Recuerdos Del Tiempo Viejo - 10

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orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que
representaba, y al volvérsele las tornas, las galerías y la ignominia
ahogaron á las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos
tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y
permítame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de
Fabiani en «_La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito;_»
y cuente V. con este que le querrá siempre.»
No me sentó tan mal como me asombró la incomprensible partida mulata de
_X_, porque me revelaba más estupidez que malas entrañas; puesto que,
mero traductor de la novela de que me habia hecho _sacar_ el drama,
quien tenia derecho en resúmen á aparear su nombre con el mio no era
él, sinó Pietro Angelo Fiorentino--á quien yo habia robado por darle
gusto.
Tal es la historia de mi miserable rapsodia _Los dos vireyes_, y tal la
de su primera representacion; de la cual no he hablado jamás á _X_, ni
él ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia:
sobre mis hombros no pudo, empero, volver á poner los piés. Así vivimos
en estos tiempos y en esta sociedad, en que las medianías se atreven á
todo, y á todo tal vez alcanzan, ménos á engañar á la posteridad.
El 30 á las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del
portalon de maese Ménico; pues no hallándole en él, quise ver si podia
forzar el paso al, segun fama, impenetrable _sancta sanctorum_ de su
misterioso hogar. Subí rápida y llamé ruidosamente á la puerta en que
la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo
acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada
el mismo maese Ménico, por la barreada puerta, ante mí abierta de par
en par.
El genovés, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibió con algo
encapotado ceño y melancólica sonrisa; en los cuales mi extraviada
preocupacion y mi fantástico espíritu se empeñaban en ver algo
misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero él atajó
mis escusas diciendo:
--«Son las diez, y es la hora. ¿Trae V. el recibo?
--Sí, señor.
--Pues los seis mil están contados: y conduciéndome á través de una
antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, á
una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su
pupitre los trescientos duros en pilas de á veinte y cinco. Mostréle
mi recibo firmado y comencé á hacer rollos de á cincuenta, en los ocho
pedazos en que corté un periódico que me alargó.
Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba él
esperando distraido á que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en
su interior de mí por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca
destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi
irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que
hacia diez dias tenia en mis labios:--¿y _Stella_?
Sentí la mirada de Ménico sobre mi faz, y la busqué con la mia,
resuelto á todo: entre las blancas pestañas de sus hundidos ojos
percibí dos lágrimas, que no dejó rodar por sus curtidas mejillas,
enjugándolas ántes con el reverso de su mano.
--¿Stella?--dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi
pregunta.--¿Quiere V. verla?
--Si V. me lo permite...
--¿Por qué no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle á
V. oro, porque...
Interrumpióse sin acabar de darme su razon; concluí yo de liar mi sexto
rollo, y miéntras ataba los seis en mi pañuelo, completé néciamente mi
pensamiento, formulándole en esta menguada frase:
--Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya
voz arrulla los oidos.
--¡Desventurada!--exclamó el viejo;--«¡é la più sventurata creatura del
mondo! ¡Non può essere sposa, ne madre, ne padrona di sé stessa!»--Y
abriendo ante mí una puerta, me mostró en un gabinete cariñosamente
lleno de cuanto puede necesitar la coquetería mujeril, y en un lecho,
que no exhalaba más que virginales emanaciones, ni excitaba más
que castas ideas, la pálida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las
almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.
Sin poderme contener, exclamé:--¡Muerta!--Y Ménico, poniéndome
bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:--¡silencio: oye, está
en catalepsia!--y cogiéndome por el brazo, sacóme del aposento.
Iba yo estupefacto á pronunciar un vulgar _mi scusi_; pero el
infortunado maese Ménico me le atajó con otro, que en su boca y en
su situacion resultó sublime de abnegacion y sentimiento, y siguió
diciéndome:
--Es la última de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con
esa enfermedad, se casó con mi hija: sus dos mayores han muerto á los
21 años; ella de pesadumbre; él... á manos de la venganza; yo les he
enterrado á todos; no me queda más que Stella: si me sobrevive...
¡qué vida tan horrible la espera! Si se me muere... ¡qué soledad!...
_¡Misero me!_
Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia aún aplomo en el
teatro del mundo. Mudo é inmóvil, no sabia ni consolarle ni despedirme.
La vieja que se habia asomado al ventanillo, presentándose en la
antesala, dirigió á maese Ménico algunas palabras, que no comprendí:
éste me abrió la puerta de la escalera, y yo descendí por ella abrazado
con mi dinero, y me salí de aquella casa, más ébrio con la emocion y
el desencanto que la primera vez con el manzanilla.
Llegué al Hotel del Correo y hallé una carta que me habia traido de
Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir
á oscuras del teatro del Príncipe; Julian Romea habia cuidado de ella
en los primeros instantes, la habia conducido á casa con el doctor
Codorniú, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente á Madrid.
Hé aquí la historia de mis _Dos vireyes_ y de la primera salida del
Quijote de los poetas, á hacer por el mundo real la vida fantástica de
los pájaros y de los locos.
¿Qué logró en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desengaños y la
vergüenza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero quedó
en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste
recuerdo del tiempo viejo: la imágen de Stella.


XVIII.
CUATRO PALABRAS SOBRE MI «DON JUAN TENORIO».

Corria la temporada cómica del 43 al 44: Cárlos Latorre habia
trabajado en Barcelona, y Lombía solo sostenido el teatro de la Cruz
con su compañía, para la cual habia yo escrito aquel año tres obras
dramáticas: _El Molino de Guadalajara_, drama estrambótico y fatalista,
en el cual Lombía hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de
dificultades inútiles, que él superó con una paciencia y un estudio que
no sabré yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron
él, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que
fué lo que hizo el éxito de aquella mi extravagante elucubracion,
forjada con tan heterogéneos elementos.
La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de
Iradier para dormir á Azcona, arrancó aplausos hasta de las bambalinas;
pero repito que el éxito de esta obra se debió al esmero con que los
actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decoró;
pagando además las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y
no el público, me arrojaron la primera noche. Lombía no se descuidaba,
y era preciso que las obras que yo para él escribia no tuvieran éxito
inferior á las de Latorre.
_La mejor razon la espada_, refundicion ó rapsodia de _Las travesuras
de Pantoja_, fué otro de mis triunfos de aquel año; pero no hay para
qué alabarme por él, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de
Moreto, y no mio.
En Febrero del 44 volvió Cárlos Latorre á Madrid, y necesitaba una
obra nueva: correspondíame de derecho aprontársela, pero yo no tenia
nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril.
No recuerdo quién me indicó el pensamiento de una refundicion del
_Burlador de Sevilla_, ó si yo mismo, animado por el poco trabajo
que me habia costado la de _Las travesuras de Pantoja_, dí en esta
idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es
que, sin más datos ni más estudio que _El burlador de Sevilla_, de
aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Solís, que era la
que hasta entónces se habia representado bajo el título de _No hay
plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague_ ó _El convidado de
piedra_, me obligué yo á escribir en veinte dias un _Don Juan_ de mi
confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprendí yo con aquel
magnífico argumento, sin conocer ni _Le festin de Pierre_, de Molière,
ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que
en Alemania, Francia é Italia habia escrito sobre la inmensa idea
del libertinaje sacrílego personificado en un hombre: Don Juan. Sin
darme, pues, cuenta del arrojo á que me iba á lanzar ni de la empresa
que iba á acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon
humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto
como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuicion de poeta y en mi
facultad de versificar, empecé mi _Don Juan_ en una noche de insomnio,
por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la
criada de doña Ana de Pantoja. Ya por aquí entraba yo en la senda de
amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque
el ovillejo, ó séptima real, es la más forzada y falsa metrificacion
que conozco: pero afortunadamente para mí, el público, incurriendo
despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta
escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice á oscuras y de
memoria en una hora de insomnio. Escribílos á la mañana siguiente para
que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando
el cuaderno que iba á contener mi _Don Juan_, puse en su primera hoja
la acotacion de la primera escena, poco más ó ménos como habia hecho
en _El puñal del godo_, sin saber á punto fijo lo que iba á pasar ni
entre quiénes iba á desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo,
era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia á la hija
del Comendador, á quien mi D. Juan debia sacar del convento, para
que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las demás
puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fué el más inocente,
el más vulgar, el más necesario á un autor novel: el de presentar á mi
protagonista, á quien puse enmascarado y escribiendo, en una hostería y
en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia
peores un colegial que todavía no habia visto el mundo más que por
un agujero; y para calificar á mi personaje, lo más pronto posible,
como temiendo que se me escapara, se me ocurrió aquella hoy famosa
redondilla:
«¡Cuál gritan esos malditos!
pero mal rayo me parta
si en acabando mi carta
no pagan caros sus gritos.»
La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta
cuarteta, más era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque
yo todavía no sabia qué hacer con él, ni lo qué ni á quién escribia:
así que comencé á hacer hablar á los otros dos personajes que habia
colocado en escena, sólo porque lógicamente lo requeria la situacion:
el dueño de la hostería, y el criado del que en ella habia yo metido á
escribir.
La prueba más palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que
los personajes que en escena esperaban, más á mí que á él, eran Ciutti,
el criado italiano que Jústiz, Allo y yo habíamos tenido en el café
del Turco de Sevilla, y Girólamo Buttarelli, el hostelero que me habia
hospedado el año 42 en la calle del Cármen, cuya casa iban á derribar,
y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un
pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, á quien nunca se
encontraba en su sitio al primer llamamiento, y á quien otro camarero
iba inmediatamente á buscar fuera del café á una de dos casas de la
vecindad, en una de las cuales se vendia vino más ó ménos adulterado,
y en otra carne más ó ménos fresca. Ciutti, á quien hizo célebre mi
drama, logró fortuna, segun me han dicho, y se volvió á Italia.
Buttarelli era el más honrado hostelero de la villa del Oso: su padre
Benedetto vino á España en los últimos años del reinado de Cárlos III,
y se estableció en aquella hoy derribada casa de la calle del Cármen,
cuya hostería llevaba el nombre de la Vírgen de esta advocacion,
y en donde yo conocí ya viejo á su hijo Girólamo, el hostelero de
mi _Don Juan_. Era célebre por unas chuletas esparrilladas, las más
grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia
vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia.
Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos
_tortellini_ napolitanos se sostenia el establecimiento. Viví yo seis
meses alojado en el piso segundo de su hostería, tratado á cuerpo de
rey por un duro diario, y allí tuve por comensales á Nicomedes Pastor
Diaz y á su hermano Felipe, á García Gutierrez, á Eugenio Moreno Lopez
y á otros muchos á quienes gustaban los _tortellini_ y las chuletas de
Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, murió tan
pobre como honrado y desconocido, y de él no queda más que el recuerdo
que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo.
Por lo dicho se comprende fácilmente que no podia salir buena una obra
tan mal pensada; pero no quiero decir aquí lo que de ella pienso,
porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula _Don Juan
Tenorio ante la conciencia de su autor_, publicado á fines de un mes de
Octubre, para que el público tenga presente mi opinion al asistir en
Noviembre á sus obligadas representaciones; en nuestro país nadie se
acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo.
Haré sin embargo brevísimas observaciones sobre mis más pasaderos
descuidos, para probar tan sólo la ligereza imprevisora y la falta de
reflexion con que mi obra está escrita.
Pero ántes de todo voy á responder á algunas objeciones á que da lugar
la severidad de mis juicios. No hablo con la crítica racional, sinó con
la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejarán de decir:
1.º Que insulto al público criticando y dando por mediana una obra que
aplaude hace treinta y seis años.--No.
2.º Que soy ingrato y mal español, despreciando la reputacion fabulosa
que por mi _Don Juan_ me ha acordado.--Tampoco.
3.º Que de lo que con mi crítica trato, es de perjudicar á mis editores
y á las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis
obras.--Mucho ménos.
A lo primero, respondo que mi _Don Juan_, tal como está, tiene
condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta
años es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo
cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el público
que la aplaude, reconociendo como él sus defectos: es decir la parte
inteligente del público, porque el vulgo no es nunca juez competente ni
aceptable ni aceptado en materias literarias.
A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el
aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por
lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sinó aceptarla
con justa medida en lo que vale. Y aquí me ocurre una observacion,
y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi _Don Juan
Tenorio_ y alcanzado el éxito colosal que yo con el mio, hubiera sido
probablemente necesario echarle de España ó encerrarle en un manicomio;
porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y
tener estátuas en vida.
Y á lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva
contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi _Don
Juan_ en época en que aún no existia la ley de propiedad literaria,
en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida más
de lo que yo esperaba, me dirigí francamente al Gobierno, diciéndole:
«Mi _Don Juan_ produce un puñado de miles de duros anuales á sus
editores, y mantengo con él en la primera quincena de Noviembre á todas
las compañías de verso en España; pero como tu ley no tiene efecto
retroactivo, no por el mérito de mi obra, sinó por lo que á los demás
produce, no me dejes morir en el hospital ó en el manicomio.»
El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me dió pan y con él me
he contentado.
Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra;
Revilla y otros críticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion
de que deben corregirse y de que su autor está, no sólo en el derecho,
sinó en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que
la hará durar largo tiempo sobre la escena, un génio tutelar en cuyas
alas se elevará sobre los demás Tenorios; la creacion de mi doña Inés
cristiana: los demás Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son
hijas de Vénus y de Baco y hermanas de Priapo; mi doña Inés es la hija
de Eva ántes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas
de flores y ébrias de lujuria, y mi doña Inés, flor y emblema del
amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden de
caballería. Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes,
quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata,
la ilumina y la da relieve es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el
creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear á D. Juan. El
pueblo aplaude á éste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria
las de un calavera mal criado; pero aplaude á doña Inés, porque ve
tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma
del poeta: la inteligencia y la fé. D. Juan desatina siempre, doña Inés
encauza siempre las escenas que él desborda.
Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus
primeras palabras son:
Ciutti... este pliego
irá dentro del orario
en que reza doña Inés
á sus manos á parar.
¡Hombre, no! en el orario en que rezará, cuando usted se lo regale;
pero no en el que no reza aún, porque aún no se lo ha dado Vd. Así
está mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella
tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las
horas. El primer acto comienza á las ocho; pasa todo: prenden á D. Juan
y á D. Luis; cuentan cómo se han arreglado para salir de su prision:
preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el
acto segundo diciendo D. Juan:
A las nueve en el convento,
á las diez en esta calle.
Relój en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se
estrenó, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el
entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos
minutos son exclusivamente propias del relój de mi D. Juan. En el
tercer acto se oye el toque de ánimas; yo tengo en mis dramas una
debilidad por el toque de ánimas; olvido siempre que en aquellas épocas
se contaba el tiempo por las horas canónicas; y cuando necesito marcar
la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no sé dónde, y
pregunto qué hora es á las ánimas del purgatorio. La unidad de tiempo
está _maravillosamente_ observada en los cuatro actos de la primera
parte de mi _D. Juan_, y tiene dos circunstancias especialísimas; la
primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho ménos tiempo del que
absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni
el público saben nunca qué hora es.
En el final, D. Juan trae á los talones toda la sociedad representada
en el novio de la mujer por engaño desflorada, en el padre de la hija
robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza
trás el seductor, el robador y el sacrílego: en aquella situacion está
el drama; por el amor de doña Inés, va á matar á su padre y á D. Luis,
y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti;
pues bien, en esta situacion altamente dramática, aquel enamorado que
por su pasion ha atropellado y está dispuesto á atropellar cuanto hay
respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van á
poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar á su amada
más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye
la cancion del pescador y los gorjeos de los ruiseñores, en aquellas
décimas tan famosas como fuera de lugar: doña Inés las encarrila
desarrollando á tiempo su amor poético y su bien delineado carácter, en
las redondillas mejores que han salido de mi pluma.
De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dramática situacion
tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya
acertado ni pueda acertar á decirlas bien. El público, que se las
sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo á un clown que
va á dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo
artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el
cariño que sus suaves, cariñosas y rebuscadas palabras exigen... ¡ay de
mí! como aquellas décimas no fueron por mí escritas acendrándolas en el
crisol del sentimiento, sinó exhalándolas en un delirio de mi fantasía,
resulta su expresion falsa y descolorida por culpa únicamente mia; que
me entretuve en meter á la paloma y á la gacela, y á las estrellas
y á los azahares en aquel duo de arrullos de tórtolas, en lugar de
probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de
aquel amor profundo, único, que celeste ó satánico, salva ó condena;
obligando á Dios á hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la
segunda parte de mi _D. Juan_.
Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la
del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto á éste y
arrancar un aplauso, las declama á gritos y sombrerazos como se hace
hoy por nuestros más roncos y aplaudidos actores... el aplauso estalla,
es verdad; pero ¿á quién pertenece? Al actor, no; porque al exponerse
á arrojar por la boca los pulmones arroja con ellos al sentido comun
por encima de la batería del proscenio, en cambio del aplauso de los
engañados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas
resultan poco ménos que bofetadas para él, á quien jamás pudo
ocurrírsele que tuvieran que ahullarse y berrearse unas décimas tan
artificiosas y tan mal traidas, pero forjadas con los más poéticos
pensamientos y expresadas con las más suaves, armónicas y cariñosas
palabras.
¿Qué quiero yo decir con esto? ¿Que los actores no saben representar
mi _D. Juan Tenorio_? No: quiero decir que _en mala situacion no hay
actor bueno_; que obra mia es aquella situacion mala; y que yo, que no
transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los
actores que transigen con la suya en las mias.
¿Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi _D.
Juan_, y al hablar con tal ingenuidad de mí mismo, desacreditar mi obra
y conspirar contra su representacion y éxito anuales, por el inútil
y villano placer de perjudicar á mis editores y á los empresarios y
actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece?
Estúpida ó malévola suposicion. _D. Juan Tenorio_, que produce miles
de duros y seis dias de diversion anual en toda España y las Américas
españolas, no me produce á mí un solo real; pero, me produce más que á
ningun actor, empresario, librero ó especulador: porque la aparicion
anual de mi _D. Juan_ sobre la escena, constituye á su autor su fénix
que renace todos los años. _D. Juan_ no me deja ni envejecer ni morir:
_D. Juan_ me centuplica anualmente la popularidad y el cariño que por
él me tiene el pueblo español: por él soy el poeta más conocido hasta
en los pueblos más pequeños de España y por él solo no puedo ya en ella
morir en la miseria ni en el olvido: mi drama _D. Juan Tenorio_ es al
mismo tiempo mi título de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad:
cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tenga que pedir limosna, mi
_D. Juan_ hará de mí un Belisario de la poesía: y podré sin deshonra
decir á la puerta de los teatros: «dad vuestro óbolo al autor de _D.
Juan Tenorio_,» porque no pasará delante de mí un español que no nos
conozca ó á mí ó á él.
¿Cómo, pues, he de anhelar yo desprestigiar, ni desterrar del teatro
á mi venturoso desvergonzado _Don Juan_, que es el sér de mi sér y la
única esperanza de mi porvenir?
Pero ¿qué intereses ataca, qué amor propio ofende el modesto
conocimiento de sí mismo que el autor del tal _D. Juan_ manifiesta al
juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres años para estudiarla?
¿cuando, _velis nolis_, le han hecho presenciar ochenta veces su
representacion, durante la cual, á no haber sido de piedra como su
estátua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y héchose
cargo de cómo pasa lo que en ella sucede?
¿Seria posible, aunque para mí inconcebible seria, que se ofendiera la
crítica de que yo, á mis sesenta y cuatro años, al ajustar cuentas con
mi conciencia, dijera de mi _D. Juan_ lo que ella ó por consideracion
al autor ó por no atreverse á ir contra la corriente de la opinion,
no ha dicho en los mismos treinta y tres años? Es imposible; la
crítica tiene que ser hidalga y leal en España, como lo es su pueblo,
y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo sólo al autor, no
concediéndole ni permitiéndole nada, ni áun reconocer y corregir sus
defectos, sin corregir el mal gusto, cuando estravía los juicios del
público y el arte de los actores, ocasionando los escesos y faltas de
las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no
es sólo la palabra escrita del poeta.
Dejémoslo aquí. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no
he pretendido más que alegar el derecho y la obligacion que tengo
de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis
contemporáneos que me aplauden, ni la posteridad si de mí se acuerda,
tengan motivo dado por mí en que apoyarse, para creer que yo vivo
hinchado y esponjado como el pavon y sueño conmigo mismo cuando duermo,
por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he
escrito y hecho.
Y si hay alguno que me envidia el ser autor del _Don Juan_, ¡ojalá
pudiera yo traspasárselo para que gozara en mi lugar las consecuencias
de haberlo escrito!
La veracidad de mi opinion sobre esta obra la expresé muy claramente
y de todo corazon en las últimas redondillas de las que leí en un
beneficio que con él me dió Ducazcal en el teatro Español el año
pasado, que inserto aquí para concluir, y por creer que aquí tienen su
legítimo puesto y lugar.
En los años que han corrido
desde que yo le escribí,
miéntras que yo envejecí
mi _Don Juan_ no ha envejecido:
Y fama tal por él gozo
que se cree, á lo que parece,
porque _Don Juan_ no envejece,
que yo he de ser siempre mozo:
Y hoy el bravo Ducazcal
os anuncia en su cartel
que he de hacer aquí un papel,
que tengo que hacer ya mal.
Yo no soy ya lo que fuí:
y viendo cuán poco soy,
dejo á los que más son hoy
pasar delante de mí;
Pues por Dios, que por más brava
que sea mi condicion,
la fiebre rinde al leon,
la gota la piedra cava.
Aún latir mis brios siento:
pero es ya vana porfía,
no puedo ya la voz mia
pedirle otra vez al viento:
Y á quien me lo quiere oir,
digo años há por do quier,
que pierdo el sér de mi sér
y que me siento morir;
Pero nadie me hace caso
por más que hablo á voz en grito,
porque este _Don Juan_ maldito
por do quier me sale al paso;
Y ni me deja vivir
en el rincon de mi hogar,
ni deja un año pasar
sin dar de mí qué decir.
Yo me apoco dia á dia,
y este bocon andaluz,
á quien yo saqué á la luz
sin saber lo que me hacia,
me viste con su oropel
y á luz me saca consigo;
por más que á voces le digo
que ir no puedo á par con él.
Mas tánto favor os debo
por él, que en verdad me obliga
á que algo esta noche os diga
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