Mis contemporaneos; 1 Vicente Blasco Ibáñez - 5

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perseverante, uniforme, de viejo buey uncido al yugo. Esto lo dice su
estilo compacto. Emilio Zola, además, fué un casto, un místico triste y
solitario, un hombre de «vida interior» abrumado por la preocupación
vigilante de amontonar volúmenes; mientras Blasco Ibáñez es una
vitalidad patriarcal, prolífica, desbordante, en cuyas obras campea la
satisfacción de vivir, honda, sincera, inmarcesible.
La labor de Vicente Blasco Ibáñez, examinada en conjunto, brinda al
observador puntos de vista dignos de consideración y recuerdo.
El recio carácter del novelista, su complexión sanguínea y batalladora y
aquel desdén imperceptible, un poco oriental, que su temperamento
impaciente de gozador siente hacia la mujer, causas son de que éstas no
ocupen en su obra los primeros puestos. El las quiere, las quiere
mucho... pero le aburren sus nerviosidades, su debilidad, la tacañería
de su horizonte intelectual, la unilateralidad de sus instintos,
dedicados siempre al amor, cual si fuera de este sentimiento no le
quedasen al hombre desacotados y ubérrimos campos donde ejercitar su
diligencia. Los jardines rumorosos de Armida le fatigan pronto: la
hembra bella, acariciadora, indulgente, pulida por los refinamientos de
la civilización, buena es para ese breve rato que los sentimentales
llaman poéticamente «el cuarto de hora azul», de la pasión. Pero luego
el varón fuerte debe zafarse de los blancos brazos enlazados á su
cuello, y proseguir su camino, su lucha sagrada por el mejoramiento y
bienestar humanos y la conquista de la tierra.
Así, excepción hecha de _Entre naranjos_ y de _Sónnica la cortesana_, en
sus demás libros «el dulce enemigo» fué relegado prudentemente á un
modesto segundo término. Siendo de notar también, que así la
protagonista de _Entre naranjos_, como Sónnica, la hetera ateniense, son
dos tipos enérgicos, perfectamente varoniles, que de su sexo sólo tienen
la hermosura.
Algunas de estas hembras concretan la parte más especulativa, más
limpiamente artística, del alma de su autor. Son las «soñadoras». En
este grupo figuran pocos nombres. Leonora, la heroína vagabunda de
_Entre naranjos_, personificación de «el Amor, que pasa una sola vez en
la vida coronado de flores con su cortejo de besos y de risas», y doña
Sol, la teatral pecadora de _Sangre y arena_, pertenecen á la misma
raza: á las dos las trastorna la música, y capaces hubieran sido de dar
su virginidad por un beso recibido en el hechizo de una melodía de
Schubert; las dos son veleidosas y sienten el acicate mordedor de
empeñados y peregrinos lances; las dos caminan aburridas,
desilusionadas de sí mismas, cautivadas únicamente por la atracción
novelesca de lo que no tienen, y apenas consiguen lo que buscaban cuando
lo rechazan con fastidio; su infierno va con ellas: no amarán nunca
fuertemente, no sentirán el gozo reparador de las grandes ilusiones, no
conocerán jamás ese bienestar, bienestar de reposo, que los espíritus
agitados experimentan cuando una vez se detienen en la ruta de amargura
de sus sensaciones. Para ellas nada hay substantivo, todo es «cuestión
de ambiente, de escena...»
En la obra de Blasco Ibáñez también hay pocas «bravías», pues sin duda
el novelista estima que raras veces la virtud del valor buscó aposento
en pechos femeninos, mejor apercibidos para alimentar á los hijos y
servir de regalo y lascivo contento á los hombres, que para vestir la
cota y desafiar peligros. Algunas mujeres, sin embargo, pertenecen á
este grupo: Dolores, verbigracia, la garrida pescadora de _Flor de
Mayo_; y Neleta, aquella mujercita acerada y pequeña de _Cañas y barro_,
á quien los terribles desgarramientos del parto apenas arrancan un
quejido...
Casi toda la multitud femenina que vive en las novelas de Blasco Ibáñez,
puede dividirse en dos grupos. A saber: «humildes» y «católicas». Para
el autor de _La barraca_, ni la independencia de criterio ni las
rebeldías de voluntad son rasgos peculiares de la mujer española,
acostumbrada por imposiciones de educación y leyes de herencia, á la
docilidad; y tan cierto es esto, que para explicar el alborotado
temperamento de doña Sol y de Leonora, las presenta como espíritus
exóticos, educados lejos del patrio terruño, único modo de sustraerse á
la normalidad tediosa del alma castellana, desjugada y uniforme como su
suelo. La mujer española es fuerte y valerosa, pero con el valor de la
resistencia, de la pasividad; y si alguna vez despierta para lanzarse á
las vehemencias del ataque, es cuando la religión, único resorte que
después del amor y muchas veces por encima del amor, agita su ánimo, la
impulsa á ello.
Las «humildes» abundan; forman un generoso ramillete de frentes pálidas,
de cervices inclinadas, de labios sin color, de ojos esclavos perdidos
en la melancolía de la tierra; hembras silenciosas que caminan sin
ruido; caracteres recogidos acostumbrados á obedecer, primero al padre,
al esposo después, á los hijos más tarde... A este grupo pertenecen
_Tonica_, la costurerilla de _Arroz y tartana_; la Rosario infeliz de
_Flor de Mayo_, que trabaja toda la semana para que á su Tonet, «al
amo», no le falte tabaco ni dinero con que ir á la taberna; la Teresa de
_La barraca_, tozuda, infatigable, en su lucha con la tierra; la pobre
_Borda_, de _Cañas y barro_, enamorada de _el Cubano_ con una pasión
oculta y sin esperanza, de sierva; pasión que nunca le confía y que
únicamente se descubre romántica cuando, viéndole muerto, le besa en los
labios; Sagrario, la pecadora arrepentida y casi moribunda de _La
catedral_; Feliciana, la mártir que, más que de parto, muere de pena, de
miseria y de frío, en las últimas páginas de _La horda_; y Josefina, la
burguesita desventurada, víctima de su educación, de _La maja desnuda_;
y Margalida, la cordera asombrada y dulce, de _Los muertos mandan_...
Al lado de estas hembras vulgares, pacatas, faltas de iniciativas, y sin
otra virtud que la virtud cómoda, pero infecunda, de la obediencia,
están las «católicas»; voluntades belicosas, tiránicas, defensoras
intransigentes de lo tradicional. Son doña Bernarda, la tía fanática de
Rafael Brull, y también Remedios, la esposa de éste; una chiquilla de
sensibilidad atrofiada para quien el matrimonio no pasó de ser una
curiosidad; y son doña Cristina y su hija Pepita, en _El intruso_; y
aquella terrible doña Juana de _Los muertos mandan_, que vieja,
doncellona y millonaria, deshereda á su sobrino Jaime Febrer por el
delito de haberse querido casar con una judía...
Conociendo el apasionado espíritu de Blasco Ibáñez, el modo
impresionista, casi instantáneo, que tiene de «ver» los asuntos, y la
tumultuosa celeridad con que escribe, arracimando caracteres y paisajes
alrededor de la idea matriz, no sorprende la insistencia con que todos
sus libros aparecen construídos sobre la historia de un macho bravo,
irresistible, incapaz de claudicaciones, susceptible de caminar hacia el
desenlace sin apartarse en una tilde de la línea recta. El hombre de
presa, el héroe casto y sobrio, dominado únicamente por la obsesión «de
llegar», no falta nunca; es una especie de _materia prima_; y es porque
el novelista, inconscientemente, se complace en sí mismo y se retrata en
sus obras.
Fuera de duda está que, tanto como los lances de amor, interesan á las
multitudes los empeños de fuerza y bizarría. Si los primeros son
golosos, los segundos también ejercen sobre nuestra curiosidad un poder
de atracción enorme; y apuradillos nos encontraríamos todos si
hubiésemos de responder con estricta sinceridad si solicita más nuestra
atención el grupo apacible, silencioso, de dos novios que se besan, ó el
choque brutal de dos hombres que se matan.
Como siempre, en este caso el Amor y la Muerte se disputan y reparten,
acaso en proporciones iguales, el dominio de la humana emoción. Todo
ello realmente depende, más que del fenómeno en sí, de la idiosincrasia
sentimental ó belicosa del espectador: hay temperamentos para quienes el
beso es lo único bello y trascendental que alumbra el sol; y otros, en
cambio, de temple aventurero, que sueñan con ser protagonistas de
hazañosas empresas. De todos modos es innegable que las más de las veces
las muecas de la muerte ejercen sugestión eficacísima sobre nuestro
organismo, y ello explica el número inmenso de devotos que tienen «la
crónica negra» de los periódicos, los toros, los domadores de fieras,
las luchas y, en general, todos los ejercicios donde la muchedumbre
olfatea un peligro.
En el teatro, sea drama ó comedia lo que los actores representen, son
pocos los hombres que se rinden al interés de la fábula escénica hasta
el extremo de olvidarse de la mujer á quien acompañan: la idea de
aparecer galantes les preocupa, y á cada momento, con un contacto de
codos ó una frase trivial, procurarán demostrarla que piensan en ella; y
la dama les mirará de soslayo y sonreirá engreída, sintiéndose
triunfante. Este imperio de la hembra se amortigua en la plaza de toros,
y más aún en los circos, donde dos atletas van á luchar. La perspectiva
del combate, la visión de la muerte, los esfuerzos y las fintas mañosas
del torneo, acelerando la marcha del corazón, calientan la sangre de los
espectadores y provocan en todos los cuerpos una trepidación
subconsciente de cólera. Un légamo de instintos ancestrales se revuelve
en nosotros: los ojos chispean, los puños se crispan, algo bárbaro
endurece la expresión de los labios. En tales momentos prescindimos de
la mujer á quien poco antes sonreíamos; no la vemos y, si nos llama, no
la oímos. Las peripecias de la lucha nos obsesionan: sentimos la
necesidad de gritar, de reñir, de precipitarnos, sin saber por qué,
sobre el espectador más cercano...
Y lo que ocurre en los circos y en los tendidos de las plazas de toros,
sucede en la vida, ante las mil muecas de la humana farándula. Hay
autores para quienes el mundo es una alcoba, un jardín versallesco, un
capricho de Watteau, un susurro constante de madrigales y de faldas; y
otros, por el contrario, que al asomarse á la realidad sólo ven su gran
gesto trágico, su desesperación, sus miserias, sus injusticias y el
inmenso clamoreo de rabia y de dolor que arranca á la humanidad el
trabajo de vivir. Y estos escritores, por las razones arriba apuntadas,
se olvidan de la hembra; los incidentes de la formidable hecatombe
social les tiraniza, y heridos por la crueldad ominosa con que los
fuertes, á mansalva, patean sobre los vencidos, su indignación estalla
con tempestuosidades proféticas.
Vicente Blasco Ibáñez pertenece á este grupo: al par que un verdadero
artista es un luchador, una voluntad, un temperamento de acción, que no
sabe permanecer cruzado de brazos ante la universal pelea. De aquí la
importancia capitalísima, absorbente, que en sus libros tienen los
«conquistadores». Citar sus novelas equivale á contar los tipos de esa
raza perseverante y esforzada á que el autor sirve de tronco. El modesto
luchador aragonés don Eugenio García, de _Arroz y tartana_, aparece más
ó menos desfigurado, pero guardando siempre los rasgos capitales de su
fisonomía moral, en el _Retor_ de _Flor de Mayo_, en el heroico Batiste
de _La barraca_, en Toni de _Cañas y barro_, en el asombroso Sánchez
Morueta de _El intruso_, en la figura de Pablo Dupont de _La bodega_, en
el genial pintor Mariano Renovales de _La maja desnuda_... por no citar
otros.
Refiriéndose á Sánchez Morueta, dice el autor de _El intruso_:
«Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal.
Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya y
fecundarla con ardorosa violación. _Había llegado_ como los políticos
célebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo,
conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro.»
Esta es, en compendiosos y expresivos renglones, la historia misma del
novelista, y también el gran gesto vertical y triunfante que uno tras
otro, y cada cual dentro de su esfera, van repitiendo los protagonistas
de sus libros: son gentes que nacen en la pelea y en ella se consumen,
sin fatiga ni desmayos; luchadores para quienes la vida, según la frase
profunda de Nietzsche, «no es más que un medio para hacer triunfar una
voluntad».
El combate epopéyico que los protagonistas de las obras de Blasco Ibáñez
se ven obligados á sostener con la tierra y con los hombres, forma una
especie de «fondo» negro inmenso, de tragedia inacabable y cruenta; la
vida es lucha, es dolor; los días se suceden y los años pasan y los
hombros más robustos se encorvan bajo el peso de la edad, y el cruel
torneo no concluye. No hay cuartel ni puerto de refugio para los
justadores: el tiempo apaga el coraje en sus espíritus y el trabajo
blandea sus músculos; uno por uno, la Vida devuelve cuantos golpes
recibe; de noche, de día, siempre se halla propicia á combatir; no se
cansa, no ceja; es un formidable enemigo que ni duerme siestas ni
enarbola jamás la bandera blanca.
Blasco Ibáñez, con su habilidad maravillosa para levantar multitudes y
su arte balzaciano de explicar el origen de las familias ha compuesto en
sus libros una especie de caravana enorme, de humanidad en marcha
lanzada á la conquista del amor, del dinero y de la justicia.
A ratos y como para descanso y solaz de su propio espíritu, el autor
interpola algunas páginas ligeras, aderezadas por un discreto buen
humor. Tales, el tipo del _Sangonera_, muriendo de un hartazgo en medio
de la consideración, un tanto burlona, de sus convecinos; el del trapero
_Zaratustra_, tan aficionado al vino Valdepeñas como á la filosofía; las
conversaciones de Isidro Maltrana con el marqués de Jiménez, quien le
pide á aquél un libro de política con muchas citas al pie de cada
página... y otras de la misma laya, en las que la sonrisa va siempre
acibarada por unas livianas gotas de ironía...
Pero estos son «momentos» de inapresable duración, fulgureos brevísimos,
rápidos como un guiñar de ojos; y apenas se desvanecen cuando la noche,
la horrible noche sin luna ni amanecer, del universal sufrimiento,
vuelve á cerrarse. Y el combate milenario se reanuda, extendiéndose de
polo á polo como un estremecimiento telúrico. Se pelea sobre el mar en
_Flor de Mayo_, sobre el surco en _La barraca_ y en _La bodega_, y bajo
tierra, en las negruras de la mina, en _El intruso_. Y cual si la lucha
ciclópea contra el planeta no bastase á consumir todos los alientos de
la humana actividad, los hombres pelean entre sí: por el amor en _Entre
naranjos_, por la gloria en _La maja desnuda_, por el progreso en _La
catedral_, contra los fantasmas irreductibles del pasado en _Los muertos
mandan_. Y todas estas historias de quemantes zozobras, ambiciones y
pesadumbres, componen un grito gigante, un treno infinito que llena el
espacio y parece disputarle al tiempo el imperio de su eternidad.
A esto debe atribuirse la inclinación de Vicente Blasco Ibáñez á los
desenlaces trágicos. Unicamente los idílicos amores de Margalida y de
Jaime Febrer en _Los muertos mandan_, terminan de un modo alegre,
francamente confortador; los demás asuntos se desanudan tristemente:
cuando en ellos no hay sangre, como acontece en _Entre naranjos_ ó en
_La maja desnuda_, hay un inenarrable dolor, un desgarro supremo.
¿Por qué? ¿Acaso Blasco Ibáñez no es optimista?... Sí; el novelista es
un hombre que tiene la alegría de sus victorias, el orgullo sano de su
fuerza. Pero, por lo mismo que luchó mucho, conoce el ímprobo trabajo
que cuesta vencer la gravedad de los obstáculos, la longitud y asperezas
del camino que conduce al bien; camino ingrato, á lo largo del cual
millares de almas sucumben de tristeza. Y entonces el conquistador se
olvida generosamente de sí mismo para compadecer á la legión infinita de
los débiles, que no pueden subir. Sí, la vida, cuando se la vence, es
hembra fácil y sumisa; sin duda, la felicidad, la justicia, están aquí,
al alcance de nuestras manos, pero hay que ir por ellas y merecerlas por
un milagro de voluntad. ¡Y están tan lejos y tan altas, y el combate es
tan duro!...


VI
Una anécdota curiosa.--El libro "Argentina y sus
grandezas".--Proyectos.

He vuelto á ver á Vicente Blasco Ibáñez en su hotelito de la calle de
Salas: deseaba ratificar mis impresiones, recoger algunos datos
relativos á su vida y á su obra...
El despacho del maestro es grande y de forma irregular, con dos ventanas
abiertas sobre el jardín, ante un grupo de árboles. Al fondo hay varios
estantes cargados de libros; unos retratos de Maupassant, de Zola, de
Balzac y de Tolstoy, parecen presidir la estancia; los cuatro están
juntos, y existe entre sus frentes pensativas, atormentadas por el
esfuerzo mental, una rara y dolorosa armonía. Adornan las paredes muchos
objetos antiguos y varios apuntes primorosos de Joaquín Sorolla. Todo
ocupa su sitio; las figulinas, los tapices y los muebles aparecen
colocados, sin duda, donde deben estar, y, sin embargo, yo siento á mi
alrededor algo extraño, un latido caliente y febril de impaciencia, como
si la alfombra y los cuadros y los sillones y los viejos bargueños que
decoran la habitación, participasen, en virtud de inexplicables
magnetismos, del recio y prolongado alboroto espiritual del escritor.
Sentado enfrente de mí, una pierna sobre otra, la cabeza apoyada
cómodamente contra el respaldo del sillón. Vicente Blasco Ibáñez fuma y
mira al espacio. A intervalos entorna los párpados, y tienen sus
actitudes y el descuido afectuoso de su conversación, el dulce
cansancio, el bienestar depurado y recóndito, del hombre que acaba de
realizar un grave esfuerzo y está satisfecho de su obra. Al porvenir,
cuando es risueño, lo miramos mejor así, con los ojos cerrados.
Todo calla á nuestro alrededor; la brisa cuchichea festiva en la alegría
verde y fresca del jardín arbolado; un hilo de sol pinta en la penumbra
del despacho una línea recta, vibrante y ardorosa como un florete de
oro.
Vuelvo á sentir aquella vaga emoción de bienestar de que hablé al
principio: los que peleamos mucho con la vida y conocemos por
experiencia las virtudes higiénicas de la lucha y del esfuerzo, amamos
la sociedad de estos hombres que Mauricio Barrés llamó «profesores de
energía», y lo son realmente; no ya porque saben aplicar á sus empresas
arranques maravillosos de vigor, sino porque de ellos parece
desprenderse algo físico, una especie de efluvio magnético, que
sugestiona á los caídos y les alegra, mejora y enardece.
Yo pienso:
«Este hombre ha llegado...»
Y «ha llegado», en efecto, al prestigio artístico y á una comodidad
material muy vecina de la riqueza, como debe llegarse, en la plenitud de
la edad viril, cuando el pecho es aún hoguera de entusiasmos y el mundo
nos parece todavía un hadado jardín; cuando en cada camino hay un
misterio y una gota de dulce locura en cada boca de mujer.
El dinero, los amoríos, las satisfacciones de la ambición triunfadora,
regalos y paramentos deben ser de la juventud, como los fueron de la
niñez los juguetes y los teatritos de fantoches. Darle á un viejo la
gloria--uno de los adornos más bellos de la vida, el más bello quizá--es
como ofrecerle á un mozo de treinta años una muñeca que cierre los
ojos... Lo que haga éste con su regalo, hará aquél con el suyo: mirarlo
tristemente y pensar:
«¿Por qué tardaste tanto en llegar á mí?...»
Pero Blasco Ibáñez logró el triunfo mucho antes de asomarse á la vejez,
cuando podía disfrutar de él largamente, merced excelentísima reservada,
en verdad, á muy pocos; pues de tal modo la lucha por la vida quebranta
y entristece á los hombres, que unos quedan derrotados, y los que se
coronan triunfadores, salen tan molidos y extenuados del encuentro, que
ni alientos les quedan para gozar de su victoria.
Le hablo á Blasco Ibáñez de sus libros y me sorprende hallarle menos
enterado de ellos que yo. Le cito nombres, tipos, recompongo escenas, y
el novelista se encoge de hombros...
--No me acuerdo--dice.
Su memoria conserva, sí, las grandes líneas generales de sus obras, pero
ha olvidado los detalles.
--Yo--añade--soy un hombre á quien sólo le interesa el presente, y acaso
más que el presente el porvenir; el pasado no me importa; lo desdeño, lo
olvido. Esto, evidentemente, me ayuda á vivir, á defender mi buen
humor... Muchos dicen que soy bueno. No lo crea usted; yo no soy
bueno... ni malo... soy un impulsivo terrible que, al pronto, bajo el
primer latigazo de la impresión, me ciego y voy por donde el huracán de
mis nervios quiere llevarme: pero luego, nada; ni odio, ni rencor;
nada... Basta que por mi alma pase un sueño para que todo cuanto hay en
ella se borre.
Prosigue hablando llanamente, con un desaliño familiar y afectuoso que,
por contraste, me recuerda á los muchos escritores franceses que he
conocido: tan preocupados de todo lo formal, tan esclavos de los
detalles, tan escénicos... Blasco Ibáñez atribuye su inclinación á
olvidar, no á la generosidad de su carácter, sino á su fortaleza.
--Unicamente los débiles--añade--se acuerdan, á través de los años, del
daño que recibieron, porque ese recuerdo que conservan de lo que han
sufrido, disimula siempre un poco de temor.
Hay una pausa; el maestro sonríe.
--¡Si yo le dijese á usted--exclama--que el más grave de los desafíos
que he tenido lo afronté por bondad!
--¿Por bondad?...--repito.
--Sí; por bondad de carácter... ¡no acierto á explicarme!... Pero es
eso; por bondad; porque no batiéndome, mi rival iba á quedar en una
situación difícil...
El lance me interesa; es de una originalidad extraordinaria.
Hace ocho ó nueve años, á la salida del Congreso y con motivo de una
manifestación republicana que acababa de celebrarse, tuvo Blasco Ibáñez
un serio altercado con un oficial de policía. Por ser militar su enemigo
y considerarse ofendidos en su persona todos los oficiales del cuerpo,
sus padrinos dispusieron el desafío en condiciones de gravedad nunca
vistas; á saber: colocando á los combatientes á veinte pasos uno de
otro, y dándoles para apuntar y hacer fuego un espacio de treinta
segundos. El lance, preparado así, equivalía á un suicidio. El
presidente del Congreso se opuso tenazmente á que un diputado se batiese
por palabras pronunciadas en el Parlamento, y hasta llegó á amenazarle
con expulsarle de la Cámara... Fundándose en lo extraordinario y
terrible del lance, sus padrinos se negaron á representarle.
«Eso es un disparate--decían--; no debe usted batirse...»
Realmente, tenían razón...
--Pero--me dice Blasco explicándome su actitud de espíritu en aquella
ocasión novelesca--si yo rehusaba el lance, mi rival quedaba en una
situación difícil ante sus compañeros y acaso perdiese su carrera; y yo
no quería perjudicarle, no sentía hacia él la más leve animadversión...
Meditando en esto el novelista llegó á convencerse de que lo mejor era
dejar las cosas según estaban, y sin más vacilaciones fué al terreno,
llevando, á falta de padrinos, dos testigos. Una vez allí, esperó á que
el oficial disparase, y recibió un balazo en el mismo sitio del hígado;
golpe que hubiese sido mortal á no haberse aplastado milagrosamente la
bala sobre una hebilla de un pequeño cinturón. El choque fué tan rudo
que le quitó el aliento y le hizo vacilar; afortunadamente la bala
rebotó y la herida convirtióse en contusión. Con esto se dió por
terminado el desafío, y mientras el ilustre doctor San Martín curaba al
novelista, asegurándole que, en aquel momento, acababa de nacer, uno de
los padrinos del oficial, precisamente el que había exigido todas las
bárbaras condiciones de aquel lance, y que, por cierto, un año después
murió en un manicomio, acudió á felicitarle:
«--¡Muy bien, muy bien!...--exclamó estrechándole la mano--; celebro que
esto haya terminado así, pues le advierto que soy un admirador de usted
y que he leído todas sus novelas. Me gustan mucho, ¡mucho!...»
A lo que Blasco Ibáñez repuso sencillamente:
«--Pues ha estado usted á punto de acabar con la fábrica.»
La contestación tiene verdadero «humor». El maestro concluye su anécdota
con esta paradoja:
--Y vea usted cómo es posible que un hombre ande á tiros con otro por no
perjudicarle...
La conversación cambia de rumbo. Pregunto:
--Me han dicho que es usted abogado...
--Es cierto.
--¿No ha ejercido usted nunca su carrera?...
--Sí, cuando muchacho... recién salido de la Universidad. Pero es una
profesión que no me gusta: es árida, detallista... Tengo ganas de
escribir una novela con tipos y escenas de esa vida de los tribunales de
justicia que, por fortuna ó desgracia, conozco muy bien.
--¿Cuándo?...
--¡Oh, no sé!... Me falta tiempo.
Adivino que su pensamiento anda muy lejos de lo que hablamos, y no me
equivoco. Son otros los planes que en aquellos momentos embeben el
ambicioso espíritu del novelista.
Vicente Blasco Ibáñez me enseña los últimos pliegos de su obra
_Argentina y sus grandezas_, que publicará en breve; obra
interesantísima, monumental, de historiador y de poeta. Formará un
volumen magnífico, digno ciertamente de la gloriosa República á quien va
dedicado, con más de mil páginas y más de tres mil grabados, láminas en
color, planos, etc., y cuya edición no costará menos de treinta mil
duros.
Es imposible reproducir aquí las impresiones tan hondas, tan complejas,
tan refinadamente poéticas, que produce la reposada lectura de este
libro amenísimo, delicioso, imponente como una selva americana. Su autor
lo compuso trabajando en él doce y catorce horas diarias, durante cinco
meses: fué un esfuerzo inverosímil que, sólo una complexión privilegiada
como la suya, hubiese resistido.
Ningún artista mejor dispuesto, por razones de temperamento, que Vicente
Blasco Ibáñez para sentir y fijar en páginas de prosa fuerte y matizada
los esplendores polícromos de la tierra argentina. Hay en este libro
sonoridades wagnerianas, lontananzas enormes sintetizadas en una frase
de afortunada exactitud y pujante relieve, visiones proféticas de
caudalosa ilusión, como ventanales magníficos abiertos sobre el
porvenir; y, al mismo tiempo, una emoción de historia, de humanidad,
que, á través de los siglos, se renueva y camina.
La figura de los primeros conquistadores, tipos legendarios,
superhombres más excelsos que los cantados por Homero y Tirteo,
arrebatan la imaginación volcánica del novelista; sus extraordinarias
facultades de pintor tocan á rebato, y las maravillas de la epopeya
inmortal relucen bajo su pluma como lingotes de oro heridos por el sol.
Aquellos guerreros, con sus rostros cobrizos, sus barbazas intonsas y
sus ojos duros acostumbrados á mirar á la muerte, recorren las pampas
americanas como una legión de ensueño; hostilizados por los indígenas,
acosados por el hambre, tostados por la sed, combatidos por las fieras,
é infatigables, sin embargo, bajo la grave pesadumbre de sus armaduras
de hierro. Nada atajaba su avanzar temerario: ni el cansancio de las
largas jornadas, ni las asechanzas constantes del enemigo, ni el calor,
el horrible calor de las planicies yermas, compactas, como de bronce.
Diríase que su marcha era algo fatal, preestablecido, irrevocable, que
había de cumplirse.
El autor, entretanto, haciendo, más que uso, pródigo alarde y derroche
de su asombrosa capacidad de restaurador de paisajes, evoca los
grandiosos horizontes argentinos, su vegetación ubérrima que produce
árboles cuyos troncos cuatro hombres, cogidos de las manos, no podrían
abarcar; su fauna multicolor y extraña, sus boas enroscadas, dormidas al
sol, semejantes á peñascos enormes caídos en la uniformidad de la
llanura; sus legiones de caimanes amodorrados en las orillas cenagosas
de los lagos; sus cordilleras altísimas, sobre cuya crestería, cubierta
de nieves perpetuas, las alas del condor solitario pintan una sombra
errante; sus noches mágicas, embellecidas por la canción de las
cataratas argentinas, las más caudalosas del mundo...
Habla luego de Buenos Aires; describe las grandezas industriales y
mercantiles de la Argentina actual, las excelencias de sus puertos, sus
vías férreas, de año en año más numerosas; su inagotable riqueza
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