Ruecas de Marfil (Novelas) - 1

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RUECAS DE MARFIL


OBRAS
DE CONCHA ESPINA

LA NIÑA DE LUZMELA (novela). Segunda edición.
DESPERTAR PARA MORIR (novela). Segunda edición.
AGUA DE NIEVE (novela). Segunda edición.
LA ESFINGE MARAGATA (novela). Segunda edición.
Obra premiada por la Real Academia Española.
LA ROSA DE LOS VIENTOS (novela). Segunda edición.
AL AMOR DE LAS ESTRELLAS (Mujeres del _Quijote_).
RUECAS DE MARFIL (novela). Segunda edición aumentada.
EL JAYÓN (drama en tres actos).


CONCHA ESPINA

RUECAS
DE MARFIL
(NOVELAS)

(SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA)

MADRID
EDITORIAL PUEYO
Calle del Arenal, 6.
1919


ES PROPIEDAD

Imprenta Helénica.--Pasaje de la Alhambra, 3.--Madrid.


RUECAS DE MARFIL

_Nodrizas de nuestros sueños, hilanderas de nuestras vidas,
melancólicas hadas que acompañáis nuestros pasos desde la cuna al
sepulcro: dadme las ruecas de marfil con que sabeis transfigurar las
cosas vulgares, los destinos crueles, los dolores mudos, en gloriosas
urdimbres, en doradas hebras de ilusión y de luz._
_Discípula vuestra soy: por las rutas sombrías de este valle de
lágrimas, absorta en mi noble vocación de poeta, voy recogiendo en el
camino todo aquello que la realidad me ofrece, para guardarlo con
ternura en mi corazón y tejerlo, después, en mis fantasías._
_Nada desprecio por trivial y menudo que sea. En una gota de agua se
cifra todo el universo. Abejas hacen la miel; con barro se fabrica el
búcaro. Tosca y ruin es, casi siempre, la realidad, como el copo de
lino, como el vellón de lana, como el capullo de seda sin hilar; pero
esa materia ruda se convierte en estambres luminosos, en delicados
fililíes, cuando la imaginación y el arte, que son las hadas benéficas
de los hombres, la toman, la retuercen y devanan en sus ruecas
invisibles de marfil._
_Con más rústico instrumento hilé en este libro unas pobres vidas de
mujer, humildes y atormentadas vidas, cuyo obscuro y resignado dolor
tuvo en mi corazón ecos muy hondos, ¡Luisa, Ángeles, Irene, Marcela,
Talín, bellas y desventuradas criaturas que un día pasasteis junto a
mí llorando y sonriendo, bajo la pesadumbre del destino! ¡Pobres vidas
fugaces, rosas al viento, naves en el mar!_
_Acaso, lector, preferirías que te contase historias más felices,
invenciones alegres, soleados romances de un dichoso país, donde las
flores no se marchitan nunca. Mas ya dije que cuento vidas de mujer..._
_¿Qué culpa tengo yo si la realidades amarga, si hasta la imaginación,
lo mismo que el sentimiento, suelen padecer melancolía?_
_Pero si estas novelucas te parecen demasiado tristes, si te conmueven
hasta hacerte sufrir, piensa, al cerrar el libro, que no son ciertas,
que fueron soñadas. ¿No dicen (y dicen bien) que la vida es sueño? ¿No
son tristes todos los sueños al despertar?_
_Las cosas del mundo, para quien tiene piedad, son harto melancólicas.
La vida, para quien sabe de dolor, es algo a la vez hermoso y duro,
pálido y sugerente, como el marfil de las ruecas con que las hadas
tejen nuestros sueños, hilan nuestras vidas y urden, al cabo, nuestras
mortajas._


NAVES EN EL MAR


I
EL FIORDO ANDINO

Habíamos llegado al Estrecho de Magallanes, y el _Orcana_ se atrevía,
lento, sobre las aguas misteriosas...
Al penetrar entre el cabo de las Vírgenes y la punta del Espíritu
Santo, las tierras son cándidas, verdes, sin árboles ni rocas; y
contrastando con esta mansedumbre, el mar inquieto, movido, oculta
bajo la ondulante marea el agudo puñal del arrecife. Luego el paisaje
se ensoberbece: medran las montañas hasta las nubes y ruedan hasta
el mar peñas y cerros formando canales y lagos. Aquí el agua es
calmosa, estática, profunda: surgen de ella negros cantiles, adustos
y violentos; escarpados montes con la toca de nieve y la falda
selvosa; islas y valles de original belleza; archipiélagos; istmos;
penínsulas, que dilatan la vertiente occidental de los Andes en un
fiordo gigantesco y magnífico, para cortar la punta del continente
sudamericano. Las praderas y los glaciares, el granito y el musgo, la
nieve y la flor, el roble y el tremedal, cuanto hay en la Naturaleza
más diverso y contrario, más distante y enemigo, se une con terrible
hermosura en esta maravilla del mundo que Magallanes descubrió para
España un día pretérito y glorioso.
Pasión de la raza y amor de la tierra me poseyeron en la ruta escabrosa
y admirable, donde el misterio y el peligro navegaban a nuestro lado.
Yo sabía que en la dulcedumbre de la corriente y el encanto de los
hocinos acechaban el escollo y el temporal, siempre ocultos en aquella
intrincada estrechez, y pensaba, con asombro entrañable, con altísimo
orgullo, en los exploradores hispanos, los primogénitos de la Humanidad
en el antiguo _Mar de las Tinieblas_, que lucharon a veces hasta
«noventa días» en las desconocidas angosturas del Estrecho, con leves
naos inseguras, audaces las velas latinas, el aparejo de cruz y la cruz
en el trinquete...
Yo también iba de exploraciones por el gran fiordo andino: niña y
triste, a miles de leguas de mi patria, el mar, el cielo y el monte
me producían una desgarradora impresión de soledad. Por primera vez
adiestraba mi vida para la lucha torva y callada frente al destino,
y la fecunda semilla del sufrimiento henchía dolorosamente la pobre
tierra virgen de mi corazón.
Quiso un designio providencial que durmiesen los temporales en las
hoces y nos siguiera desde Europa el viento amoroso de la bonanza.
Y después de cien millas de apacible navegación por el Estrecho, entre
mansa ribera, cuando ya los montes se levantaban y el glaciar y el
cantil aparecían, un largo anochecer decembrino nos llevó al refugio de
una ensenada, donde era menester pasar la noche. Hallamos buen tenedero
bajo el agua transparente y muda, tan cerca de la margen vecina, que el
capitán del buque, adornado de una cortesía británica muy complaciente,
nos permitió desembarcar a unos cuantos pasajeros curiosos.
Ya se abría en el cielo la divina rosa de un pálido plenilunio, cuando
volvimos de nuestra visita a la solitaria tierra patagona. Habíamos
hurtado a su secreto raras piedras, tímidas flores y peludas arañas de
color de rosa, inofensivas y cobardes: todos seres humildes, llenos de
alma.
La quietud de la marea parecía el cristal de unos ojos muertos donde
soñara el paisaje milagroso bajo el hechizo del silencio y de la luna.
Un inefable resplandor austral exaltaba en el cielo el vaivén luminoso
de los astros, y en la sublime escritura de las constelaciones la Cruz
del Sur decía su leyenda polar, clavada como señuelo en el profundo
corazón de la noche...


II
PRESENTIMIENTO

Yo tenía a bordo una protegida, linda joven montañesa que me estaba
recomendada desde Santander, y que en estado de próxima maternidad iba
a Chile para reunirse con su esposo, residente en Concepción.
Todos los días visitaba yo a Luisa en su departamento de tercera y la
obsequiaba muchas veces con golosinas que en los barcos no llegan más
que de limosna hasta los pasajeros pobres.
Mi paisana era una dulce y graciosa mujer de belleza tranquila un poco
triste, de esas criaturas melancólicas que a menudo sonríen y a menudo
miran al cielo; tenía dorados los ojos y el pelo rubio; moreno el
color; la boca expresiva; cántabra la tristeza del semblante.
Solíamos hablar juntas de nuestra familia y de nuestro país, apoyadas
en la borda, contemplando la estela hirviente del buque y la fuga
imaginaria de los horizontes; el paisanaje y la juventud nos unieron
desde la costa nativa con lazo cordial, lleno de mutua compasión.
Se expresaba la moza con la peculiar finura de las campesinas
montañesas, por lo común inteligentes y un poco ilustradas. Pronto
me contó su historia, breve y apacible, alterada únicamente por las
aventuras de la emigración; hija de labradores acomodados, se casó con
el único novio, un artista humilde, tan buen mozo como trabajador,
que seducido por halagadoras promesas de bienestar había emigrado
unos meses antes, y ya la llamaba impaciente, en la certeza de una
vida feliz, para esperar juntos al hijo que iba a nacer. Acaso todas
las inspiraciones del amor no hubieran decidido a Luisa a emprender
sola y delicada aquel viaje penoso. Pero la casualidad favoreció
oportunamente los planes del marido, deparando a la joven una buena
compañera de expedición, de su misma vecindad, una mujer que ya conocía
las penalidades del barco y que volvía a reunirse con sus hijos,
residentes, también, en la República de Chile. Y Luisa salió de casa de
sus padres confiada a los cuidados de Inés, mañosa viajera que había
mirado por la joven con desvelo cariñoso.
Duro era el camino para la moza. Las molestias de su estado, aumentadas
con el trastorno de la travesía, la hicieron sufrir mucho, por más que
Inés de cerca, y yo un poco más de lejos, la ayudamos a sobrellevar
las horas. Algún alivio tuvo en las aguas tranquilas del Estrecho, y
cuando el buque dejó el seno aplacerado junto a la cordillera, cobijo
de nuestra primera noche andina, fuí a buscar a mi paisana, deseando
que gozase conmigo, como el día anterior, la novedad majestuosa del
paraje.
A media marcha, previsores contra el peligro de una varadura, nos
habíamos puesto a navegar con el repunte de la marea. Avanzaba la
mañana con sigilo, detrás de un largo amanecer, lleno el paisaje de
una luz glacial. Hasta bien entrado el día se deshojó en el agua,
palpitante, el fulgor de las estrellas; después el cielo se cubrió de
nubes claras y luminosas, trasfloradas por el sol, mientras el frío se
dejaba sentir con viva intensidad.
Cuando atravesé el puentecillo entre ambas cámaras para visitar a
Luisa, la hallé sobre cubierta, mirando fascinada la aparición de unas
islas primorosas sobre las cuales la fatalidad había sembrado multitud
de cruces, protectoras, al parecer, de otras tantas sepulturas.
Quedamos suspensas delante del original cementerio, que se nos aparecía
como fantástica evocación de una tragedia en que el dolor y la piedad
hubiesen querido florecer. Nuestros ojos no sabían apartarse de
aquellas tumbas rodeadas de flores silvestres, cuya variedad hermosa
hacía pensar en un prodigioso cultivo de encantamiento. Muchas cruces
tenían inscripciones, monogramas o leyendas en diferentes idiomas y
trazados con distintos colores; varias tendían sus brazos piadosos
sobre el rústico rastel en forma de lecho. En una leímos _Carmen_; en
otra, _María_: dos bellos nombres de españolas.
Ya la visión alucinante se alejaba cuando Luisa se estrechó contra mí,
trémula, con el dulce rostro demudado por un espanto loco. No supe
qué decirla, porque su emoción extremada me dejó confusa, y quise
distraerla sin poder lograrlo; el plantel de cruces había desaparecido
y aún la moza temblaba presa de fatídico terror.


III
LAS AVES NUEVAS

Estábamos a la altura de Cabo Negro. La pizarra y el escarpe subían
con ímpetu bravío desde el mar hasta las cumbres, casi celestes, de la
cordillera. Sobre los bizarros bosques y los tremedales húmedos pasaba
el viento silencioso, como si llevase las alas entumecidas. Las nubes,
ligeras, traspasadas de claridad, seguían rodando en un cielo apacible,
y el frío, hecho nieve en las cimas orgullosas, caía de lo alto con la
luz.
Atravesábamos ya el territorio de colonización que en esta parte del
Estrecho esparce con timidez granjas, haciendas y pastorías entre ambos
lados de la costa, bajo el auxilio de la capital, Punta Arenas, en cuyo
puerto debíamos dormir aquella noche.
Crucé otra vez el barco para buscar a Luisa, y la encontré más serena
que en las primeras horas de la mañana. Sin duda la vecindad de los
colonos fueguinos y patagones era menos triste que la del archipiélago
convertido en osario. Atendía la moza a las novedades del camino y se
maravillaba de ellas con mucho interés, aunque en su rostro quedase
atenuada la sonrisa habitual.
Habían aparecido las aves nuevas para nosotras. Los albatros, blancos
y enormes, con las alas rápidas, negras, finas y agudas, el pico de
alfanje, dorado y voraz, los ojos siniestros, el grito aullador:
perseguían en bando la estela del navío, poniendo en las aguas
translúcidas la rauda sombra de su vuelo gentil. Los aptenodites,
mansos, hambrientos, _pájaros niños_, según los exploradores hispanos
les llamaban por su torpeza y candidez, acudían a millares al ras
de las olas, en humilde actitud. Y por fin, el cóndor, el buitre
colosal de los Andes, llegaba complaciente hasta el pie de la escarpa
inaccesible donde tenía su nido. Era el macho, señero, curioso y
avizor, que nos miraba desde la orilla con los ojos pintados de carmín,
hispido el plumaje negro y azul. Tenía el pico torvo, la cabeza gris;
al cuello un soberbio collar de albísimas plumas. Estuvo un rato
inmóvil en la ribera, después tendió las alas con breves sacudidas,
abiertas las rémiges obscuras en un ancho abanico, y, de pronto, subió
en una serenísima espiral, tensa y firme, sin un estremecimiento,
más allá de la región de las nubes, hacia el glorioso camino de las
estrellas...
Poco más tarde una piragua con indios de la marina se acercó al buque
pidiendo limosna. Voces agrias, como graznidos de aves agoreras,
subieron a gemir desde la navecilla donde aquellos seres humanos,
fornidos y desnudos, salvajes y míseros, acechaban el paso de la
civilización.
Eran los hombres ignotos hasta que España quiso, los habitantes del
_Mar de las Tinieblas_, de la Tierra del Fuego, del Nuevo Mundo: la
pobre niñez de la Humanidad, criaturas nuevas en los ciclos redentores
de la vida, almas infantiles, sin historia ni purificación... Dióles el
_Orcana_ un despojo de las cocinas, como a los _pájaros niños_, y se
alejaron, felices, los pedigüeños, tendidas en los hombros las pieles
de guanaco, adornada la estrecha frente con plumas de ñandú...
A Occidente el paisaje se arrecia cada vez más: grandes masas de
granito, obscuras selvas de robles, hondas marismas, cumbres ingentes:
fluyen los esteros en las hoces, se agachan las nubes en el cielo, y
una lluvia fina y polvorosa comienza a caer.
La prematura noche no se sabe si baja de las cimas o sube de la mar.
Envueltos en el agua turbia y en la luz gris, arribamos a Punta Arenas,
donde el grao pone sobre la mansedumbre de las olas una siniestra
franja de arenal. Se ha roto la cortina de las nubes y tiene la luna un
aciago fulgor...


IV
COSTA INCLEMENTE

Al amanecer dejamos el fondeadero de Punta Arenas, con rumbo a
Occidente, y una larga península, rodeada de cerros bajos, nos obliga a
dar la vuelta por el puerto del Hambre, en la Tierra del Fuego, rozando
la anchurosa bahía Inútil.
Ahora el temeroso camino está empapado en una de esas trágicas
soledades que hacen sentir la eternidad. El viento ha levantado las
alas bajo el celaje oscuro, y el mar se inquieta amenazador.
Para calmar los temores de algunos pasajeros dícese a bordo que nuestro
buque, bien armado de recio blindaje, curtido en aventuras marineras,
se defenderá con valentía contra los escollos y el temporal.
Me conmueve la inquietud de Luisa, que se refugia a mi lado, callada
y triste, inmóvil la mirada sobre el estremecimiento de las olas.
Acerca de su salud responde hoy con mucha timidez, y como el semblante
demudado la delata, consigo que me confiese el nuevo malestar que le
aqueja desde anoche.
Acude Inés a decirme señalando a la moza:
--Está mala y no quiere acostarse.
Ella me mira con angustia, como si yo pudiera remediarla, y nos
quedamos indecisas las tres, hablando con los ojos un mudo lenguaje
compungido.
Pero ya la reciedumbre del viento nos impide continuar sobre cubierta;
crece el furor de la marejada y el frío polar cuaja en nieve unas
gotas de lluvia escapadas del nublado.
Es preciso que Luisa baje a su camarote y se cuide bien todo el
día; sus manos arden y un temblor febril la sacude. Convertida en
su protectora no la dejo sin prever cuanto pueda necesitar. Hay un
inocente orgullo en la satisfacción con que atiendo a mi paisana, yo,
más niña que ella, y tan insignificante persona fuera de este barco y
lejos de esta ocasión. El actuar de Providencia me engríe con heroicos
impulsos; quisiera en este momento salvar a Luisa de un grave peligro:
que sobreviniese un naufragio y dar en él mi vida por la suya... Mi
vida ¡vale tan poco...!
Voy pensando en raras penas inconsolables, mientras cruzo con
precauciones el navío, ya crujiente bajo el azote de la borrasca. Los
marineros trincan a bordo cuanto el mar puede barrer, aseguran las
escotillas y las ventanas, trajinan y se apresuran cuidadosos frente
al enemigo. Esta faena, la súbita retirada de los pasajeros y el aire
azorado de algunos que tropiezo en los pasillos, anuncian que, por fin,
nos alcanza una de esas tempestades crueles en el Estrecho, ocultas con
felonía en la soberana majestad de escobios y canales andinos.
Tengo el camarote sobre cubierta. Me encierro en él a solas; me subo al
sofá para acercarme al vidrio redondo y firme de mi ventana, y con un
vago sentimiento de curiosidad y de emoción, miro y escucho, sin miedo,
como quien asiste a un espectáculo desconocido y sorprendente, en el
que nada arriesga.
Todavía costeamos la península donde Sarmiento de Gamboa quiso ofrecer
a España la ciudad del rey don Felipe, no lejos de la del Nombre de
Jesús; tierra inhospitalaria que vió morir a sus fundadores, y en la
cual, desde aquellos días hazañosos, ningún esfuerzo humano prevalece.
No distingo la costa aunque sé que la tengo delante: aguas y brumas
tienden un cendal espeso en mi horizonte.
Suben ya por la borda los salivazos de la marejada y una luz siniestra
araña las nubes. Todo el barco se estremece jadeante, en pugna con la
tormenta. El primer oficial da sus órdenes en el puente, guarecido al
socaire de sotavento, y la marinería azoca los cabos y ligaduras, va y
viene, trepa y corre, vibrante como el buque.
Bajo de mi observatorio porque los golpes de mar, continuos y
crecientes, me obligan a más fácil postura. Sin conseguirla, aguardo
que pasen las malas horas, mecida por tremendos balances, asordada por
rumores furiosos.
Nadie acude a la llamada del almuerzo y nos le sirven trabajosamente
en los camarotes. Pienso en Luisa con inquietud, tratando de ir a
verla; pero la disciplina del barco no me permite salir ahora de la
cámara. Después de muchas dificultades logro mandar a Inés un recado
preguntando por la enferma, y la contestación no viene.
Se me hace el tiempo interminable; la tempestad me parece una pesadilla
que no se acaba nunca. El desplome de la ola y la locura del viento nos
envuelven en amargo fragor, bajo el cual gime el _Orcana_ estremecido
en todo su palpitante volumen, desde la roda y la quilla hasta la
jarcia muerta. Entre los tornillos vigorosos, crujen maderas y hierros
con extrañas voces, juntas en una sola expresión de rebeldía: es el
grito de la vida inerte, el alma insondable de las cosas mudas, que
también sabe de resistencias y de cóleras...
Va cayendo la noche. El frío y la soledad me producen una dolorosa
impresión de tinieblas y hielo. Y de pronto me levanto angustiada:
vienen a decirme que en plena tempestad Luisa ha dado a luz un hijo
prematuro; que el niño parece de vida y la madre se está muriendo.


V
LA CUNA TRÁGICA

Al través de muchos inconvenientes llego a la pobre enfermería del
sollado apenas amaina un poco el temporal.
Un penetrante olor de fiebre y de miseria me recibe antes de que yo
descubra el rostro de Luisa, que desangrada, moribunda, quiere sonreir,
y con un gesto henchido de fervorosa expresión me señala su nene,
un montoncillo de carne tibia, dormido a los pies del camastro con
envidiable sosiego.
--¡Que le cuiden, por Dios, hasta que le recoja su padre... ya ve usted
cómo estoy!...
Trato de endulzar la tremenda amargura de aquella voz y me apresuro a
prometer cuanto Luisa pide. Le llamea en la mirada una alegría fugaz
mientras respondo; luego, me toma las manos y, lentamente, con palabra
premiosa, dice que desde la víspera lleva el presentimiento de su
muerte encima del corazón. Este discurso opaco y anheloso, brota con
mansedumbre, y desgrana dulces frases conformes a la partida suprema;
pero vuelve a temblar, lleno de infinito dolor, cuando la mujer habla
del esposo y el niño y cuando ruega con desesperada súplica:
--¡No me tiren al mar!...
Inés me refiere, entonces, que toda la tarde sufre la moza un terrible
delirio. Morir no es para ella tanto como sentirse hundida en las
olas de este mar pavoroso que zarandea los barcos, los sorbe, y los
escupe a flor de agua, convertidos en tumbas, para escarmiento de los
navegantes.
Exaltada por la calentura, la enferma nos mira ansiosa y torna a
repetir:
--¡Que no me tiren al mar!
Nos esforzamos por tranquilizarla cuando la puerta da paso a un padre
dominico que viaja con nosotras desde Europa.
Llamado por Inés acude el P. Fanjul arrostrando como yo las
dificultades del trayecto, y gracias a la tregua de la borrasca.
Mientras se acerca a Luisa nos replegamos hacia el pasillo y hacemos,
desconsoladas, un penoso recuento de las tristes escenas que han de
sucederse a la desaparición de nuestra amiga. Hablamos sin soltar el
bandaraje que corre junto a la pared, inclinándonos la una hacia la
otra en cada fuerte cabeceo del buque.
Nos atribula pensar en el marido que en la costa vecina está esperando
lleno de ilusiones, y en los ancianos padres montañeses, yertos de frío
sin el sol de esta existencia que se extingue.
El aire, enrarecido y pestilente, sopla con lúgubre silbido en el
siniestro corredor. Dentro del camarote la voz serena y conqueridora
del P. Fanjul se levanta como una brisa de paz sobre el trágico vocerío
de los elementos...
El dominico manifiesta su propósito de no separarse de la moribunda.
Se informa, compasivo, de aquella pobre vida malograda y nos dice algo
de la suya propia, errante y misionera, siempre en acecho del humano
infortunio.
Tiene el Padre un rostro atormentado y fino como los santos del Greco,
la voz persuasiva y honda, la figura cenceña y elevada. Se sienta con
humildad junto a nosotras en el suelo, donde hemos colocado ahora el
miserable colchón de Luisa, buscando algún alivio a los terrores de
la infeliz. Piensa que los bruscos vaivenes la empujan a la mar, y se
agarra con manos trémulas a cuanto imagina que la puede sostener. Ya
no sosiega; su desvarío crece con la agonía y se enhesta amargado,
por instantes, con la terrible obsesión. El médico, que a instancias
nuestras la vuelve a ver, confirma con laconismo su diagnóstico mortal.
Sentimos que la tormenta, amansada un punto, se recrudece, y el P.
Fanjul sabe que el viento rola otra vez hacia el lado temible en estas
latitudes, el Brazo Tortuoso del Estrecho. Así el _Orcana_, mecido con
nuevo furor, salta, ruge y «se duerme», casi dominado por el oleaje.
A Inés le preocupa mucho el repunte bajo de la marea. ¿Cuándo será?
Dice que a esa hora mueren los enfermos en la marina y se asoma el
arrecife a mirarse, espectral, en el lívido espejo de las aguas.
De repente, un maretazo formidable nos derrumba en el mismo suelo donde
estamos. Se oyen crujir los miembros rotos del navío como si el mar
arrancase pedazos de la obra muerta: sin duda nos ha cogido una bárbara
ola de través.
El niño se despierta llorando, y el misionero se incorpora, solícito, a
bendecir la cabeza de Luisa que rueda inerte en la almohada...


VI
INSOMNIO

En largas horas no hubiéramos podido, aun queriendo, abandonar a la
muerta ni calmar el hambre de su hijo.
El temporal, monstruoso, nos apresó junto al cadáver, en la fétida
hondura del sollado, hasta cerca de la madrugada, y todos los humanos
quejidos tuvieron encima de nosotros un eco y una indecible expresión.
Gemía el pequeñuelo, y su vocecilla, feble y aguda, rodaba entre
los huracanes como una gota de agua en un torrente. Con estallidos
impetuosos se debatía, forzudo el barco; bramaba la nube, vociferaban
las olas, y el P. Fanjul, Inés y yo enhebrábamos el hilo de nuestras
plegarias en los fatales rumores de la tragedia.
Por la alta ventanuca, cuando el balance no la hundía en el mar,
veíamos cómo los relámpagos raían la sombra y cómo hervían las espumas
en la mareta rugiente.
Y aparte las visiones definidas y los determinados sonidos, nos
estremecían a cada momento unos soplos mudos y fuyentes como ráfagas
misteriosas de frío y de pavor, y unos lampos de luz en las pupilas
de la muerta, en los flavos ojos inmóviles y abiertos, que parecían
asomarse a lo infinito cuajados de inquietud...
Ya casi vencida la tormenta tiene el recién nacido donde aplacar su
sed de vivir. Y por acuerdo de los pocos españoles que viajamos en el
_Orcana_ tendrá Luisa un pobre ataúd donde esconder su hermoso cuerpo
a las primeras caricias del mar; ya que nos faltan aún tres días para
llegar a Talcahuano, primer puerto de la costa chilena, y no es posible
conservar hasta entonces el cadáver a bordo.
Incapaz de dormir, estoy en el alcázar desde el amanecer, buscando aire
y perspectivas como un desquite a la espantosa esclavitud de anoche.
Todavía lloran el viento y el mar en trémulas quejumbres que acompañan
a mis pensamientos atónitos. Siento el cansancio y la tristeza con
pesadez confusa que me inmoviliza envuelta en el abrigo, absorta en los
mirajes, lleno de lágrimas el corazón. Y necesito hacer un esfuerzo
para enterarme de los destrozos causados al _Orcana_ por la tempestad.
Han desaparecido la toldilla y el portalón; faltan pedazos de la
arboladura, tojinos y escalas, dos brazolas, un serení.
Vuelvo a sentarme, después de averiguar estas noticias con escaso
interés, y veo ensimismada, cómo huye la tierra patagona, solitaria
y bravía, toda florecida de expresivos nombres hispanos; desde su
costa atlántica hasta la salida del fiordo americano en el Pacífico,
el maternal lenguaje español la riega de membranzas plenas de un
significado heroico y ferviente: islas Tristes, punta de las Niñas,
ensenada del Engaño, bahía de los Desvelos, cabo Dañoso, golfo de las
Penas...
Y ya en la ruta abierta al viejo mundo por Magallanes, desde la bahía
Posesión hasta el cabo Deseado, siguen las palabras evocadoras y
rotundas, bendiciendo el señorío y la fortaleza de España.
Ni las altaneras cimas que parecen cosa del cielo, ni las restingas y
los veriles dejan de hablarnos en elocuente romance, y así el estuario
que más se interna adueñándose de la costa se dice el Seno de la Última
Esperanza...
No tardaremos en remontar la isla de la Desolación para salir al
Pacífico por el cabo de los Pilares, al filo de la media noche, en la
hora terrible de sepultar a Luisa bajo las aguas.


VII
LA FATAL CAÍDA

En el cielo, enjoyado y curvo, tiemblan de frío las estrellas; el mar
palpita henchido y amoroso, con un arrullo claro, y el _Orcana_, libre
de los ambages del Estrecho, navega en bonanza, con mucha gallardía.
Son las doce; no ha salido la luna. Avanza hasta la borda el silencioso
estol de la muerte, nunca más humilde y patético: cuatro marinos que
llevan el ataúd, un fraile que le bendice y media docena de curiosos,
entre los cuales dos mujeres sollozan.
Un tablón, tendido hasta la lumbre del agua, sirve a la caja fúnebre
de escalera; un responso, rezado con ardiente premura, la va siguiendo
en la fatal caída. Cuando se hunde, nos parece que el mar abate un
punto su resuello con la respiración suspensa; es que «el sagido» tiene
ahora una solemne expresión de ternura, un saludo lleno de acogimiento
y de reposo. En seguida vuelven a rodar las olas y a desmelenarse las
espumas con la infinita castidad del agua corriente y apacible: ¡ya
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