver cómo fluía de mis labios
aquel enredo de comedia antigua. Estuve tan inspirado, que de pronto
la Niña Chole sepultó el rostro entre las manos, sollozando con amargo
duelo. La Madre Abadesa, muy conmovida, le oreó la frente dándole aire
con el santo escapulario de su hábito, mientras yo, á viva fuerza le
tenía sujetas las manos. Poco á poco tranquilizóse, y la Madre Abadesa
nos llevó al jardín, para que respirando la brisa nocturna, acabase de
serenarse la Marquesa. Allí nos dejó solos, porque tenía que asistir al
coro para rezar los maitines.
El jardín estaba amurallado como una ciudadela. Era vasto y sombrío,
lleno de susurros y de aromas. Los árboles de las avenidas juntaban tan
estrechamente sus ramas, que sólo con grandes espacios veíamos algunos
follajes argentados por la luna. Caminamos en silencio. La Marquesa
suspirante, yo pensativo, sin acertar á consolarla. Entre los árboles
divisamos un paraje raso con oscuros arrayanes bordeados por blancas y
tortuosas sendas: La luna derramaba sobre ellas su luz lejana é ideal
como un milagro. La Marquesa se detuvo. Dos legas estaban sentadas al
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