Ruecas de Marfil (Novelas) - 8

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hay un arcano, un enigma bajo el amor y el dolor de toda mujer...


VIII
EL AIRE

Hay en Santander un gran aviador, famoso en España, y muchos días
_Talín_ le ve pasar en su aeroplano, seguro por el alto celaje como por
un camino real.
Se queda absorta la muchacha contemplando aquel punto remoto, que,
abrasado de luz, parece un ave roja, una flámula viva y es alado bajel
desde el cual un hombre señorea las nubes por senderos de palomas,
hasta mirar de cerca al sol como las águilas.
Más despiertas que nunca sus ambiciones, _Talín_ quisiera volar
también, subir hacia Dios huyendo de sus pesares, quebrantando las
cadenas de su pobre vida.
Advierte ahora que su nido tiene la trágica hechura de un ataúd; la
sala se yergue sobre el tejado para que el muerto recline con holgura
la cabeza, y el resto de las habitaciones se agacha con el cadáver
hasta los pies. Ya no consigue borrar la tremenda obsesión, y se ahoga
en la estrechez del aposento que ha sido para ella generoso refugio.
Ceñida a la ventana, bajo las meditaciones más absurdas, vive con
la aguja en la mano y la mirada por el aire, trasoñando quimeras,
recordando su niñez libre y audaz, sus escapatorias al monte y al río,
a la copa de los árboles, a la espina de las cumbres: le parece que
ha sido pájaro o mariposa en una existencia anterior, y confunde su
infancia con otra vida que tuvo, no sabe cuándo.
La boda de Julia se aplaza hasta el otoño, y la señorita ya no sube
con tanta frecuencia a vigilar los primores de _Talín_, que duermen,
abandonados casi en absoluto.
El que sube es Rafael, siempre con disculpas que justifiquen sus
visitas, como si las considerase impropias. Un periódico, una revista,
un libro para que la enferma se distraiga, le sirven de pretexto cada
vez que lucha entre huir y aproximarse a la niña doliente, y acaba por
ceder a la más suave tentación.
A menudo encuentra a su amiga en la postura habitual junto a la
ventana, y nota que sus ojos vuelven del cielo cada día más tristes.
Entonces quiere darle ánimos y resistencia, abrirle horizontes de
esperanza, perspectivas de ilusión y de salud. La persuade, pensamiento
a pensamiento, con habilidad y cariño, como a una criatura inocente;
hasta que la sonrisa incrédula de _Talín_ se enciende en larvas de
pasión y retrocede el mozo con recelo, procurando llevar por otro
camino, más noble para él, aquellas confidencias que le encantan y le
mortifican.
Para lograrlo suele irse por las nubes en torno a sus aventuras de
aeronauta y enumera, también, las cosas finas y elegantes, sutiles como
para juguetes, que componen un aparato volador: alambres de acero,
vigas huecas, lo mismo que el tubo de un instrumento musical; maderas
caladas, cuerdas de piano, tela, celuloide, pintura, barniz...
--¿Nada más?--interroga maravillada la costurera.
--Sí; mucho más: nuestro pájaro de acero tiene costillas, alas, cola,
pulso, corazón...
--¿Como los de carne?
--Lo mismo. Y con mucha más fuerza, mucho más poder.
--¡Quisiera volar!--dice, con antojo vehemente y antiguo, la pobre
inválida.
Y el aviador, que la tutea como a una niña, promete:
--Cuando yo suba te llevaré conmigo.
--¿Va a subir usted?... ¿Aquí?... ¿Es de veras?
--Un día de estos. Vuestro campeón santanderino me presta su aparato.
--Pero ¿de verdad iré yo?
--¡Vaya!... y si tú quieres no volveremos.
--¡Ah... no volver!
--¿Te gustaría?
--¡Muchísimo!... El aire me encanta.
--Es el esposo de la Luna, el padre del Rocío, el dios del Bien... ¡Y
como tú eres también una diosa!...
--¡De la Tristeza!--interrumpe la niña con un mohín.
--¿No sabes que entre el Aire y la Noche engendraron todos los seres?
--Nada sabía.
--Hasta dicen que el alma es aire.
--¡Jesús!
--Pero, escucha: ¿dónde aterrizaremos?--pregunta insinuante el
aviador. Y se acerca a la muchacha que le oye con una sonrisa llena de
aturdimiento:
--¡Por qué no vamos a pasar la vida en las nubes!
--¡Si pudiera ser!--exclama ella con angustia. Se deja acariciar una
mano, luego la retira algo medrosa, muy conmovida, y para esconder sus
emociones, habla trémula:
--Diga usted, ¿es cierto que volando sobre el mar se ven en el fondo de
las aguas cosas muy bonitas?
Rafael siente en aquel instante una honda compasión por la indefensa
criatura; una lástima dulce y fraternal por aquella voz, empapada en
matices, que tiembla como las alas de un verso; por aquellos ojos
claros y puros, donde el amor no sabe guarecerse. Se queda mirando a
_Talín_ con una serenidad comunicativa y mansa, y responde:
--Sí; volando sobre los mares se descubren muchos de sus misterios.
Las algas, con los tallos fijos a las rocas, forman verdaderos bosques
submarinos que se distinguen muy bien desde la altura. Eso, aquí
mismo, en el Cantábrico. En otras aguas hay, además, flores rarísimas
y luminosas; lirios y estrellas de mar que alumbran; plantas que son a
un tiempo rosas y animales; peces con lentes o faros rojos y amarillos.
Los corales, con sus desprendimientos de caliza producen playas
de coral; otras veces el légano es blanco junto a los sangrientos
arrecifes. Y las avenidas fluviales arrojan al mar islas enteras que
se hunden en las fosas del abismo, y hay zonas cubiertas por algas de
púrpura y carmín, hay fondos de arena verde y rosa; de fango rubio y
azul; de arcilla gris...
--¡El mar!... ¡qué hermosura!--interrumpe la muchacha con transporte.
Se vuelve a mirarle dormido en la bahía, celando el secreto de sus
tesoros bajo una cándida apariencia de cristal.
--¿También te enamora?--murmura algo celoso el aviador.
--También.
--¿Tanto como el aire?
--El aire es más mío.
--¡Tuyo!...--suspira el mozo. Y se despide con una prisa brusca,
mientras se desangra el sol en el horizonte marino, y sobre el alero
del tejado se baña una paloma en el último fulgor de la tarde.


IX
LA SOMBRA

Guarda _Talín_ en el más regalado seno de su memoria la promesa de
Rafael, y a pesar de todos los disimulos, Clotilde vislumbra el rayo
de sol que atraviesa la frente de su hija desde la guarida de los
pensamientos y se asoma a los ojos en un rehilo de esperanza.
--¿Qué espera?--se pregunta la mujer llena de inquietud. Vigila en
silencio, y con su claro instinto de piedad, siente cómo la joven va
dejando el alma adormecida en una ilusión vacilante, y cómo aquella
ilusión se extingue de repente, y se nublan los ojos y los sueños de
la enamorada, en la más negra obscuridad.
Supone Clotilde, por seguros indicios, que el aviador se ocupa ya muy
poco de _Talín_, y ve llegar a Julia acelerada con una noticia.
--¿No sabe?--le dice a la costurera--. Rafael va a dirigir mañana un
aeroplano.
--¿Mañana?
--Sí; ¿se lo había dicho él?
--No le veo hace ya muchos días.
La voz y el semblante de la moza se demudan al responder, pero Julia
está muy ocupada en contemplar un hermoso camisón que viste el maniquí.
--Me gusta mucho--afirma--; como este quiero media docena--luego
continúa:--¡Ah!; pues no le extrañe que mi hermano no suba por aquí.
Está en el aeródromo la mayor parte del tiempo, en plena fiebre de
aviación y no habla más que de virajes, motores y cosas por el estilo.
--¿Le dió algún recado para mí?--trata de averiguar la niña triste,
asiéndose al último jirón de su fe.
--Ninguno--responde la señorita, y sigue diciendo:--Mamá ha pedido un
coche para que mañana vayamos al campo de aviación, que está por lo
visto, en un lugar precioso llamado las Albricias. ¿Usted suele ir?
--Nunca--balbuce un opaco acento que sólo a Clotilde impresiona.
--Pues yo aún temo que mamá no se decida. Rafael se empeña siempre
en que le veamos volar, y ella se resiste, con un miedo atroz. Ahora
parece que ha consentido... Conque ya sabe: como este camisón quiero
seis. Es un modelo muy elegante; aunque me gustaría el escote un poco
más alto... Ya hablaremos, ¿eh?
Y con la misma prisa que trajo se marcha la señorita del principal,
dejando en el pasillo y la escalera el menudo repique de sus tacones.
Clotilde prepara la mesa para comer, sin atreverse a hablar, temiendo
que sus palabras lastimen el sombrío retraimiento de la muchacha. Y
Ambrosio, que llega a las doce, pregunta con afán a su hija:
--Qué, ¿estás peor?
Ella mueve la cabeza negando, cada vez más pálida y silenciosa, y los
padres se abruman ante el misterioso mal que vuelve sobre _Talín_ con
una clandestina premeditación, sin saber por dónde, cuando ya no le
esperaban. Comen a disgusto, observando que la enferma hace esfuerzos
inútiles por no sazonar el alimento con sus lágrimas.
--¡Está hética!--se dicen, lo mismo que en Cintul. La miran como una
sombra que se desvanece, y el padre huye rebelándose contra el dolor de
la infeliz, que él solo quisiera padecer.
Es domingo, y las mujeres se quedan juntas y solas al pie de la ventana
por donde entran la descolorida luz de un cielo turbio, y una brisa
que tiene, hoy más que nunca, el amargo salitre de la mar. _Talín_
siente en los labios aquella penetrante acidez que no sabe si acude de
su propio corazón. Abre un libro sobre las rodillas, y en él pone los
ojos húmedos de pena, sin volver las hojas ni saber lo que dicen.
La madre cruza las manos encima de su delantal, inclina la frente, y
piensa en lo lejos que está de aquel espíritu que a su lado sufre y que
se le escapa, fugitivo siempre, cada día más distante y remoto. Acaso
jamás le tuvo cerca, ni cuando en la casita montés buscó el alma de la
niña con halagos y desvelos, hasta ofrecerse por esclava, sin reservas
ni condiciones.
Clotilde lamenta, de pronto, en esta hora, el fracaso de su
esterilidad; duda si para merecer el excelso nombre de madre basta un
amor hondo y fuerte como el suyo, o sería necesario haber concebido la
carne doliente de _Talín_, haber moldeado en las entrañas el corazón
de la criatura mortal. No comprende por qué la niña, que le tendió
los brazos en sus dolores físicos, llamándola madre, le hurta lo más
sagrado del sentimiento: el espiritual dolor... Quisiera consolarla,
medir su pena, saber el camino de su inquietud. Cuanto hay en ella
misma de ignorado, simpatiza con el misterio y se asoma a buscarle en
los ojos azules de _Talín_. Pero conoce que una sombra invencible le
celará siempre aquel abismo nublado por unas lágrimas que no acaban de
caer. Y retrocede pensando en la madre muerta, en la pobre tísica que
nadie nombra, que duerme olvidada en el campo silencioso de Cintul.
--¡Hace frío!--murmura la joven, de repente estremecida. Una ráfaga
de aire, aguda como un puñal, les sacude, mientras Clotilde cierra la
ventana: el mudo soplo deja sobre las frentes pensativas una agorera
alucinación.
Galopaban las nubes y comienza a llover, calladamente, con humilde
suavidad.
Se escapa el día por todos los caminos bajo la mansa huella de la
lluvia, y en la salita se rozan el murmullo de una oración y las alas
de un suspiro, hasta que la noche se apaga oscura en los cristales.
Entonces las dos mujeres atribuladas, creen percibir un aciago rumor,
frío como un chortal, abierto con infinita pesadumbre en el pálido
corazón de la sombra...


X
EL TRAMONTO

Nace la mañana tardía, con espeso embozo de nieblas, y _Talín_ la mira
crecer bajo la suprema inquietud del que aguarda el mayor goce de su
vida con la certeza de que es imposible que llegue.
Los padres se han ido a trabajar a la hora de costumbre, y la muchacha
tiene delante su labor y clava con tenacidad los ojos en el espacio
donde rueda turbia la luz.
--¡Volar, y volar con «él»!--se está diciendo. Por ver realizada esta
promesa inolvidable, moriría gozosa imaginando que dejaba un rastro
luminoso en las arenas del tiempo...
Los vellones de la niebla remontan las alturas y abren en las nubes
surcos de más viva claridad; se templan los hálitos del viento y la
mañana se embellece envuelta en su misma palidez.
El ala fresca de una mariposa roza en la ventana la mejilla de _Talín_,
y al solo contacto de este beso puro, siente la joven desbordarse toda
su tristeza y su pasión. Sobre el agua movible de los ojos azules pasan
las emociones fulgurantes, enloquecidas, empujadas unas encima de
las otras por la trémula mano del recuerdo, y la memoria es un ancho
camino por donde se deslizan las imágenes de aquella breve existencia,
desde los días de libertad y de salud hasta las horas obscuras de la
invalidez.
Esta vida que alboreó llena de ambiciones y de cantares, se resume
ahora en un ansioso atisbo del espacio y de la luz, bajo el yugo de
las muletas; siempre encendido el pensamiento a _la raita_ del sol, y
siempre la realidad cautiva al borde de una ventana que sirve de cárcel
y tortura. Si alguien viene a prometer la recompensa de un minuto de
felicidad, ha mentido aquella voz, y la promesa traidora se convierte
en un suplicio intolerable, en un nuevo y terrible desengaño.
De pronto suena el repique de un paso leve y conocido, y entra Julia,
como de costumbre, apresurada y risueña.
--¿Quiere usted venir conmigo a las Albricias? Mamá a última hora no se
atreve y no tengo quien me acompañe.
--¿Y Rafael?--murmura atónita la inválida.
--Está en el campo de aviación. Volará a eso de las once y son más de
las diez. El coche nos está esperando. ¿Se anima usted?
--¿Sin permiso de mis padres?
--Cuando lleguen a casa estaremos nosotras de vuelta y se alegrarán de
que usted haya dado un paseo.
--¡Voy!--decide _Talín_, y se apoya en los bastones para buscar un
vestido.
--Este encarnado--elige la señorita descolgando en la reducida percha
de la alcoba un trajecillo rojo.
La obrerita se le viste con precipitación, y a pesar de su aturdimiento
recuerda al toro gilvo que una tarde en el monte se enamoró ciegamente
de un vestido colorado.
Esta salida del hogar tiene hoy también, como aquel día funesto, un
aire clandestino, el travieso cariz de una escapatoria.
--¡Será la última!--piensa la joven con un suspiro que se extiende por
la sala como una despedida.
Desde la puerta vuelve los ojos _Talín_ a este nido que hace tiempo le
parece un sepulcro; le recorre todo con mirada indefinible, y bajo el
peso de una emoción singular, traza con mucha reverencia la señal de
la cruz...
El campo de las Albricias está cerca de la ciudad, tendido en la
llanura con anchos horizontes de huertas y jardines.
Cuando llegan a él las dos muchachas, un grupo de curiosos rodea el
aeroplano que fuera del _hangar_ se dispone a subir. Es un magnífico
«Moranne Saulnier» y tiene en el fuselaje el nombre como una
embarcación: se llama _San Ignacio III_. Parece un monstruoso gavilán;
bajo la nervadura de las alas el cuerpo trepida, impaciente por huir,
mientras los mecánicos le celan con exquisitas precauciones. Entre
ellos surge el aviador ya vestido para el viaje, bromeando con risueño
desdén. De pronto vuelve la cabeza atraído por una mancha roja que
oscila entre dos bastones, y se sorprende al reconocer a _Talín_.
--La he invitado a que me acompañe porque a mamá le entró
miedo--explica Julia.
--¡Usted «no se acordó»!--insinúa con amargo reproche la costurera.
--Sí, «me acordé»--afirma Rafael--; pero huía la responsabilidad de mi
convite... Huía de muchas cosas--añade con acento un poco estremecido.
--¡No es verdad!--prorrumpe obstinada la joven.
--¿No?... ¿Quieres probarlo? ¿Quieres subir?
--¡Quiero!--contesta, cálida y vibrante la voz, y arrastra el paso
tullido hacia la nave, con febril ansiedad.
Rafael manda que acerquen la escalera y la muchacha pugna en los
peldaños cuando el mismo aviador los sube en un instante y desde arriba
transporta a la viajera hasta su sitio, con bastones y todo. Ella
sonríe fascinada y la gente aplaude al darse cuenta del suceso.
--¿Pero, es de veras?--clama Julia con repentina zozobra--. ¿La vas a
llevar, Rafael?
--La llevo--asegura--. Se quita el abrigo y le ciñe al cuerpo glácil de
la bordadora.
--No me hace falta--dice la joven, que luce arreboladas las mejillas y
los ojos ardientes.
--Arriba tendrás frío.
El aviador ocupa su puesto y concluyen las maniobras de la partida,
mientras Julia refiere a su alrededor, con mucho interés, la historia
triste y pura de _Talín_.
Alguien ofrece a la viajera una mantilla, un velo para envolver el
peinado y cubrir el rostro contra el azote del aire a gran velocidad.
--No lo necesito; voy muy bien--responde--. Y mirando con orgullo al
cielo que se desarrolla sobre su frente.--¡Qué lástima que no haga
sol!--murmura.
--Buscaremos un boquete en las nubes para llegar a lo azul--dice el
piloto.
--¿Eso es posible?
--¡Ya lo creo!
--¡Dios mío!--balbuce en éxtasis la pobre inválida, que está en camino
de quebrarle al cielo su pálido cristal.
De pronto el _San Ignacio_ resbala sobre la pista y se yergue en el
viento que zumba.
--¡Adiós, adiós!--gritan, pegadas a la tierra, unas voces envidiosas.
--¡Ahora sí que soy un Talín--pronuncia, enajenada de gozo, la
niña de Cintul--. Siente que, al cabo, agita las alas temblorosas
y resplandecientes que siempre tuvo en el corazón, y poseída por
la inefable ráfaga de libertad, arroja de la nave las muletas, que
al caer se clavan en el campo, hincadas hacia la altura como dos
interrogaciones.


XI
LA LUZ

La tierra huye, tendida y anchurosa, bordada de surcos y de huertos con
apagados tonos de tapiz.
El aeroplano gira sobre la ciudad, y árboles, torres y edificios le
apuntan en momentánea persecución, al hundirse bajo el solemne vuelo.
Se dibuja un punto, el seno turgente de los montes; después todo el
paisaje se humilla, aplastado como un mapa, sin relieves ni contornos.
El viento ruge: hendido por las alas vertiginosas del aparato, se queja
a voces del intruso que le corta y le vence, y que grita, a su vez, con
acento poderoso.
En lo profundo del horizonte, el mar, dormido, calla el inmortal
secreto de su existencia, y sobre él se remonta el avión, reflejándose
en el quieto espinazo de las aguas. Al mirarle, esfumado entre la
bruma, diríase que un bergantín con las velas tendidas había echado a
volar.
El cabello rubio de _Talín_ flota destrenzado como los airones de la
neblina, y la muchacha, ebria de felicidad, se asoma a ver si bajo las
aguas traslúcidas descubre la belleza del Cantábrico algún bosque de
flores marineras, alguna playa de color de rosa. Nada distingue, porque
el aviador, que ha hecho un precioso «picado» sobre la bahía, deja de
pronto que la nave se encabrite, como brioso corcel, y la manda sobre
las nubes que en patrullas galopan hacia lo sumo del cielo: queda el
aparato mecido en un halo tembloroso de claridad; se rompe en seguida
todo el velo del celaje y aparece lo azul, inflamado de sol.
La viajera, en pleno tramonto, arrebatada a las humanas ligaduras
en aquel glorioso viaje, siente la vaga estupefacción de vivir, el
infinito roce de la eternidad. Rechaza el abrigo que la envuelve, y se
pone de pie, apoyándose con temerario impulso en el borde de la nave.
Sin saber lo que dice, grita, con los ojos ciegos de llantos y de
resplandores:
--¡Te quiero, Rafael, te quiero!
Su voz, transida de inquietudes, se deslíe en el aire que la sorbe y la
empapa con inmensa dulzura.
El piloto, a la vanguardia del aeroplano, va sumido en las múltiples
atenciones de su ciencia llena de arte y de riesgo, emuladora de la
divina virtud. Lleva detrás de sí a la pasajera; entre ambos, el
cristal del parabrisas, y ni la ve ni la oye, muy lejos de suponer
que en aquel instante la enamorada se dobla en el vacío, al peso de su
corazón.
El _San Ignacio_ pierde bajo el envés de las alas el surco de un
vestido rojo que tiembla como una lágrima de sangre, como una gota de
sol, y con los brazos abiertos en una entrega brusca, _Talín_ se hunde
en el mar, hasta el mismo légamo azul...
Vuelve el avión del cielo con firme serenidad; descubre las colinas
y los bosques, el caserío y los jardines, la alfombra entera de
Santander, aún descolorida por el nublado, y aterriza en un vuelo
insuperable, entre los aplausos del público y las muletas de la
inválida, semejantes a una interrogación.
Trae el viento el aroma húmedo de la lluvia primaveral: en la linde
remota de la pista, un álamo esbelto y fino, inclinándose a un lado y a
otro, parece un dedo que niega.
Sin detenerse, el _San Ignacio_ entra en el _hangar_ como un ave que
retorna al nido.
Allí Rafael quiere felicitar con orgullo a su compañera. Se levanta,
sonríe, da la vuelta con las manos tendidas y queda atónito delante
de un lugar vacío: ¡No vuelve _Talín_ del viaje que emprendió!... ¡El
canario montés ha volado con misterioso rumbo, más allá de las cimas
que remontan los pastores; al otro lado de las nieblas y los luceros!
Ya la gente se arremolina en torno a la máquina triunfante, y el
estupor se divulga ante la incertidumbre de que se haya quedado en el
cielo la niña de Cintul...
Acaban de rasgarse las nubes, y en la soledad majestuosa del espacio se
levanta, como en supremo altar de inmolaciones, la divina patena del
sol.
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