Recuerdos Del Tiempo Viejo - 05
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Mate la habia ideado y confeccionado sobre mi acotacion que dice: «La
sombra de D. Enrique... _aparece en lo alto del torreon, bajando poco
á poco hasta colocarse en frente del rey_.» Mate la habia registrado
en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por más exactamente
paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de
gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambaleándose como borracha,
convirtiendo la aparicion temerosa en ridículo maniquí. Añadióle Mate
peso en la cabeza y pataleaba como un ahorcado; púsosele á los piés
y cabezeaba como los gigantones de Búrgos: cuanto más ensayábamos la
presentacion de la sombra, más mala sombra tenia para el drama y para
la empresa: y á las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los
curiosos el teatro diciéndonos: «hasta mañana.»
Cárlos Latorre, despues de arrancar de cólera con las uñas una media
caña dorada de la embocadura, se fué á su casa renegando de la
empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajustó en aquel
desventurado teatro; y en él nos quedamos solos, Lombía paseándose por
detrás de los torreones de carton de Montiel, el maquinista Aranda por
delante con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca
de proscenio hilvanando una retahila de interjecciones de Andalucía, y
yo respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel «hasta mañana»
con que los amigos me habian emplazado tan sin merecerlo.
Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el
proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusion en que
sentia entrampado su pensamiento, trabó un pié en un aparato de
quinqués, portátil, volcólo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite
sobre un forillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que soltó
alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se
levantó éste exclamando--¡ya está!--y trepando á la escena, empezó á
extender el aceite por la tela del forrillo, miéntras acudíamos Lombía
y yo á ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguia
dando al lienzo sin cesar de repetir: «Ya está, hombres, ya está!» De
repente comprendimos el «ya está» de Esquivel por lo que éste hizo;
tomóme de la mano Lombía, y sacándome del teatro y dejando en él á
los dos pintores, nos despedimos todos «hasta mañana,» y al cruzar
la plazuela de Santa Ana para irme con el alba que ya lucia, á mi
casa, núm. 5 de la plaza de Matute, lancé al aire con todo el de mis
pulmones, aquel «¡hasta mañana!» que no habia podido digerir.
X.
Llegó, en fin, aquel mañana, que en los teatros es siempre noche. El
despacho del de la Cruz estaba cerrado, porque todas sus localidades
estaban ya vendidas. El alumbrante habia ya encendido los quinqués
de los pasillos; los actores pedian ya luz para sus cuartos, y los
comparsas se probaban los arrequives que mejor convenian á sus tan
desconocidas como necesarias personalidades. Los comparsas son en
el teatro y en la política de España lo más arriesgado y difícil de
presentar.
Tenia yo por contrata el derecho de ocupar el palco bajo del proscenio
de la izquierda en todas las funciones, excepto en las de beneficio:
generosidad que hasta entónces no habia costado nada á la empresa,
porque apenas habia tenido diez entradas llenas, fuera de los estrenos:
mi familia entraba en el teatro por la plaza del Angel, y al palco
por el escenario; con cuya costumbre sólo los actores me veian en el
teatro, á donde no iba yo nunca á hacerme ver, sino á estudiar desde el
fondo escondido del palco lo que en escena pasaba, y el trabajo de los
actores para quienes me habia comprometido á escribir. Aquella noche
ocupó mi familia el palco cuando aún estaba á oscuras la sala, dentro
de cuyo escenario por todas partes hacia miedo; yo subí al cuarto de
Cárlos Latorre.
Estaba solo con Agustin, el ayuda de cámara que le vestia, á quien
hallo aún en la portería de un teatro, y á quien doy la mano como si
fuera un antiguo camarada de glorias y fatigas: no há muchas semanas
me hizo venir las lágrimas á los ojos recordando á su amo á quien
adoraba; y eso que dice el refran que «no hay hombre grande para su
ayuda de cámara,» pero este refran es francés, y en España falso por
consiguiente. Cárlos se vestia cabizbajo, y la primera palabra que me
dijo: fué «tengo miedo.»--«Yo le tengo siempre, le contesté; aunque
nunca lo manifiesto.»--«¡Y yo que le esperaba á V. para que me diera
valor!» repuso: á lo cual, cerrando la puerta y mandando al ayuda de
cámara que no dejara entrar á nadie, le dije: «Hablemos cuatro minutos:
y si despues de lo que le diga no se siente V. con más valor que
Paredes en Cerignola, no será por culpa mia.»
Cárlos era un hombron de cerca de seis piés de estatura y podia
tenerme en sus rodillas como á una criatura de seis años. Habia
conocido á mi padre, superintendente general de policía; le habia
debido algunas atenciones en los difíciles tiempos en que mandaba en
Madrid y presidia los teatros; le habia Cárlos prestado armas y trajes
para que yo hiciera comedias en el Seminario de Nobles, y habia yo
empezado á declamar tomando á éste por modelo: pero por una de esas
revoluciones naturales en el progreso del tiempo, habíame éste colocado
en la situacion de tenerle que hacer observaciones y darle consejos;
que, en honor de la verdad, escuchó y siguió con la conviccion de
que eran dados con la más sincera franqueza y la más fraternal buena
fé. Durante dos semanas nos habíamos encerrado en su estudio, él y
yo sólos, y allí me habia hecho leerle y releerle su papel y decirle
sobre su desempeño todo cuanto pudo ocurrírseme. Él, el primer trágico
de España, sin sucesor todavía, la primera reputacion en la escena,
escuchó con atencion mis reflexiones y se convenció por ellas de que
su aversion á los versos octosílabos y al género de nuestro teatro
antiguo era injusta: de que su declamacion de los endecasílabos del
Edipo conservaba aún cierto dejo francés, que sólo le haria perder
la recitacion de los versos de arte menor, y de que las redondillas
de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos
estudiadamente colocados para que el actor aprovechara sin fatiga los
efectos de sus palabras, le debian de presentar ante el público, bajo
una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro Español, sin las
reminiscencias del francés, que era el único defecto que el público
alguna vez le encontraba. Todo esto habia yo dicho á mis veinticuatro
años á aquel coloso de nuestra escena, que iba á presentarse aquella
noche en el papel del rey D. Pedro, transformado en otro actor
diferente del hasta entónces conocido por gracia y poder de un
muchachuelo atrabiliario, que se habia atrevido á decir la verdad á un
hombre de verdadero talento y de verdadera conciencia artística.
Cuando aquel gigante se quedó solo en su cuarto con aquel chico, hé
aquí lo que éste le dijo á aquel:
«Dice el vulgo, mi querido Cárlos, que este teatro es un panteon donde
Lombía ha reunido una coleccion de mómias, que un chico loco está
empeñado en galvanizar. Usted es una de estas supuestas mómias, y yo
el loco galvanizador; pero yo, que le quiero á V. con toda mi alma,
y que espero que su voz de V. llegue con las palabras de mi rey D.
Pedro hasta los oidos de mi padre, emigrado en Burdeos, necesito que
resucite usted, aunque me deje en la oscuridad de la fosa de que usted
se alce. Jugamos esta noche V. y yo el todo por el todo; pero, aunque
se hundan el autor y el drama, es forzoso que el actor se levante;
nuestro público tiene aún en sí el gérmen del entusiasmo revolucionario
de la época, y el personaje que va V. á representar será siempre
popular en España. Vamos á tener además un poderoso auxiliar en Mr. de
Salvandy, el embajador francés, que ha pedido ya sus pasaportes y un
palco para asistir inconsciente á la representacion; «ya verá usted
la que se arma cuando salga Beltran Claquin.»--Cárlos Latorre brincó,
oyendo esto, de la silla en que estaba sentado, y yo seguí diciéndole:
«con que haga usted cuenta que representa V. á Sanson, y asegúrese
bien de las columnas; aunque no le darán á V. tiempo de derribar el
templo.»--Mucho me temo que me le den, me dijo no muy confortado por
mis palabras.--¡Qué diablos! repuse yo, si se le dan á V. sepúltese con
todos los filisteos. Yo me voy á mi palco.--Pero, ¿y la sombra, que
ni siquiera he visto? me dijo viéndome tomar la puerta.--Fíese V. en
Aranda, que tiene ya luz con que producirla, le respondí, escapándome
por el escenario.
Cuando entré en mi proscenio, ya habia empezado la sinfonía y el teatro
estaba lleno. Nunca he tenido más miedo, ni más resolucion de provocar
á la fortuna. A los tres cuartos para las nueve se alzó el telon; el
frio del escenario entró en mi palco, sin que yo le dejara entrar en mi
corazon. Se oyó el primer acto en el más sepulcral silencio; cayó el
telon sin un aplauso, pero yo conocí que la impresion que dejaba no me
era desfavorable.
Cárlos comprendió que necesitaba todo su brío y su talento para
atraerse á un público tan mal prevenido, y al levantarse el telon
para el acto segundo, encabezó su papel con uno de esos pormenores
que sólo saben dar á los suyos los cómicos como Cárlos Latorre. El
rey don Pedro se presenta de incógnito en el primer acto de mi obra:
al presentarse Cárlos en el segundo, presentó la figura del rey como
un modelo de estatuaria; apoyado el brazo izquierdo en el respaldo
de su sillon blasonado de castillos y leones, y el derecho en una
enorme espada de dos manos. Vestia un jubon grana con dos leones y dos
castillos cruzados, bordados en el pecho; un calzon de pié, anteado y
ajustado, sin una arruga, borceguíes grana bordados y con acicates de
oro, y gola y puños de encaje blancos; tocando su cabeza con un ancho
aro de metal, que así podia tomarse por birrete como por corona; de
debajo de la cual, asomando sobre la frente el pelo cortado en redondo
y cayendo por ambos lados las dos guedejas rubias, encuadraban un
rostro copiado del busto del sepulcro del rey D. Pedro en Santo Domingo
el Real. Era Cárlos Latorre un hombre de notables proporciones y
correccion de formas: sus piernas y sus brazos, clásicamente modelados,
daban movimiento á su figura con la regularidad académica de las de
los relieves y modelos de la estatuaria griega: siempre sobre sí, en
reposo y en movimiento, estaba siempre en escena; y ni el aplauso ni
la desaprobacion le hacian jamás salirse del cuadro ni descomponerse
en él. Al empezar el acto segundo, su figura semi-colosal, vestida
de ante y de grana, se destacaba sobre el fondo pardo de un telon
que representaba un muro de vieja fábrica, reposando perfectamente
sobre su centro de gravedad, ligeramente escorzada y en actitud tan
intachable como natural; y así permaneció inmóvil, hasta que el público
aplaudió tan bello recuerdo plástico del rey caballero á quien iba á
representar; y no rompió á hablar hasta que el general aplauso espiró
en el silencio de la atencion: parecia que allí comenzaba el drama. El
gigante habia tenido en cuenta el consejo del muchacho pigmeo, y el
actor habia ganado para sí al público que tan hosco se mostraba con el
autor.
En la escena endecasílaba con Juan Pascual desplegó Cárlos todas sus
poderosas facultades orales y toda la clásica maestría de su dominio
de la escena; la cual estaba estudiada con tan minucioso cuidado, que
tenian marcado su sitio los piés de los comparsas, los de Juan Pascual
y los suyos para la escena penúltima; y al decir al conspirador que si
el cielo se desplomara sobre su cabeza le veria caer sin inclinarla,
rugió como un leon estremeciendo al auditorio; y al barrer, despues de
un gallardísimo molinete de su tremendo mandoble, las once espadas de
los conjurados, al tiempo que el antiguo zapatero Blas abria tras él
la puerta de salvacion, el público entero se levantó en pró del rey
que tan bien se servia de sus armas, y aplaudió entusiasta la promesa
de su vuelta para el acto siguiente. El actor habia ganado la primera
jugada de una partida de tres. El rey habia derrotado el ala derecha
del enemigo: el público no habia visto jamás un combate tan bien
ensayado en los teatros de Madrid, y pedia ¡el autor! que no parecia.
Alzóse el telon sobre Cárlos Latorre; y cuando éste, dirigiendo la
vista á mi palco me dirigia una mirada de indefinible satisfaccion,
esperando que yo saltase á la escena para compartir con él un triunfo
que era solamente suyo, oyó con asombro á Felipe Reyes, _autor de la
compañía_, decir: «Señores, el nombre del autor está en el cartel y el
Sr. Zorrilla en su palco; pero suplica al público que no insista en su
presentacion, porque tiene mucho miedo al tercer acto.»
El público de entónces entraba en el teatro á ver la representacion
y se embebecia con lo que en ella pasaba; entendió que mi miedo era
natural y no insistió en llamar al autor; pero continuó aplaudiendo,
ayudado de _mis amigos_ que me tenian aplazado y me esperaban en el
acto tercero.
Levantóse el telon para éste. Era la primera vez que se veia la escena
sin bastidores: Aranda, malogrado é incomparable escenógrafo, presentó
la terraza de la torre de Montiel dos piés mas alta que el nivel
del escenario; de modo que parecia que los cuatro torreones que la
flanqueaban surgian verdaderamente del foso, y que los personajes se
asomaban á las almenas; desde las cuales se veian en magistralmente
calculada perspectiva las blancas y diminutas tiendas del lejano
campamento del Bastardo, destacándose todo sobre un telon circular
de cielo y veladuras cenicientas, representacion admirable de la
atmósfera nebulosa de una noche de luna de invierno. El pendon morado
de Castilla, clavado en medio de la terraza en un pedestal de piedra,
se mecia por dos hilos imperceptibles, como si el aire lo agitára, y
el aire entraba verdaderamente en la sala por el escenario, desmontado
y abierto hasta la plaza del Angel. La silueta fina de la Teodora,
cuya pequeña y graciosa cabeza, tocada con sus ricas trenzas negras,
se dibujaba sobre el blanquecino celaje, animaba aquel cuadro sombrío,
cuya ilusion era completa. Cárlos y Lumbreras yacian absortos en
profunda meditacion en los dos ángulos del fondo, de espaldas al
público, que aplaudió largo rato, y el pintor continuaba el triunfo
del actor. Teodora dió á sus breves escenas una melancolía tan
poética, Lombía al suyo una resignacion tan adustamente resuelta, y
prepararon tan maestramente la escena fantástica del fatalismo bajo el
cual se iba á presentar el rey D. Pedro, que cuando éste se levantó,
el público estaba profundamente identificado con aquella absurda
y fantástica situacion. Oyóse en silencio todo el acto; colocóse
Lumbreras (Men-Rodriguez de Sanábria) sobre el torreon del fondo de
la izquierda, y salió el rey con la lámpara del judío. Cárlos, al
colocarla sobre el pedestal, me echó una mirada que queria decir: ¡Y la
sombra! Yo permanecí impasible para no turbarle, y empezó su monólogo
con el temblor del miedo que tenia á la sombra, y que hizo, por lo
mismo que era un miedo real, un efecto maravillosamente pavoroso en
los espectadores. _¡Brotó la llama!_ dijo el rey D. Pedro, y apareció
detrás de él, cenicienta, callada é inmoble, la sombra transparente de
D. Enrique sobre el oscuro torreon: asombróse Cárlos de verla tan al
contrario de como la esperaba; identificóse con su papel, creciéndose
hasta la fiebre que se llama inspiracion: y cómo dijo aquel actor
aquellas palabras, cómo soltó aquella carcajada histérica y cómo cayó
riéndose y extremeciendo al público de miedo y de placer, ni yo puedo
decirlo, ni concebirlo nadie que no lo haya visto.
El público y el huracan entraron en el teatro: mis amigos ahullaban
de placer de haber sido vencidos; Aranda y Cárlos Latorre habian
convertido en éxito colosal el atrevido desatino de un muchacho, y la
empresa habia parado con él á la fortuna en el despacho de billetes
de su arrinconado teatro. Cuando Lumbreras anunció _¡el farol!_ y
se apercibió éste del tamaño de una nuez sobre la mirmidónica tienda
de Duglesquin, ya nadie escuchó la salida del rey. Cárlos, rendido y
anheloso, volvió á la escena con Teodora, Noren y Lumbreras á recibir
los aplausos del público, á cuyos gritos de «¡el autor!» volvió á
presentarse Felipe Reyes y á decir medio espantado: que yo tenia más
miedo al cuarto acto que al tercero.
El por entónces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia más
que por haberme encontrado várias veces en el tiro de pistola, y que
se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala,
aplaudia de pié en su luneta, dispuesto á sostenerme á todo trance,
comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.
Cárlos me envió á decir que «no estirase tanto la cuerda que la
rompiese.» Yo habia ensayado mi obra á conciencia: sabia cómo iban
á hacer la escena de la tienda Cárlos y Mate, y fiaba además en la
presencia del embajador francés en la de D. Pedro con Beltran de
Claquin. Esperé, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi
proscenio, y mi cálculo no salió fallido.
La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la
torre de Montiel: Cárlos dijo sus redondillas á los franceses con un
brío tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en
la que empieza _sí_, _si vosotros, señores_, é hicieron por fin la suya
él y Mate con tal verdad, que sólo pudo serlo más la realidad de la de
Montiel.
Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el público
quedó en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate pálido, sin
casco, desgreñado y saltadas las hebillas de la armadura, arrancó
un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto
segundo. Mate, casi tan alto como Cárlos, pero flaco y herido de la
tísis de que murió, se presentó trémulo del cansancio y del miedo de
la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y
dió á su papel una poesía y unos tamaños que no habia sabido darle el
autor. Cuando él concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su
manto á Cárlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante
de cansancio y de emocion á que el infante mostrase á Blas Perez su
cadáver. Cuando nos presentamos todos al público, me tenia de la mano
como con unas tenazas: y cuando caido el telon por última vez, me cogió
en brazos para besarme, creí que me deshacía al decirme las únicas
y curiosas palabras con que acertó á expresarme su pensamiento, que
fueron: «¡diablo de chiquitin!» y me dejó en tierra.
Así se ensayó y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero
y el Rey_, el año 41 ó 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la
fraternidad que entónces reinaba entre autores y actores; tal era
el cariño y entusiasmo del público por los de entónces, y tan poco
consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor éxito las vencia,
y el soplo vital de la lealtad las disipaba.
Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_
treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil
duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia
ocurrido á la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del
drama con que se habia salvado. Siempre en España ha sido considerado
el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la túnica de
Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho á hacer tiras y
capirotes.
Hasta que el viejo juez Valdeosera se presentó una noche á intervenir
la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lombía de que no podíamos
los poetas vivir del aire, y se apresuraron á darme paga cumplida con
intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la más
cándida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de
oro del que les habia traido la gallina que los ponia.
XI.
_De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras
dramáticas._
SANCHO GARCÍA.--EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.
Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz,
dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido á escribir
sólo para el de la Cruz, miéntras en su compañía conservara su
empresario á Cárlos Latorre y á Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el
único poeta que no ponia los piés en el saloncito de Julian Romea,
porque yo no he vuelto jamás la cara á lo que una vez he dado la
espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer
traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de
críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en
el Príncipe, á cuyas lunetas iba á aplaudir á Julian y á Matilde, pero
no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico;
era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba á dar sus batallas llevando
á mi lado á Bárbara Lamadrid y á Cárlos Latorre, con cuyos dos atletas
le dí algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados
de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan
ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch
su _D. Alfonso el Casto_ y su _Doña Mencía_, una porcion de primorosos
juguetes en prosa y verso, y las dos mágias _La redoma_ y_ Los polvos_:
diónos García Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho más
de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía,
metiéndose á autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanzó
un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asíduos en Doncel
y Valladares, que escribian á destajo para la actriz más preciosa
y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la
Juanita Perez, quien con Guzman en _No más muchachos_ y en _El pilluelo
de París_, habia hecho las delicias del público desde muy niña. La
Juana Perez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con
una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de
facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa
eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos
piés de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como
diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones
picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir
hasta á los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz
de hacer condenarse á la más austera comunidad de cartujos.
La Juana Perez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil
atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez
y siete años; y fué, miéntras las pisó, el encanto y la desesperacion
del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como
la _fée aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos
poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas
Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático
moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion
del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad
atrevida de Lombía, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez,
ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia
de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos
bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la
justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba á los espectadores,
y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada
quince dias, convertido en juguete valioso ó en ingeniosísima comedia,
un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien
veces más talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas
originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y
á los de _La rueda de la fortuna_, de Rubí, al _Muérete y verás_ y á
las trescientas obras de Breton, y á _Otra casa con dos puertas_, de
Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del
_D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D.ª Mencía_, y las mágias
de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se
elaboraba Lombía, asociado á Tirado y Coll, é impelidos los tres por el
fecundísimo Olona.
Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho García_, mi _Excomulgado_, mi
_Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_,
contribuyeron á nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, á
la inusitada perfeccion de detalles y á la perpétua atencion con
que me los representaban Cárlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes
encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia,
considerándole como á un hijo mal criado á quien se le mima por sus
mismas calaveradas y á quien se adora por las pesadumbres que nos
da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban á mis caprichos y se
doblegaban á mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis
obras no parecian los mismos que en las de los demás, y los demás se
quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. Cárlos
Latorre habia conocido á mi padre, á quien debió atenciones extrañas
á aquella _ominosa década_; Cárlos Latorre, de estatura y fuerzas
colosales, me sentaba á veces en sus rodillas como á sus propios
hijos, y me preguntaba cómo yo habia imaginado tal ó cual escena que
para él acababa yo de escribir: él me contradecia con su experiencia
y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba
forma práctica y plástica á la informe poesía de mis fantásticas
concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él los papeles, en
los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales
nos habia dotado á ambos la naturaleza, y... no necesito decir más para
que se comprenda cómo hacia Cárlos mis obras, como un padre las de su
hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.
Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima é intachable, mi papel
era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas;
pero, actriz adherida á Cárlos, compañera obligada en la escena de
aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis
dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas
innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como á una
hermana menor, á quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe;
yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez
veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia,
la ensayaba sus papeles como á una chiquilla de primer año de
Conservatorio; y á veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo
fuese, hasta llorar como una chiquilla, y á veces me obedecia resignada
como á un loco á quien se obedece por compasion; pero convencida al
fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de
la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis
obras, hacia en ellas lo que en _Sancho García_, lo que es lamentable
que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no
lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el
ruido de su voz y desaparece trás del telon!
En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinacion que la
supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan
vigorosamente el poder de una pasion tardía en una mujer adulta, que
traspasó al público la fascinacion del personaje, suprema prueba del
talento de una actriz. En las escenas sexta y sétima del acto tercero
se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que
no queria ni respirar. Bárbara tenia mucho miedo al monólogo: en el
segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y Cárlos
y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada,
conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su
izquierda por mí que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo
del proscenio. Cárlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres
aplausos nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras
obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más
profundo silencio hasta el verso vigésimo cuarto; pero en los cuatro
siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la
mujer, y al decir
«Hijo mio... ¡ay de mí! me acuerdo tarde,»
hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues
de un grito desgarrador, que el público estalló en un aplauso que
sombra de D. Enrique... _aparece en lo alto del torreon, bajando poco
á poco hasta colocarse en frente del rey_.» Mate la habia registrado
en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por más exactamente
paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de
gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambaleándose como borracha,
convirtiendo la aparicion temerosa en ridículo maniquí. Añadióle Mate
peso en la cabeza y pataleaba como un ahorcado; púsosele á los piés
y cabezeaba como los gigantones de Búrgos: cuanto más ensayábamos la
presentacion de la sombra, más mala sombra tenia para el drama y para
la empresa: y á las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los
curiosos el teatro diciéndonos: «hasta mañana.»
Cárlos Latorre, despues de arrancar de cólera con las uñas una media
caña dorada de la embocadura, se fué á su casa renegando de la
empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajustó en aquel
desventurado teatro; y en él nos quedamos solos, Lombía paseándose por
detrás de los torreones de carton de Montiel, el maquinista Aranda por
delante con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca
de proscenio hilvanando una retahila de interjecciones de Andalucía, y
yo respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel «hasta mañana»
con que los amigos me habian emplazado tan sin merecerlo.
Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el
proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusion en que
sentia entrampado su pensamiento, trabó un pié en un aparato de
quinqués, portátil, volcólo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite
sobre un forillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que soltó
alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se
levantó éste exclamando--¡ya está!--y trepando á la escena, empezó á
extender el aceite por la tela del forrillo, miéntras acudíamos Lombía
y yo á ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguia
dando al lienzo sin cesar de repetir: «Ya está, hombres, ya está!» De
repente comprendimos el «ya está» de Esquivel por lo que éste hizo;
tomóme de la mano Lombía, y sacándome del teatro y dejando en él á
los dos pintores, nos despedimos todos «hasta mañana,» y al cruzar
la plazuela de Santa Ana para irme con el alba que ya lucia, á mi
casa, núm. 5 de la plaza de Matute, lancé al aire con todo el de mis
pulmones, aquel «¡hasta mañana!» que no habia podido digerir.
X.
Llegó, en fin, aquel mañana, que en los teatros es siempre noche. El
despacho del de la Cruz estaba cerrado, porque todas sus localidades
estaban ya vendidas. El alumbrante habia ya encendido los quinqués
de los pasillos; los actores pedian ya luz para sus cuartos, y los
comparsas se probaban los arrequives que mejor convenian á sus tan
desconocidas como necesarias personalidades. Los comparsas son en
el teatro y en la política de España lo más arriesgado y difícil de
presentar.
Tenia yo por contrata el derecho de ocupar el palco bajo del proscenio
de la izquierda en todas las funciones, excepto en las de beneficio:
generosidad que hasta entónces no habia costado nada á la empresa,
porque apenas habia tenido diez entradas llenas, fuera de los estrenos:
mi familia entraba en el teatro por la plaza del Angel, y al palco
por el escenario; con cuya costumbre sólo los actores me veian en el
teatro, á donde no iba yo nunca á hacerme ver, sino á estudiar desde el
fondo escondido del palco lo que en escena pasaba, y el trabajo de los
actores para quienes me habia comprometido á escribir. Aquella noche
ocupó mi familia el palco cuando aún estaba á oscuras la sala, dentro
de cuyo escenario por todas partes hacia miedo; yo subí al cuarto de
Cárlos Latorre.
Estaba solo con Agustin, el ayuda de cámara que le vestia, á quien
hallo aún en la portería de un teatro, y á quien doy la mano como si
fuera un antiguo camarada de glorias y fatigas: no há muchas semanas
me hizo venir las lágrimas á los ojos recordando á su amo á quien
adoraba; y eso que dice el refran que «no hay hombre grande para su
ayuda de cámara,» pero este refran es francés, y en España falso por
consiguiente. Cárlos se vestia cabizbajo, y la primera palabra que me
dijo: fué «tengo miedo.»--«Yo le tengo siempre, le contesté; aunque
nunca lo manifiesto.»--«¡Y yo que le esperaba á V. para que me diera
valor!» repuso: á lo cual, cerrando la puerta y mandando al ayuda de
cámara que no dejara entrar á nadie, le dije: «Hablemos cuatro minutos:
y si despues de lo que le diga no se siente V. con más valor que
Paredes en Cerignola, no será por culpa mia.»
Cárlos era un hombron de cerca de seis piés de estatura y podia
tenerme en sus rodillas como á una criatura de seis años. Habia
conocido á mi padre, superintendente general de policía; le habia
debido algunas atenciones en los difíciles tiempos en que mandaba en
Madrid y presidia los teatros; le habia Cárlos prestado armas y trajes
para que yo hiciera comedias en el Seminario de Nobles, y habia yo
empezado á declamar tomando á éste por modelo: pero por una de esas
revoluciones naturales en el progreso del tiempo, habíame éste colocado
en la situacion de tenerle que hacer observaciones y darle consejos;
que, en honor de la verdad, escuchó y siguió con la conviccion de
que eran dados con la más sincera franqueza y la más fraternal buena
fé. Durante dos semanas nos habíamos encerrado en su estudio, él y
yo sólos, y allí me habia hecho leerle y releerle su papel y decirle
sobre su desempeño todo cuanto pudo ocurrírseme. Él, el primer trágico
de España, sin sucesor todavía, la primera reputacion en la escena,
escuchó con atencion mis reflexiones y se convenció por ellas de que
su aversion á los versos octosílabos y al género de nuestro teatro
antiguo era injusta: de que su declamacion de los endecasílabos del
Edipo conservaba aún cierto dejo francés, que sólo le haria perder
la recitacion de los versos de arte menor, y de que las redondillas
de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos
estudiadamente colocados para que el actor aprovechara sin fatiga los
efectos de sus palabras, le debian de presentar ante el público, bajo
una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro Español, sin las
reminiscencias del francés, que era el único defecto que el público
alguna vez le encontraba. Todo esto habia yo dicho á mis veinticuatro
años á aquel coloso de nuestra escena, que iba á presentarse aquella
noche en el papel del rey D. Pedro, transformado en otro actor
diferente del hasta entónces conocido por gracia y poder de un
muchachuelo atrabiliario, que se habia atrevido á decir la verdad á un
hombre de verdadero talento y de verdadera conciencia artística.
Cuando aquel gigante se quedó solo en su cuarto con aquel chico, hé
aquí lo que éste le dijo á aquel:
«Dice el vulgo, mi querido Cárlos, que este teatro es un panteon donde
Lombía ha reunido una coleccion de mómias, que un chico loco está
empeñado en galvanizar. Usted es una de estas supuestas mómias, y yo
el loco galvanizador; pero yo, que le quiero á V. con toda mi alma,
y que espero que su voz de V. llegue con las palabras de mi rey D.
Pedro hasta los oidos de mi padre, emigrado en Burdeos, necesito que
resucite usted, aunque me deje en la oscuridad de la fosa de que usted
se alce. Jugamos esta noche V. y yo el todo por el todo; pero, aunque
se hundan el autor y el drama, es forzoso que el actor se levante;
nuestro público tiene aún en sí el gérmen del entusiasmo revolucionario
de la época, y el personaje que va V. á representar será siempre
popular en España. Vamos á tener además un poderoso auxiliar en Mr. de
Salvandy, el embajador francés, que ha pedido ya sus pasaportes y un
palco para asistir inconsciente á la representacion; «ya verá usted
la que se arma cuando salga Beltran Claquin.»--Cárlos Latorre brincó,
oyendo esto, de la silla en que estaba sentado, y yo seguí diciéndole:
«con que haga usted cuenta que representa V. á Sanson, y asegúrese
bien de las columnas; aunque no le darán á V. tiempo de derribar el
templo.»--Mucho me temo que me le den, me dijo no muy confortado por
mis palabras.--¡Qué diablos! repuse yo, si se le dan á V. sepúltese con
todos los filisteos. Yo me voy á mi palco.--Pero, ¿y la sombra, que
ni siquiera he visto? me dijo viéndome tomar la puerta.--Fíese V. en
Aranda, que tiene ya luz con que producirla, le respondí, escapándome
por el escenario.
Cuando entré en mi proscenio, ya habia empezado la sinfonía y el teatro
estaba lleno. Nunca he tenido más miedo, ni más resolucion de provocar
á la fortuna. A los tres cuartos para las nueve se alzó el telon; el
frio del escenario entró en mi palco, sin que yo le dejara entrar en mi
corazon. Se oyó el primer acto en el más sepulcral silencio; cayó el
telon sin un aplauso, pero yo conocí que la impresion que dejaba no me
era desfavorable.
Cárlos comprendió que necesitaba todo su brío y su talento para
atraerse á un público tan mal prevenido, y al levantarse el telon
para el acto segundo, encabezó su papel con uno de esos pormenores
que sólo saben dar á los suyos los cómicos como Cárlos Latorre. El
rey don Pedro se presenta de incógnito en el primer acto de mi obra:
al presentarse Cárlos en el segundo, presentó la figura del rey como
un modelo de estatuaria; apoyado el brazo izquierdo en el respaldo
de su sillon blasonado de castillos y leones, y el derecho en una
enorme espada de dos manos. Vestia un jubon grana con dos leones y dos
castillos cruzados, bordados en el pecho; un calzon de pié, anteado y
ajustado, sin una arruga, borceguíes grana bordados y con acicates de
oro, y gola y puños de encaje blancos; tocando su cabeza con un ancho
aro de metal, que así podia tomarse por birrete como por corona; de
debajo de la cual, asomando sobre la frente el pelo cortado en redondo
y cayendo por ambos lados las dos guedejas rubias, encuadraban un
rostro copiado del busto del sepulcro del rey D. Pedro en Santo Domingo
el Real. Era Cárlos Latorre un hombre de notables proporciones y
correccion de formas: sus piernas y sus brazos, clásicamente modelados,
daban movimiento á su figura con la regularidad académica de las de
los relieves y modelos de la estatuaria griega: siempre sobre sí, en
reposo y en movimiento, estaba siempre en escena; y ni el aplauso ni
la desaprobacion le hacian jamás salirse del cuadro ni descomponerse
en él. Al empezar el acto segundo, su figura semi-colosal, vestida
de ante y de grana, se destacaba sobre el fondo pardo de un telon
que representaba un muro de vieja fábrica, reposando perfectamente
sobre su centro de gravedad, ligeramente escorzada y en actitud tan
intachable como natural; y así permaneció inmóvil, hasta que el público
aplaudió tan bello recuerdo plástico del rey caballero á quien iba á
representar; y no rompió á hablar hasta que el general aplauso espiró
en el silencio de la atencion: parecia que allí comenzaba el drama. El
gigante habia tenido en cuenta el consejo del muchacho pigmeo, y el
actor habia ganado para sí al público que tan hosco se mostraba con el
autor.
En la escena endecasílaba con Juan Pascual desplegó Cárlos todas sus
poderosas facultades orales y toda la clásica maestría de su dominio
de la escena; la cual estaba estudiada con tan minucioso cuidado, que
tenian marcado su sitio los piés de los comparsas, los de Juan Pascual
y los suyos para la escena penúltima; y al decir al conspirador que si
el cielo se desplomara sobre su cabeza le veria caer sin inclinarla,
rugió como un leon estremeciendo al auditorio; y al barrer, despues de
un gallardísimo molinete de su tremendo mandoble, las once espadas de
los conjurados, al tiempo que el antiguo zapatero Blas abria tras él
la puerta de salvacion, el público entero se levantó en pró del rey
que tan bien se servia de sus armas, y aplaudió entusiasta la promesa
de su vuelta para el acto siguiente. El actor habia ganado la primera
jugada de una partida de tres. El rey habia derrotado el ala derecha
del enemigo: el público no habia visto jamás un combate tan bien
ensayado en los teatros de Madrid, y pedia ¡el autor! que no parecia.
Alzóse el telon sobre Cárlos Latorre; y cuando éste, dirigiendo la
vista á mi palco me dirigia una mirada de indefinible satisfaccion,
esperando que yo saltase á la escena para compartir con él un triunfo
que era solamente suyo, oyó con asombro á Felipe Reyes, _autor de la
compañía_, decir: «Señores, el nombre del autor está en el cartel y el
Sr. Zorrilla en su palco; pero suplica al público que no insista en su
presentacion, porque tiene mucho miedo al tercer acto.»
El público de entónces entraba en el teatro á ver la representacion
y se embebecia con lo que en ella pasaba; entendió que mi miedo era
natural y no insistió en llamar al autor; pero continuó aplaudiendo,
ayudado de _mis amigos_ que me tenian aplazado y me esperaban en el
acto tercero.
Levantóse el telon para éste. Era la primera vez que se veia la escena
sin bastidores: Aranda, malogrado é incomparable escenógrafo, presentó
la terraza de la torre de Montiel dos piés mas alta que el nivel
del escenario; de modo que parecia que los cuatro torreones que la
flanqueaban surgian verdaderamente del foso, y que los personajes se
asomaban á las almenas; desde las cuales se veian en magistralmente
calculada perspectiva las blancas y diminutas tiendas del lejano
campamento del Bastardo, destacándose todo sobre un telon circular
de cielo y veladuras cenicientas, representacion admirable de la
atmósfera nebulosa de una noche de luna de invierno. El pendon morado
de Castilla, clavado en medio de la terraza en un pedestal de piedra,
se mecia por dos hilos imperceptibles, como si el aire lo agitára, y
el aire entraba verdaderamente en la sala por el escenario, desmontado
y abierto hasta la plaza del Angel. La silueta fina de la Teodora,
cuya pequeña y graciosa cabeza, tocada con sus ricas trenzas negras,
se dibujaba sobre el blanquecino celaje, animaba aquel cuadro sombrío,
cuya ilusion era completa. Cárlos y Lumbreras yacian absortos en
profunda meditacion en los dos ángulos del fondo, de espaldas al
público, que aplaudió largo rato, y el pintor continuaba el triunfo
del actor. Teodora dió á sus breves escenas una melancolía tan
poética, Lombía al suyo una resignacion tan adustamente resuelta, y
prepararon tan maestramente la escena fantástica del fatalismo bajo el
cual se iba á presentar el rey D. Pedro, que cuando éste se levantó,
el público estaba profundamente identificado con aquella absurda
y fantástica situacion. Oyóse en silencio todo el acto; colocóse
Lumbreras (Men-Rodriguez de Sanábria) sobre el torreon del fondo de
la izquierda, y salió el rey con la lámpara del judío. Cárlos, al
colocarla sobre el pedestal, me echó una mirada que queria decir: ¡Y la
sombra! Yo permanecí impasible para no turbarle, y empezó su monólogo
con el temblor del miedo que tenia á la sombra, y que hizo, por lo
mismo que era un miedo real, un efecto maravillosamente pavoroso en
los espectadores. _¡Brotó la llama!_ dijo el rey D. Pedro, y apareció
detrás de él, cenicienta, callada é inmoble, la sombra transparente de
D. Enrique sobre el oscuro torreon: asombróse Cárlos de verla tan al
contrario de como la esperaba; identificóse con su papel, creciéndose
hasta la fiebre que se llama inspiracion: y cómo dijo aquel actor
aquellas palabras, cómo soltó aquella carcajada histérica y cómo cayó
riéndose y extremeciendo al público de miedo y de placer, ni yo puedo
decirlo, ni concebirlo nadie que no lo haya visto.
El público y el huracan entraron en el teatro: mis amigos ahullaban
de placer de haber sido vencidos; Aranda y Cárlos Latorre habian
convertido en éxito colosal el atrevido desatino de un muchacho, y la
empresa habia parado con él á la fortuna en el despacho de billetes
de su arrinconado teatro. Cuando Lumbreras anunció _¡el farol!_ y
se apercibió éste del tamaño de una nuez sobre la mirmidónica tienda
de Duglesquin, ya nadie escuchó la salida del rey. Cárlos, rendido y
anheloso, volvió á la escena con Teodora, Noren y Lumbreras á recibir
los aplausos del público, á cuyos gritos de «¡el autor!» volvió á
presentarse Felipe Reyes y á decir medio espantado: que yo tenia más
miedo al cuarto acto que al tercero.
El por entónces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia más
que por haberme encontrado várias veces en el tiro de pistola, y que
se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala,
aplaudia de pié en su luneta, dispuesto á sostenerme á todo trance,
comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.
Cárlos me envió á decir que «no estirase tanto la cuerda que la
rompiese.» Yo habia ensayado mi obra á conciencia: sabia cómo iban
á hacer la escena de la tienda Cárlos y Mate, y fiaba además en la
presencia del embajador francés en la de D. Pedro con Beltran de
Claquin. Esperé, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi
proscenio, y mi cálculo no salió fallido.
La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la
torre de Montiel: Cárlos dijo sus redondillas á los franceses con un
brío tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en
la que empieza _sí_, _si vosotros, señores_, é hicieron por fin la suya
él y Mate con tal verdad, que sólo pudo serlo más la realidad de la de
Montiel.
Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el público
quedó en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate pálido, sin
casco, desgreñado y saltadas las hebillas de la armadura, arrancó
un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto
segundo. Mate, casi tan alto como Cárlos, pero flaco y herido de la
tísis de que murió, se presentó trémulo del cansancio y del miedo de
la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y
dió á su papel una poesía y unos tamaños que no habia sabido darle el
autor. Cuando él concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su
manto á Cárlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante
de cansancio y de emocion á que el infante mostrase á Blas Perez su
cadáver. Cuando nos presentamos todos al público, me tenia de la mano
como con unas tenazas: y cuando caido el telon por última vez, me cogió
en brazos para besarme, creí que me deshacía al decirme las únicas
y curiosas palabras con que acertó á expresarme su pensamiento, que
fueron: «¡diablo de chiquitin!» y me dejó en tierra.
Así se ensayó y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero
y el Rey_, el año 41 ó 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la
fraternidad que entónces reinaba entre autores y actores; tal era
el cariño y entusiasmo del público por los de entónces, y tan poco
consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor éxito las vencia,
y el soplo vital de la lealtad las disipaba.
Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_
treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil
duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia
ocurrido á la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del
drama con que se habia salvado. Siempre en España ha sido considerado
el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la túnica de
Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho á hacer tiras y
capirotes.
Hasta que el viejo juez Valdeosera se presentó una noche á intervenir
la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lombía de que no podíamos
los poetas vivir del aire, y se apresuraron á darme paga cumplida con
intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la más
cándida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de
oro del que les habia traido la gallina que los ponia.
XI.
_De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras
dramáticas._
SANCHO GARCÍA.--EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.
Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz,
dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido á escribir
sólo para el de la Cruz, miéntras en su compañía conservara su
empresario á Cárlos Latorre y á Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el
único poeta que no ponia los piés en el saloncito de Julian Romea,
porque yo no he vuelto jamás la cara á lo que una vez he dado la
espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer
traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de
críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en
el Príncipe, á cuyas lunetas iba á aplaudir á Julian y á Matilde, pero
no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico;
era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba á dar sus batallas llevando
á mi lado á Bárbara Lamadrid y á Cárlos Latorre, con cuyos dos atletas
le dí algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados
de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan
ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch
su _D. Alfonso el Casto_ y su _Doña Mencía_, una porcion de primorosos
juguetes en prosa y verso, y las dos mágias _La redoma_ y_ Los polvos_:
diónos García Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho más
de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía,
metiéndose á autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanzó
un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asíduos en Doncel
y Valladares, que escribian á destajo para la actriz más preciosa
y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la
Juanita Perez, quien con Guzman en _No más muchachos_ y en _El pilluelo
de París_, habia hecho las delicias del público desde muy niña. La
Juana Perez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con
una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de
facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa
eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos
piés de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como
diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones
picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir
hasta á los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz
de hacer condenarse á la más austera comunidad de cartujos.
La Juana Perez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil
atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez
y siete años; y fué, miéntras las pisó, el encanto y la desesperacion
del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como
la _fée aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos
poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas
Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático
moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion
del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad
atrevida de Lombía, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez,
ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia
de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos
bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la
justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba á los espectadores,
y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada
quince dias, convertido en juguete valioso ó en ingeniosísima comedia,
un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien
veces más talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas
originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y
á los de _La rueda de la fortuna_, de Rubí, al _Muérete y verás_ y á
las trescientas obras de Breton, y á _Otra casa con dos puertas_, de
Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del
_D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D.ª Mencía_, y las mágias
de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se
elaboraba Lombía, asociado á Tirado y Coll, é impelidos los tres por el
fecundísimo Olona.
Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho García_, mi _Excomulgado_, mi
_Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_,
contribuyeron á nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, á
la inusitada perfeccion de detalles y á la perpétua atencion con
que me los representaban Cárlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes
encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia,
considerándole como á un hijo mal criado á quien se le mima por sus
mismas calaveradas y á quien se adora por las pesadumbres que nos
da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban á mis caprichos y se
doblegaban á mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis
obras no parecian los mismos que en las de los demás, y los demás se
quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. Cárlos
Latorre habia conocido á mi padre, á quien debió atenciones extrañas
á aquella _ominosa década_; Cárlos Latorre, de estatura y fuerzas
colosales, me sentaba á veces en sus rodillas como á sus propios
hijos, y me preguntaba cómo yo habia imaginado tal ó cual escena que
para él acababa yo de escribir: él me contradecia con su experiencia
y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba
forma práctica y plástica á la informe poesía de mis fantásticas
concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él los papeles, en
los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales
nos habia dotado á ambos la naturaleza, y... no necesito decir más para
que se comprenda cómo hacia Cárlos mis obras, como un padre las de su
hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.
Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima é intachable, mi papel
era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas;
pero, actriz adherida á Cárlos, compañera obligada en la escena de
aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis
dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas
innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como á una
hermana menor, á quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe;
yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez
veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia,
la ensayaba sus papeles como á una chiquilla de primer año de
Conservatorio; y á veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo
fuese, hasta llorar como una chiquilla, y á veces me obedecia resignada
como á un loco á quien se obedece por compasion; pero convencida al
fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de
la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis
obras, hacia en ellas lo que en _Sancho García_, lo que es lamentable
que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no
lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el
ruido de su voz y desaparece trás del telon!
En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinacion que la
supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan
vigorosamente el poder de una pasion tardía en una mujer adulta, que
traspasó al público la fascinacion del personaje, suprema prueba del
talento de una actriz. En las escenas sexta y sétima del acto tercero
se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que
no queria ni respirar. Bárbara tenia mucho miedo al monólogo: en el
segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y Cárlos
y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada,
conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su
izquierda por mí que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo
del proscenio. Cárlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres
aplausos nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras
obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más
profundo silencio hasta el verso vigésimo cuarto; pero en los cuatro
siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la
mujer, y al decir
«Hijo mio... ¡ay de mí! me acuerdo tarde,»
hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues
de un grito desgarrador, que el público estalló en un aplauso que
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