Recuerdos Del Tiempo Viejo - 08

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plaza del Rey; mis dos únicos vicios, porque en vicio les constituia
mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me
acompañaba _X_ el taquígrafo, tosco eslabon humano que con la humana
sociedad me encadenaba. _X_ no tiraba; juzgaba de los tiros, convenia
las apuestas, aplaudia los triunfos, y tomaba parte muy principal
en los almuerzos en que las ganancias se invertian. Mr. Arnaud, el
propietario del tiro, tenia para su establecimiento el reclamo de
nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en mí,
tres seguros mantenedores de las apuestas que él con extranjeros
generalmente entablaba, y que el bueno de _X_ con él organizaba y
llevaba á cabo; almorzando siempre, como árbitro y adlátere mio, con
los vencidos y los vencedores.
No puedo resistir al deseo de consagrar aquí cuatro renglones al
recuerdo de aquellos viejos compañeros de mis juveniles aficiones.
Monreal era un actor inimitable en lo que entónces se llamaba papeles
de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de
primera fuerza; pero habia que fiarle en las apuestas los primeros
tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacia perder
la serenidad á impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito
Valleras era un gaditano de 24 años, fino y esbelto como un galgo
inglés, caballeroso y leal hasta el recorte de las uñas, andaluz hasta
la médula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villanía como de
soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer tirador de
entónces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada
tiro al francés Arnaud, porque no se convalachara con ningun tirador
paisano suyo para desigualar la carga ó las ventajas de las apuestas.
Con Valleras y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas
se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas
colgadas á nueve distintas alturas, que debian casarse con las de nueve
tiros sin interrupcion; y rara vez le faltaba una por casar. De su
hidalguía es prueba irrechazable el hecho siguiente:
El francés Arnaud andaba siempre á caza de ingleses con quienes
empeñarnos en apuestas de tiro, y dió una vez con unos que nos
invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenia
precioso en su jardin de la casa de la calle del Barquillo, residencia
de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron
como gentes de la mejor sociedad, prévia la más irrecusable
presentacion. Tiraban con unas magníficas pistolas belgas, tres
pulgadas más largas que las nuestras: fiáronse á la suerte todas las
condiciones, y tocó á cada cual el derecho de usar de sus propias
armas. Durante los preliminares, Monreal y _X_ fijaron su atencion en
un inglés viejo, que sentado á la cabeza del tiro tenia un groom de
pié á su espalda y un gran saco á sus piés: era sin duda un maniaco
apostador.--«¡Ojo al saco!» dijo por lo bajo _X_;--y una mirada furtiva
de Mr. Arnaud nos probó á Valleras y á mí que el francés habia tramado
aquella conjuracion contra el saco del inglés. Tocó á los de Albion
tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo á treinta
pasos: tiró el primer inglés, é hizo blanco: tiró el segundo con igual
acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos tocó nuestro turno á los
españoles. Valleras permaneció impasible, apoyada la mano derecha en el
pilar de la barandilla, para tener la muñeca libre de sangre y el pulso
tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses á hacer su tiro, dijo
tranquilamente: «Mis compañeros y yo no hacemos ese tiro.»
Mr. Arnaud se mordió los labios, yo sentí palidecer mis mejillas, y
los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasion acompañada
de una sonrisa, en la cual su esmerada educacion no llegó á marcar
el desprecio. Valleras, sacando un puñado de monedas de á ochenta
reales isabelinas y recientemente acuñadas, mandó al criado poner una
en el blanco apoyada en el tapon de corcho tendido. Tomó su pistola,
y pasándosela á Monreal para el primer tiro, dijo á los ingleses:
«Nuestro tiro no pasa nunca de este tamaño.» El blanco se veia mal,
porque no era blanco sinó amarillo, y á treinta pasos sólo lo veia un
ojo de tirador; tiró Monreal y quitó la moneda; puso el criado otra, y
Valleras me pasó la pistola con que él tiraba; puse yo mi alma en mi
dedo índice, é hice blanco; Valleras dijo: «Yo no tiro eso: cuelgue
V. mis nueve balas.» Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron
respetuosamente, y el del saco se le entregó al groom, que desapareció
con él. La apuesta paró en un refresco y en un puñado de monedas que
Valleras y los ingleses dieron á Mr. Arnaud; y cuando á la mañana
siguiente, al volvernos á reunir en el tiro de éste, argüia á Valleras
por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las
puestas, Valleras contestó con su desenfado andaluz: «Mr. Arnaud, si V.
habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del inglés, hizo V. mal
en pensar en nosotros para sostener tal apuesta.»
Valleras murió dos años despues, de una afeccion pulmonar; Monreal
se metió una noche la bala de su último tiro en el cerebro... y yo
abandoné el tiro, cuando mis compañeros abandonaron el mundo.
Al montar Ignacio Boix su librería en la calle de Carretas, dando á
este ramo de comercio una forma y un impulso hasta entónces inusitado
en España, _X_ se ingirió en su casa como administrador, ya con ciertas
pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix
aceptó la literatura de _X_ bajo su palabra: dióse éste á escribir
algunos artículos en _El Pensamiento_, semanario que Boix fundó: ganóse
_X_ la confianza de éste como habia ganado la mia, y Boix le comisionó
para ir á establecer en Cuba y Méjico dos sucursales de su casa de
Madrid.
Hé aquí el talento y la historia de las medianías que saben no
desperdiciar la sombra de la más pequeña hoja que puede dársela: _X_
empezó por adherirse á la pequeñísima sombra que mi pequeñísima persona
comenzaba á proyectar: cobijóse despues á la sombra de mi casa: recogió
como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los más
íntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos años, salió para Cuba,
agente de la primera casa de librería, con mejor porvenir que yo, y
con el manuscrito inédito de mi leyenda de _El capitan Montoya_, de
la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y Méjico, acompañándola de
una biografía del autor _su grande amigo_, cuyo nombre iba con el suyo
en la primera página, viva representacion de mi personalidad: segundo
yo en aquellos países, que no pensaba yo entónces visitar despues de
él, ni _X_ pensaba que yo en ellos habia de hallar más tarde la huella
de sus pasos. Volvió á Madrid en 1842, trájome grandes noticias de
mi gran fama por aquellos países y del éxito fabuloso de mi _Capitan
Montoya_; pero ni á él le ocurrió darme, ni á mí pedírsela, cuenta de
lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos...
Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi
_Cada cual con su razon_ y las dos partes de _El Zapatero y el Rey_, y
_X_ me habia dado á leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino,
que habia traducido y publicado _allá_ en compañía de mi _Capitan
Montoya_ y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para
mí. Celebróme mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su
antigua intimidad conmigo, siguió acompañándome á los ensayos en el
escenario y á mi mujer en mi palco en las representaciones... y un dia
me preguntó que qué me parecia _su_ novela de _El virey de Nápoles_...
y otro dia que si se podria hacer de ella un drama... y una noche
que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si,
escribiéndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los diálogos de
la novela, y poniéndolos á nombre suyo, ponerle á él al par del mio
como autor dramático: _cosa_ que á él le daria una grande importancia
con su principal Boix, etc., etc.
¿Por qué no habia yo de ayudar á hacerse hombre á un tan buen amigo?
Me habia acompañado dos ó tres años cinco ó seis horas diarias, y dia
y noche en las épocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su
carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos
la prosa de mi vida... emprendí la transformacion de la novela _El
Virey de Nápoles_ en el drama _Los dos vireyes_; pero por más empeño
que puse en semejante trabajo, le concluí convencido de que habia
salido como no podia ménos de salir una obra malamente confeccionada,
muy desigualmente escrita y de éxito dudosísimo.
Llamé á _X_ y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre
leal, mi conciencia me obligaba á advertirle que _Los dos vireyes_
era un tiro que iba á salir para él por la culata; y que al silbarme
el público por primera vez, no faltaria á quien le ocurriera que
escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con _X_
me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal
éxito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba á
desacreditar y á cerrársela para siempre.
Pareció _X_ convencido de mis razones: y como la temporada cómica
iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado á dar la
tercera del año, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo
mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi
seguro del público y de una justa rechifla de la crítica por semejante
rapsodia.
Entregué mi obra á Lombía: recomendésela á Cárlos, poniéndole en los
pormenores de su historia: prometióme Cárlos, con el paternal cariño
que me tenia, ponerla en escena con tánto más esmero cuanto ménos
probabilidades de éxito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar
por más tiempo el compromiso de ir á pasar la Semana Santa con el duque
de Rivas, partí á Sevilla, huyendo de la primera representacion de
aquellos _Dos vireyes_, con cuyo azaroso porvenir dejé cargados á Mate
y Cárlos Latorre, diciéndome al meterme en la diligencia: «ojos que no
ven, corazon que no siente.»
¡Y qué recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan poético, es el de aquel
viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan
gran poeta y tan grande amigo como fué mio, aquel á quien yo llamaba
mi ángel, á quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria
vive aún por la amistad en mi corazon, y en España por el _Don Alvaro_,
que está todavía en pié sobre la escena en que hace cuarenta años que
apareció!
Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta
despues, me habian dado trabajo en sus periódicos, no habia yo dejado
pasar una semana sin publicar una ó dos composiciones por lo ménos:
en tres años habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor
Delgado. Desde que García Gutierrez me habia abierto la escena,
asociándome á él en el _Juan Dándolo_, habia yo presentado seis dramas,
benévolamente acogidos por el público, que tuvo sin duda en cuenta
al aplaudírmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha
priesa de meter ruido que llegara á los oidos de mi padre, emigrado en
Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel
tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un puñado de
onzas para mi solaz. Mi miedo al éxito de mis _Dos vireyes_, pedia á
Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era
el único que sabia lo que yo valia en dinero, que me gruñó siempre,
pero no me negó jamás el que le pedí, me dió el susodicho puñado de
onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que
Dios no ha concedido á ningun poeta al lado de los homóplatos. Dióme
Lombía una docena más de aquellas graves y amarillas monedas que por
atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto
y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dejé las dos docenas á
mi familia; y con el primer puñado en el bolsillo, me acomodé en la
berlina, que despues hemos llamado _coupé_, de la diligencia que á
las tres de una mañana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de
Alcalá.
Llevaba por compañeros á D. Juan Jústiz, noble mozo habanero, de tan
mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de
humor para gastarlas; á quien acompañaba Lorenzo Allo, otro habanero de
tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero,
con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el
gimnasio del conde de Villalobos.
Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el más agradable compañero del
mundo: tan enjuto como récio, era nervioso hasta tener trémulas las
manos, á pesar de lo cual tomaba café cuatro veces al dia; y usando en
anteojos de oro unos cristales de muy bajo número, alternaba con los
primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de cómo veia
el blanco, ni de cómo sujetaba é inmovilizaba sus nervios para hacer
finísimos tiros. Teníame una sincera amistad y sabia de memoria muchos
versos mios: dábame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan
diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto á
saltar un ojo de un puñetazo á quien no le concediera sin discusion que
era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de mí en el gimnasio
como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, é
hijo yo de su mismo padre.
Jústiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le
entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar
en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por
entónces no poco peliagudo en España, con los ocho cuartos y medio de
sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte
reales de sus onzas, las tres onzas y _dos duros_ de sus mil reales,
etc.; de modo que la más mínima cuenta tenia siempre más picos que una
custodia.
La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la
berlina que habíamos acudido con tiempo por no habernos acostado,
estábamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos á cargar el
carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La
empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocupó
el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, dió una voz y tendió
su fusta á los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus
herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.
La nueva empresa habia montado á la francesa sus tiros, sustituyendo
al antiguo rosario de mulas, enfrenadas sólo las dos del tronco y las
seis restantes encomendadas á un muchacho ginete en el mingo delantero,
un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y
cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de sólo
berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran á
las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son á aquellas sillas
de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel
ruido de los cascabeles, aquel perpétuo vocerío con que á sus caballos
animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban
y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de
postas, aquellas hosterías en donde se hacian los altos y las comidas,
conservaban el carácter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra
por donde viajábamos los españoles; y se veia el país, y se bromeaba
con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia tantas ventajas para
los intereses materiales, pero tenia más poesía que el actual nuestro
modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de
caballeros á los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo
de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de
la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la máquina lo arrastra
todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo
decia el refran: «de las vidas arrastradas... la del coche.»
El en cuyo _coupé_ íbamos Allo, Jústiz y yo paró en Ocaña para
almorzar. Sin que Allo y yo hubiéramos bajado los cristiles, ni
hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas
pasadas, por respeto al descanso de Jústiz, que iba convaleciente de
larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado á
nuestra amistad por su cariñosa familia. Pero al apearme en Ocaña,
unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en
tierra me decia la voz vigorosa del individuo á quien aquellos fornidos
brazos correspondian:--«¿Aquí tú, Pepe?»--Era Paco Elipe, diputado
bullicioso, poeta un poco excéntrico, pero no despreciable, hacendado
manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de
la de quien voy á traer algunos recuerdos á estos mios de aquel viejo
tiempo.--¿Quién es tan descortés ni tan ingrato que no se pare á dar
un apreton de manos al viejo amigo, á quien encuentra por acaso en el
viaje de la vida? ¿Y qué son estos recuerdos más que un viaje de vuelta
por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?
Paco Elipe fué sócio del Liceo y escribió de todo, en verso y en
prosa; y empezando por un drama en compañía de Romero Larrañaga,
titulado _La Vieja del Candilejo_, cuyo plan está no más preparado y
versificado limpia y galanamente: escribió otros más, y tuvo sus éxitos
y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fué uno de los que,
con quienes empezábamos á hombrear, arrimó el hombro para empujar el
carro del progreso de aquella época. Recto y tenaz, y de vigorosísimo
carácter, hacia y decia las cosas de muy original y personalísima
manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y echándose por descuido
una gota de él encendida en un dedo, en lugar de sacudírsela dijo,
conservando el dedo inmóvil: «¡Bruto Paco; para que no seas torpe otra
vez!» Y dejó apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el
Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y
tocóle á Elipe el de la _Noche-Buena_.
El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una
hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en
la tribuna; llegó su turno á Elipe, y en medio de muchas redondillas
facilísimas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los
panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo,
soltó con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:
Y aunque la ilacion se quiebre,
lo que no apruebo y resisto
es el mal gusto de Cristo
de nacer en un pesebre.
Y continuó su descripcion de la _Noche-Buena_ con tanta
imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio.
Fué el amigo más consecuente de José Fernandez de la Vega, el fundador
del Liceo, mal recompensado por todos los á quienes hizo hombres con el
establecimiento de tan única y brillante sociedad. El Gobierno no supo
dar á Vega más que el Gobierno de una provincia de tercer órden; y Paco
Elipe fué el más fiel amigo de aquel á quien tantos faltaron.
Pero de Paco Elipe haré más larga y justa mencion más adelante, porque
espero en Dios que me dará tiempo de hacerle una visita en su palacio
solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en él materia para más
curioso relato.
Con este mi tercer compañero de viaje almorcé en Ocaña, en un parador
nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas
de diez y ocho y veinte años, de trigueña tez, boca sensual y risueña,
grandes, negros y retozones ojos, moño de picaporte con zorongo de
largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ceñidos corpiños, y
sus estrechos y cortos guarda-pieses.
El conductor nos presentó á los postres un libro en blanco, en cuyas
hojas rogaba la empresa á los viajeros que anotasen las faltas de
servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas
quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos
muchachas, que embelesaban á los viandantes para que no comiesen más
que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de
vanas esperanzas para los comensales; y pedíamos á la empresa que, ó
suprimiese aquellas dos muchachas, ó que cambiando las horas de salida
de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sinó que
cenaran y pernoctaran en aquel parador de Ocaña.
* * * * *
El 1.º de Abril á las siete de la mañana nos apeamos de la diligencia
en Sevilla, café del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo á ver la
tierra por primera vez; y como el pájaro que deja por primera vez
el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad,
desempolvando sus plumas entre el fresco césped y las primeras
margaritas, y se baña en el brillante ajófar y las líquidas perlas de
las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes
orillas, me salí por la Puerta del Arenal á ver el puente, y el rio, y
la Torre del Oro, y á respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y á
bañarme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; á pasar, en
fin, una mañana de muchacho que hace novillos.
Y fué aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices,
y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del
egregio poeta, del cariñoso amigo, del entretenidísimo conversador, y
del nunca olvidado autor del _Moro expósito_ y del _Don Alvaro_.
El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de
Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un
oasis frondoso en el arenal desierto de mis estériles aspiraciones,
una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi
inutilidad viviente, mi improductiva é improvisora poesía. La casa del
duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruiseñores, donde fué á
albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.


XVII.
¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera á broma,
y hace bien, por vida mia.
Quien á Sevilla no vió
no vió nunca maravilla;
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir!»
dicen los napolitanos.
Y dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y á vivir!»

Esto digo yo de Sevilla en _La leyenda de los Tenorios_, y esto hice
cuando fuí á aquella ciudad sin más objeto que á ver á Sevilla y á
vivir. No existian aún en España las academias y los profesores de
_bombo_, ni _La Correspondencia_ anunciaba la salida de Madrid de don
Fulanito y doña Menganita, ni nos habian hecho cardenales, tratándonos
de _Eminencias_, á los que por algo comenzábamos á distinguirnos los
que aún no se distinguian por su profesion de _bombistas_; ni habíanse
aún establecido las sociedades y comisiones de aplausos mútuos que
anuncien, calificándolo de acontecimiento, la partida, la llegada ó
el resfriado de cualquier medianía ó nulidad, á quien cuatro amigos,
si no ella misma, dan importancia miéntras se lee el número en que se
da ó se la da bombo: así que pude yo pasearme por Sevilla con Allo
y Jústiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y
teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita
hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda
resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban á ver cómo era
el autor de _El Zapatero y el Rey_ cuando entraba ó salia en el café
del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia ó entraba en su
alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar
que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y
moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular
como mal juzgado todavía, de su drama _El Zapatero y el Rey_. Hacia, en
fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del pájaro, como dije en mi
número anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares,
cantar y esponjarse á la sombra y entre las hojas de los naranjos y las
magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los pájaros de rama en
rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruiseñores, que era la
casa del duque de Rivas.
En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias
de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras
horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la
duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian ó dibujaban
sus hijos, ó escuchaban todos al duque, que les leia ó recitaba
algunos de sus característicos romances, ó algunas de las consejas
por él recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura
del rincon de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos
con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y
completamente originales; y acompañaban su voz el murmullo del aire en
las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian
los dos balcones de aquella estancia. El cariñoso respeto y la cordial
é infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el
poeta, era la cualidad característica, el fondo típico de aquel cuadro
de interior, en cuya atmósfera se respiraba la más sincera alegría y la
más tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas,
en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos
labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonomías de
los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos álbums,
grabados y caballetes abiertos siempre, ó siempre cargados de algun
trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el
padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos,
en donde siempre habia murmullo de música ó de poesía, y cuyo silencio
era el són del agua y los árboles del jardin, daban á aquella casa un
carácter especial, único y típico, que me hizo calificarla de nido
de ruiseñores, y cuya paz fuí yo á interrumpir con el desordenado
turbion de versos de mi leyenda de _La cabeza de plata_, de la cual iba
escribiendo el último capítulo durante aquel viaje. Habia en aquella
leyenda (que el fin se publicó bajo el título del _Talisman_, y de la
cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamoradísimo Genaro, á
quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un
bárbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo á punto fijo cómo
concluir, pero que entusiasmó á la duquesa, complació al duque por lo
que me queria, y encantó á las muchachas por lo romántica y apasionada.
Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos
quitó de delante aquel ídolo á quien adorábamos, gloria de España,
cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su
_Don Alvaro_; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como
motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento á la
sombra suya, ni como halagüeña adulacion á los hijos vivos del amigo
muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de
aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches.
Obligábame á pasar á Cádiz un asunto de familia; y librándome á fuerza
de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del
duque, me embarqué con mis compañeros en un vapor que descendia el
Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle prosáicamente
desde una playa, me eché á lomos de aquella serpiente de plata,
que deshace las móviles escamas de sus dulces ondas en las amargas
profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que
se llama Cádiz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla diré una palabra
más; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya
dicho, ni estos recuerdos son memorias históricas, ni relacion de
impresiones de viaje, que obligan á seguir lógica y consiguientemente
una narracion; sinó la consignacion de mis ideas en un papel, segun en
mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Está ya convenido
que el autor del _Zapatero y el Rey_ y de _Margarita la Tornera_ es un
poeta... bueno ó malo, grande ó pequeño: pero ¿cómo fué poeta? ¿Cuáles
fueron los gérmenes de su inspiracion? ¿Qué influencia han tenido en
sus escritos las vicisitudes de su vida? ¿Qué hay en la suya íntima,
puesto que no la tiene pública no habiendo sido nunca más que poeta?
Esto es lo que él solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus
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