Recuerdos Del Tiempo Viejo - 03

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una mujer pequeña y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una
cabellera como los arcángeles de Guido Reni y con dos ojos límpidos y
serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble á que
su marido concluyera con el importuno que habia venido á separarle de
ella. Cuando aquel me dijo, con los más atentos modales, que sentia
no necesitarme porque acababa de dar á otro la plaza que su hermano
le pedia, me marché cabizbajo y cariacontecido, pero convencido
perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia
necesitar de mí ni de nadie, y dí conmigo en la Biblioteca. No estaba
ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que
me decia: «¿Puede V. traerme los versos á casa, á las tres? Comerá V.
con nosotros.»
A los tres cuartos para las tres eché hácia la plaza del Cordon; los
Massard habian comido á las dos: la hora del entierro, que era la de
las cinco, se habia adelantado á la de las cuatro. Los Massard me
dieron café; Joaquin recogió mis versos y salimos para Santiago. La
iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores
de Madrid, ménos Espronceda que estaba enfermo. Massard me presentó
á García Gutierrez, que me dió la mano y me recibió como se recibe
en tales casos á los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las
mias, embelesado ante el autor de _El Trovador_, y creo que iba á
arrodillarme para adorarle, miéntras él miraba con asombro mi larga
melena y el más largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi pálida y
exígua personalidad.
El repentino y general movimiento de la gente nos separó, avanzó el
féretro hácia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquin
Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables
enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al
cementerio de la Puerta de Fuencarral.
Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos
aquel aciago en que me habian negado una plaza en _El Mundo_, habia
llegado tarde á la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, á enterrar
á un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la
trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, García Gutierrez
y Hartzembusch. Parecíame que con aquel muerto iba á enterrarse mi
esperanza, y que nunca iba yo á tener un papel en que enviar impresos
mis delirios á la mujer á quien habia pedido un año de plazo para
pasar de crisálida á mariposa, ni mis versos laureados al padre á
quien con ellos habia esperado glorificar. Así, el más triste de los
que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un _sur
tout_ de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalon de Fernando de la
Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata
de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo
quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos,
mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.
Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas
como si para mí hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas,
no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto
zaquizamí de mi hospitalario cestero.
Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y á la vista el
cadáver; y como se trataba del primer suicida, á quien la revolucion
abria las puertas del campo santo, tratábase de dar á la ceremonia
fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento
láico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia
á desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era
el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada,
levantó el primero la voz en pró del narrador ameno del Doncel de D.
Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista
correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. El concurso
inmenso que llenaba el cementerio quedó profundamente conmovido con
las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario
ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él
á representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y
dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de
las Navas, á Pepe Diaz..... no sé..... pero era cuestion de prolongar
y dar importancia al acto, que no fué breve. Ibase ya, por fin, á
cerrar la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquin Massard, que
siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasion, no
atreviéndose, sin embargo, á leer mis escritos con su acento italiano,
metióse entre los que presidian la ceremonia, advirtióles de que aún
habia otros versos que leer, y como me habia llevado por delante,
hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos
la desde entónces famosa cartera del capitan, y halléme yo repentina á
inconscientemente á la vera del muerto, y cara á cara con los vivos.
El silencio era absoluto: el público, el más á propósito y el mejor
preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo entónces
una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca
oida de recitar, y rompí á leer..... pero segun iba leyendo aquellos
mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los
que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les
causaba. Imaginéme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel
auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y
excepcional, para que ántes del año realizase yo mis dos irrealizables
delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de
mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y ví el
porvenir luminoso y el cielo abierto..... y se me embargó la voz y se
arrasaron mis ojos en lágrimas..... y Roca de Togores, junto á quien me
hallaba, concluyó de leer mis versos; y miéntras él leia..... ¡ay de
mí! perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo
ya no los veia; miéntras mi pañuelo cubria mis ojos, mi espíritu habia
ido á llamar á las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban
mis perseguidos padres, y á los cristales de la ventana de una blanca
alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la
que ya me habia vendido.
¡Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! ¡Desventurado aquel cuyo
primer delito es una rebelion contra la autoridad paterna! Al primero
le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la
conciencia.
Cuando volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos,
el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y
la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran
dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido
en Madrid como mi padre.
Pero, ¿sabe V., mi buen Velarde, quién era entónces, lo que valia y
cómo y por quién llegó á ser famoso su agradecido amigo?


V.

La importuna pregunta con que concluí mi artículo-carta del lunes 20 de
Octubre, me obliga á dirigirle á usted esta, mi estimado Sr. Velarde.
Tal vez enoja á V. ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que
no puede aquí, á mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente
que se empeña en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule
usted tal impertinencia, porque tiene sólo por móvil mi gratitud á V.
por su artículo del lunes 29 de Setiembre, con el cual motivó V. la
publicacion de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira
naturalmente hácia adelante; al mirar yo hácia atrás, porque pertenezco
al tiempo viejo, al relatar á V. lo que en él fuí, tenga V. presente
que no pretendo servirle á V. de ejemplo, sino de escarmiento; puesto
que viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda á V. un muy
elevado lugar en la república de las letras, quisiera yo por la mucha
estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como á mí
las mias, pero que le fueran de más utilidad y provecho. Por eso no más
voy á decir á V. lo más sucintamente posible quién era, lo que valia
y cómo y por quién llegué yo á ser tan famoso en aquel viejo tiempo,
cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con
hastío ó impaciencia de V. y de los suscritores de _El Imparcial_.
No teman estos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas
con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida.
A mí, que no he ocupado jamás ningun cargo público, que no he sido
ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de corporacion ni
academia alguna, jamás me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido,
ni ménos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezon de
bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de mí mismo,
para que no me olviden mis contemporáneos, ni se den los venideros de
calabazadas por mis estupendas fechorías. Para que mis contemporáneos
no me olviden, basta ese bravucon inocente y desvergonzado perdonavidas
llamado _D. Juan Tenorio_, que está encargado contra mi voluntad y por
la del pueblo español, de no dejarme olvidar en España; y con decir de
este drama mio y del _Zapatero y el Rey_ cómo y por qué fueron escritos
y cómo y por quién fueron y son hoy representados, pienso dar fin á
estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de
algunos, y desengaño de muchos, será tambien con honrado cumplimiento
del deber mio y descargo de mi conciencia.
Continúo, pues, mi relato, tomándolo en el mismo cementerio de
Fuencarral, donde lo dejé.
Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que
me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado
en mi gran _surtout_ de Jacinto Salas y circundado por mi flotante
melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de
atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos,
diciéndome: «Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle
á dos personas que desean conocerle.» Seguíle, y sacándome de aquella
confusion, me hizo subir á una cómoda y elegante carretela, cuyos dos
asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos
individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podia yo ver ya bien, porque
ya era casi de noche. Saludáronme y correspondiles; colocáronme en
el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró
el lacayo la portezuela, y á la voz del de mi izquierda, que dijo:
«Calle de la Reina,» salieron á un resueltísimo trote las dos poderosas
yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas
arrastradas, la mejor es la del coche,» y aquella carretela inglesa
estaba maestramente montada sobre sus muelles. Hablábanme dos, de los
tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo
que hablamos, y sin saber entónces con quiénes, en la semi-oscuridad
crepuscular.
La direccion dada á la calle de la Reina era á la fonda de Genyes, que
era entónces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis
nuevos amigos moraban ó comian en ella habitualmente, puesto que el
nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus
yeguas á la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una
mesa con tres cubiertos; añadieron el cuarto para mí; desembarazáronse
ellos de sus abrigos exteriores, quedándome yo con el mio por razones
que no son del caso; sentámonos á la mesa y presentóme mi presentador á
mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado á Madrid hacia
pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta años,
de amenísima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado
mucho, de cuyo nombre no me he podido volver á acordar, á quien no he
vuelto á ver más, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar á
mi resuelto y aguileño presentador: que era ni más ni ménos que Luis
Gonzalez Brabo, ántes de ser diputado, embajador y ministro. Desde
aquella tarde fué para mí Luis, como yo para él fuí Pepe; la suya fué
la primera mano en que me apoyé para poner mi pié derecho en el primer
escalon del efímero alcázar de mi fama: y desde entónces no he tenido
un más bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por entónces más que
_tijera_ en no recuerdo qué periódico; pero segun fué ascendiendo por
la escala de la fortuna, se volvió á mí desde cada peldaño que subia,
á tenderme aquella misma mano con que me sacó del cementerio; pero
mi objetivo, como hoy se dice, no era la política, y con tanta pena
suya como desden mio, le dejé subir solo. Ignoro lo que fué Luis Brabo
social ó políticamente considerado, porque he vivido veinte años fuera
de España y once en América, sin correspondencia con Europa; cuando
volví á Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian
que tenia la nacion en sus manos; pero para mí fué el mismo Luis Brabo,
que me la tendió como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.
Aquí dirá V., mi querido poeta Velarde: ¿cómo el primero? ¿Pues y
los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando
de la Vera, sus condiscípulos de Universidad y del Seminario? ¿Y
Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V.
los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la
nombradía?--Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran
los amigos de mi niñez: los del estudiante y del condiscípulo; los
amigos cariñosos, casi los hermanos, del mancebo que iba á ser hombre;
la casualidad llevó á Massard á la biblioteca y me puso al lado de Roca
de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo buscó el primero al poeta
y no abandonó jamás al amigo. La primera obligacion del narrador es
ser verídico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre
noble ser agradecido. Desde la fonda me llevó Luis Brabo, orgulloso
de llevarme, al café del Príncipe, donde hallé á Breton, á Ventura, á
Gil y Zárate, á García Gutierrez, que me reconoció y con quien trabé
pronto amistad; al buen Hartzenbusch, á quien quise desde aquella noche
como á un hermano mayor, y que fué parte y testigo de sucesos íntimos
y posteriores de mi vida, y en fin, á la mayor parte de los que por
entónces figuraban en las letras y en las artes.
No sé quién me llevó á las diez á casa de Donoso Cortés, que aún no
era el marqués de Valdegamas: allí encontré á Nicomedes Pastor Diaz y
á D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto
Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su periódico _El
Porvenir_.--Preguntáronme mil cosas: examináronme, sin que de ello
me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron
lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no
cumplí veinte años hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra:
estaba animado por el éxito de aquella tarde y por los plácemes y
aplausos que acababa de recibir en el café del Príncipe; recitéles mi
destartalada composicion «A Venecia», el romancillo de unos Gomeles
que corrian por la vega de Granada, y unas redondillas á una dueña de
negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis
admiradores, pero en Dios y en mi ánima creo que no sabia yo entónces
lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le teñí.
Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se
fascinaron con las circunstancias fantásticas de mi aparicion, y con
la excentricidad de mi nuevo género de poesía y de mi nueva manera
de leer, y me ofrecieron el folletin de _El Porvenir_ con 600 reales
mensuales; único sueldo que en este periódico se debia de pagar,
porque iban á escribirle sin interés de lucro, en pró de su política
comunion.--Diéronme á traducir para el periódico uno de los infantiles
cuentos de Hoffmann, y á las doce me llevó Pastor Diaz consigo á su
casa.--Pastor Diaz, cuya alma de niño simpatizó con la ignara candidez
de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la
de su muerte, me tuvo el más fraternal cariño.
No era ya aquella la de volver á recogerme á la bohardilla del cestero,
y... á pesar del frio, vagué por las calles hasta el nuevo dia,
abrigado interiormente con el champagne y el café de mi generoso y
desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las
ilusiones de mis aún no cumplidos veinte años.
No recuerdo ya donde me amaneció; pero á las ocho estaba ya á la
cabecera de la cama de Alvarez, contándole mis venturas del dia
anterior; de las cuales nada sabia, no habiéndole yo podido buscar
desde que hacia veinte horas me habia separado de él, para ir á llevar
mi carta á _El Mundo_ y mis versos á Massard.--Asombróle primero
lo sucedido; alegróle despues; lloramos, reimos, ayudéle á vestir,
y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de
Fenimore Cooper al rededor del postre de la guerra; la patrona creyó
que nos habia caido la lotería.
Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos á la calle y comenzamos
á dar fin á los pocos duros que le quedaban á Alvarez; declarámonos los
dos modernos Pílades y Orestes; presentéle yo á cuantos me presentaron;
presentóme él á la que despues fué mi mujer, y cuando llegaron á
nuestras manos mis primeros treinta duros de «El Porvenir», de Donoso,
nos creimos dueños del Universo.


VI.

Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la
explicacion de mis preguntas finales en el artículo del lunes último,
voy adelante con mis desatinos personales. Escribí muchos en _El
Porvenir_: á Cervantes y á Calderon, cuantos pudieron ocurrírseme, y
á la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y
la luna su pupila; escribí, en fin, los suficientes para impacientar á
cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras;
pero Nicomedes y Donoso seguian sosteniéndome y animándome, y yo seguí
asombrando al público con la multitud de mis poéticos engendros.
Una noche me encontré al volver á mi casa de pupilaje, una carta
de D. José García Villalta que decia: «Muy señor mio: he tomado la
direccion de _El Español_, periódico cuyas columnas surtía Larra con
sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta,
entiendo que éste debe de suceder á aquel en la redaccion de _El
Español_. Sírvase V., pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina,
esquina á la de las Torres, para acordar las bases de un contrato.
Suyo, afectísimo, _J. G. de Villalta_.»
Era este el autor de _El golpe en vago_, la novela mejor escrita de
las de la coleccion primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho
desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre
acrecentaron mi respeto y mi estimacion hácia el escritor. Villalta
era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon
humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente
colocada sobre sus hombros; de una fisonomía atractiva y simpática,
con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual
y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he
podido nunca esplicarme el por qué su busto abultado de contornos me
recordaba el olímpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador
en su viaje á Grecia: el Neron que ponia fuego á dos viejos barrios
de Roma para obligar al municipio republicano á construir otro nuevo,
tan suntuoso como la mansion palatina que él junto á lo incendiado
habitaba. Yo tengo á Neron por un emperador muy calumniado; y desde
que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo
que quemó, para que se construyera lo que se construyó; y á este Neron
que yo me figuro, es el Neron á quien me figuraba yo que se parecia
Villalta.
El hecho es que Villalta era todo un hombre: sóbrio y diligente, pero
gracioso y amabilísimo; como andaluz de la buena raza, su trato era
fascinador; y en cinco minutos hizo de mí lo que le convino en nuestra
primera entrevista; el cuarto en que esta pasó influyó sin duda en mi
aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no
tenia Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de
academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa
de despacho cargada de papeles estaba entre él y yo, y por una puerta
entreabierta se veia en el inmediato aposento el baño del que acababa
de salir.
Vió Villalta que no era yo hombre de abandonar á Donoso y á Pastor
Diaz, sin una grave razon, y me dió una carta para ellos, en la que
les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le
daba. _El Porvenir_ tenia apenas suscricion, y _El Español_ la tenia
numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar á mis versos la más
lata publicidad, etc.
Ofrecíame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que entónces
creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poesías
del número de los domingos, que era una revista de mayor tamaño; la
colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una
larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por él en
persona. Espronceda era el ídolo de mis creencias literarias. Donoso y
Pastor Diaz me autorizaron abrazándome para abandonarles, y me pasé al
campo de Villalta sin traicion ni villanía.
Continué en él publicando centenares de versos, entre los cuales habia
algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no
parar mientes en mis infinitos y excéntricos disparates. Es verdad
que contribuian á darlos boga las lecturas que de ellos hacia en
los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa,
quienes, ausentes de Madrid á la sazon, se los habian cedido á aquella
sociedad literaria y artística. Era el Liceo... Pero ya ha dicho lo
que era en _La Ilustracion_ el ameno _Curioso parlante_ D. Ramon de
Mesonero Romanos; y ante él arría bandera quien en su juventud supo
aprovecharse de su picante y donosa crítica, y hoy se complace en
hallar una ocasion de darle una prueba pública de consideracion y
respeto. Allí, en el Liceo, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré
fama de gran lector; allí ayudé á subir á la tribuna y entrar en la
palestra literaria á Rodriguez Rubí, con su precioso romance de la
venta del jaco; allí coroné una noche á Carolina Conrado y presenté una
mañana á Gertrudis Avellaneda; allí... pero lo que sucedió allí lo sabe
todo el mundo, y lo que no sepa se lo dirá mejor que yo el _Curioso
Parlante_.
Ya se lo ha dicho en _La Ilustracion_ del 22 de Octubre: «de allí
salieron los que allí figuraron despues como ministros, embajadores,
consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos
bandos y épocas, segun la marcha de los sucesos: y sólo Zorrilla y
el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su
nombre exclusivamente literario, sin aspirar á su engrandecimiento por
otros caminos; con la circunstancia en pró de Zorrilla de que á mí
sólo me faltaba la ambicion, y á Zorrilla le faltaban la ambicion y la
fortuna.» Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga
como yo le agradezco que lo haya dicho.
Lo que no dice y le voy á decir yo á V., mi querido Velarde, es cómo
éste á quien llama ilustre, corriendo quijotescamente trás de ideales
fantásticos, no era en la vida social ni en la literaria más que un
tonto y un ingrato.


VII.

Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V., mi
querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron ménos
de ser en su lugar publicados: atañendo ambas á asuntos tan perentorios
y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso
beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de mí me propuse
dar á V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto
de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de mí me resta que
decirle.
[1] Estas dos composiciones van en el apéndice de esta obra.
Una tarde me dijo Villalta: «esta noche iremos á casa de Espronceda,
que ya desea ver á V.» Figúrese usted que un creyente hubiera enviado
por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado:
«venga V. esta noche por la absolucion ó la penitencia» esta fué mi
situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunció
tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verificó. Yo
creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel oráculo divino á quien yo
iba á consultar desaprobaba mis versos, si aquel ídolo á cuyos piés
iba yo á postrarme desdeñaba mi homenaje, no tenia más remedio que irme
á buscar á mi padre á la corte de Oñate, y suplicarle contrito que me
matriculase en la Universidad de Vergara.
Villalta leyó sonriendo en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior,
y me condujo en silencio á la calle de San Miguel, núm. 4. Espronceda
estaba ya convaleciente, pero aún tenia que acostarse al anochecer.
Introdújome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente «aquí tiene
V. á Zorrilla», me empujó paternalmente hácia el lecho en que estaba
incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sentí
brotar las lágrimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello,
sus labios en mi frente, y su voz que decia á Villalta, «es un niño».
Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema:
Villalta se despidió y nos dejó solos; de la conversacion que siguió...
no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tuteábamos Espronceda y
yo, como si hiciera veinte años que nos conociéramos; pero la luz que
estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia
yo todavía visto á Espronceda; «no te veo», le dije; «pues trae la
luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera
vez, como á la primera querida que me hubiera dado un beso á oscuras.
La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara,
pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra,
riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza
y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas pequeñas y finas, cuyos
lóbulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas
y rectas, doselaban sus ojos límpidos é inquietos, resguardados como
los del leon por riquísimas pestañas: el perfil de su nariz no era muy
correcto, y su boca desdeñosa, cuyo labio inferior era algo aborbonado,
estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida á la barba,
que se rizaba por ambos lados de la mandíbula inferior. Su frente
era espaciosa y sin más rayas que la que de arriba abajo marcaba el
fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y
frecuente, no rompia jamás en descompuesta carcajada. Su cuello era
vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A mí me pareció
una encarnacion de Píndaro en Atinoo: de tal modo me fascinó su belleza
varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poesía.
Espronceda sabia más que la mayor parte de los que despues de él hemos
alcanzado reputacion: discípulo de Lista como Ventura de la Vega y
Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la
poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion
del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el
infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.
Espronceda era leal, generoso y bueno: la política y los amigos
le dieron un carácter y una reputacion ficticia, que jamás le
pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado despues de su
muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en
producir.
A la tercera visita que le hice de dia, me cansé de la sociedad de sus
amigos: no porque su conversacion me espantara, sinó por que no la
comprendia; vivia yo dado á mi trabajo, y no conocia á nadie de los ni
de las de quiénes allí se hablaba. Una noche entré en su alcoba despues
de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutricion
teníanle á él desvelado, y á mí con pocas ganas de recogerme temprano
la estrechez de mi pupilaje.
--Vengo á esta hora--le dije--porque es en la que no tienes amigos en
tu casa.
--¿No te gustan mis amigos?
--No.
--Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas
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