Recuerdos Del Tiempo Viejo - 09

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Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de interés como de órden,
por ser personales y desligados de toda adherencia con la política, el
progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido,
como una planta parásita sin raices que á su tierra la sujetaran.
Poseia en Cádiz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que
reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra.
Ni la dueña de aquella posesion conocia su finca, ni jamás habia estado
muy clara la historia de ella; habíasela cedido un pariente suyo en
cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en más de lo
que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse.
Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial,
cuyo abandonado edificio é inútiles utensilios habian ido vendiéndose
cuando la ocasion se habia presentado. Teníala entónces en arriendo un
signor Doménico Maggiorotti, genovés ó livornés, de una honradez sin
tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre
algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias,
como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando
habia hablado de calderas viejas y de útiles ya inútiles de hierro,
que allí arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para
cuya enajenacion pedia permiso; diósele siempre la propietaria, y el
livornés tuvo siempre á su disposicion el precio de lo vendido. Las
cuentas del año anterior estaban con él todavía pendientes, y por
el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la
piedra de una especie de estanques ó secaderos de cera; que cerería
aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la
finca. De la aclaracion de estos hechos y del cobro de la renta del
último año iba yo encargado, con legal poder y ámplias facultades de su
propietaria.
Fuíme una tarde con Allo á la huerta del Maggiorotti, quien, segun
costumbre de su país, se llamaba abreviadamente Ménico, y á quien
entre las gentes vulgares con quienes trataba, llamaban unos el señor
Ménico y otros el tio Mónico; no alcanzando la abreviatura del nombre
italiano. Dimos en la huerta, y topamos en ella con el signor Ménico
Maggiorotti; que era efectivamente mayor en años y en estatura que Allo
y yo juntos, y uno de los mayores hombres con quienes yo he tropezado
en mi vida. Tenia, segun nos dijo, setenta y dos años, y segun vimos
cerca de seis piés de alto, con una cabellera y unas patillas como
la nieve, unas cejas crecidísimas, bajo las cuales relampagueaban
dos ojazos de un azul pardo y de una admirable limpidez; una tez
curtida como si hubiese pasado mucho tiempo expuesto á los aires
del mar; una boca grande de perpétua sonrisa y guarnecida aún de su
completa dentadura, y unos hombros, unos brazos y unas manos fornidos,
musculares y encallecidas, como de quien debia de haber pasado largos
años en rudo y continuado ejercicio.--Saludéle yo afablemente; díjele
quién era, y exhibíle mis credenciales; tendióme él su diestra llevando
la zurda al sombrero, y miéntras por poco no me desmonta las catorce
coyunturas de mi mano entre las de la suya, me dijo con una voz como de
contramaestre hecho á mandar la maniobra entre la tempestad:--«Mañana
á las diez le llevaré á usted á su casa ocho mil reales, y los seis
mil trescientos restantes, el dia 30, á la misma hora: porque no
habiéndome usted avisado de su venida, no le tengo juntos los catorce
mil trescientos del total de su cuenta.»
Ocurrióseme decirle que á mí, como el más jóven, correspondia ir á
su casa; y contestóme, frunciendo más el entrecejo, y mirándome como
quien necesita seis como yo para almorzar:--«Si tiene V. empeño de
ir á mi casa, vaya; pero yo no hago ningun trato en mi casa, sinó
en los _Montañeses_ que tengo en frente de ella, y ante un jarro de
manzanilla, como tal vez no es costumbre entre los señoritos de Madrid,
y yo pago siempre.»
Acepté, tomé en mi cartera las señas de la casa y despedímonos hasta
las diez de la mañana siguiente. Allo y yo convinimos en que aquel
viejo tenia trazas de haber sido tallado sobre el modelo del Laoconte,
y de ser un hombre tan formal como poco hecho á sufrir cosquillas.
--Parece que no tiene muchas ganas de recibirte en su casa--me dijo
Allo.
--Y no sé por qué las tengo yo de meter en ella las narices,--le dije
yo; y nos fuimos á buscar á Jústiz, para ir á la ópera.
Al dia siguiente, exacto como un suizo, me presenté á las diez en casa
del signor Ménico, que la tenia en una calleja cerca de la muralla y
en frente de una tienda de montañeses; á la cual se entraba por un
patinillo cercado de un emparrado, bajo cuyos vástagos se veian cinco
ó seis mesillas, con sus correspondientes bancos, éstos y aquellas
clavados, que no asentados en el suelo.
La casa del signor Ménico Maggiorotti tenia su parte habitable en el
piso principal, que, sostenido sobre dos postes, gravitaba entero
sobre ellos y las paredes maestras de un gran portalon, todo lleno
en derredor de bien apilados sacos de lana, en la cual comerciaba su
propietario. Enclavada en la pared de la izquierda, pendiente, estrecha
y de un solo tramo, una escalera de madera con su pasamano remataba en
una puerta de maciza encina, único paso al piso superior; y en vez de
postigo en ella abierto, se abria en la pared derecha un ventanillo,
que dominaba el portalon, y desde cuyo ventanillo, un hombre armado
de una escopeta de dos tiros ó de un par de pistolas, podia defender
la subida y la entrada de una docena de asaltantes, que caerian
infaliblemente uno tras otro ántes de que ninguno lograse forzar la
puerta. Mil suposiciones, á cual más absurdas, forjó mi imaginacion
de poeta y mi juvenil inesperiencia sobre las riquezas, la avaricia
y el misterio de la vida del signor Ménico á la vista de aquellos
sacos de lana, que representaban un buen par de sacos de duros, y de
aquella colocacion de postigo y escalera, que delataban muy calculadas
precauciones.
Y todos estos supuestos me los hice yo como autor acostumbrado á
preparar la escena de mis dramas, y como maniático tirador que no
veia por donde quiera más que escenarios ó tiros de pistola; miéntras
el corpulento signor Ménico venia á presentarme su mano de Titán,
abandonando un saco de lana sobre el cual dormitaba ó echaba cuentas
á mi llegada. Saludámonos, y atajando tiempo y cumplidos, el viejo
italiano, con su vigoroso acento, pero en un tono cariñoso y dulcísimo,
aunque imperativo, pronunció, llamándola, el más bello nombre de mujer
que habia yo oido nunca.
--_¡Stella!_--dijo, y á su voz asomó al ventanillo una cabeza
rubia, que respondió con una voz de indefinible dulzura: «Eccomi,
nonno.»--«Troverai un sacco con un pò di danaro sulla tavola: portalo
colla vesta:»--repuso Maggiorotti, y, unos momentos despues abrióse la
puerta y descendió, con el saco y la chaqueta por él pedidos, la más
deliciosa y poética criatura. Era una muchacha diez y ochena, blanca
como una perla, rubia como un querubin y ligera como una corza. Traia
el cabello recogido en dos trenzas sobre los hombros, con dos ligeros
rizos flotantes sobre las sienes, un corpiño de terciopelo negro
abrochado hasta el cuello con botones de plata, y un delantal blanco
encima de una falda gris; por bajo cuyos ribetes se la veia bajar sobre
dos piececitos inconcebibles, metidos dentro de dos escarpines de
charol con hebillitas de plata. _Stella_ la habia llamado su abuelo, y
á mí me pareció, en efecto, la estrella de la mañana.
Notó el viejo la impresion que en mí hacia la presencia de aquella
criatura, y diciéndola: «son qui alla bottega col signore,» la
despidió. Saludónos ella, y, al desaparecer en lo alto de la escalera,
me sacó maese Ménico de su portalon, diciéndome: «es mi nieta;» seguíle
yo, sospechando si podia ser un ángel á quien aquel viejo demonio debia
de haber arrancado las alas, y nos metimos uno tras otro en el patio de
la tienda de los montañeses.
Va á ser más fácil de comprender para mis lectores que para mí de
relatar, la escena de mis cuentas con el signor Ménico Maggiorotti;
porque la forma y consecuencias de tal escena son tan comunes y
vulgares, como extraño y fantástico su fondo. El hecho en resúmen,
por más empacho que confesarlo me cueste, fué que el signor Ménico,
bebedor consuetudinario, enterró en el fondo de un jarro de manzanilla
la razon de un muchacho, para quien era exceso lo que para aquel
costumbre; la manera visible con que se efectuó este entierro, fué la
de ingerir una á una en el estómago las aceitunas de un plato, y otra
á otra las cañas en que Ménico vaciaba el contenido del jarro; cuya
vulgar operacion vieron sin curiosidad ni extrañeza los propietarios
del local que detrás del mostrador estaban; pero su fondo, es decir,
la intencion del signor Ménico y el pensamiento mio, es lo de todos
áun ignorado, y lo que voy en breves palabras á revelar; si acierto
con las frases á propósito para escribir tan vulgar como fantástica
situacion. Comenzó el corpulento administrador por enterarme, entre
las dos primeras aceitunas y las dos primeras y aún inofensivas cañas,
de las partidas de cargo y data de su cuenta, y de la que á favor de
mi poderdante resultaba; vació en seguida el saquillo que le habia
entregado su nieta, y apiló con la destreza y rapidez del más ducho
banquero de cabecera, primero las monedas de oro, despues los pesos,
y en fin, las pesetas, que componian la suma que me correspondia:
cuatro mil reales en onzas y cuatro mil en plata; hizo rollos primero
del oro, despues de los duros y de las pesetas; hízome guardar los
primeros en los bolsillos del pecho de mi levita y en los del chaleco;
metióme los de las pesetas en los del pantalon, y haciendo un lio de
los de los duros en mi pañuelo, lo colocó dentro de la comba que mi
brazo izquierdo trazaba sobre la mesa, é introduciéndome la cuenta en
el bolsillo del relój y guardando él mi recibo en su cartera y ésta en
el inmenso bolsillo de su chaqueton de pana, dijo: «ahora emprendámosla
con el manzanilla.»
Pero todo esto que él hizo y que yo le dejé hacer, lo hizo él con la
calma, el aplomo y la prevision de quien sabia lo que iba á suceder, no
queriendo que sucediera nada que fuera en perjuicio de su honradez de
buen administrador y de pagador exacto.
Bebíamos y hablábamos del estado de la huerta, de lo que yo hacia en
Madrid, y de lo que pensaba hacer en adelante; de lo que él habia
hecho en Génova y en algunas otras partes del mundo por tierra y mar.
De mi manera de vivir debió comprender él muy poco, por ser para él
los versos despreciable capital y mezquino género de comercio; y de
lo que él habia hecho no comprendia yo tampoco mucho; porque además
de que me lo contaba por terceras partes, en dialecto genovés, en
italiano y en español, formulaba su narracion con tales circunloquios y
digresiones, que tan pronto llevaba mi atencion por el mar, en un buque
que iba y volvia á no recuerdo qué puntos de América; como por entre
los fardos, las cuentas y las disputas de una casa de tráfico en un
puerto del Mediterráneo; ya me hablaba de los granaderos de Nápoles y
de una campaña de Italia, ya de un barco pirata y de encuentros con los
contrabandistas de la montaña; ya de una casa tranquila y pintoresca
de la campiña de Livorno, cuyo interior tenian hecho un cielo una hija
y tres nietas como pintadas por Rafael: ya de una especie de génio
siniestro de su familia que habia enterrado vivas á todas aquellas
mujeres... y yo le escuchaba mirándole, á través del manzanilla sin
duda, ya soldado, ya pirata, contrabandista, comerciante, padre, marido
y abuelo de aquellos séres, que, tan hermosos como desventurados,
pasaban todos por delante de mí, y saludándome bajo la forma de aquella
_Stella_, que acababa de aparecer y desaparecérseme en el portalon de
la extraña casa de maese Ménico Maggiorotti.
Esta era mi idea fija, y la única clara que en el turbio cristal de
mi mente se dibujaba; en cuanto el más mínimo intervalo de aspiracion
ó reposo del viejo Ménico me lo permitia, intercalaba yo mi eterna
pregunta--«_¿y Stella?_»--á la cual oponia él tenazmente su eterna
respuesta--«mi nieta: mi última nieta»--y continuaba bebiendo y
hablando, y yo contemplando su enorme boca, ya jurando en genovés, ya
dilatándose en homéricas carcajadas; y sentíame fascinado por aquellos
dos ojos que brillaban inquietos y chispeantes bajo el toldo blanco de
sus nunca recortadas cejas. A veces enjugaba una lágrima con un pañuelo
de algodon, que sacaba y metia rápida y facilísimamente de un bolsillo,
en el cual cabria con comodidad una pieza entera de doce pañuelos; y á
veces dando un formidable puñetazo sobre la desvencijada mesa, hacia
saltar en ella el jarro, las cañas y mis rollos de duros envueltos
y anudados en mi pañuelo de batista, sobre el cual ponia él su mano
como único objeto de que habia que cuidar, diciendo «mi scusi...
ma...» y miraba al cielo cerrando el puño. Yo, asegurando tambien
por instinto mi dinero, aprovechaba aquel respiro para dirigirle mi
eterna pregunta--«_¿y Stella?_»--y él exclamó al fin levantándose y
apabullándose de través su sombrero hasta las orejas:--«¡Dio santo!
¡Stella... Stella!--¡Sventurata! ¡Condamnata á morte comme tutte le
altre!»
Habia yo llegado á aquel período en que el mundo baila y gira en torno
del mal bebedor, y al levantarse el signor Ménico, quise tambien
ponerme derecho; pero al levantarme comprendí que mis piés no podian
cómodamente con mi cabeza. Dióme el brazo maese Ménico; metióme el
pañuelo de duros en el bolsillo izquierdo de atrás de mi levita; y
arrollando este bolsillo en el faldon correspondiente, me lo colocó
bajo el brazo izquierdo, y diciéndome en su galimatías:--«Niente,
niente: en diez minutos se pasa todo: tenga firme el brazo, ed avanti
sempre: questo vino non é che fummo.»
Me sacó á la calle, me acompañó no sé hasta dónde; y yo, sintiendo
reirse y danzar al rededor mio la gente, la muralla, los árboles,
las fuentes y las casas, llegué á la mia, y dí conmigo y con mi
dinero en brazos de Jústiz, que casi lloraba, y de Allo que reia
como si él fuera el borracho. Yo, con una lengua que me pesaba seis
arrobas, acerté á decir--«ahí traigo ocho mil reales... acuéstenme...
y déjenme dormir»--me dejé desnudar, y ni ví cuándo me dejaban solo,
ni sentí cómo me cerraban puertas y ventanas; y en la lobreguez de
aquel vergonzoso y forzado sueño de mi primera embriaguez, no surgió
luminosa, ni siquiera por un instante, la pura y poética imágen de
aquella Stella fotografiada en mis pupilas y en mi cerebro, desde que
apareció en el último peldaño de la empinada escalera del portalon de
maese Ménico.--¡Tánto rebaja y embrutece tan innoble vicio al hombre
inspirado por la más espiritual y fantástica poesía!
No recuerdo si desperté ó me despertaron: pero anochecia cuando abrí
los ojos, y me hallé entre el melancólico Jústiz y el siempre alegre
Allo: interrogábanme ellos y respondíales yo: pero, ni me atrevia, ni
podia explicarles lo que todavía no se acusaba bien definido en mi
confusa memoria; excepto la de Stella, que, como la de los Magos, fué
lo primero que brotó claro del caos espirituoso que aún envolvia mis
enmarañados recuerdos.
Allo, hombre de sentido práctico, concluyó por declarar que lo que
sacaba en limpio de mi inconexo relato era, que el viejo italiano, fiel
á las costumbres del país, habia hecho beber más de lo que podia al
que no la tenia de beber en ayunas; pero que no habia motivo alguno de
queja, ni acusacion en él de torcido intento, puesto que los ocho mil
reales estaban completos y su cuenta exacta y sin tacha. Que aceitunas
y manzanilla era una nutricion andaluza insuficiente, aunque excesiva
para un castellano viejo; y que lo más acertado y perentorio era
sentarnos á la mesa, y que yo echara un buen lastre en mi estómago,
deslabazado por un vino chacharero y poco arropado, como la gente
ligera de ropa de la caliente Andalucía.
Sentámonos, pues, á la ya preparada mesa, que alegró Allo con su
conversacion un poco verde, que escuchó Jústiz con su atildada
compostura, y las _dos hijas de la casa_, sin darse por entendidas de
lo hablado, en atencion á una noble botella de Sillery que destaponó
y las sirvió Allo en són de próxima despedida; pues segun anunció,
debíamos embarcarnos para Málaga á la siguiente noche.
Y no sé por qué á tal anuncio se me oprimió el corazon.
Comí poco, bebieron Allo y las muchachas, y á instancias del impaciente
Jústiz, que no queria perder la salida de Salvatori en _Los Puritanos_,
ocupamos nuestras lunetas (hoy butacas) en el teatro. Una de las
mayores desventuras con que castiga Dios á un hombre es la de crearle
poeta; es peor que si le creara bizco: todo lo ve de través, y en
cambio de los imaginarios goces con que embelesa su espíritu, le
estravía en el mundo real y le condena á vivir fuera de su época y
extraño generalmente á sus contemporáneos. _Los Puritanos_ son para
mí la más deliciosa partitura de la escuela italiana; no tienen una
nota de desperdicio, y yo he sabido de memoria música y letra, á pesar
de que el libreto del conde Peppoli es indigno de aquella sentida
inspiracion de Vincenzo Bellini. Pues bien; yo escuché aquella noche
_Los Puritanos_ como quien oye llover: no me dí cuenta de nada de lo
que en escena pasaba; y desde que el primer coro cantó:
La luna, il sol, _le stelle_
le tenebre, il folgor
dan laude al Creator
in lor' favelle,
yo no pensé ni me fijé en más que en el recuerdo de la pálida nieta de
Ménico Maggiorotti, como si fuera la tiple que por la escena se movia:
al llamarla el bajo _l'angelica sua Elvira_ creí que se equivocaba,
y al oir al tenor juzgarla _tremante ed spirante_, los ojos se me
arrasaron en lágrimas. ¡Qué desventura la de nacer poeta! ¿Qué tenia
yo con la nieta de maese Ménico? ¿Sentia por ella desgraciadamente
una de esas pasiones que nacen, crecen, se desarrollan y hacen feliz
ó infeliz á un hombre en cinco minutos? Nada ménos que eso: era una
impresion poética, un misterioso castillo en el aire, forjado sobre
la vulgarísima historia de un tratante en lanas italiano que tenia
una nieta que se llamaba Stella; era que acababa yo de compaginar el
asunto italiano de mis _Dos vireyes_, cuyo éxito me tenia inquieto, y
aquella inquietud, unida al recuerdo de lo que en aquel drama pasa á
la enamorada Anunciata, me hacia esperar de Stella una heroina de un
cuento, fin de la historia de la representacion de mi drama; era, en
fin, la curiosidad, el sueño, el delirio de un poeta, que no ha visto
nunca la vida tal como es, ni las personas vivas sinó como personajes:
era una muchacha rubia, vista á través de una copa de manzanilla, vino
chacharero y poco arropado, como decia Lorenzo Allo.
Antes de acostarnos, acordaron éste y Jústiz nuestra partida para
Málaga: declaréles yo mi resolucion de quedarme: tenia que cobrar el 30
los 6,000 reales de mi crédito con maese Ménico. Allo se echó á reir:
Jústiz me miró tristemente. Allo me dijo: el italiano es hombre formal;
lo mismo te pagará el 30 que el 10, que estaremos de vuelta.
--No, repuse; quiero concluir mi _Cabeza de plata_.
--Otra cabeza rubia es la que ha barajado el seso de la tuya.
--Idos: me quedo.
--Pues nos iremos: quédate; pero volveremos por tí, y _velis
nolis_, aunque haya que romper alguna cabeza, tú volverás á Madrid
conmigo--dijo Allo--y nos acostamos.
Allo y Jústiz partieron á Málaga á la noche siguiente: en la mañana
del otro dia cambié yo de alojamiento: me ofendia la sonrisa perpétua
de aquellas dos muchachas morenas y alegres que me habian visto volver
de través, abrazado con el pañuelo de duros de Ménico: me disgustaban
los ojos negros, los rizos negros y las formas redondas de aquellas dos
andaluzas: yo soñaba rubio, veia rubio, adoraba lo blanco, lo esbelto y
lo ligero; lo robusto, lo redondo, me parecia materia bruta: lo blanco,
flexible y delicado, espíritu y corazon; lo andaluz, carne y prosa; lo
italiano arte y poesía.
Me instalé en el hotel del Correo, donde no habia más huésped que un
inglés, y cuyo camarero era italiano. Púseme á concluir mi _Cabeza de
plata_, para podérsela leer completa á la duquesa de Rivas, que habia
quedado curiosa da saber su conclusion, que ignoraba yo todavía á mi
paso por Sevilla.
Pedí al camarero noticias de Maggiorotti una noche.
--E un ogro, me respondió; non riceve nessun italiano in casa sua.
--¿Conocette Stella?--le pregunté.
--¡Chi! ¿Stella? ¿Una vecchia brutta?
--¡Va via, grand' imbecile!--le dije despidiéndole furioso.--¡Una
vecchia brutta Stella!... il Sole.
Marchóse el pobre hombre sin comprenderme... y quedéme yo tan asombrado
como él de lo dicho.
¿Quién era Stella? ¿Qué tenia para mí? Que Dios me habia hecho nacer
poeta y que habia dicho de ella maese Ménico: ¡Sventurata! ¡condamnata
á morte comme tutte!
Y todos nacemos condenados á muerte; sinó que los poetas vivimos como
sonámbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.
El inglés, único huésped del Hotel del Correo cuando yo tomé en él
aposento, era el compañero más á propósito para mí en aquella ocasion.
Taciturno gastrónomo, recorria todos los países del mundo para estudiar
la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia:
escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba sólo
algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua
Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias
calles y sus ya arboladas plazas, á la luz melancólica del astro
poético de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de
otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra.
Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras
y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles
y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga ó las recoge,
desde que sale hasta que se pone. Sé los infinitos ángulos y triángulos
que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y
las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que
estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado los balcones alumbrados
de las casas en que se vela ó se baila, de las puertas que se abren
para despedir á los contertulios á la luz de bujía, farol ó linterna;
todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con
precaucion y á oscuras para recibir ó despedir á los amantes; todos
los rumores de las pisadas que se acercan ó se alejan con resolucion ó
con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta
del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado;
del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas
están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un
poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis
comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en
aquellas de Cádiz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre
la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el
mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus
encrespadas olas; á través de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en
que el aire convertia la ola que en los peñascos se estrellaba, adoraba
yo á Dios y aspiraba la poesía que ha extendido sobre los mares para el
poeta creyente.
El mar es para mí el grande espejo en que se pinta la faz de Dios,
y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y móvil panteon de
líquido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo
á la tierra. ¡Qué mausoleo más magnífico que el mar! A quien naufraga
y muere en alta mar, le da Dios la muerte más dulce y sin agonía; una
impresion rapidísima de inmersion en un baño, un zumbido de oidos
semejante á una lejana música, un resplandor fosfórico que deslumbra
las pupilas... y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad.
¡Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso
y lo ridículo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar
verdadero de los que le aman, la hipócrita comedia del dolor de los
que le heredan, los falsos consuelos de los que están deseando que
espire pronto, ofendidos de su superioridad ó envidiosos de su gloria;
el entierro oficial, si es un personaje ó una celebridad; el olvido
inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba
por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que
olvida que le dijo al crearle: _Pulvis es et in pulverem reverteris_.
Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la
necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de
murallon roto, por donde yo miraba el de Cádiz en aquellas noches, me
volvia á mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se
alzaba sombría y casi aislada la casa de maese Ménico Maggiorotti. En
su esquina del Mediodía veia siempre iluminado por dentro el postigo de
una ventana. ¿Quién velaba allí? ¿Hacia allí las prosáicas cuentas de
sus sacos de lana ó de cuartos maese Ménico, ó mecian allí á la luz de
una lamparilla los sueños de la esperanza, el espíritu virginal de la
hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvia á mi
alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia á trabajar en mi _Cabeza
de plata_, bailándome perpétuamente delante de los ojos la rubia de
Stella; y el recuerdo de su poética imágen bajaba y subia perpétuamente
por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, miéntras con
ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente
el dia 30.
El veinte y ocho recibí una carta de Cárlos Latorre, en la cual me
decia: «Se levantó el telon sobre el primer acto de _Los dos vireyes_
con entrada llena. Mate llevó con aplomo sus escenas en verso, y el
público las escuchó con agrado: oyó sin repugnancia las en prosa,
gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluyó Azcona
caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudió: no me
lo esperaba, y comencé á respirar.»
«Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia
oleaje. Durante el entreacto, un criado incógnito habia repartido al
público, y no al buen tun, tun, sinó entre la gente de letras de las
lunetas (hoy butacas), quince ó veinte ejemplares de la novela _El
virey de Nápoles_, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una
nota con lápiz que decia «los diálogos que Zorrilla ha copiado en su
drama van marcados al márgen.» Los posesores de aquellos librillos
se los mostraban y pasaban riendo á los curiosos que se los pedian:
los palcos, las galerías y el pueblo pedian silencio: los actores no
comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron.
Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; quedó Mate sólo en
escena, y el público respetó su respetable personalidad; é hiriendo
sus oidos las octavillas italianas, comenzó á hacer silencio; y Mate
le aprovechó para decírselas tan vigorosa é intencionadamente, que al
concluirlas arrancó el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili
hizo un efecto inesperado; y Mate se llevó la sala con la redondilla:
con un cordel á la gola
y un crucifijo en la mano,
cantar haré á ese villano
su postrera barcarola,
y con un segundo aplauso preparó mi salida. Excuso ponderar á V. lo que
hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la
amistad.»
«En el entreacto segundo nos enteramos de la villanía de _X_, que era
quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la
novela; yo me apresuré á dar la clave del ataque traidor de que era V.
objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del
drama con todo el empeño de que hombres y mujeres fuéramos capaces;
pero _los amigos_ de fuera trabajaban en contra con los librejos; la
escena en prosa y los endecasílabos pasaron apenas difícilmente; y ya
temia yo una catástrofe para el final, cuando nos salvó lo que temíamos
que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la
escena VI, en la cual logré arrancar un aplauso y hacerme escuchar.
Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando
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