Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín - 1

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[imagen no disponible: COSTE DIECISEIS-REALES DE VELLON]
PERLADO, PAEZ Y COMPAÑÍA, EDITORES.--MADRID


OPERA OMNIA
SONATA DE ESTIO
MEMORIAS DEL MARQVES DE BRADOMIN
VOL VI


SONATA DE ESTIO
MEMORIAS DEL MARQVES DE BRADOMIN
LAS PVBLICA DON RAMON DEL VALLE-INCLAN
OPERA OMNIA
VOL VI
[imagen no disponible]


MEMORIAS
DEL
MARQVÉS DE BRADOMIN


QUERÍA OLVIDAR unos amores desgraciados, y pensé
recorrer el mundo en romántica peregrinacion. ¡Aún suspiro al
recordarlo! Aquella mujer tiene en la historia de mi vida un recuerdo
galante, cruel y glorioso, como lo tienen en la historia de los pueblos
Thais la de Grecia, y Ninon la de Francia, esas dos cortesanas menos
bellas que su destino. ¡Acaso el único destino que merece ser envidiado!
Yo hubiérale tenido igual, y quizá más grande, de haber nacido mujer:
Entonces lograría lo que jamás pude lograr. Á las mujeres para ser
felices les basta con no tener escrúpulos, y probablemente, no los
hubiera tenido esa quimérica Marquesa de Bradomín. Dios mediante, haría
como las gentiles marquesas de mi tiempo que ahora se confiesan todos
los viernes, después de haber pecado todos los días. Por cierto que
algunas se han arrepentido todavía bellas y tentadoras, olvidando que
basta un punto de contrición al sentir cercana la vejez.
Por aquellos días de peregrinación sentimental era yo joven y algo
poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza. Creía
de buena fe en muchas cosas que ahora pongo en duda, y libre de
escepticismos, dábame buena prisa á gozar de la existencia. Aunque
no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz, con esa felicidad
indefinible que da el poder amar á todas las mujeres. Sin ser un
donjuanista, he vivido una juventud amorosa y apasionada, pero de amor
juvenil y bullente, de pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos
de la generación nueva no los he sentido jamás, Todavía hoy, después de
haber pecado tanto, tengo las mañanas triunfantes, y no puedo menos de
sonreir recordando que hubo una época lejana donde lloré por muerto á mi
corazón: Muerto de celos, de rabia y de amor.
Decidido á correr tierras, al principio dudé sin saber á dónde dirigir
mis pasos: Después, dejándome llevar de un impulso romántico, fuí á
México. Yo sentía levantarse en mi alma, como un canto homérico, la
tradición aventurera de todo mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo
de Sandoval, había fundado en aquellas tierras el Reino de la Nueva
Galicia, otro había sido Inquisidor General, y todavía el Marqués de
Bradomín conservaba allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre
legajos de un pleito. Sin meditarlo más, resolví atravesar los mares. Me
atraía la leyenda mexicana con sus viejas dinastías y sus dioses crueles.
Embarqué en Londres, donde vivía emigrado desde la traición de Vergara,
é hice el viaje á vela en aquella fragata «La Dalila» que después
naufragó en las costas de Yucatán. Como un aventurero de otros tiempos,
iba á perderme en la vastedad del viejo Imperio Azteca, imperio de
historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus
reyes, entre restos ciclópeos que hablan de civilizaciones, de cultos,
de razas que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto
Oriente.
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AUN CUANDO toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza,
como yo iba herido de mal de amores, apenas salía de mi camarote ni
hablaba con nadie. Cierto que viajaba para olvidar, pero hallaba tan
novelescas mis cuitas, que no me resolvía á ponerlas en olvido. En
todo me ayudaba aquello de ser inglesa la fragata y componerse el
pasaje de herejes y mercaderes. ¡Ojos perjuros y barbas de azafrán!
La raza sajona es la más despreciable de la tierra. Yo contemplando
sus pugilatos grotescos y pueriles sobre la cubierta de la fragata, he
sentido un nuevo matiz de la vergüenza: La vergüenza zoológica.
¡Cuán diferente había sido mi primer viaje á bordo de un navío genovés,
que conducía viajeros de todas las partes del mundo! Recuerdo que al
tercer día ya tuteaba á un príncipe napolitano, y no hubo entonces
damisela mareada á cuya pálida y despeinada frente no sirviese mi mano
de reclinatorio. Érame divertido entrar en los corros que se formaban
sobre cubierta á la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear
el italiano con los mercaderes griegos de rojo fez y fino bigote negro,
y allá encender el cigarro en la pipa de los misioneros armenios. Había
gente de toda laya: Tahures que parecían diplomáticos, cantantes
con los dedos cubiertos de sortijas, abates barbilindos que dejaban
un rastro de almizcle, y generales americanos, y toreros españoles,
y judíos rusos, y grandes señores ingleses. Una farándula exótica y
pintoresca que con su algarabía causaba vértigo y mareo. Era por los
mares de Oriente, con rumbo á Jafa. Yo iba como peregrino á Tierra Santa.
El amanecer de las selvas tropicales, cuando sus macacos aulladores
y sus verdes bandadas de guacamayos saludan al sol, me ha recordado
muchas veces los tres puentes del navío genovés, con su feria babélica
de tipos, de trajes y de lenguas, pero más, mucho más me lo recordaron
las horas untadas de opio que constituían la vida á bordo de «La
Dalila». Por todas partes asomaban rostros pecosos y bermejos, cabellos
azafranados y ojos perjuros. Herejes y mercaderes en el puente, herejes
y mercaderes en la cámara. ¡Cualquiera tendría para desesperarse! Yo,
sin embargo, lo llevaba con paciencia. Mi corazón estaba muerto, tan
muerto, que no digo la trompeta del Juicio, ni siquiera unas castañuelas
le resucitarían. Desde que el cuitado diera las boqueadas, yo parecía
otro hombre: Habíame vestido de luto, y en presencia de las mujeres, á
poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre de poeta
sepulturero y doliente. En la soledad del camarote edificaba mi espíritu
con largas reflexiones, considerando cuán pocos hombres tienen la suerte
de llorar una infidelidad que hubiera cantado el divino Petrarca.
Por no ver aquella taifa luterana, apenas asomaba sobre cubierta.
Solamente cuando el sol declinaba iba á sentarme en la popa, y allí,
libre de importunos, pasábame las horas viendo borrarse la estela de
la fragata. El mar de las Antillas, con su trémulo seno de esmeralda
donde penetraba la vista, me atraía, me fascinaba, como fascinan los
ojos verdes y traicioneros de las hadas que habitan palacios de cristal
en el fondo de los lagos. Pensaba siempre en mi primer viaje. Allá,
muy lejos, en la lontananza azul donde se disipan las horas felices,
percibía como en esbozo fantástico las viejas placenterías. El lamento
informe y sinfónico de las olas despertaba en mí un mundo de recuerdos:
Perfiles desvanecidos, ecos de risas, murmullo de lenguas extranjeras,
y los aplausos y el aleteo de los abanicos mezclándose á las notas
de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba Lilí. Era una
resurrección de sensaciones, una esfumación deliciosa del pasado, algo
etéreo, brillante, cubierto de polvo de oro, como esas reminiscencias
que los sueños nos dan á veces de la vida.


Nuestra primera escala en aguas de México, fué San Juan
de Tuxtlan. Recuerdo que era media mañana cuando bajo un sol abrasador
que resecaba las maderas y derretía la brea, dimos fondo en aquellas
aguas de bruñida plata. Los barqueros indios, verdosos como antiguos
bronces, asaltan la fragata por ambos costados, y del fondo de sus
canoas sacan exóticas mercancías: Cocos esculpidos, abanicos de palma y
bastones de carey, que muestran sonriendo como mendigos á los pasajeros
que se apoyan sobre la borda. Cuando levanto los ojos hasta los peñascos
de la ribera, que asoman la tostada cabeza entre las olas, distingo
grupos de muchachos desnudos que se arrojan desde ellos y nadan grandes
distancias, hablándose á medida que se separan y lanzando gritos.
Algunos descansan sentados en las rocas, con los pies en el agua: Otros
se encaraman para secarse al sol, que los ilumina de soslayo, gráciles y
desnudos, como figuras de un friso del Parthenón.
Por huir del enojo que me causaba la vida á bordo, decidíme á
desembarcar. No olvidaré nunca las tres horas mortales que duró el
pasaje desde la fragata á la playa. Aletargado por el calor, voy todo
este tiempo echado en el fondo de la canoa de un negro africano que
mueve los remos con lentitud desesperante. Á través de los párpados
entornados veía erguirse y doblarse sobre mí, guardando el mareante
compás de la bogada, aquella figura de carbón, que unas veces me
sonríe con sus abultados labios de gigante, y otras silba esos aires
cargados de religioso sopor, una música compuesta solamente de tres
notas tristes, con que los magnetizadores de algunas tribus salvajes
adormecen á las grandes culebras. Así debía ser el viaje infernal de los
antiguos en la barca de Carón: Sol abrasador, horizontes blanquecinos y
calcinados, mar en calma sin brisas ni murmullos, y en el aire todo el
calor de las fraguas de Vulcano.
Cuando arribamos á la playa, se levantaba una fresca ventolina, y el
mar, que momentos antes semejaba de plomo, empezaba á rizarse. «La
Dalila» no tardaría en levar anclas para aprovechar el viento que
llegaba tras largos días de calma. Solamente me quedaban algunas horas
para recorrer aquel villaje indio. De mi paseo por las calles arenosas
de San Juan de Tuxtlan conservo una impresión somnolente y confusa,
parecida á la que deja un libro de grabados hojeado perezosamente
en la hamaca durante el bochorno de la siesta. Hasta me parece que
cerrando los ojos, el recuerdo se aviva y cobra relieve. Vuelvo á
sentir la angustia de la sed y el polvo: Atiendo el despacioso ir y
venir de aquellos indios ensabanados como fantasmas, oigo la voz melosa
de aquellas criollas ataviadas con graciosa ingenuidad de estatuas
clásicas, el cabello suelto, los hombros desnudos, velados apenas por
rebocillo de transparente seda.
Aun á riesgo de que la fragata se hiciese al mar, busqué un caballo y
me aventuré hasta las ruinas de Tequil. Un indio adolescente me sirvió
de guía. El calor era insoportable. Casi siempre al galope, recorrí
extensas llanuras de Tierra Caliente, plantíos que no acaban nunca,
de henequen y caña dulce. En la línea del horizonte se perfilaban
las colinas de configuración volcánica revestidas de maleza espesa y
verdinegra. En la llanura los chaparros tendían sus ramas, formando una
á modo de sombrilla gigantesca, y sentados en rueda, algunos indios
devoraban la miserable ración de tamales.
Nosotros seguíamos una senda roja y polvorienta. El guía, casi desnudo,
corría delante de mi caballo. Sin hacer alto una sola vez, llegamos
á Tequil. En aquellas ruinas de palacios, de pirámides y de templos
gigantes, donde crecen polvorientos sicomoros y anidan verdes reptiles,
he visto por vez primera una singular mujer, á quien sus criados indios,
casi estoy por decir sus siervos, llamaban dulcemente la Niña Chole.
Me pareció la Salambó de aquellos palacios. Venía de camino hacia San
Juan de Tuxtlan y descansaba á la sombra de una pirámide, entre el
cortejo de sus servidores. Era una belleza bronceada, exótica, con esa
gracia extraña y ondulante de las razas nómadas, una figura hierática y
serpentina, cuya contemplación evocaba el recuerdo de aquellas princesas
hijas del sol, que en los poemas indios resplandecen con el doble
encanto sacerdotal y voluptuoso. Vestía como las criollas yucatecas,
albo hipil recamado con sedas de colores, vestidura indígena semejante á
una tunicela antigua, y zagalejo andaluz, que en aquellas tierras ayer
españolas, llaman todavía con el castizo y jacaresco nombre de fustán.
El negro cabello caíale suelto, el hipil jugaba sobre el clásico seno.
Por desgracia, yo solamente podía verla el rostro aquellas raras veces
que hacia mí lo tornaba, y la Niña Chole tenía esas bellas actitudes
de ídolo, esa quietud estática y sagrada de la raza maya, raza tan
antigua, tan noble, tan misteriosa, que parece haber emigrado del fondo
de la Asiria. Pero á cambio del rostro, desquitábame en aquello que no
alcanzaba á velar el rebocillo, admirando como se merecía la tornátil
morbidez de los hombros y el contorno del cuello. ¡Válgame Dios! Me
parecía que de aquel cuerpo bruñido por el ardiente sol de México se
exhalaban lánguidos efluvios, y que yo los aspiraba, los bebía, que me
embriagaba con ellos...
Un criado indio trae del diestro el palafrén de aquella Salambó, que
le habla en su vieja lengua y cabalga sonriendo. Entonces, al verla de
frente, el corazón me dió un vuelco. Tenía la misma sonrisa de Lilí.
¡Aquella Lilí, no sé si amada, si aborrecida!


DESCANSÉ en un bohío levantado en medio de las ruinas, y
adormecí en la hamaca colgada de un cedro gigantesco que daba sombra á
la puerta. El campo se hundía lentamente en el silencio amoroso y lleno
de suspiros de un atardecer ardiente. La brisa aromada y fecunda de los
crepúsculos tropicales oreaba mi frente. La campiña toda se estremecía
cual si acercarse sintiese la hora de sus nupcias, y exhalaba de sus
entrañas vírgenes un vaho caliente de negra enamorada, potente y deseosa.
Adormecido por el ajetreo, el calor y el polvo, soñé como un árabe que
imaginase haber traspasado los umbrales del Paraíso. ¿Necesitaré decir
que las siete huríes con que me regaló el Profeta eran siete criollas
vestidas de fustán é hipil, y que todas tenían la sonrisa de Lilí y el
mirar de la Niña Chole? Verdaderamente, aquella Salambó de los palacios
de Tequil empezaba á preocuparme demasiado. Lo advertí con terror,
porque estaba seguro de concluir enamorándome locamente de sus lindos
ojos si tenía la desgracia de volver á verlos. Afortunadamente, las
mujeres que así tan de súbito nos cautivan suelen no aparecerse más que
una vez en la vida. Pasan como sombras, envueltas en el misterio de un
crepúsculo ideal. Si volviesen á pasar, quizá desvaneceríase el encanto.
¡Y á qué volver, si una mirada suya basta á comunicarnos todas las
secretas melancolías del amor!
¡Oh románticos devaneos, pobres hijos del ideal, nacidos durante algunas
horas de viaje! ¿Quién llegó á viejo y no ha sentido estremecerse
el corazón bajo la caricia de vuestra ala blanca? ¡Yo guardo en el
alma tantos de estos amores! Aun hoy, con la cabeza llena de canas,
viejo prematuro, no puedo recordar sin melancolía un rostro de mujer,
entrevisto cierta madrugada entre Urbino y Roma, cuando yo estaba en
la Guardia Noble de Su Santidad: Es una figura de ensueño pálida y
suspirante, que flota en lo pasado y esparce sobre todos mis recuerdos
juveniles el perfume ideal de esas flores secas que entre cartas y
rizos, guardan los enamorados, y en el fondo de algún cofrecillo parecen
exhalar el cándido secreto de los primeros amores.
Los ojos de la Niña Chole habían removido en mi alma tan lejanas
memorias, tenues como fantasmas, blancas como bañadas por luz de luna.
Aquella sonrisa, evocadora de la sonrisa de Lilí, había encendido en
mi sangre tumultuosos deseos y en mi espíritu ansia vaga de amor.
Rejuvenecido y feliz, con cierta felicidad melancólica, suspiraba por
los amores ya vividos, al mismo tiempo que me embriagaba con el perfume
de aquellas rosas abrileñas que tornaban á engalanar el viejo tronco. El
corazón, tanto tiempo muerto, sentía con la ola de savia juvenil que lo
inundaba nuevamente, la nostalgia de viejas sensaciones: Sumergíase en
la niebla del pasado y saboreaba el placer de los recuerdos, ese placer
de moribundo que amó mucho y en formas muy diversas. ¡Ay, era delicioso
aquel estremecimiento que la imaginación excitada comunicaba á los
nervios!...
Y en tanto, la noche detendía por la gran llanura su sombra llena de
promesas apasionadas, y los pájaros de largas alas volaban de las
ruinas. Di algunos pasos, y con voces que repitió el eco milenario de
aquellos palacios, llamé al indio que me servía de guía. Con el overo
ya embridado asomó tras un ídolo gigantesco esculpido en piedra roja.
Cabalgué y partimos. El horizonte relampagueaba. Un vago olor marino,
olor de algas y brea, mezclábase por veces al mareante de la campiña,
y allá, muy lejos, en el fondo oscuro del Oriente, se divisaba el
resplandor rojizo de la selva que ardía. La naturaleza, lujuriosa y
salvaje, aún palpitante del calor de la tarde, semejaba dormir el sueño
profundo y jadeante de una fiera fecundada. En aquellas tinieblas
pobladas de susurros nupciales y de moscas de luz que danzan entre las
altas yerbas, raudas y quiméricas, me parecía respirar una esencia
suave, deliciosa, divina: La esencia que la madurez del Estío vierte en
el cáliz de las flores y en los corazones.


YA METIDA LA NOCHE llegamos á San Juan de Tuxtlan.
Descabalgué y arrojando al guía las riendas del caballo, por una calle
solitaria bajé solo á la playa. Al darme en el rostro la brisa del mar,
avizoréme pensando si la fragata habría zarpado. En estas dudas iba,
cuando percibo á mi espalda blando rumor de pisadas descalzas. Un indio
ensabanado se me acerca:
--¿No tiene mi amito cosita que me ordenar?
Nada, nada...
El indio hace señal de alejarse:
--¿Ni precisa que le guíe, niño?
--No preciso nada.
Sombrío y musitando, embózase mejor en la sábana que le sirve de clámide
y se va. Yo sigo adelante camino de la playa. De pronto la voz mansa
y humilde del indio llega nuevamente á mi oído. Vuelvo la cabeza y
le descubro á pocos pasos. Venía á la carrera y cantaba los gozos de
Nuestra Señora de Guadalupe. Me dió alcance y murmuró emparejándose:
--De verdad, niño, si se pierde no sabrá salir de los médanos...
El hombre empieza á cansarme, y me resuelvo á no contestarle. Esto, sin
duda, le anima, porque sigue acosándome buen rato de camino. Calla un
momento y luego, en tono misterioso, añade:
--¿No quiere que le lleve junto á una chinita, mi jefe?... Una tapatia
de quince años que vive aquí merito. Andele, niño, verá bailar el
jarabe. Todavía no hace un mes que la perdió el amo del ranchito de
Huaxila: Niño Nacho, no sabe?
De pronto se interrumpe, y con un salto de salvaje plántaseme delante
en ánimo y actitud de cerrarme el paso: Encorvado, el sombrero en una
mano á guisa de broquel, la otra echada fieramente atrás, armada de una
faca ancha y reluciente. Confieso que me sobrecogí. El paraje era á
propósito para tal linaje de asechanzas: Médanos pantanosos cercados de
negros charcos donde se reflejaba la luna, y allá lejos una barraca de
siniestro aspecto, con los resquicios iluminados por la luz de dentro.
Quizá me dejo robar entonces si llega á ser menos cortés el ladrón y me
habla torvo y amenazante, jurando arrancarme las entrañas y prometiendo
beberse toda mi sangre. Pero en vez de la intimación breve é imperiosa
que esperaba, le escucho murmurar con su eterna voz de esclavo:
--No se llegue, mi amito, que puede clavarse...
Oirle y recobrarme fué obra de un instante. El indio ya se recogía, como
un gato montés, dispuesto á saltar sobre mí. Parecióme sentir en la
medula el frío del acero: Tuve horror á morir apuñalado, y de pronto me
sentí fuerte y valeroso. Con ligero estremecimiento en la voz, grité al
truhán adelantando un paso, apercibido á resistirle:
--¡Andando ó te dejo seco!
El indio no se movió. Su voz de siervo parecióme llena de ironía:
--¡No se arrugue, valedor!... Si quiere pasar, ahí merito, sobre esa
piedra, arríe la plata. Andele, luego, luego.
Otra vez volví á tener miedo de aquella faca reluciente. Sin embargo,
murmuré resuelto:
--¡Ahora vamos á verlo, bandido!
No llevaba armas, pero en las ruinas de Tequil á un indio que vendía
pieles de jaguar, había tenido el capricho de comprarle su bordón que
me encantó por la rareza de las labores. Aún lo conservo: Parece el
cetro de un rey negro, tan oriental, y al mismo tiempo tan ingenua y
primitiva, es la fantasía con que está labrado. Me afirmé los quevedos,
requerí el palo, y con gentil compás de pies, como diría un bravo de ha
dos siglos, adelanté hacia el ladrón, que dió un paso procurando herirme
de soslayo. Por ventura mía, la luna dábale de lleno y advertí el ataque
en sazón de evitarlo. Recuerdo confusamente que intenté un desarme con
amago á la cabeza y golpe al brazo, y que el indio lo evitó jugándome la
luz con destreza de salvaje. Después no sé. Sólo conservo una impresión
angustiosa como de pesadilla. El médano iluminado por la luna; la arena
negra y movediza donde se entierran los pies; el brazo que se cansa;
la vista que se turba; el indio que desaparece, vuelve, me acosa, se
encorva y salta con furia fantástica de gato embrujado; y cuando el
palo va á desprenderse de mi mano, un bulto que huye y el brillo de la
faca que pasa sobre mi cabeza y queda temblando como víbora de plata
clavada en el árbol negro y retorcido de una cruz hecha de dos troncos
chamuscados... Quedéme un momento azorado y sin darme cuenta cabal del
suceso. Como á través de niebla muy espesa, vi abrirse sigilosamente
la puerta de la barraca y salir dos hombres á catear la playa. Recelé
algún encuentro como el pasado y tomé á buen paso camino del mar. Llegué
á punto que largaba un bote de la fragata, donde iba el segundo de á
bordo. Gritéle, y mandó virar para recogerme.


LLEGADO que fuí á la fragata, recogíme á mi camarote, y
como estuviese muy fatigado, me acosté en seguida. Cátate que no bien
apago la luz empiezan á removerse las víboras mal dormidas del deseo
que desde todo el día llevaba enroscadas al corazón, apercibidas á
morderle. Al mismo tiempo sentíame invadido por una gran melancolía,
llena de confusión y de misterio. La melancolía del sexo, germen de
la gran tristeza humana. El recuerdo de la Niña Chole perseguíame
con mariposeo ingrávido y terco. Su belleza índica, y aquel encanto
sacerdotal, aquella gracia serpentina, y el mirar sibilino, y las
caderas ondulosas, la sonrisa inquietante, los pies de niña, los hombros
desnudos, todo cuanto la mente adivinaba, cuanto los ojos vieran,
todo, todo era hoguera voraz en que mi carne ardía. Me figuraba que
las formas juveniles y gloriosas de aquella Venus de bronce florecían
entre céfiros, y que veladas primero se entreabrían turgentes, frescas,
lujuriosas, fragantes como rosas de Alejandría en los jardines de Tierra
Caliente. Y era tal el poder sugestivo del recuerdo, que en algunos
momentos creí respirar el perfume voluptuoso que al andar esparcía su
falda, con ondulaciones suaves.
Poco á poco cerróme los ojos la fatiga, y el arrullo monótono y regular
del agua acabó de sumirme en un sueño amoroso, febril é inquieto,
representación y símbolo de mi vida. Despertéme al amanecer con los
nervios vibrantes, cual si hubiese pasado la noche en un invernadero,
entre plantas exóticas, de aromas raros, afroditas y penetrantes. Sobre
mi cabeza sonaban voces confusas y blando pataleo de pies descalzos,
todo ello acompañado de mucho chapoteo y trajín. Empezaba la faena del
baldeo. Me levanté y subí al puente. Heme ya respirando la ventolina que
huele á brea y algas. En aquella hora el calor es deleitante. Percíbense
en el aire estremecimientos voluptuosos: El horizonte ríe bajo un
hermoso sol.
Envuelto en el rosado vapor que la claridad del alba extendía sobre
el mar azul, adelantaba un esquife. Era tan esbelto, ligero y blanco,
que la clásica comparación con la gaviota y con el cisne veníale de
perlas. En las bancas traía hasta seis remeros. Bajo un palio de lona,
levantado á popa, se guarecía del sol una figura vestida de blanco.
Cuando el esquife tocó la escalera de la fragata ya estaba yo allí, en
confusa espera de no sé qué gran ventura. Una mujer viene sentada al
timón. El toldo solamente me deja ver el borde de la falda y los pies
de reina calzados con chapines de raso blanco, pero mi alma la adivina.
¡Es ella, la Salambó de los palacios de Tequil!... Sí, era ella, más
gentil que nunca, velada apenas en el rebocillo de seda. Hela en pie
sobre la banca, apoyada en los hercúleos hombros de un marinero negro.
El labio abultado y rojo de la criolla sonríe con la gracia inquietante
de una egipcia, de una turania. Sus ojos, envueltos en la sombra de las
pestañas, tienen algo de misterioso, de quimérico y lejano, algo que
hace recordar las antiguas y nobles razas que en remotas edades fundaron
grandes imperios en los países del sol... El esquife cabecea al costado
de la fragata. La criolla, entre asustada y divertida, se agarra á los
crespos cabellos del gigante, que impensadamente la toma al vuelo y se
lanza con ella á la escala. Los dos ríen envueltos en un salsero que
les moja la cara. Ya sobre cubierta, el coloso negro la deja sola y se
aparta secreteando con el contramaestre.
Yo gano la cámara por donde necesariamente han de pasar. Nunca el
corazón me ha latido con más violencia. Recuerdo perfectamente que
estaba desierta y un poco oscura. Las luces del amanecer cabrilleaban en
los cristales. Pasa un momento. Oigo voces y gorjeos: Un rayo de sol más
juguetón, más vivo, más alegre, ilumina la cámara, y en el fondo de los
espejos se refleja la imagen de la Niña Chole.


FUÉ AQUÉL uno de esos largos días de mar encalmados
y bochornosos que navegando á vela no tienen fin. Sólo de tiempo en
tiempo alguna ráfaga cálida pasaba entre las jarcias y hacía flamear el
velamen. Yo andaba avizorado y errabundo, con la esperanza de que la
Niña Chole se dejase ver sobre cubierta algún momento. Vana esperanza.
La Niña Chole permaneció retirada en su camarote, y acaso por esto las
horas me parecieron, como nunca, llenas de tedio. Desengañado de aquella
sonrisa que yo había visto y amado en otros labios, fuí á sentarme en la
popa.
Sobre el dormido cristal de esmeralda, la fragata dejaba una estela de
bullentes rizos. Sin saber cómo resurgió en mi memoria cierta canción
americana que Nieves Agar, la amiga querida de mi madre, me enseñaba
hace muchos años, allá en tiempos cuando yo era rubio como un tesoro
y solía dormirme en el regazo de las señoras que iban de tertulia al
Palacio de Bradomín. Esta afición á dormir en un regazo femenino la
conservo todavía. ¡Pobre Nieves Agar, cuántas veces me has mecido en tus
rodillas al compás de aquel danzón que cuenta la historia de una criolla
más bella que Atala, dormida en hamaca de seda, á la sombra de los
cocoteros! ¡Tal vez la historia de otra Niña Chole!
Ensoñador y melancólico permanecí toda la tarde sentado á la sombra del
foque, que caía lacio sobre mi cabeza. Solamente al declinar el sol se
levantó una ventolina, y la fragata, con todo su velamen desplegado,
pudo doblar la Isla de Sacrificios y dar fondo en aguas de Veracruz.
Cautiva el alma de religiosa emoción, contemplé la abrasada playa
donde desembarcaron antes que pueblo alguno de la vieja Europa, los
aventureros españoles, hijos de Alarico el bárbaro y de Tarik el moro.
Vi la ciudad que fundaron, y á la que dieron abolengo de valentía,
espejarse en el mar quieto y de plomo como si mirase fascinada la ruta
que trajeron los hombres blancos: Á un lado, sobre desierto islote
de granito, baña sus pies en las olas el Castillo de Ulúa, sombra
romántica que evoca un pasado feudal que allí no hubo, y á lo lejos la
cordillera del Orizaba, blanca como la cabeza de un abuelo, dibújase
con indecisión fantástica sobre un cielo clásico, de límpido y profundo
azul. Recordé lecturas casi olvidadas que, niño aún, me habían hecho
soñar con aquella tierra hija del sol: Narraciones medio históricas,
medio novelescas, en que siempre se dibujaban hombres de tez cobriza,
tristes y silenciosos, como cumple á los héroes vencidos, y selvas
vírgenes, pobladas de pájaros de brillante plumaje, y mujeres como
la Niña Chole, ardientes y morenas, símbolo de la pasión que dijo un
cuitado poeta de estos tiempos.
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