Recuerdos Del Tiempo Viejo - 02

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y respeto á las creencias y á las tradiciones de sus padres.
No puedo, sin embargo, permitir á su entusiasmo juvenil, que atribuya á
la patria el abandono en que deja mi vejez la supresion de un sueldo,
que á cargo de los Lugares Píos Españoles de Roma se me concedió, para
llevar á cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oido V.
leer en el salon del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene
nada que ver en esto; y nadie ménos que yo tendria razon para quejarse
de su patria, porque las economías necesarias en el presupuesto del
Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pension; la
cual, si sola no podria sacar de ningun apuro á la administracion de
los Lugares Píos Españoles de Roma, tal vez unida á las demás economías
hechas en Julio último pueda contribuir á alguna obra perentoriamente
necesaria para el decoro nacional. _Suum cuique_, y dejemos á la patria
en el buen lugar que en este caso la corresponde.
¿Qué es la patria? La tierra; la nacion, el lugar en que se nace. Y
como la nacion la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y
se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nacion.
¿Y cómo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado
nunca á ningun poeta, incluso al fénix de los ingenios Lope de Vega;
quien tal vez debió parte de la gloria y los obsequios que su época
le tributó á su favor en la corte y al carácter que le imprimia su
dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco á ninguna clase de la sociedad,
porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categoría social;
no he pertenecido jamás á ningun partido político, á ninguna Academia,
ni á ningun Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder
alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido interés en aplaudirme ni en
adularme.
Yo me ausenté de mi patria en 1847 por razones que á nadie importan: me
fuí el 55 á América por pesares y desventuras, que nadie sabrá hasta
despues de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la
viruela negra ó cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran
oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que
allá muriera. Su proteccion visible me salvó de los naufragios, de las
pestes y de las guerras civiles; y cuando volví en 1866 á mi patria,
¿cómo me recibió España? Como su padre amoroso al hijo pródigo, como su
santa familia á Lázaro el resucitado, como Roma á los triunfadores, á
quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron
con regatas y fiestas de noche y dia; la Universidad de Zaragoza renovó
por mí una solemnidad que sólo habia dedicado á los reyes de Aragon;
Búrgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de
la parroquia en que fuí bautizado está desde entónces cubierto con cien
coronas, para las cuales no concebí mejor depósito. Valencia, despues
de haberse vuelto loca por mí, como una muchacha atolondrada que se
enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribiré un
libro con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbordó en
entusiasmo en honor mio en 1846 á la sola promesa de escribirla mi aún
no concluido poema; y aún se recuerda allí una representacion de _Don
Juan Tenorio_, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de
Rafael, la empresa y yo, convidando al público á la mesa á que habia
venido la estátua del Comendador, hicimos al capitan general, al
gobernador de la Alhambra y á las hermosas granadinas comer todos los
dulces y beber todo el Champagne que habia en la ciudad. Amanecia ya,
y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su
juicio ni en su lugar.
Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en él la reunion
pública de más de cinco personas, reunió cuatro mil, para acompañarme
á mi casa desde la estacion, una mañana de Octubre de 1866. No pasa un
mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostracion
en alguna representacion de mi _Don Juan_: y el Ateneo, en fin,
tomándome bajo su amparo, ha abierto conmigo á la poesía sus salones,
en los cuales no habian penetrado aún más que las ciencias. En resúmen,
mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer más en
España por un poeta, á quien indudablemente estima en más de lo que
vale, sólo porque su poesía es la expresion del carácter nacional y de
las pátrias tradiciones.
Cuando en 1859 la muerte le privó en la Habana de un compañero, y
destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitan
general de la Isla, D. José de la Concha, le colmó de atenciones y de
consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le alojó espléndidamente en su
tranquilo y salubre cafetal; procurándole en él la soledad necesaria
para el trabajo, y salvándole la vida y el honor con los cuidados de su
amistad.
El poeta Zorrilla, que es el que más debe á su patria, representada por
la sociedad de su época, es el que ménos puede quejarse de ella, si la
considera representada por su Gobierno.
Cuando en 1871 le pidió su proteccion para emprender su _Leyenda del
Cid_, obra de largo aliento, con la cual queria corresponder á la
excesiva reputacion que por sus poco importantes trabajos se le habia
acordado, el Sr. D. Cristino Martos, Ministro de Estado entónces, le
dió una comision de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan
visible como honroso para acordarle una pension, que no podia tener
nombre y carácter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que
se hubiera pensionado en España á ningun poeta; y acompañada de una
gentilísima carta autógrafa, le envió la credencial de la Gran Cruz de
Cárlos III, que constituia su persona en una alta dignidad, y de cuya
Excelencia nadie se ha acordado nunca; porque á nadie se le ocurre en
España que el poeta Zorrilla sea más ni ménos que el poeta Zorrilla,
cuya larga intimidad con el público autoriza ya á todo el mundo para
tutearle y llamarle Pepe.
Hoy, que las perentorias economías de los Lugares Píos de Roma me
obligaron á pedir amparo al señor Ministro de Fomento, escudándose con
una carta del Capitan general Jovellar, que honra á Zorrilla con su
amistad desde que se conocieron, ¿cómo ha recibido á Zorrilla el Sr.
Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado repúblico, que fué gloria del
Parlamento y honra de las letras, dió al poeta cuanto tenia facultades
de dar, miéntras discurria medio mejor de asegurar su porvenir; y el
Sr. Cárdenas allanó ante sus pasos todos los difíciles que hay que dar
en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina
subvencion.
Los editores de Barcelona, Montaner y Simon, se apresuraron á ofrecer
los servicios de su amistad; un ilustre prelado partió con él la
limosna de los pobres de su diócesis, y V. mismo, Sr. Velarde, á
la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inició _algo_ que le
agradece en el alma y que no olvidará jamás el viejo poeta desheredado.
Empieza V. su artículo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero
de 1837: un lunes le diré á V. de aquel dia lo que nadie sabe: y entre
tanto, conste que cree que seria un loco y un ingrato si se quejara
ni exigiera más de su patria; pero que no teme que España deje morir
sin pan al viejo matador del rey D. Pedro, al loco salvador de D. Juan
Tenorio, su agradecido autor el poeta,
José ZORRILLA.


III.

_Sr. D. José Velarde_:
Ofrecí á V., mi cariñoso amigo y generoso encomiador, decirle algo del
15 de Febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle á V. mi
oferta; no sólo para que V. sepa á qué atenerse sobre lo acontecido
en aquel dia y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado
poeta, á quien V. hoy tánto encomia, sino para disipar la neblina
de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares,
los chistosos de oficio y los amigos indiscretos ó pretenciosos han
rodeado despues la verdad de lo que en aquel dia sucedió. La gente
meridional, y sobre todo los españoles, tenemos la pretension de ser
todos buenos narradores; y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos
jamás sin añadir cada cual algo de su cosecha: con cuya manía resulta
que el hecho más sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan
desfigurado, que pueden contárselo como nuevo al primero que lo relató,
sin que éste reconozca ya lo relatado por él, en la décima relacion del
hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca.
Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente
tambien á nuestro país; y es, que la mayor parte de los que, añadiendo
pormenores á la narracion de los hechos, convierten al fin las más
sencillas verdades en absurdas y fantásticas mentiras, llegan á creerse
estas de buena fé; y pueden jurar que han sido de ellas parte ó
testigos, alucinados por su fantasía meridional, que les hace preferir
á la deseada verdad la fábula más fantástica é inverosímil.
Hé aquí por qué, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar á V.
algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no está aún tan léjos de
nosotros que de él no vivan presenciales testigos, pero á quiénes el
afan de ponderar, ó de darse personal importancia, ha hecho desfigurar
de tal manera las cosas que en él pasaron, que hay quien hoy me cuenta
á mí de mí mismo lo que jamás pasó, ni pudo pasar por mí; y yo callo
y escucho, convencido de lo inútil que seria intentar convencerle de
que yo, y no él, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de
Febrero de 1837.
Permítame V. que le recuerde á vuela pluma los ensayos por que pasé,
ántes de representar mi papel en la escena del cementerio.
Metióme mi padre á los nueve años en el Real Seminario de Nobles,
establecido por los jesuitas en el edificio que es hoy, en la calle
del Duque de Alba, cuartel de la Guardia civil, y trasladado en 1828
al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo
para mí que la idea de los buenos padres de la Compañía de Jesús,
al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar
en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fué la de tener
más tarde por discípulos á los hijos de todas las familias nobles,
importantes ó influyentes de España; como quiera que fuese, halléme
yo allí condiscípulo de los primeros títulos de Castilla, y recibí
una educacion muy superior á la que hasta entónces solian recibir los
jóvenes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que,
saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, habia por sus estudios
llegado á un honroso puesto en la alta magistratura.
En aquel colegio comencé yo á tomar la mala costumbre de descuidar lo
principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios
sérios de la filosofía y las ciencias exactas, me apliqué al dibujo,
á la esgrima y á las bellas letras, leyendo á escondidas á Walter
Scott, á Fenimore Cooper y á Chateaubriand, y cometiendo en fin á los
doce años mi primer delito de escribir versos. Celebráronmelos los
jesuitas y fomentaron mi inclinacion; díme yo á recitarlos, imitando á
los actores á quienes veia en el teatro, cuando alguna vez iba al del
Príncipe, que presidian entónces los alcaldes de casa y corte, cuya
toga vestia mi padre; híceme célebre en los exámenes y actos públicos
del Seminario, y llegué á ser galan en el teatro en que se celebraban
estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas
por los jesuitas; en las cuales, atendiendo á la moral, los amantes se
transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimatías
de moralidad que hacia sonreir al malicioso Fernando VII y fruncir
el entrecejo á su hermano el infante D. Cárlos, que asistian alguna
vez á nuestras funciones de Navidad. Don Cárlos enviaba á sus hijos á
nuestras aulas y á cumplir con la iglesia en nuestra capilla; á la cual
habia enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendicion y los cuerpos de
cera de dos santos jóvenes mártires, degollados en Roma en tiempos de
no recuerdo qué mónstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban á
mí tal miedo, que no pasé jamás de noche por delante de la capilla en
cuyos altares laterales yacian.
Salió mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo
del Seminario el 33. Murió á poco el Rey Don Fernando VII. Sopló la
revolucion; encendióse la guerra civil, envióme mi padre desde su
destierro de Lerma á estudiar leyes á la Universidad de Toledo, donde
siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir asíduamente
á la Universidad, me dí á dibujar los peñascos de la Vírgen del Valle,
el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando dia y
noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y
aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza
de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrusté en mi imaginacion los
góticos rosetones y las preciosas cresterías de la Catedral y de San
Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de
los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi
reputacion de poeta legendario.
Mi tio, el prebendado á cuya casa me habia enviado mi padre, que
habia creido recibir en ella á un pajecillo que le ayudara á misa
y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se
escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo; á quien él confundia,
sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor,
expositor de Sagrada teología, de quien él suponia que los franceses
habrian encontrado algunos versos inéditos; tomó muy á mal mi amistad
con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro
Madrazo eran condiscípulos mios de colegio, y concluyó por escribir
á mi padre que yo no era más que un botarate, que más _iba para
pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de
piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y
cubiertas de telarañas.
No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y
al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid, bajo
la inspeccion de un procurador de aquella Chancillería, y la proteccion
del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo
despues de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho
peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde
habia nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella
Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones,
ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibia de
Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entónces emporio del arte, donde
brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la
redaccion de _El Artista_, el primer periódico literario é ilustrado de
España.
Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda
y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del
Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del
Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador á
quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo
escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazan
vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un
vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en
fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi
padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio,
ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista
mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen
ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres,
nos amamos de mozos, y aún somos amigos en la vejez: cuestion de los
tiempos y de los caractéres.
Enojóse mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador;
gané yo curso por favor del Sr. Tarancon, y díjome mi padre, al
enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: «tú tienes
traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de
bachiller á cláustro pleno, te pongo unas polainas y te envio á cavar
tus viñas de Torquemada.» Era mi padre muy hombre para hacer tal con
su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios sérios:
odiaba á Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in
utroque_ de todas las Universidades de España: adoraba en sueños
á García Gutierrez, á Hartzenbusch y á Espronceda; y ver una obra
mia impresa, y apretar la mano de amigo á estos ilustres poetas, me
parecia destino de más prez que el de llegar á ser un Floridablanca;
_el demonio_ de la poesía estaba ya posesionado de todo mi sér; y
con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anuncié
redondamente que así me graduaria yo á cláustro pleno aquel año, como
que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para
Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi
casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la
amargura y desesperacion en que iba á sumir á mi desterrada familia, en
un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mia y
que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle
de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.
Sirvióme mucho la equitacion que en el colegio me enseñaron, porque
la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno
dejarla volverse á la querencia de su establo, y entré sobre ella en
Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera
que para Madrid al amanecer salia, me desembanasté á los tres dias en
la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada
villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas,
ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi
desatinada locura.
Mi familia, no creyéndome capaz de la resolucion de abandonar para
siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las
provincias de Búrgos y de Palencia, donde suponia que me habria
guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista
italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que
me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo á mis
amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de
los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de
mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia á volver á mi hogar,
no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba
sus amistosas amonestaciones.
Entónces.... ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades; unas de las
que no quiero volver á acordarme, otras de las que jamás me olvidaré;
como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando
mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros, con artículos
arqueológicos escritos por Assas en francés, al _Museo de las familias_
de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que
contó con mi pluma en donde quiera que llegó á meter los puntos de la
suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de
locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces
escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales
dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de
hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion.
Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que
bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un
patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion,
caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas
losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando
mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana;
enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando
atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de
ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en
la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia
salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y
conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y
llevándome á un cuarto del núm. 30 y... tantos, trenzóme la melena,
coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta
de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion,
y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su
cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible
seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de seña
personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme
á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita
Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas
ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa
muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó... lo que pasa en las
revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de
diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de
Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un
cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras... y
así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres
al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente
carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido
amigo.


IV.

Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más
difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que
hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas.
Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos
pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender;
pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos
pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra,
que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de
_El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran
pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos.
Mas como quiera que ya es tarde para volverme atrás, voy á pasar á la
carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; é imponiéndome
esta tarea como una penitencia pública, seré claro y sincero en mi
narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben á lo ménos lealtad
y modestia: probando que en la altura á que me ha elevado el favor
público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací, ni el
polvo de que aquel me levantó.
Sigo, pues, adelante con mis recuerdos.
Habíase venido á Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo
Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pasé la noche que en
Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y único confidente
de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en éste dos afanes y dos
esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian:
mi primer amor á una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor
á mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de
laureles. Soñaba yo con una fama y una gloria táles, que obligaran
á aquella mujer y á mi padre á tenderme sus brazos á un tiempo,
asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombradía. ¿Quién no
delira á los diez y nueve años?
Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy
pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre
cestero, las mañanas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias
en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche
vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas
que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra
desconocida.
Y aconteció que entre las personas con quienes un dia tropezamos en
la Biblioteca, acertó á ser una la de un italiano al servicio del
infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano
Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que
con su canto y alegre carácter amenizaban: el Joaquin y el Federico
poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro.
Abordónos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos dió
de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al anochecer
del dia anterior. Dejónos estupefactos semejante noticia, y asombróle
á él que ignorásemos lo que todo Madrid sabia, é invitónos á ir con
él á ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago.
Aceptamos y fuimos. Massard conocia á todo el mundo y tenia entrada en
todas partes. Bajamos á la bóveda, contemplamos al muerto, á quien yo
veia por primera vez, á todo nuestro despacio, admirándonos la casi
imperceptible huella que habia dejado junto á su oreja derecha la bala
que le dió muerte; cortóle Alvarez un mechon de cabellos y volvímonos á
la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la
vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.
Aquí tengo que advertir á V., mi querido Velarde, que no volvíamos
á la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sinó porque siendo el
hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco
agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada
y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como
hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo
que generosamente á los suyos lo franqueara.
A nuestra vuelta halléme allí con un condiscípulo del colegio, quien
enterado de mi posicion, me dió una carta para su hermano D. Antonio
María Segovia, propietario y director de _El Mundo_; uno de los
periódicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de
ingenio y de oportunísima vis cómica. En aquella carta pedia para mí
á su hermano, mi condiscípulo, la plaza de un empleado que acababa de
despedirse, diciéndole quién yo era, la educacion que habia recibido, y
lo útil que yo podia ser, atendida la módica retribucion del empleo que
para mí solicitaba. Mi ambicion era llegar á ser periodista, llegar
á firmar el folletin de un periódico que llegase á manos de mi padre:
tomé, pues, la carta de mi condiscípulo, y metiéndola en la cartera del
capitan Antonio Madera (otro condiscípulo nuestro), la cual no sé ya
por qué llevaba yo en el bolsillo, creí meter en ella mi fortuna.
Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo
al salir:
--Sé por Pedro Madrazo que V. hace versos.
--Sí, señor, le respondí.
--¿Querria V. hacer unos á Larra? repuso entablando su cuestion sin
rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haria insertar en un
periódico, y tal vez pudieran valer algo.» Ocurrióme á mí lo poco que
me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos á
un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije á Massard que
yo haria los versos, pero que él los firmaria. Avínose él, y convíneme
yo; prometíselos para la mañana siguiente á las doce en la Biblioteca;
y despidiéndonos á sus puertas, echó Massard hácia la plazuela del
Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo á
vagar como de costumbre. Pensé yo al anochecer en los prometidos versos
y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su
mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades.
No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, metíme yo en mi
mechinal, con una vela que á propósito habia comprado.
En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero
habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la
cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un
mimbre como lo hacen los árabes de un carrizo y tomando por tinta el
tinte azul en que los mimbres se teñian.....
Hé aquí, Sr. Velarde, cómo se hicieron aquellos versos, cuya copia
trasladé á un papel en casa de Miguel Alvarez á la mañana siguiente, y
partí á entregar mi carta al director de _El Mundo_.
Salió á recibirme á una antecámara: presentéle la carta, y miéntras
la leia, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato,
cuya puerta habia dejado él abierta. Parecióme á mí la de un paraiso:
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