Mis contemporaneos; 1 Vicente Blasco Ibáñez - 4

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heredó de su padre la vulgaridad: es la burguesita modesta, católica,
sin arrebatos personales, esclava constante de la opinión ajena.
Renovales, por el contrario, es un espíritu independiente, valeroso,
enamorado frenético de su arte. ¡Ay! Sus dos almas, aunque prendadas
fervorosamente la una de la otra, no coincidirán nunca, no se fundirán
jamás en el beso de fuego del mismo ideal. Para Renovales «el arte es la
vida»; para Josefina «un medio de vivir»; por lo mismo, los más egregios
ensueños de su compañero no la conmueven. Luego de recorrer las
principales ciudades italianas, se establecen en Roma: él acaricia la
visión de lienzos difíciles, inmortales; ella se opone, suavemente al
principio, con lágrimas y asperezas después. Menos esfuerzo cuestan esos
cuadritos «de costumbres», hechos rápidamente y de memoria, y que los
yanquis suelen pagar muy bien. Acerca de esto disputaron varias veces:
los celos de la joven iban despertando; odiaba á las modelos; en su
vulgaridad no comprendía que su marido pudiera dejarse dominar por su
amor al arte hasta el extremo de no sentir ante la belleza de aquellas
mujeres que se desnudaban en su estudio ninguna emoción lasciva. «Le
aconsejaba que pintase niños, con pellico y abarcas, tocando la gaita,
rizados y mofletudos como el niño Jesús; viejas campesinas de rostro
arrugado y cobrizo; ancianos calvos, de luenga barba...»
Renovales cedió; adoraba en Josefina y quería complacerla; pero esta
claudicación fué pasajera. Su vocación, momentáneamente represada,
renacía avasalladora; y esta vez su asalto fué más fiero y seguro,
porque le ayudaba el amor. La cara de Josefina no era muy bonita, pero
el cuerpo sí; el cuerpo era precioso: menudo, cimbreante, de una
tonalidad mate y nerviosa: los senos pequeños y erectos, el vientre
recogido y duro, las piernas delgadas y elásticas... Era «la maja
desnuda», la mujercita inmortal de Goya... ¡Ah! ¡Si él pudiera
retratarla así!... Mariano Renovales discurseó, suplicó, derrochó sus
recursos de artista y de amante, y al cabo consiguió su objeto.
Josefina, por vana curiosidad, sin comprender la misión sagrada--misión
de Belleza--que iba á representar, se prestó á servir de modelo. ¡Pobre
Renovales! «Tres días trabajó con una fiebre loca, los ojos
desmesuradamente abiertos, cual si pretendiera devorar con su retina
aquellas formas armoniosas...» El cuadro quedó terminado; era un lienzo
prodigioso, definitivo; la espuma de su alma; el Ideal hecho línea y
color, apresado allí, acariciándole con una sonrisa de Inmortalidad...
Luego, desvanecido el primer instante de estupor y vanidoso
contentamiento, la joven quiso romper el lienzo. Aquello estaba muy
bien, pero era una porquería... ¡Una porquería! El artista sintió que el
suelo del estudio trepidaba bajo sus pies: tuvo deseos de llorar, de
morir... «Josefina, desnuda aún, había saltado sobre el cuadro con una
agilidad de gata rabiosa. Del primer golpe de sus uñas rayó de arriba á
abajo el lienzo, mezclando los colores todavía tiernos, arrancando la
cascarilla de las partes secas. Después cogió el cuchillete de la caja
de colores y _raaás_... el lienzo exhaló un larguísimo quejido, se
partió bajo el impulso de aquel brazo blanco, que parecía azulear con el
espeluznamiento de la cólera.»
El artista no se movió; ¿para qué? Se sentía anonadado, deshecho; su
porvenir, roto por la vulgaridad triunfante de su compañera, acababa de
saltar en pedazos como un cristal. Odió á Josefina: era un odio pasivo,
indiferente, que helaba su carne y fue invadiendo su alma poco á poco.
¿Cómo pudo él casarse con aquella mujer? No lo comprendía. Se aburría en
su casa y empezó á frecuentar los salones. Experimentaba un deseo
calenturiento de divertirse, de gozar, de componerse una segunda
juventud. Pero Josefina le estorbaba. ¡Ah, si se muriese!...
Así termina la primera parte.
Al fin, ya en los umbrales mismos de la vejez, Mariano Renovales se
enamora locamente, con vehemencias de muchacho, de la condesa de
Alberca. Ella, al principio, coquetea y le burla; al cabo se rinde: es
una caprichosa, una hambrienta insaciable de emociones nuevas.
Una casualidad descubre á Josefina la existencia de estos amores, y el
mal que la roe se agrava; los celos exacerban su neurastenia; el dolor
realiza estragos en aquel organismo débil: de día en día se la ve
palidecer, consumirse, acercarse á la muerte; por las tardes, en las
horas de fiebre, sus cabellos se adhieren sobre las sienes lívidas,
cubiertas de sudor; su rostro va adquiriendo el perfil fino, aguileño,
de los cadáveres...
Muere Josefina y Mariano Renovales, que ya se asoma á la vejez y aun ha
dado algunos pasos dentro de ella, se siente, de pronto, solo...
¡horriblemente solo!... Su hija Milita, su única hija, se ha casado y
sólo va á verle para pedirle dinero. Sin razón alguna, como por ensalmo,
experimenta una repugnancia invencible hacia su coima, la condesa de
Alberca. En su casa, en el hotel donde Josefina falleció, todo le habla
de la muerta: los muebles, los cortinajes suntuosos que exornan las
puertas, los mismos muros... parecen guardar el perfume y el frufruteo
que levantaron sus faldas la última vez que pasó por allí.
Esta epifanía, al parecer ilógica, de los viejos recuerdos, esa brusca
regresión al pasado, esa contradicción en virtud de la cual Mariano
Renovales adora muerta á la mujer que preterió y aun odió cuando viva,
constituye un precioso fenómeno de psicología amorosa, y uno de los
aciertos más terminantes del novelista.
Desesperado, el infeliz trata de pintarla de memoria, y sólo consigue
trazar una figura extravagante, de una extravagancia malsana, que
vagamente reproduce los rasgos de la muerta.
«Saltaba á la vista la inverosimilitud de los rasgos, la rebuscada
exageración; los ojos enormes, monstruosos en su grandeza; la boca
diminuta como un punto; la piel de una palidez luminosa, sobrenatural.
Solamente en sus pupilas había algo notable: una mirada que venía de muy
lejos, una luz extraordinaria que parecía traspasar el lienzo.»
Pero, aunque satisfecho de su obra, Renovales no está tranquilo: quiere
más, quiere recobrar á Josefina, oirla, estrecharla entre sus brazos,
poseerla otra vez... Y para conseguir su propósito se dedica á buscar
por las calles y de teatro en teatro, una mujer que se la parezca... Al
fin cree hallarla: es la «Bella Fregolina», una _divette_... La muchacha
no es inaccesible ni mucho menos, y va al estudio del pintor. Renovales
la obliga á vestirse una falda y unas medias que pertenecieron «á la
otra»... Unicamente vestida de aquel modo podrá retratarla. Ella
accede... Al verla, el artista cree, por un momento, que Josefina,
efectivamente, ha resucitado: aquél es su cuerpo, aquéllos son sus ojos,
velados y tristes. Pero, de pronto, su entusiasmo se apaga, el vigor le
abandona: ¡no es la misma! ¡No es ella!... Y mientras la «Bella
Fregolina», asustada y creyendo habérselas con un loco, se viste á toda
prisa, Renovales llora inconsolable sobre las ruinas de su última
ilusión. ¡Juventud, juventud! ¿Por qué te fuiste?...
Al año siguiente, de regreso de un viaje de siete meses por la Europa
central, Turquía y Asia Menor, Vicente Blasco Ibáñez publicó su libro
_Oriente_. Es una obra amenísima, una visión de novelista, palpitante de
interés y de emoción. Contiene varios capítulos meritísimos, tales como
aquel donde describe á Ginebra, «la ciudad del refugio», como el autor
la llama inspiradamente; los que dedica á «Viena la elegante» y al
«¡Hermoso Danubio azul!...»; y el titulado «La noche de la Fuerza»;
páginas inolvidables, donde hay como un latido formidable de vida:
diríase que las generaciones futuras van acercándose y que en el
silencio de la noche sagrada se las siente llegar...
_Sangre y arena_, que apareció poco después, obtuvo éxito
extraordinario. Su asunto es sencillo: tiene la simplicidad de los
caracteres francos y rudos que intervienen en ella.
El torero Juan Gallardo es, á su modo, un «hombre de presa», un
_arriviste_, que á fuerza de arrogancia, destreza y valor, consigue
ocupar un puesto entre los matadores «de más cartel». Es joven, guapo,
rico; todo le sonríe: las empresas se le disputan, los periódicos
publican su retrato, en las calles la multitud se detiene á mirarle, las
heteras más elegantes y codiciosas, aquellas por las que los hombres de
mundo se arruinan, le escriben brindándole graciosamente el dulzor de
sus labios... En Sevilla, Juan Gallardo tiene amores con la viuda de un
diplomático, una tal doña Sol, sobrina del marqués de Moraima. La llaman
_la Embajadora_, y aunque nacida en Andalucía, es un tipo exótico, una
flor de cosmópolis, interesante y rara, que recuerda á Leonora, la
_walkyria_ bella y sádica de _Entre naranjos_. Su alma ofrece una
complejidad y al mismo tiempo una frivolidad encantadoras: todo la
entusiasma y de todo se aburre; apenas tiene hambre, cuando ya está
ahita; es una caballista que sabe derribar toros, una enamorada de la
bizarría y de la fuerza, y también una sentimental que prende,
románticamente, una rosa de otoño en la solapa de un bandolero. Las
relaciones de doña Sol con Juan Gallardo duran poco, y esta vez es ella
quien olvida.
El medio donde la acción se desarrolla permite al novelista presentar
varios tipos limpiamente retratados y describir muchas escenas y cuadros
andaluces, entre los que sobresale, por la exactitud y munífica riqueza
del colorido, el de la Semana Santa sevillana, de renombre mundial.
La fortuna de los grandes toreros es esplendorosa y fascinante como la
de los conquistadores, pero suele ser breve; unas veces porque los
músculos se aflojan, otras porque el corazón declina y el ardimiento de
la sangre se apaga y con él flaquea también el valor. Hay muchos toreros
que son bravos y excelentes lidiadores hasta la tarde en que reciben la
primera cornada. Esto le sucedió á Gallardo. Al recobrarse de una grave
cogida se halló débil de cuerpo, y lo que era mucho peor, flaco también
de espíritu. Había perdido la confianza en sí mismo; el recuerdo de los
dolores sufridos empavorecieron su voluntad; no podía acercarse á los
toros; sus pies, automáticamente, le separaban de ellos; les tenía
miedo. El público lo notó, los periódicos propalaron la noticia, y la
estrella del famoso matador empezó á declinar; ¡y con qué ocaso tan
rápido, tan humillante y tan triste!... En vano trataba de recobrarse,
de imponerse á su propia flaqueza para reconquistar lo perdido; había
muerto su antiguo valor; era otro hombre.
En Madrid, doña Sol y Juan Gallardo vuelven á encontrarse; el torero la
recuerda su amor, aquel viejo amor que todavía quema su alma; mas ella
se encoge de hombros. ¡Bah! ¿Quién se acuerda del pasado?... Sí, es
cierto; ella le quiso... un poco... pero fué un capricho rápido, á flor
de piel, del que no había para qué hablar. Esta conversación entre la
aventurera elegante y aristócrata y el lidiador ignorantón y zafio, es
breve, pero intensa y amarga, de una amargura desgarradora: él no sabe
qué decir; ella, viéndole aturrullado, le mira con curiosidad, con
desdén. Creía soñar...
Se acordó de un rajáh, á quien había conocido en Londres, y trató de
explicar al torero la impresión que aquel personaje indostánico, bello y
triste, con su tez cobreña, sus actitudes perezosas y su bigote lacio,
la había producido:
«--Era hermoso, era joven, me adoraba con sus ojos misteriosos de animal
de la selva, y yo, sin embargo, le encontraba ridículo, y me burlaba de
él cada vez que balbuceaba en inglés uno de sus cumplimientos
orientales. Temblaba de frío, le hacían toser las brumas, movíase como
un pájaro bajo la lluvia, agitando sus velos lo mismo que si fuesen alas
mojadas... Cuando me hablaba de amor, mirándome con sus ojos húmedos de
gacela, me daban ganas de comprarle un gabán y una gorra, para que no
temblase más. Y, sin embargo, reconozco que era hermoso y que podía
haber hecho la felicidad por unos cuantos meses de una mujer ansiosa de
algo extraordinario. Era cuestión de ambiente, de escena... Usted,
Gallardo, no sabe lo que es eso.»
Tenía razón. El torero miraba á su interlocutora boquiabierto, cual si
todas aquellas palabras perteneciesen á un idioma desconocido para él.
La joven, cada vez más sorprendida de ser como era, pensaba:
«¡Y ella había podido sentir un amor de unos cuantos meses por aquel
mozo rudo y grosero, y había celebrado como rasgos ingeniosos las
torpezas de su ignorancia, y hasta le exigía que no abandonase sus
costumbres, que oliera á toro y á caballo, que no borrase con perfumes
la atmósfera de animalidad que envolvía á su persona!...»
Y doña Sol, indulgente consigo misma, sonreía:
«¡Ay, el ambiente! ¡A qué locuras impulsa!...»
El desenlace de la obra es magnífico; una de las páginas más entonadas y
brillantes de su autor. Juan Gallardo cae en la plaza, al dar una
estocada, una estocada incomparable, suicida, ¡la mejor de su
historia!... No muere desesperado por la ingratitud de doña Sol; final
hubiera sido éste harto mezquino para los alientos de su recia alma de
lidiador; muere por amor propio, por vanidad de artista, por quedar
bien ante el público, el gran veleidoso que tan pronto encumbra y
diviniza á sus ídolos, como les pisotea. Su desgracia no interrumpe la
fiesta; el espectáculo continúa; en los tendidos bañados en sol «rugía
la fiera: la verdadera, la única».
_Los muertos mandan_, juntamente con _Cañas y barro_, _Entre naranjos_ y
_La barraca_, es, á mi juicio, una de las cuatro novelas maestras sobre
que descansa el alto prestigio de Vicente Blasco Ibáñez. Libro
excepcional y meritísimo que une á la amenidad de los paisajes en él
evocados, la intensa rebusca y minuciosa penetración de los caracteres y
la expresión poética, admirablemente sintética, de una honda y
trascendental visión filosófica.
Jaime Febrer, último vástago de una antigua y muy noble familia
arruinada, tras una primera juventud alegre y fastuosa, vuelve á
Mallorca, su país natal, y para recomponer su casi deshecha fortuna
trata de casarse con Catalina Valls, hija única de cierto judío
riquísimo. Jaime es un hombre independiente, que ha recorrido toda
Europa, y, por lo mismo, se cree ajeno á todos esos ridículos escrúpulos
de campanario que infiernan la vida de las ciudades pequeñas. Mas apenas
descubre su designio, cuando todos los que le conocen, y aun los que
jamás le saludaron, le miran con asombro y enojo. El mismo Pablo Valls,
tío de Catalina, á pesar de comprender los beneficios que este enlace
reportaría á los suyos, aconseja noblemente á Jaime que renuncie á tal
proyecto: él le conoció niño, le quiere bien y no permitirá que sea
desgraciado. ¡Un Febrer! ¡Un descendiente de la familia más católica de
Mallorca, de una familia que había dado al mundo cardenales,
inquisidores y caballeros de Malta, casarse con una _chueta_!
¡Imposible!... ¿Qué diría la isla? Y, aunque renunciase á vivir allí,
¿en qué rincón del planeta iría á refugiarse que no le alcanzase la
execración y el desprecio de todos?... Además, por mucho que amase á
Catalina, no podría ser feliz con ella; tarde ó temprano la odiaría.
¿Acaso una mujer y un hombre pueden, por sí solos, destruir la herencia
de rencores acumulada durante muchos siglos entre dos razas?...
Jaime Febrer, que no quiere á Catalina, se deja convencer, y para
destruir de cuajo y más pronto su naciente noviazgo, se traslada á
Ibiza. ¿Qué remedio? Es algo fatal; los muertos lo disponen así.
En Ibiza Jaime Febrer se instala en una vieja torre, propiedad suya, que
llaman «del Pirata», y en aquella soledad agreste se enamora de
Margalida, hija de Pép, propietario de _Can Mallorquí_ y descendiente de
labriegos modestos, feudatarios de los muy ilustres progenitores de
Jaime. Por lo mismo, éste, aunque totalmente arruinado, continúa siendo
«el amo», una especie de hombre superior aislado de los demás por los
dones preexcelsos de su inteligencia y de su raza. Así, la pasión que
siente Febrer hacia Margalida escandaliza á todos, incluso á sus padres:
aquello es imposible, es absurdo; «el señor» está loco. En Ibiza, como
en Mallorca, el pasado se oponía al porvenir y dificultaba su marcha. En
todas partes, la historia, la raza, la autoridad inapelable de lo que ha
sido...
«Reía amargamente de su optimismo en aquella ocasión, de la confianza
que le había hecho despreciar todas sus ideas sobre el pasado. Los
muertos mandan: su autoridad y su poder eran indiscutibles. ¿Cómo había
podido él, á impulsos del entusiasmo amoroso, desconocer esta enorme y
desconsoladora verdad?... Bien le hacían sentir los lóbregos tiranos de
nuestra vida todo el peso abrumador de su poder. ¿Qué había hecho él
para que en este rincón de la tierra, su último refugio, le mirasen como
un extraño?... Las innumerables generaciones de hombres, cuyo polvo y
cuya alma estaban confundidos con la tierra de la isla natal, habían
dejado como herencia á los presentes el odio al extranjero, el miedo y
la repulsión al extraño, con el que vivieron en guerra. El que llegaba
de otros países era recibido con un aislamiento repelente, ordenado por
los que ya no existían.
»Cuando, despreciando sus antiguos prejuicios, intentaba aproximarse á
una mujer, la mujer replegábase misteriosa y asustada de tal
aproximación, y el padre, en nombre de su respeto servil, se oponía á
este hecho inaudito. Era una obra de loco la suya: la conjunción del
gallo y la gaviota soñada por un fraile extravagante que tanto hacía
reir á los payeses. Así lo habían querido los hombres en otros tiempos
al fundar la sociedad y dividirla en clases, y así debía ser. Inútil
rebelarse contra las cosas establecidas. La vida de un hombre era corta,
y no bastaba para batirse con centenares de miles de vidas que habían
existido antes de ella y parecían espiarla invisibles, oprimiéndola
entre creaciones materiales que eran recuerdo de su paso por la tierra,
abrumándola con sus pensamientos, que llenaban el ambiente y eran
aprovechados por todos los que nacían sin fuerza para discurrir algo
nuevo.
»Los muertos mandan, y es inútil que los vivos se resistan á obedecer.
Todas las rebeliones por salir de esta servidumbre, por romper la cadena
de los siglos, todo mentira. Febrer recordaba la rueda sagrada de los
indios, símbolo budhista que había visto en París al presenciar una
ceremonia religiosa oriental en un museo. La rueda era el símbolo de
nuestra vida. Creemos avanzar porque nos movemos; creemos progresar
porque vamos hacia adelante, y cuando la rueda da la vuelta completa,
nos encontramos en el mismo sitio. La vida de la humanidad, la historia,
todo era un interminable «recomenzamiento de las cosas». Nacen los
pueblos, crecen, progresan; la cabaña se convierte en castillo y después
en fábrica; se forman las enormes ciudades de millones de hombres,
sobrevienen después las catástrofes, las guerras por el pan que escasea
para tantas gentes, las protestas de los desposeídos, las grandes
matanzas, y las ciudades se despueblan y caen en ruinas. La hierba
invade los orgullosos monumentos: las metrópolis se hunden poco á poco
en la tierra y duermen siglos y siglos bajo colinas. El bosque bravío
cubre la capital de remotas épocas; pasa el cazador salvaje por donde en
otro tiempo eran recibidos los caudillos vencedores con aparato de
semidioses; pacen las ovejas y sopla el pastor en su caramillo sobre las
ruinas que fueron tribuna de leyes muertas; vuelven á agruparse los
hombres y surge la cabaña, la aldea, el castillo, la fábrica, la ciudad
enorme, y se repite lo mismo, siempre lo mismo, con una diferencia de
centenares de siglos, como se repiten de unos hombres en otros iguales
gestos, ideas y preocupaciones en el transcurso de unos años. ¡La rueda!
¡El eterno recomenzar de las cosas! ¡Y todas las criaturas del rebaño
humano cambiando de aprisco, pero jamás de pastores: y los pastores
siempre los mismos, los muertos, los primeros que pensaron, y cuyo
pensamiento primordial fué como el puñado de nieve que rueda y rueda por
las pendientes, agrandándose, llevando adherido en su pegajosidad todo
cuanto encuentra al paso!...
»Los hombres, orgullosos de su progreso material, de los juguetes
mecánicos inventados para su bienestar, creíanse libres, superiores al
pasado, emancipados de la original servidumbre, ¡y todo cuanto decían se
había dicho centenares de siglos antes con diversas palabras; sus
pasiones eran las mismas; sus pensamientos, que consideraban originales,
eran destellos y reflejos de otros pensamientos remotos; y todos los
actos que tenían por buenos ó malos eran respetados como tales porque
así los habían clasificado los muertos, los tiránicos muertos, á los que
el hombre tendría que matar de nuevo si deseaba ser libre realmente!...
¿Quién llegaría á realizar esta gran hazaña libertadora? ¿Qué paladín
con fuerzas suficientes para matar al monstruo que pesaba sobre la
humanidad, enorme y abrumador, como los dragones de las leyendas
guardaban bajo su corpachón inútiles tesoros?...»
Este pensamiento embebe el ánimo del autor y reaparece á cada momento
bajo su pluma, siendo el verdadero protagonista del libro; un
protagonista invisible, pero tremendo, extendido, como el cielo, de un
horizonte á otro.
«Los vivos--añade Blasco Ibáñez--no estaban solos en ninguna parte:
rodeábanles los muertos en todos los sitios, y como eran más,
infinitamente más, gravitaban sobre su existencia con la pesadez del
tiempo y del número. No; los muertos no se iban, como creía el refrán
popular. Los muertos se quedaban inmóviles al borde de la vida, espiando
á las nuevas generaciones, haciéndolas sentir la autoridad del pasado
con rudo tirón en el alma cada vez que intentaban apartarse de la
ruta...»
No he podido arrancarme á la tentación de transcribir los anteriores
párrafos, porque, amén de expresar limpiamente el espíritu del libro á
que me refiero, son por su especial contextura, colorista y sonante, una
de las muestras más cabales del estilo de Blasco Ibáñez; estilo
frecuentemente desaliñado, con el desaliño cálido de la impaciencia que
lo inspiró, pero siempre gráfico, viril y jugoso.
Como antes en Mallorca, ahora en Ibiza todo se confabula para que Jaime
y Margalida no se amen. Pero esta vez Jaime Febrer no transige, la
pasión que le anima es sincera y robusta, y los obstáculos que se oponen
á la realización de su deseo le enardecen, lejos de abatirle. Al fin se
casa. Convaleciente aún de la grave herida que le infirió uno de los
mozos que cortejaban á Margalida, Febrer, dirigiéndose á un amigo suyo,
repite esta sabia frase: «Pablo, ¡matemos á los muertos!...» Es decir:
destruyamos lo pretérito, vivamos horros de preocupaciones imbéciles,
afirmemos nuestra personalidad labrando independientemente ese porvenir
donde puede aguardarnos la dicha.
Declaro que, según avanzaba en la lectura de esta obra, iba apoderándose
de mí un malestar creciente; imponiéndose á la magnificencia
mediterránea de los paisajes, á la hermosura del cielo radiante y azul y
á la fertilidad de los campos verdes, con el bruñido verdor de las
esmeraldas mojadas, una melancolía invencible, semejante á una
evaporación de dolor, amortiguaba el regocijo de la Naturaleza. Eran los
muertos... Así, cuando de pronto, avasallando todo el fatal prestigio de
lo que ha sido, la vida se impone, experimenta el lector ese alivio
inefable que, en medio de los terrores de una pesadilla, produce la luz.
Y el libro concluye con esta declaración optimista, llena de salud,
riente como un rayo de sol mañanero: «No; los muertos no mandan: quien
manda es la vida, y sobre la vida el amor.»
Tal es el desenlace que Blasco Ibáñez da á su obra, y, conociendo su
temperamento enérgico, no pudo ser otro: destruyamos el pasado: sobre él
lo futuro, que es la esperanza, la ilusión, debe caer como una losa.
Para concluir, citaré á _Luna Benamor_: es una novela corta que tiene la
poesía filante, dulcemente triste, de los andenes y de los puertos. En
la sociedad cosmopolita que pulula por las calles de Gibraltar, Luis
Aguirre conoce á Luna, una hebrea, y quiere casarse con ella; pero la
joven, aunque enamorada de él, no accede; sus religiones les separan,
sus dioses no les permiten unirse; ella se casará con uno de su raza. Y
así es: el desenlace es pesimista; esta vez, los muertos han
vencido...


V
Síntesis.--Las mujeres en la obra des Blasco Ibáñez.--Los
conquistadores.--El dolor.--Los desenlaces trágicos.

Recordando la impresión que la obra total de Vicente Blasco Ibáñez ha
dejado en mi espíritu, diré que sus libros se ofrecen á mi imaginación
como flores de pesadilla extravagantes y magníficas, unas azules, otras
negras, aquéllas rojas como la sangre; y todas grandes, frescas,
lozaneando pomposamente sobre un paisaje donde triunfan los dos colores
principales con que se disfraza la vida: el verde del mar y de los
campos, y el amarillo del sol. Y más allá, muy lejos, formando
horizonte, los desenlaces trágicos de casi todas sus novelas componen
una línea obscura que habla de injusticias y de dolor.
No quiero desaprovechar la ocasión que ahora se me ofrece de esclarecer,
siquiera sea ligerísimamente, el verdadero puesto ocupado por Blasco
Ibáñez en la historia de nuestra novela contemporánea.
Por ser, según hemos visto, partidario acérrimo del método experimental
ó de observación, y más aún, por haber empezado á escribir cuando el
prestigio extraordinario de Emilio Zola rebasaba las fronteras francesas
y llenaba el mundo, el autor de _La barraca_ fué considerado como
«discípulo de Zola y representante de la escuela naturalista en España».
Esta afirmación caprichosa, lanzada por un «crítico profesional»
cualquiera, la repitió alegremente «el vulgo» de los escritores y más
tarde el público. El «prurito de clasificación», que tanto adula la
pereza intelectual de las muchedumbres porque puede encerrar «en el
cliché de una frase» la personalidad completa de un autor, acabó de dar
validez á lo que, por su esencia, era totalmente arbitrario y gratuito.
Este criterio prevaleció durante muchos años: era inútil que Blasco
Ibáñez publicase obras arqueológicas como _Sónnica la cortesana_, ó
libros de tan alquitarado lirismo como _Entre naranjos_; trabajo baldío;
su renombre, para placentera comodidad y sosiego de la opinión, estaba
ya fijado, catalogado y equivalía á una cédula personal. La crítica--esa
crítica acéfala que no lee y juzga del mérito de los libros por su
precio y los colorines de su portada--le había diputado «mantenedor del
naturalismo español», y era inútil que el novelista demostrase, con sus
libros, renunciar al cargo; el público no le admitía la dimisión, cual
si fuese aquel un puesto que no pudiese quedar vacante.
¿Cómo negar que hay prolijos y notables puntos de concomitancia entre la
obra de Emilio Zola y la de Blasco Ibáñez?... Mas ello no significa que
éste siguiese puntual y servilmente las huellas de aquél, aunque las
arquitecturas que ambos dieron á sus libros sean muy parecidas; como
tampoco pueden considerarse «discípulos» de Zola, ni al maravilloso
Alfonso Daudet, ni al enorme Maupassant, ni á Mirbeau, ni siquiera á
Marcelo Prévost, aunque todos ellos cultiven el método experimental:
pues á través de temperamentos tan enérgicos y rotundos como los
precitados, la realidad, aun siendo indivisible y única, siempre se nos
muestra remozada bajo matices distintos.
Es más; salvo _Arroz y tartana_, obra de juventud, escrita bajo la
sugestión, legítimamente obsesionadora, del autor de _Germinal_, los
demás libros de Vicente Blasco Ibáñez definen, por momentos con mayor
energía, la personalidad del copioso novelista español. Blasco Ibáñez es
un impulsivo, un impresionista, un impaciente formidable, que produce
«por explosón», sin pauta ni medida, con una generosidad de catarata; y
Zola, por el contrario, era el artista metódico, frío, avaro de su
tiempo, que antes de sentarse á escribir un libro ordenaba sus notas y
trabajaba con el reloj puesto sobre la mesa: fué Zola un temperamento
calculador, una voluntad sin intermitencias, que burilaba la realidad y
ahondaba en ella cachazudamente y «por penetración», con una lentitud
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