Ruecas de Marfil (Novelas) - 6

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sueño, y mira a su alrededor con aire de sonámbulo, mientras se le
esconden los pensamientos en lo más obscuro de la conciencia.
Pronto revive su corazón con profunda congoja, sumido bajo la recia
pesadumbre: este día que nace no trae con su luz más que la evidencia
del drama, el resplandor de la tragedia.
Ha querido el padre dar calor con su cuerpo a los hijos, y los guarda
a su lado inmóviles, mudos. Jesús descubre, ardiente, el ascua de los
ojos, lo único que parece vivir en él; Serafín tiene los párpados
caídos, y abierta la boca en una respiración cansada. Inclinándose a
contemplarlos siente el hombre deseos de llorar y morir, y oye sin
asombro cómo cruje el cobertizo al peso de la nieve: ¡sin duda va a
hundirse! Entonces, desde el trépido umbral otea los parajes helados
con las sendas perdidas y padece la vaga sensación de asomarse al mundo
del silencio, en contacto con la eternidad.
Quisiera romper con la mirada los horizontes, salir, con la vista
siquiera, de aquella linde cándida y perenne que no concluye nunca.
El viento arrecia y la cabaña vuelve a crujir: parece que las nubes van
a rasgarse bajo un punto remoto de viva claridad. Otro brusco remezón
de la techumbre obliga a Andrés a sacar los niños, de un salto, fuera
del peligro, no sabe para qué. Los deja allí sobre la alfombra helada,
y espera absorto que se hunda el «invernal».
El desplome, el frío y la luz sacuden a los zagales con terrible
aguijón. Se levantan como autómatas, sin brío ni conciencia, y Jesús se
vuelve a caer.
Serafín llora deshambrido, asustado, maltrecho, y el padre coge al
caído en sus brazos y dice al otro con un gesto obscuro:
--¡Anda!
Toma una dirección cualquiera, monte abajo, fiándose al instinto, pero
el rapaz no le sigue.
--¡No puedo... no puedo!--murmura--También yo estoy cansado y siempre
llevas a Jesús: ¡a mí no me quieres!
El desconsolado plañido llega certero al corazón de Andrés, y le acusa
de predilecciones invencibles. Tal vez Jesús no sufre tanto como él
teme, ya no arde ni se queja, ya no le silba el pecho: será menester
que ande un poco. Le posa con dulzura y repite:
--¡Anda!
Carga con Serafín, que aún gimotea.
--¡No me quieres... no me quieres!
Y Jesús da unos pasos, vacilantes, detrás de ellos. Después vuelve a
rodar con un sordo retumbo, sin decir una palabra.
Acude el padre, aterrado, y al postrarse junto a la criatura conoce que
está allí la muerte, _la reina de todos los espantos_.
--¡Jesús!... ¡Jesusín!--clama rota de pena la voz.
Y el niño, con la cara vuelta al cielo, entornados los ojos, lanza
una risa aguda y delirante que rebota en la nieve y se aleja sin
extinguirse. Al dejar de reir, el alma le resplandece un instante
en las pupilas, triste y pura como un cirio, y se apaga de pronto,
humedeciendo el cristal de la mirada muerta.
Andrés, con el pensamiento inmóvil al lado del abismo, se inclina
a besar la boca exánime de Jesús, y sobre ella se detiene, como si
quisiera recoger un murmullo, un sollozo, la última volición de aquel
espíritu mártir y solitario que habitó un cuerpo tan infeliz. Pero el
hielo de la boca marchita hiere con filo tan penetrante, que el hombre
se levanta, crispado, y echa a correr con el hijo que le queda...
Ceñido por la mortaja infinita de la nieve, el cuerpo difunto duerme
con solemnidad en el monte, nunca tan santo como ahora que guarda los
despojos de un niño.
El viento al crecer, raudo y caliente, provoca el deshielo y ensalza
los rumores de arroyos y hontanares: parece que las aguas lloran una
pena indecible. El sol ha roto aquel punto claro de las nubes, y, sin
miedo al frío de la muerte, se asoma a besar la carne yerta de Jesús.


IX
HORAS DE ANGUSTIA.--LAZO DE DOLOR.--LA VOZ DE LA SANGRE.

Cuando Andrés llega a su casa, medio enloquecido, ya las vecinas le han
arrebatado a Serafín para alimentarle y vestirle antes de que su madre
le vea derrotado y hambriento, con el terror hundido en los ojos y la
angustia pintada en el semblante...
Todo el pueblo se agita al conocer la tragedia del soto de la Cruz.
Las mujeres lloran:--¡Pobrecito jayón, pobre inocente, señalado como
una víctima desde la cuna!... El párroco dice que el zagal supo elegir
el único camino libre y hermoso: ¡el camino del cielo! Y se apresuran
los hombres cerca de Andrés para ofrecerle compañía y auxilio.
Todos quieren subir a la montaña para rescatar el cadáver; todos se
compadecen del amigo que fué siempre generoso con los demás, valiente y
útil en la lucha común por la vida. Nadie ignora, tampoco, que el buen
camarada pierde un hijo en el niño _jayón_, y las frases de condolencia
adquieren rumores de secreto, matices de aventura pasional que rondan a
Marcela, sordamente, antes de que arribe su esposo.
No le aguarda sola; allí está Irene, que no se ha movido del banco
donde por la noche se encogió, muda y trémula, agobiada de un dolor
humilde, sin palabras ni suspiros, llena de vergüenza y timidez. Una
zozobra obscura, más fuerte que su orgullo, la empujó hacia el hogar
siempre envidiado, y allí se queda, esclava de la inquietud, quizá
temiendo que la echen; quizá sin fuerzas para huir.
A Marcela no se le ha ocurrido evitar la compañía de aquella mujer:
al contrario, la necesita y la estimula. Toda la noche trató a Irene
como a una compañera de infortunio; la invitó a calentarse y rezar; se
estrechó contra ella en el mismo banco, y tuvo tentaciones de abrazarla
y pedirla perdón.
Alumbradas desde fuera por la claridad de la nieve, contaron las
horas en vigilia constante, y cuando el alba inició las primeras
luces, sintieron en torno suyo una turbia sensación de opacidad, una
vaga certeza de vivir... Ecos del drama que las reúne en misterioso
lazo, posan ya junto a las dos madres. Algunos vecinos que preceden,
solícitos, a Andrés, para tranquilizar a la esposa, no saben cómo
hablar delante de Irene, y ellas, notando la turbación de los
semblantes, padecen crecidas todas sus incertidumbres y nada quieren
oir.
Es aquel un minuto horrible de ansiedad, hasta que el hombre, tan
dolorosamente esperado, entra y se mira, atónito, entre las dos mujeres.
--¿Y los niños?... ¿Dónde están los niños?--le preguntan desoladas,
olvidando que huían de saber.
Él paga a Marcela en tal instante su larga deuda de gratitud,
respondiendo con heroica generosidad:
--He salvado el tuyo.
--¿Al mío?--Nadie adivina el pánico de esta voz que repite:--¿Al mío?
Ronco y aciago el acento, Andrés confirma:
--¡A Serafín!
Y no comprende por qué Marcela da un grito desesperado y hondo, como la
pobre madre del _jayón_...


X
EL DÍA DEL PERDÓN.--LOS PEREGRINOS.--ENTRE DOS ORILLAS.--ALMAS QUE SE
BUSCAN.--REVELACIONES.--SOLA EN EL MUNDO.--SUEÑO DE ETERNIDAD.

La primavera vuelve, celosa, pujante, con todo el ciego impulso de la
vida, y alumbra unas bellas horas apacibles, unas horas que a media
tarde se pueblan de rumores de campanas, y ven llegar, por los hondos
caminos de la vega, grupos de gente grave y silenciosa.
Muchos de estos viajeros, los que vienen del lado ponentino, se
detienen a la orilla del Saja, junto a un plantel de _alisas_ y el
tramo de un puente roto. Entonces una barca, plana y tosca, que se
mece sobre el murmullo glorioso de las aguas, llega con el empuje del
barquero al lado de los caminantes. Y el ancho brazo del río, cadoso
y transparente, se deja cruzar una y otra vez por la nave servicial
y deja que en su espejo se miren, entre medrosos y complacidos, los
romeros que forman la mística expedición.
En medio de la breve llanura, una iglesia, blanca y pobre, va
recibiendo a todos los peregrinos hasta donde le es posible
albergarlos, y los menos diligentes en acudir a las voces de la
torrecilla humilde se agrupan a la entrada, abierta de par en par,
frente al púlpito vestido de viejo brocatel.
La voz llena y clara del predicador se desborda del templo, y rueda,
sonora, por los campos en reposo. Dice el carmelita unas palabras
sencillas y emocionantes; cosas buenas y dulces a propósito de la
debilidad de las mujeres; de la inocencia de los niños; del olvido
de las injurias; de la misericordia; de la caridad. ¡Es «el día del
perdón»!
En las tardes pasadas ha desarrollado el misionero todos los temas
piadosos que deben traer como consecuencia este sublime final: ¡el
perdón! ¡Hay que perdonar las envidias, los agravios, las traiciones!...
Muchos fieles se miran con afán a los ojos como si quisieran verse
el alma; otros bajan la frente, otros suspiran con angustia. Y en el
atrio, sobre una viga del tejaroz, dos golondrinas recién llegadas de
lueñes tierras, coloquian misterios de su nido, sin desconfianzas ni
temores. Su manso arrullo besa en el aire las palabras del apóstol:
¡Paz y amor! Un hálito vernal las empuja por el campo, hasta el río
donde la corriente solloza y la barca se mece, como un símbolo, entre
las orillas, bajo el tembloroso andarivel...
* * * * *
Sola va quedando la iglesia blanca en el fondo de la llanura.
La tarde se duerme con placidez, echada sobre las flores de la campiña,
y los devotos se extienden por la vega en demanda de sus pueblecillos.
Con la última volada de las aves y los últimos fulgores de la luz,
parece que flotan en el viento misteriosas endechas de amor y de paz,
como un himno entonado al «día del perdón».
Dentro del piadoso recinto dos corazones, maduros por las penas, velan
y sufren; dos mujeres rezan y lloran. No están juntas, pero se vigilan,
y cuando Irene se levanta la sigue Marcela de la mano de Serafín.
Casi a un tiempo llegan al portal, se santiguan de cara al templo
solitario, donde laten unas luces pálidas, y se miran, dolientes, bajo
la penumbra del anochecer, cobijadas por un cielo sin nubes, florecido
de estrellas.
--Irene, ¿me perdonas?--dice una voz opaca.
--¿De qué?--responde la infeliz que siente en la misma boca el raudo
golpe de su corazón.
--De que te robé la felicidad... el hombre que tú querías... el hijo
que tú alumbraste...
--¿El hombre?... Él se marchó... ¿El hijo?... Yo te le di... ¡Más
tienes que perdonarme tú!
--¡No; que no sabes lo que hice!... El niño... te le cambié--balbuce
Marcela. Vibran las frases en sus labios como una llama, y empuja a
Serafín confesando:
--Pero estoy arrepentida. Te le devuelvo; aquí le tienes: toma... Este
es Jesús, el jayón... ¡no llores más por él!
Un grito que se clava en el aire como un puñal, recibe a la criatura,
mientras los pensamientos de la madre se dibujan absortos sobre una
obscuridad infinita. Torpe, ávida, prorrumpe:
--¡Mi hijo!... ¡Es mi hijo!... ¿No me engañas?
Quiere abrazarle, y el zagal se resiste con el temor de verse entre dos
locas.
--No te engaño--asegura Marcela, y su voz parece que recorre un espacio
sombrío antes de hacerse oir--. Este niño es «el vuestro», el saludable
y dulce, el de los ojos verdes, que embrujan como los tuyos...
¡fíjate!... Cuando Andrés le mira es igual que si te mirase a ti...
Tómale: te le doy y me quedo sola en el mundo como estabas tú...
--Yo no pienso en Andrés--murmura Irene con un doloroso balbuceo de
ideas, tendiendo siempre hacia Jesús las codiciosas manos.
--La que se lleva el hijo, se lleva el hombre--ruge Marcela, mirando
ante sí con ojos sin mirada, y echando al niño en brazos de «la
otra»--. Y añade:
--Quiero morir en paz: yo haré esta confesión donde sea menester, daré
todas las pruebas necesarias, expiaré mi delito según la justicia del
mundo... ¡Dios, bastante me ha castigado!...
--¡Madre!--llora el rapaz, buscándola.
--¡Esa es tu madre!--responde, brusca y firme, tornándole al regazo de
Irene.
Y allí de cerca, vida contra vida, el niño entre los agitados
corazones, vuelve a decir a su rival:--¿Me perdonas?
--Con toda mi alma... ¿Y tú a mí?
Un fulgor obscuro luce en los ojos agarenos mientras Marcela pronuncia:
--¡También!... Hoy es el día del perdón...
De repente abraza al muchacho que la mira ansioso, y echa a correr
fuera del portal. La sigue un acento infantil y desgarrador:
--¡Madre!... ¡Madre!...
Pero ella desaparece muda y ligera, como una sombra atormentada. Un
ancho camino de argomal la conduce a la margen del río que susurra bajo
el leve cejo de la niebla.
La mujer, cansada, acorta el paso y se refugia en la soledad con un
amargo deleite de hurañía y abandono. Se considera ya sola en el mundo,
purificada y redimida por el flagelo de la expiación, digna de unirse
al hijo mártir en una gloria que no se acabe nunca.
En la cumbre del soto de la Cruz una fogata pastoril arde, al parecer,
junto a las estrellas, y en el cielo enjoyado, se recorta el perfil
virginal de la montaña.
Aún palpita el crepúsculo como un gran corazón agonizante caído en el
remanso de la noche; sobre el movible cristal del río tiembla y huye la
plata de la luna...


TALÍN


I
EL PÁJARO Y LA NIÑA

Hay en Cantabria un pájaro montés, chiquito y verdoso, liviano y
artista, un canario silvestre que anida en los argomales, vive en la
soledad y canta en lo más espeso del bosque y de la mies. Como no tiene
nombre conocido, le distinguen con el remedo de su aguda canción,
llamándole Talín.
Una niña, tan agreste como el tal pajarillo, tan cantarina y bella como
él, vivía, hace pocos años, en Cintul, un pueblo de aquella comarca, de
los más empinados en los alcores, camino de la hoz, frente al Escudo
de Cabuérniga. La niña era pobre y no tenía madre: sin embargo, parecía
muy feliz. Su padre, un buen labrador, la cuidaba con singular desvelo
y entre las vecinas del barrio, afables y piadosas por lo común,
había una, la más trabajadora, lista y servicial, que demostraba a la
huérfana especialísimo interés. El peinado, el vestido, la merienda
y el postre de la niña, corrían siempre de cuenta de Clotilde, y
servirla, asearla, prever sus caprichos y sus travesuras, era para la
moza como una obligación. La chiquilla se dejaba mimar, abusando todo
lo posible del encanto que ejercía sobre aquella mujer, del cariño
del padre, de la compasión de la maestra, de la solicitud del cura,
de cuantas devociones, en fin, supo conquistar con su gracia y su
picardía, nada cortas ni vulgares. Sin ser una hermosura ni un modelo
de docilidad, conocía el dulce hechizo de hacerse querer. Alegre,
inquieta, reidora, aparecía como envuelta en una ráfaga de candor, y
tan infatigables eran sus aptitudes para correr y cantar, que olvidando
su nombre, dieron en llamarla _Talín_, lo mismo que al avecilla montés.
Cierto que a la niña para semejarse a los pájaros no le faltaban más
que las alas; tenía, como ellos, la frescura del aire donde habitan
y la serenidad del sol a quien adoran; llevaba en los ojos un brillo
dorado y caliente, lleno de luz, y parecía conocer los caminos trazados
por la bruma y el viento: de tal manera trasponía el monte por los
más inaccesibles lugares, y en frecuentes escapatorias, sin miedo a
los castigos ni a las alimañas, ligera y menuda, igual que el canario
silvestre.
Ya contaba diez años _Talín_ y hacía tres que Clotilde le servía de
madre, sacrificada por aquel cariño con verdadera abnegación. Hasta
que las gentes, poco habituadas, también en las alturas de Cintul, a
procederes demasiado finos, acabaron por decir que la moza, soltera y
madura, fraguaba su casamiento con Ambrosio, el padre de la niña.
No parecía muy asequible el galán, un cuarentón de carácter
independiente y retraído, atento sólo a su trabajo y al celo de la
nena; hombre tan avaricioso de palabras que hasta para agradecer los
favores se diría que contaba las sílabas. Pero en las obras era muy
discreto y cumplidor: gozó fama de excelente esposo, y sus virtudes
paternales servían de ejemplo y alabanza en el lugar. Estaba bien
conservado todavía. Alto, fuerte, moreno y adusto, mostraba una
repentina dulzura al sonreir a su hija, una dulzura que le hacía
sonrojarse, y que Clotilde había sorprendido con turbado corazón,
imaginando que Ambrosio podía ser muy bueno sin descubrir nunca en los
labios una vislumbre de alegría ni en la voz una gota de miel. Cuando
le halló una tarde con _Talín_ en los brazos, absorto en besarla y
divertirla, quedóse tan confusa como él, que huyó sin volver la cabeza,
murmurando algunas frases impacientes, mientras la niña explicaba
maliciosa:
--Le da vergüenza que le vean dar besos...
Desde entonces Clotilde sintió delante de aquel hombre una obscura
ansiedad que se fué convirtiendo en rara timidez. Ella, tan
despreocupada y resuelta para acudir junto a su protegida a cualquier
hora, sin reparo ninguno, comenzó a evitar los encuentros con Ambrosio
y a poner en sus visitas una mesura llena de precauciones y melindres,
cabalmente cuando los vecinos decían que procuraba su boda con el
viudo, seduciendo a la nena.
La cual, por aquel tiempo, corría a más y mejor aprovechando las tardes
benignas del otoño, todavía colmadas de flores y de aromas. Eran las
últimas delicias del año, y las más codiciadas por eso, aquellas de
esconderse entre los maíces crecidos y maduros, bañarse en el remanso
azul del ansar, despedir en el campo _sirueño_ a las golondrinas que
huyen a invernar bajo las alas del sol, y subir al monte para aprender
romances de los pastores antes de que bajen con sus ganados a la
derrota de la mies.
Y en el disfrute de estos arriesgados placeres demostraba _Talín_ una
admirable experiencia. No había chiquillo de su edad, en Cintul, que la
ganase a descubrir atajos en las cumbres, vados en el río y escondites
en el bosque. Igual saltaba la cárcaba de un huerto, que subía al
gromo de los árboles. Volaban sus cabellos gozosamente en las alocadas
carreras, y volaban sus pies sobre el camino, siempre dispuestos a
las aventuras peligrosas y a los parajes lejanos. Nunca se caía ni se
lastimaba: volvía de sus excursiones con el vestido roto y la cara
sucia, llorando, a veces, para que no la riñeran, y prometiendo no
escaparse más.
Pero la misma gracia y prontitud que demostraba para desobedecer y
hacerse luego perdonar, le servía de estímulo en la escuela para leer
y escribir como ningún otro arrapiezo y tramar un bordado y un encaje
con relativo primor. Nadie como _Talín_ para ofrecer en la parroquia
las flores a la Virgen, muy peripuesta la chiquilla de vestido blanco y
banda azul, con un velo pomposo sobre la frente y los bracitos por el
aire, acompañando con un movimiento ritual el recitado de los versos
alusivos.
Todo lo cual quiere decir que esta niña no era un marimacho ni mucho
menos, sino una criatura ágil y traviesa, inteligente y audaz. Debemos
añadir que tenía un carácter generoso, muy propenso a los éxtasis y a
las meditaciones, muy dado a soñar y compadecer, y tan propicio a las
cosas peregrinas y sentimentales, que lo mismo le inducía a vagar en la
sierra, por los riscos más duros, como las aves hurañas, que a salir
delante de la Custodia en las procesiones, llena de beatitud, ceñida de
tules, con alas de plumas, emulando a los ángeles, los pajarillos de
Dios...


II
EL TORO GILVO

Trasmontaban los pastores, ya próximo el verano en busca de los altos
puertos, errantes como las tribus primitivas que fincaron la cabaña
y el redil a la paz de los dólmenes y menhires, en atisbo de la
civilización.
Íbanse todavía musitando romances del tiempo medioeval, originados
sabe Dios en la cuna de qué bárbara cosmología, calentados en el ascua
misteriosa del Cristianismo, y entrañados en España por la vena del
«camino francés» que inflamaron los peregrinos extranjeros al son del
_Ultreya_, el cantar salmódico de Santiago el Mayor.
Fiel remanso de las viejas corrientes de la vida, aún repiten los
montes de Cantabria el eco de los más olvidados mitos, y con el remoto
sabor de las primeras canciones del mundo, van posando, también, de
uno en otro repliegue de sus cumbres, una viva membranza del arte
prehistórico: son cayados y abarcas, zapitas y colodras, que reproducen
de un modo inexplicable los dibujos grabados en las astas de reno y en
los arcanos muros de Altamira: son atavismos sigilosos de la caverna:
sagrativas ráfagas de lo pasado; mudos soplos de una humanidad infantil
que traslumbra en los pastores montañeses con perfumes del antiguo
candor.
Y _Talín_, la niña andariega de Cintul, siente un loco deseo de
despedir a los nómadas igual que a las golondrinas, con una alta mirada
llena de admiración para todo lo que huye y tramonta más allá de los
horizontes, al otro lado de las cimas y las nieblas.
Aguijada por su antojo, ha pensado la chiquilla escaparse al invernal
donde los rebaños se reúnen para la partida.
Después de comer, cuando el padre marcha con el carro a buscar leña
camino del soto, la nena se escabulle recatándose de Clotilde que la
vigila desde su casa, huerto con huerto, los corrales en un mismo
lindazo, y por las callejas silenciosas, entre espinos y saúcos en
flor, busca el regazo de la sierra cuya soledad tiene a tales horas un
espléndido manto de luz.
Alborea Junio muy gentil, con todos los alardes de un precoz estío.
El sol, encendido y desnudo, se recuesta sobre el campo nuevo, y las
plantas, abrumadas de flores, aroman el ambiente bajo el sosiego torvo
de la siesta.
Camina _Talín_ a toda velocidad con aire fugitivo. Su paso menudo y
frágil, que parece un vuelo, apenas turba el augusto reposo de la
hora. Va pensando en un _serroján_, tan chiquito como ella, que ya
veranea con el ganado en la punta de los Cabriles, al otro lado de
la montaña, y conoce todas las canales de los puertos vecinos, donde
viven el oso y el jabalí, el milano y el azor. Va pensando, también,
un poco vagamente, que ha corrido la escuela y la reñirán mucho; quizá
la castiguen a estarse de rodillas durante el recreo a la siguiente
mañana; pero eso no le importa si consigue antes de que se marchen los
pastores aprender todo el romance que el _serroján_ le está enseñando:
es una sarta de versos inocentes, donde se cuentan las aventuras de
las cabañas emigrantes y se difunden los méritos de cada puesto, la
historia salvaje de cada risco montés.
Lleva la niña la mirada siempre horizontal, plena de ensueños: el alma
mecida igual que en una cuna; los labios sonrientes a una ilusión sin
formas y sin nombre. Sube a un castro, fuera de la sombra que la
conducía entre nogales y matas de juncia, y repite, ensoñando a media
voz:
«Válgame la Soberana,
válgame la Magdalena,
que perdí la mejor vaca
que tenía en Villanueva...»
Con el mismo rumbo que sigue _Talín_ asoma desde lejos la cabaña de
Cos, hacia Bustarredondo, para reunirse allí con los demás.
Solicitada por el soniquete de los aljaraces vuelve la niña la cabeza,
cuando un toro gilvo, muy joven y retozón, corre en amenazadora actitud
al reclamo del vestidito rojo que acaba de aparecer. El vestido huye
como una llama conducida por el viento; grita, desaforadamente el
pastor, renegando del rebelde animal, y la pobre nena, nunca, por
milagro, comprometida en un peligro semejante, quiere subir la pared
tosca y alta que limita el sendero y promete un refugio. Empujada por
el instinto, logra encaramarse en la espinosa linde y ve que al otro
lado se hunde, en pliegue brusco, el verdacho sombrío de un renoval.
El toro llega jadeante, la niña salta con los ojos cerrados, y queda
inmóvil sobre la escamonda, suelto el pelito rubio en torno a la
blancura de la cara.
Un instante después acude el pastor cerca de _Talín_, contristado
y perplejo, mientras muge el animal blandamente, contemplando con
mansedumbre, desde la altura de la cerca, la voladora mancha de vestido
rojo, caída en incomprensible quietud.
Una alevilla suave pone su cándida nitidez sobre la frente de la nena,
se oye cercano el tenue vagido de un arroyo, y canta entre los renuevos
una cigarra loca de sol...


III
LA MADRE

Buen conocedor de los ambages de la sierra, el pastor llegó a Cintul
en un periquete, con la niña lisiada entre los brazos. Era amigo
de Ambrosio y conocía bien las travesuras de la pequeña, su vida y
sus costumbres; así que, sin vacilar, llamó a la puerta de Clotilde
gritando:
--¡Eh, muchacha! Aquí traigo a _Talín_ con una patuca rota.
Y era verdad.
El pajarillo perniquebrado se rebullía gimiente dentro del vestido
rojo.
Aparecióse Clotilde en el umbral, con cara de susto, y se quedó mirando
de hito en hito al hombre y a la niña, demandantes y humildes a plena
luz, bajo la masa ardiente del cielo.
La moza no dió gritos ni se entretuvo en inútiles preguntas. Abrió su
cama y acostó con sumo cuidado a la nena, que al menor movimiento se
quejaba de agudísimos dolores en la rodilla. No tenía más daño que
aquél: una mancha grande y obscura y un principio de inflamación.
--Llamaré al médico--dijo Clotilde a su madre y a su hermana que allí
detenían al pastor con mil comentarios sobre el percance.
--No le toca venir hasta pasado mañana--le respondieron.
--Pero yo haré que venga.
La escucharon con absoluta incredulidad y su madre repuso:
--Hoy hará la visita en los pueblos del Concejón, y ni él ni su
caballo están para más trotes.
--Sólo en trance de muerte vendría--añadió la hermana.
Se miraron absortos, añorantes de un médico y un caballo más propicios,
y el pastor, que ya se despedía, le propuso a Clotilde:
--Yo lo que tú llamaba a la saludadora.
--¡Es una bruja!--respondió la muchacha con desdeño.
--¡Qué ha de ser!
--¡Claro que no!--adujo la madre en son de protesta--. Curaciones como
las suyas no las hace el mismo Don Julián.
--Y para las caídas y los golpes tiene manos de santa. Hace poco me
curó a mí un vello despeñado, en un santiamén.
Clotilde se encogió de hombros mientras la otra joven decía:
--¿Pero comparas a un cristiano con un animal?
--Para el caso es lo mismo--aseguró el buen hombre, acabando de
despedirse, escotero y veloz, en busca de la cabaña que había confiado
a los _serrojanes_...
Quedó prendido en el silencio el llanto de la niña, más quejosa cada
vez, más postrada y febril, y pasaron la tarde inquietas las tres
mujeres alrededor de la cama, hasta que llegó Ambrosio con la testa
greñuda, nublado el semblante y amarga la voz, preguntando por su hija
y nombrando entre dientes a la saludadora.
Clotilde fué a buscarla y volvió al poco rato con una mujer que no era
vieja ni sórdida como las clásicas brujas; al contrario, mostraba un
porte agradable y majestuoso, muy influído por la alta categoría de su
providencial ministerio. Como no había oficiado nunca en aquella casa,
se creyó en el deber de advertir:
--Soy la séptima hija de honrado matrimonio, y por eso tengo en la
lengua una cruz con privilegio para curar.
Nadie trató de comprobarlo, y la mujer, con solemnes ademanes,
descubrió a la enferma, la examinó cuidadosamente, y no hallándole otro
daño que el de la rodilla, puso allí su atención con mucha mezcla de
signos, oraciones, saliva y alentadas. A mayor abundamiento aplicó un
vendaje encima del golpe y dijo:
--«Esto» sanará si tenéis confianza en mi virtud... y si quiere Dios.
Puesta así a buen recaudo su responsabilidad, se fué sin admitir unas
monedas que Ambrosio le ofrecía.
La nena siguió gimiendo. Le creció la calentura y empezó a delirar.
Pretendía huir del toro gilvo en una carrera incesante, angustiosa,
y había que sujetarla para que en realidad no huyera. Transida y
ardiente, recitaba coplas, romances y lecciones; luego se adormecía
en un breve sopor y despertaba otra vez, medrosa, trascordada, para
repetir:--¡Madre!... ¡Madre!...--tendiéndole los brazos a Clotilde.
--¡Aquí estoy!... ¿Qué quieres? Aquí estoy contigo--respondía la moza,
impregnada la voz de un vaho sentimental.
Y la dulcísima palabra se volvía a encender en los ansiosos labios de
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