Recuerdos Del Tiempo Viejo - 13

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verdadero Espinosa, confundiéndole con el que él hizo ahorcar; pero
para el público tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento,
fisonomía, relieve, poesía. Julian hizo sus escenas del primer acto
con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo,
con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos
primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo
escénico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas
sin consecuencia. Quedó en el público el recuerdo de Matilde y la
curiosidad que habia excitado la exposicion.
En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde:
Barroso. Era éste un mozo sevillano, de los que vinieron á inocular
en la corte la sávia andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los
Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros
buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente
al progreso literario y político de aquella época. Antonio Barroso
era poeta; pero habiéndose presentado en el teatro privado del Liceo
con Ventura, Marrací, el marqués de Palomares y demás sócios de la
seccion de declamacion, concluyó por consagrar al teatro su talento
nada vulgar, á consecuencia de los aplausos allí obtenidos y de la
buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado
el ingrato y difícil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al
dársele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como él
de abordar, estudiar y probarse en un carácter que podia colocarle en
muy buen punto de partida para su carrera dramática, y muy alto en
la consideracion del público si acertaba á desempeñarle con éxito.
Era Barroso un mancebo de buena estatura, cenceño y nervioso, de
cabeza pequeña y rubia, pero de aguileño perfil y límpidos ojos y
correctamente colocada sobre los hombros.
Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y
comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa
esperanza inconsciente que hace atrevido á todo talento meridional,
Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se
identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla,
sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró tan
poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposicion
del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena
resaltó como sombra negra é infernal de aquella blanca y celeste
aparicion, entre cuyas dos figuras iba á pasar desde la hostería
al patíbulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma
del perpétuamente acusado y jamás reconocido soberano pastelero de
Madrigal.
Barroso en la escena VI secundó y sirvió de apoyo á Julian con la
atencion perpétua de su maestra ejecucion; desarrolló tan á tiempo y
alternativamente su doble carácter de juez y de reo con el marqués
de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI
endecasílaba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su
corazon, toda la poesía de su amor recóndito, y toda la grandeza de
su incondicional abnegacion; en un juego escénico tan infantil como
apasionado, con un acento de castísima ingenuidad, con una declamacion
tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan melódicas,
tan suaves y tan variadas, que encantó, enterneció, fascinó y exaltó
al público, arrancándome á mí las lágrimas: á mí, poeta entusiasta y
satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como
si estuviera oyendo arrullar á una paloma enamorada de un ruiseñor. El
arte de Matilde reverberó con tal intensidad, rebosó tan profusamente
sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poesía de
Aurora, concluyó la escena en universal aplauso.
En el acto tercero, Barroso tomó creces tan imprevistas ante la
seguridad de su éxito y la esperanza de su porvenir, que comenzó desde
la primera á dominar la escena con su atencion nunca distraida, su
figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente
juego escénico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira
se iban desarrollando y apoderándose de su espíritu. La escena sétima
entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una
ribera donde yo cogia
yerbezuelas y conchas, del rugiente
mar que sus ondas sin cesar mecia,
de un monasterio triste y solitario
fundado al pié de un monte, y vagamente
la memoria de un templo, con su coro
enverjado, sus techos con pinturas,
su altar lleno de flores, su sagrario
iluminado con mecheros de oro;
el recuerdo tambien, porque la daban
miedo aquellas inmóviles figuras
de mármol que tendidas reposaban
encima de sus anchas sepulturas,
es preciso habérsele visto y oido hacer y decir á Matilde; la creciente
angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ingénua y
enamorada doncella... es preciso habérsela visto representar á Barroso
en la noche del estreno; pero la escena novena volvió, no á enfriar,
pero sí á descolorar la representacion.
Lo misterioso de la historia, lo terrorífico de la situacion, la calma
heróica del rey mártir, la indecisa concentracion de las pasiones del
juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron
por un momento á la verdad el dominio sobre la poesía y partió en
silencio al patíbulo el incógnito é innominado protagonista. Quedó el
teatro y el público en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda
del éxito y más convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza
no es la verdad del arte. Esta volvió á surgir en la escena al recobrar
Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos
inciertos, la voz perdida aún en la cavidad de la garganta, sin que el
aliento pudiera aún extraerla de los pulmones, preguntó:
¿Qué sucede? ¡ay de mí! los pensamientos
no acierto á combinar en mi cabeza.
¿Y Gabriel?
y empezó á buscar á Gabriel y á sentir por la ventana el rumor de la
plaza, y vió y escuchó, pero no concibió lo que oia ni lo que miraba,
pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeció. ¡Allí va! ¿A
dónde se le llevan sin ella? ¿qué palos son aquellos? ¿qué le ponen
al cuello? ¡es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. ¡Un
sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta á Santillana:
pero vos, ¡miserable! que sois hombre,
gritad conmigo...
y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido,
el estertor, todo junto, que constituyó la exclamacion de Matilde _¡ay!
¡es ya tarde!_ no son para escritos.
Lo más á tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida
es el decir á Santillana:
Tomad: sepamos la verdad postrera,
y obligarle á tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del
rey Don Sebastian.
Lo mejor que hizo Matilde en _Traidor, inconfeso y mártir_, fué el
final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar á su padre...
estuvo sublime de dolor y de ira:
¡Tu hija!--¡Esto tan sólo me faltaba!
Tú, para que su muerte te perdone,
me llamas hija tuya... mas te engañas,
nada hay en mí que tu maldad abone,
para tí solo hay ódio en mis entrañas.
Aquí acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastró á prolongar
con veintiseis versos más tan repugnante escena: sólo Matilde pudo
hacerla pasar.
El telon cayó en un momento de silencio, que se cambió en un espontáneo
y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio:
Julian sonreía, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como
si fuese á sufrir un ataque de nervios... de mí no sé lo que era...
Pero ¿gustó el drama?
Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche:
Romea le retiró á los pocos dias del cartel, y no se volvió á hacer más
en el teatro del Príncipe.
Andando el tiempo, Catalina, separándose de Julian, formó compañía y
ajustó á Matilde; y habiéndose llevado con ella la mayor parte del
repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi _Traidor,
inconfeso y mártir_. ¡Qué éxito el del pastelero! Mi drama se hizo
en todas las provincias, y en todas las Américas, y aún es hoy de
repertorio en todos los teatros, ménos en los de Madrid; y he visto
actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que
siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian.
Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado
á conocer en todos los países en que se habla la lengua castellana,
gracias á Catalina.
¡Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cariño fraternal
y la gratitud, que la tengo y la tendré siempre.
_Post scriptum._--¡Pobre Barroso! Víctima de la medicacion á grandes
dósis, murió de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y
otras drogas de este jaez. En un ensayo exhaló repentinamente un
profundísimo gemido: dió luego un gran grito y dijo: «¡me muero!» y
una repentina parálisis comenzó á apoderarse de su cuerpo, comenzando
por los piés. No hubo tiempo más que para conducirle á la habitacion y
cama del portero, donde recibió la Extrema-Uncion, y espiró contando
_cómo se moria_: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya
se me muere el corazon... lo último que pareció vivo en él fueron los
ojos, cuyos párpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del
_Traidor inconfeso y mártir_, dejé de escribir para el teatro.


XXI.

Aquí debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va á seguir, no
deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece,
más que á mis Recuerdos del tiempo viejo, á mis memorias póstumas:
es exclusiva y personalmente mio, es historia íntima de mi corazon:
va acaso á ser enojoso para mis lectores de _El Imparcial_, y no va
seguramente á interesar más que á dos docenas de viejos como yo, que á
aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin á despertar
en ellos más que un sentimiento ficticio, efímero, _artístico_, si se
me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un
drama sentimental miéntras á la representacion asistimos. Lo que va
á seguir es una página de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el
protagonista; ¡y soy yo tan poca cosa para hablar tánto de mí mismo!
Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres años que se habla
de mí en España: quiénes me celebran y quiénes me critican; algunos me
calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de mí dicen, y pocos
dejan de juzgarme sin pasion, porque ya nadie me conoce á través de
tánto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de _D. Juan
Tenorio_.
Los meridionales, y más que ningunos los españoles (y más entre estos
los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores
y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un
sucedido, un dato cualquiera, sin añadirle algo de nuestra cosecha; así
que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia
ó el suceso narrado, ni el que la inventó ni al que le sucedió; y como
cada cual sostiene las añadiduras y variaciones por él intercaladas en
el relato, é impugna ó contradice las de los demás, todo copo de nieve
llega á ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una
novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada
del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de
los hombres notables: al contrario, comienzo siempre á simpatizar con
toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido á quien se
critica; porque estoy convencido de que tánto más de bueno deben de
tener, cuanto más de malo les aplica y atribuye la maledicencia.
De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares.
Hay sobre la mujer mil pareceres;
allá va el mio aunque parezca raro:
yo amé toda mi vida á las mujeres;
entendámonos bien y hablemos claro:
más que por torpe gérmen de placeres
me es el amor de las mujeres caro,
porque ellas son, por más que digan otros,
muchísimo mejores que nosotros.
Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio;
yo de hablar de ellas bien tengo manía;
al que habla de ellas mal tengo por necio,
falto de corazon y cortesía.
No objeto para mí de menosprecio
son, sinó manantial de poesía:
no obró conmigo mal jamás ninguna,
y debo más de un bien á más de una.
Desde la vírgen que en los cláustros ora
hasta la vil, impúdica ramera
que, enfangada en el vicio, á cada hora
á sí se infama y á su raza entera,
toda mujer que deshonrada llora,
toda la que en dolor se desespera,
de su duelo ó su infamia, no os asombre,
la ocasion ó el orígen es un hombre.
Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto á las mujeres, sigo
adelante con las que respecto á mí mismo voy aduciendo: y no creo que
voy muy descarriado al creerme con derecho á decir algo de mí mismo,
despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y
tres años, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo,
en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y
escrito de mí; de mí, pobre insensato que nunca supe contentar á nadie,
ni acerté con nadie á quedar bien, y á quien Dios acordó lo único bueno
que de nada en España sirve: la modestia de reconocerse y la humildad
de no aspirar á nada; no creyéndome para nada con aptitud, por haberme
pasado la juventud concentrado en mí mismo, aspirando sólo á conseguir
un ideal que sólo dentro de mí mismo albergaba mi esperanza, y en
la soledad de mi alma únicamente crecía, como una palma estéril sin
compañera, condenada á secarse sin fruto en el desierto de mi inútil
existencia.
Voy, pues, á alargar con unos capítulos más estos Recuerdos, y á decir
de mí mismo y de mi casa lo que yo sólo sé; porque por mucho que de mí
sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los críticos, los
murmuradores y los entremetidos, sólo los necios podrán disputarme el
derecho de saber mejor que yo lo que por muchos años he guardado entre
pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jamás ha
formulado.
Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando á un lado digresiones
y zarandajas.
Era jefe político de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario
Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya
muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima
de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos años en
una ciudad de Francia, que por entónces vivia sola en Madrid, porque
se habia extrañado de la única hija que de su único matrimonio habia
tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman
de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de
fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el
tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad
de su tiempo, no habia perdonado jamás á su hija, que vivia en Toledo
en donde yo la conocí, tan honrada como pobre y tan contenta con su
mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz
olvido de su madre orgullosa ó descorazonada.
Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio
de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano,
y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con
las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido
al extravío juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la
ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija
preciosa á quien habia bautizado con el poético nombre de Esperanza: la
chica era á los catorce años una preciosa criatura, cifra expresiva de
la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no albergó nunca bajo su
techo á su tan hermosa como inocente nieta... é ignoro lo que de ésta
y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella
vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envió con
un guardia civil una carta anunciándome que el Excmo. Sr. Benavides, su
jefe, deseaba que me avistara con él en su gabinete, de nueve á diez de
la noche, para un asunto que me concernia.
Alarmó á la gente de mi casa aquella cita con puntas de órden; pero
como nunca me habia yo mezclado en la política, acudí sin inquietud al
gabinete del jefe político, que era por otra parte lo más político y
bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente
de letras, y especialmente benévolo conmigo.
La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada
y extraña en su forma; mi padre, despues de seis años de emigracion,
en vista de que casi todos los de su partido, acogiéndose á las
amnistías, habian regresado á sus pátrios hogares, y de que S. M. la
Reina D.ª Isabel II reinaba tranquilamente en España, reconocida por
todas las potencias de Europa, se convenció de que su constante y leal
adhesion á la causa del Pretendiente no le serviria más que para morir
inútilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se
decidió á enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso
de volver á España.
Pero esta representacion se dirigia á S. M. la Reina, empezando con
estas palabras: «Señora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. José
Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc., etc.,» lo
cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no
reconocia Reina de derecho á D.ª Isabel. El jefe político, por encargo
del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma
de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no
dijo más aquella grave autoridad que estas palabras: «En ese caso...» y
encogiéndose de hombros, dobló el papel en que me mostró la firma.
Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr.
Benavides correspondió con la reserva que á mí me convenia guardar
en aquel caso por respeto á mi padre, me despidió con muy corteses
palabras, y yo me apresuré á ir á tranquilizar á mi mujer; en España no
las tiene nadie consigo cuando tiene que habérselas con la autoridad.
Yo fuí quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sueño en toda
la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia
levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion
un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo
de mi esperanza. Tenia yo entónces fé en muchas cosas en que hoy ya
no creo, y quedábame aún un amigo en cuyos consejos esperar podia, en
cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para
derramar mis lágrimas. Era este el docto é ilustre prelado D. Manuel
Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de Córdoba, y que
moraba entónces en la corte y en la calle de la Union por ser senador
del reino. El Sr. Tarancon, condiscípulo de mi padre, á quien éste
tenia en muy alta estima y que á mí me profesaba un cariño paternal,
habia sido mi catedrático y mi confesor.
Habia gozado con los éxitos de mis obras, como si verdaderamente mi
padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia
corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de
haber llegado á ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia
cuidado en la universidad, y al chiquitin á quien habia visto romper
á hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del
hogar paterno. Aún tengo en mis pupilas la imágen venerable de aquel
sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado
hábito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que
me contemplaba con los ojos arrasados en lágrimas, pasando por mis
abundosos cabellos sus aristocráticas manos, y derramando con sus
santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi
alma. ¡Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos!
Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el más precioso,
y su figura es la más augusta é imponente que esculpida en la mia
conservan mi gratitud y mi veneracion.
Por él supe pocos dias más tarde que el Gobierno habia enviado á mi
padre autorizacion para volver al suelo pátrio, reconociéndole ántes
sus títulos y gerarquía, considerando sus años de emigracion como
pasados al servicio de la Reina, y señalándole veinte mil y pico de
reales de jubilacion que le correspondian por su categoría en la alta
magistratura. Debia todo esto mi padre, no sólo á la influencia de mi
reputacion literaria, sinó á la eficaz proteccion con que le ayudaba
un conocido personaje, que aún vive y conserva su influencia en los
negocios políticos de nuestro país; pero á quien yo nunca he tratado,
de quien no sé si se ha ocupado jamás de mí, ni si ha leido una letra
mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: «Prepara
en tu casa un aposento para tu padre, que vendrá la semana próxima.»
Mi mujer se ocupó con miedo y alegría del mueblaje y decoracion del
alojamiento de aquel tan esperado y temido huésped, y anduve yo ocho
dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y
avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de
la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.
Diez dias despues recibí un billete en que me decia el obispo Tarancon:
«Mañana llega tu padre; pero no vayas tú á esperarle ni á recibirle;
debe de ver y hablar á otra persona ántes que á tí; yo le tendré un dia
en mi casa y te le llevaré á la tuya.» Y todo se hizo como Tarancon
lo dispuso; y él llevó á mi padre á su casa, y estuvo y habló en ella
con él á solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entró con el
venerable prelado el ex-superintendente general de policía del Rey D.
Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de _Don Juan Tenorio_.
Mi padre era el último eslabon entero de la rota cadena de la época
realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista
absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de
sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cláustro de la
de Valladolid; convencido desde su niñez de que sólo el estudio del
derecho, la teología y los cánones podia producir hombres, y de que
sólo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y
posicion social. Yo era el primero y débil eslabon de la nueva época
literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas
clásicas, el fuego fátuo, leve é inquieto, personificacion de la
escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no
rendido, iba á perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la
inmensidad desconocida en que iba á arrojarme, fiaba en mis nacientes
alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo,
el último y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se
enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cariño, y
brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por
las lágrimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados
y exprimidos por un placer inexplicable.
Yo no he tenido hermanos: mi padre me separó de sí á los nueve años
para meterme en un colegio, y habíamos vivido juntos muy poco tiempo:
él no habia modificado su cariño ni sus derechos paternales en la
gradacion del trato de su hijo niño, adolescente, mancebo y al fin
hombre; me encontraba niño como cuando de nueve años me separó de sí; y
viejo robusto y de elevada estatura, me levantó en sus brazos como si
todavía no hubiera pasado de aquellos nueve años á que su cariño y sus
recuerdos paternales se remontaban. Al volver á dejarme en el suelo,
dijo mi padre contemplándome, no sé aún con qué sentimiento:--«¡Qué
chiquitin te has quedado!»--El obispo Tarancon, que enjugaba sus
lágrimas sin rebozo, le dijo:--«Chiquitin es; pero se ha colocado á tal
luz que ya te cobija con su sombra.»--No sé lo que pensó mi padre, que
no respondió á la halagüeña alusion del prelado. Mi mujer le mostró y
condujo á su habitacion: el buen obispo de Córdoba nos dejó en ella
muy satisfecho, y quedólo no poco mi padre de hallar en mi casa la
paz doméstica, y el tranquilo bienestar de la medianía á quien nada
falta ni nada sobra. Halló en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas
y dedicatorias leyó con mucha atencion, y sin atreverse en largo
espacio á volverse á mí, para no dejarme ver la emocion que le causaban
aquellos emblemas poéticos de la efímera gloria de su hijo. Así comenzó
la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo.
Comimos, salió él en carruaje á sus visitas y volvió á las diez y media
de la noche. A las once anunció su necesidad de recogerse: le ayudé
á desnudarse, le acosté... y no me da vergüenza consignarlo: cuando
le tuve acostado, me senté en su cama, le dí mil besos, le hice mil
cariños, le dije mil niñerías; le traté como habria tratado á mi pobre
madre, acariciándole y mimándole como cuando yo tenia seis años. Rióse
él y enternecióse, y díjome en fin despidiéndome:--«Eres un chiquillo y
no tienes formalidad.» Le arreglé la ropa, le coloqué la pantalla en la
lamparilla, y dándole las buenas noches con el último beso... le dejé
solo con sus pensamientos.
No habíamos hablado de nada: nada nos habíamos dicho: ni una palabra
del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo
presente. ¿Qué pensaba de mí mi padre? Que me habia quedado chiquito y
que no tenia formalidad: esto era lo único que su lengua habia dicho,
pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las lágrimas
delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al
llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre.
Pero ¿quién iba á dominar mañana en su ánimo, el corazon ó la cabeza?
¿Quién se iba á revelar definitivamente, el padre ó el magistrado? Yo
dormí mal, y esta cuestion me tuvo insomne é inquieto toda la noche.
A la mañana siguiente, despues del desayuno, entabló á solas conmigo el
diálogo, sobre palabra más ó ménos, de esta manera.
--Necesito algo de algun ministro; ¿cómo estás tú con este Gobierno?
--Yo estoy bien con todos.
--Tengo una pretension en el negociado de Instruccion pública.
--El director es D. Antonio Gil y Zárate y el ministro Nicomedes Pastor
Diaz.
--Segun el prólogo que puso á tu primer libro, si no le has hecho
alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo.
--Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cariñoso, que
si hubiera cometido la torpeza ó tenido la desgracia de jugarle alguna
mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella ó me la hubiera
perdonado. Donoso Cortés, D. Joaquin Francisco Pacheco y Pastor Diaz me
han servido de padres en ausencia de V.
--Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. ¿Cuándo podré ver á
Pastor Diaz?
--Hoy mismo, á la una, en el ministerio. No será la primera vez que
hable V. con él.
--¿Te ha dicho?...
--Todo: que le debe á V. tal vez la vida.
--Es posible: su situacion era dificilísima. Venia yo de comisario
régio con la expedicion carlista que entró en Segovia. Creíamos
encontrarte allí con él.
--Yo esparcí la voz de que me encerraba en el alcázar, pero me volví á
Madrid.
--Te hubiéramos visto con gusto.
--Yo no le hubiera tenido en ir á Oñate á hacer versos á Cárlos V y á
San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el éxito de los que he escrito en
Madrid.
--Es verdad: Nicomedes se vió obligado á esconderse en un horno; yo lo
supe y me alojé en la casa en que estaba. En un momento en que soldados
revoltosos podian haber dado con él y cometer cualquier tropelía, me
senté yo á la boca del horno y entablé con él conversacion á través de
la tapa que le cerraba y que él sostenia por dentro. Le dije quién era
y le pregunté por tí. Cuando tocaron bota-silla, no abandoné aquella
casa hasta que las tropas comenzaron á salir de la poblacion, y le dije
el camino que íbamos á tomar para que echara por el opuesto.
--Así me lo ha contado él.
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