Mis contemporaneos; 1 Vicente Blasco Ibáñez - 3

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por el tío Paloma de lo ocurrido, le inhuma secretamente. ¿Dónde? En su
charca. La _Borda_, su hija adoptiva, le ayudó en esta operación
macabra. Amanecía y las primeras luces matutinas daban al lago la
tonalidad gris de una lámina inmensa de acero. Cogieron entre los dos el
cadáver y le descendieron á la fosa cuidadosamente, «como si fuese un
enfermo que podía despertar». El sepelio concluyó. ¡Pobre Toni! «Su vida
estaba terminada». ¿Cómo dar idea de su dolor lacerante, infinito?...
«Hería con sus pies aquella tierra que guardaba la esencia de su vida.
Primero la había dedicado su sudor, su fuerza, sus ilusiones; ahora,
cuando había que abonarla, la entregaba sus propias entrañas, el hijo,
el sucesor, la esperanza, dando por terminada su obra.»
La crítica creyó ver en este final prodigioso un «efectismo»; algo muy
bello, sí, pero artificiosamente preparado desde el principio de la
obra. No hay tal. Yo quiero hacer constar que ese desenlace fué una
«improvisación». Blasco Ibáñez, apenas salió de la Albufera donde, para
estudiarla de cerca, acababa de pasar ocho ó diez días pescando y
durmiendo al raso en el fondo de una barca, empezó á escribir su novela
sin saber aún cómo la concluiría. Comenzaba la estación otoñal. Muchas
noches, desde un balcón de su finca de la Malvarrosa, Blasco miraba al
mar tranquilo, susurrante, plateado por la luna, mientras tarareaba la
«Marcha Fúnebre» de _Sigfrido_. Entretanto, meditaba el último capítulo
de su libro. De pronto «lo vió»; fué una emoción tan eficaz que casi la
sintió en los ojos; acababa de sugerírselo el recuerdo del cadáver del
héroe wagneriano, tendido sobre su escudo y llevado por sus guerreros...
¿Y por qué no había de ser así, según el novelista lo explica?
No olvidemos que para Vicente Blasco Ibáñez, fácil más que ningún otro
artista á las emboscadas de la impresión, «el arte es instinto».


III
Novelas de rebeldía: "La catedral".--"El Intruso" "La bodega".--"La
horda".

En todas las novelas examinadas hasta aquí, asoma constantemente la
necesidad obsesionadora, ineluctable, del dinero, y la lucha universal y
terrible que los hombres riñen con la tierra por ganarlo; pero el
ambiente donde sus asuntos se desenvuelven es tan bello y jocundo, hay,
así en el lago de la Albufera como en la «casita azul» de Leonora, como
en los verdes bancales que rodean la barraca de Batiste, como en la
playa arenosa del Cabañal, tan subidísima poesía, que la magnificencia
del paisaje se sobrepone y hace olvidar el trabajo cruel de vivir.
Inútilmente el novelista nos describe la ruda existencia de la gente
marinera y apostrofa á las clases privilegiadas, reprochándolas su
codicia y asegurando que «á duro» debía venderse la libra de ese pescado
que suele dejar en la orfandad á tantos niños: el lector, dominado
siempre por la hermosura triunfal de la Naturaleza, se emociona sin
cólera. No; no puede haber verdadero dolor, ni quebrantos irreparables,
en un país donde los árboles se desgajan bajo el peso de la fruta y la
esplendidez del panorama es tal que sus habitantes, artistas por
temperamento, parece que han de olvidar sus penas y darse por contentos
y generosamente pagados, con sólo tener ante los ojos, al concluir sus
faenas, la belleza de una puesta de sol...
Sin duda Vicente Blasco Ibáñez, acaso inadvertidamente, lo entendió así,
y por eso trasladó la acción de sus novelas sucesivas á otras regiones,
en donde la pobreza de la tierra ó la desigualdad abominable con que fué
repartida, exige de los desheredados que escarban en ella mayores
sacrificios. Estos libros que yo llamo «de rebeldía», son, antes que
nada, libros de combate, vehículos elegantes de propaganda
revolucionaria, armas recias y lindas, cuidadosamente templadas, de
demolición y protesta: en ellos reaparece el antiguo espíritu belicoso
de su autor; el político iguala al artista y rivaliza con él,
componiendo entre ambos una obra bella y buena en que la utilidad y la
amenidad se acoplan y conciertan en maridaje feliz. A este período
corresponden _La catedral_, _El intruso_, _La bodega_ y _La horda_.
Con loable sinceridad Blasco Ibáñez me declara que _La catedral_, á
pesar de ser el más traducido de sus libros, es el que menos le gusta.
--Lo encuentro pesado--exclama--; hay en él demasiada doctrina...
Tal vez; su opinión es para mí preciosa, pues creo que, digan lo que
quieran los críticos, nadie puede hablar con más autoridad de una obra
de arte que su propio autor. De todos modos, _La catedral_ es un libro
que en nuestra vieja España, atrasada y empobrecida bajo el yugo
execrable de las asociaciones monásticas, los defensores de la libertad
debían hacer circular de mano en mano á modo de breviario meritísimo.
La acción se desarrolla en Toledo, la ciudad venerable, hermosa y triste
como un museo, que aún parece dormir, á la sombra de sus iglesias, el
horrible sueño letárgico--sueño de quietismo y de renunciación--de la
Edad Media.
El anarquista Gabriel Luna, después de un éxodo penosísimo, regresa á
Toledo, donde se propone acabar pacíficamente sus días junto á su
hermano Esteban, antiguo servidor de la catedral. Enterado de que su
sobrina Sagrario, que años atrás se había fugado de la casa paterna con
un hombre, arrastraba en Madrid una vida dantesca de miseria y de
oprobio, da los pasos necesarios para recobrarla y al cabo consigue
restituirla á su hogar y que su padre la perdone. ¿Por qué no hacer el
bien, cueste lo que cueste? El perdón es santo, tanto más santo cuanto
mayor sea la gravedad del delito indultado. Gabriel Luna, á quien el
dolor y las privaciones de su existencia errante hirieron en el pecho
con herida mortal, es un carácter apacible y dulce, un visionario
bondadoso, indulgente como un cristiano primitivo. Ama á Sagrario, que
es débil y está enferma también, y ella le corresponde: es una pasión
casta y tranquila, un cariño espiritual en el que sólo se besan las
almas.
«No te separes--la dice--, no me temas. Ni yo soy un hombre ni tú eres
ya una mujer. Has sufrido mucho, has dicho adiós á las alegrías de la
tierra, eres fuerte por el infortunio y puedes mirar cara á cara á la
verdad. Somos dos náufragos de la vida: sólo nos resta esperar y morir
en el islote que nos sirve de refugio. Estamos deshechos, rasgados y
arrollados: la muerte se incuba en nuestras entrañas: somos harapos
caídos é informes después de haber pasado por los engranajes de una
sociedad absurda. Por esto te quiero: porque eres igual á mí en la
desgracia...»
Las predicaciones de Luna, conversaciones fáciles, rebosantes de
evangélica unción, ocupan casi todas las páginas del libro: él acaricia
la visión de una sociedad nueva, gobernada por las blandas leyes del
amor; un mundo de paz y de infinita tolerancia, en que no habrá pobres
porque tampoco habrá ricos...
Las palabras del anarquista, aunque pacificadoras y ungidas con las
mieles misericordiosas, inefables, del Nuevo Testamento, desatan en el
obscuro cerebro de las gentes incultas que le escuchan, ideas
criminales. Una noche en que Luna cumplía la guardia nocturna de la
catedral, «sus discípulos» se presentan, armados y dispuestos á robar el
Tesoro del templo: quieren ser ricos, gozar, «ser como esos señores que
van en coche y tiran el dinero...» Gabriel Luna, asustado de lo mal que
aquellos hombres han interpretado sus doctrinas, les increpa furioso,
les amenaza; hasta que uno de ellos se arroja sobre él y con el grueso
manojo de llaves que lleva en la mano le rompe la frente.
Una vez más las ovejas, convertidas en lobos devoraron á su pastor. La
humanidad es así. Como Cristo, Gabriel Luna pagó con la vida el delito
más peligroso de todos los delitos: el delito de ser bueno...
Al año siguiente, en 1904, Blasco Ibáñez publicó _El intruso_, cuya
trama se desenvuelve en Bilbao, la tierra fuerte, hecha de hierro, que
alimenta la voracidad insaciable de los Altos Hornos. _La catedral_ es
el símbolo de la religión tradicional, quietista y como momificada, que
subsiste aislada del mundo y confía á la autoridad y esclarecimiento de
su larga historia la salud de su porvenir: _El intruso_, por el
contrario, es la máscara de la religión moderna, la religión militante,
que huye del reposo claustral porque comprende que en él está la muerte,
y ambula por las calles, y frecuenta salones y publica libros y estrena
obras y funda establecimientos de enseñanza y establece compañías
anónimas de navegación y acomete negocios de ferrocarriles y de minas, y
procura, en fin, asociarse á todas las palpitaciones de la existencia
contemporánea. _El intruso_, para decirlo de una vez, es el jesuíta; «la
especie» más inteligente y ladina, y por lo mismo más temible, de la
muchedumbre ensotanada; el amo despótico, aunque aparentemente se
muestre risueño y tolerante, de muchas fortunas y de muchas conciencias.
Hablando de la célebre Universidad de Deusto, la gran obra del
jesuitismo, que alza su mole romana en los alrededores de Bilbao,
escribe Blasco Ibáñez estas palabras elocuentes:
«En mitad del parque, sobre una eminencia del terreno, habían levantado
los jesuítas una imagen de San José con un arco de focos eléctricos.
Mientras dormían los buenos padres, el semicírculo luminoso recordaba á
los pueblos de la ría y á la misma Bilbao que allí estaba la orden
poderosa y dominadora, pronta siempre á ponerse de pie, no queriendo
abdicar ni ocultarse ni aun en la obscuridad de la noche. El doctor
hallaba natural que fuese San José el escogido para esta glorificación;
el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de la impotencia,
hermoso molde escogido por aquellos educadores para formar la sociedad
del porvenir.»
El opulento naviero Sánchez Morueta, protagonista del libro, reúne, á un
infalible golpe de vista para los negocios, una voluntad de diamante;
todo le sale á derechas; lo que arruinó á otros á él le enriquece: es un
luchador excepcional que supo sujetar bajo sus rodillas á la fortuna
veleidosa y convertirla en una especie de suave y obediente cabalgadura.
«Establecía nuevas fabricaciones--dice Blasco--, y al poco tiempo
marchaban por sí solas con una exactitud desesperante. Construía barcos,
y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe la monotonía de su
existencia. La desgracia era impotente para él, estaba abroquelado, y
aunque ella corriese á estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal
sería un roce insignificante.»
El novelista se complace en afirmar las proporciones ciclópeas de esta
figura, porque así resplandecerá mejor al final el poder ilimitado,
disolvente, del jesuitismo. Poco á poco, de un modo imperceptible, con
una suavidad sigilosa y rastreante, el enemigo va filtrándose en la
intimidad de aquel hogar. El jefe de la casa, alma ruda abstraída en sus
negocios, no sospecha la gravedad de la traición que se avecina y que
insensiblemente va cercándole. El peligro le estrecha, le provoca, se
sienta á su mesa, duerme á su lado por las noches, y él no lo ve.
Cristina, su mujer, deposita con impudicia fanática al pie del
confesonario sus secretos conyugales más íntimos, y su hija renuncia al
amor de un hombre inteligente y de ideas liberales que la pretende, para
ser la prometida de un rábula discípulo de Deusto. Cuando Sánchez
Morueta se percata de lo que sucede á su alrededor, ya no puede
defenderse; es tarde: su esposa, su hija, sus empleados, todos le
abruman con idénticos consejos; y él mismo, reconociéndose viejo y
triste, siente la necesidad cobarde de ser religioso, de volver los ojos
hacia aquel cielo en el que nunca se detuvo á pensar y que, no obstante,
tanto y tan eficazmente le había ayudado siempre. Terrores extraños de
otra vida le asedian; puede morir y debe ocuparse en lavar su
conciencia. El antiguo luchador se rinde á discreción y acaba por ir,
acompañado de su familia, á pasar una temporada al monasterio de Loyola:
es preciso purificarse, rezar mucho, repartir muchas limosnas; para todo
esto cuenta con su padre espiritual. ¡Pobre Sánchez Morueta! «El
intruso» había luchado con él en su propia casa y le había vencido.
En _La bodega_, como en _El intruso_, «se siente» también la mano del
jesuitismo; es algo magnético, invisible, que se cierne en la atmósfera,
y unas veces obliga á los obreros á concurrir á misa para no ser
expulsados de sus talleres, y otras bendice los campos. En las tortuosas
callejas toledanas, como en las minas bilbaínas donde truena la
oratoria mordiente del doctor Aresti, como en los feraces campos
andaluces por donde pasa la figura evangélica, todo dulzura y caridad de
aquel Cristo moderno que se llamó Fermín Salvoechea, laten los mismos
dolores, gemebundea el mismo treno inmenso que arranca á los
desheredados de todas las provincias la injusticia social.
Pablo Dupont, dueño de una importantísima bodega de Jerez, pertenece á
la estirpe hazañosa de los Sánchez Morueta. Su hermano Luis, prototipo
«del señorito» andaluz, dilapidador, mujeriego, bravucón é inútil,
desdeña los negocios y lleva en su sangre los desbocados apetitos y las
insolencias de una raza feudal: los pobres son para él, como en los
tiempos medioevales, siervos del terruño, esclavos de la gleba, de los
que un caballero principal puede usar libremente y sin extremado
quebranto de las buenas costumbres. «Los de abajo», sin embargo, no
piensan así, los tiempos han cambiado; lentamente, gota á gota, las
modernas corrientes libertarias, van desentumeciendo las conciencias y
mostrando á los hombres el camino sagrado de la ciudad futura: y, por lo
mismo, á lo largo de esta novela que va devanándose alegre y
pintorescamente, se advierten rumores, de lucha intestina,
estremecimientos agoreros de odio y de dolor: los maltratados por la
suerte se cansan de su servidumbre y la palabra «reivindicación» resuena
amenazadora por las noches en el silencio montaraz de las gañanías; los
cuerpos, inclinados sobre el surco, de los segadores, se yerguen á ratos
con un gesto altivo; las manos que antes se abrían humildes, como
implorando una limosna, ahora se crispan conquistadoras y vengativas.
El bondadoso Salvatierra, lamentándose de la abulia nacional, es el
principal propagandista de estas ideas emancipadoras.
«--Esa gente sufre y calla, Fermín, porque las enseñanzas que heredaron
de sus antecesores son más fuertes que sus cóleras. Pasan descalzos y
hambrientos ante la imagen de Cristo; les dicen que murió por ellos, y
el rebaño miserable no piensa en que han transcurrido siglos sin
cumplirse nada de lo que aquél prometió. Todavía las hembras, con el
femenil sentimentalismo que lo espera todo de lo sobrenatural, admiran
sus ojos que no ven, y aguardan una palabra de su boca, muda para
siempre por el más colosal de los fracasos. Hay que gritarles: «No
pidáis á los muertos: secad vuestras lágrimas para buscar en los vivos
el remedio de vuestros males.»
Los campesinos le escuchan, haciendo signos de asentimiento; dice bien
el predicador vagabundo; y, poco á poco, el espíritu de rebelión crece
como una ola roja y amarga.
Pero Luis Dupont, calavera y orgulloso de su dinero y de su figura,
olvida tales presagios, y una noche en que se halla de fiesta en una de
sus posesiones, viola á María de la Luz; y poco después un hermano de
ésta, convencido de que el miserable galán no piensa reparar su crimen,
le insulta y le mata. Pero el mal está hecho; María de la Luz ya no será
dichosa, ya no podrá casarse con Rafael, su novio, el elegido adorado de
su alma; se lo prohibe su educación cristiana, la creencia absurda de
que en la virginidad reside la pureza de la mujer. Rafael opina lo
mismo; quiere á María, acaso más que nunca, pero comprende que no debe
unirse á ella; el idilio está roto...
Hasta que el bondadoso don Fernando Salvatierra--seudónimo con que el
autor presenta en su libro al anarquista Salvoechea--habla con Rafael y
le convence de que su desgracia no es irreparable. Necesitaba ser fuerte
y sobreponerse á los fantasmas del pasado. ¡La virginidad! ¿Qué es eso?
¿Qué importancia puede tener un detalle físico tan mezquino en el
porvenir de dos seres que se aman ardientemente?... Las palabras de
Salvatierra resonaban indulgentes y consoladoras en los oídos del mozo:
«Lo sabía todo. ¡Valor! Era una víctima de la corrupción social, contra
la que tronaba él con sus ardores de asceta. Aún podía comenzar de
nuevo la vida, seguido de los suyos. El mundo es grande.»
Rafael le escucha y poco á poco siente que su dolor y sus celos, tan
punzantes hasta entonces, van suavizándose. Dice bien aquel hombre: ¿por
qué la integridad física de una mujer ha de anteponerse á la pureza de
su espíritu?... El mismo Rafael explica á María de la Luz este
pensamiento, pensamiento santo, pues que les ofrenda la felicidad. «Las
vergüenzas del cuerpo--dice--representan muy poco... El amor es lo que
importa; lo demás son preocupaciones de animales.»
Y con esta seguridad reparadora se abrazan estrechamente mientras
piensan en América, la tierra fértil y hospitalaria, hacia donde se
embarcarían muy pronto y en la que les aguardaba una bella vida de
cariño y de trabajo.
_La horda_ es, en el orden cronológico, la última de las «novelas de
rebeldía»; y entre los muchos aciertos que avaloran este libro, su mismo
título, evidentemente es el mayor. Esa «horda» á que Blasco Ibáñez se
refiere, es la muchedumbre de desheredados--traperos, matuteros,
vagabundos de todas clases, cazadores furtivos, chalanes, pordioseros,
ladrones--que vive en las afueras de Madrid, trabajando unas veces,
merodeando otras, disputándose los detritus de la gran ciudad alrededor
de la cual forman una especie de círculo siniestro y amenazador, cual
si olfateasen la oportunidad de caer sobre ella para devorarla. Son los
parias de la vida, los ex hombres de que habló Gorki. En torno de la
urbe limpia, bien oliente, con sus hermosos paseos, sus palacios de
mármol, sus cafés y sus teatros que las mujeres llenan con la alegría
lasciva de sus descotes y el frufruteo aromado de sus vestidos; y sobre
la cual, de noche, sus millares de luces tienden un halo rojizo y
gigante que da la sensación de que toda la ciudad ríe estremeciéndose
con la locura de una fiesta báquica, los maltratados de la suerte, los
sin fortuna, los hambrientos, parecen rondar como lobos famélicos
alrededor del aprisco; sus ojos desesperados relucen en la obscuridad,
sus puños se crispan, un rictus ancestral tuerce sus labios y desnuda
sus dientes... Madrid no les quiere y les expulsa de su seno, pero les
tolera porque ellos, acaparadores de la basura, de lo roto, de lo que se
pudre, son los principales mantenedores de la higiene y del aseo de la
ciudad; Madrid les desprecia, pero les necesita; les teme, pero no
sabría prescindir de su trabajo; y ellos, que lo comprenden, no se
alejan mucho de la ciudad, estrechándola, oprimiéndola en un anillo de
miseria. ¡Ah, cuando llegue el día del hartazgo!...
«Maltrana--escribe Blasco Ibáñez refiriéndose al protagonista de _La
horda_--pensó en los traperos de Tetuán, en los obreros de Cuatro
Caminos y de Vallecas, en los mendigos y vagos de las Peñuelas y las
Injurias, en los gitanos de las Cambroneras, en los ladrilleros sin
trabajo del barrio que tenía delante, en todos los infelices que la
orgullosa urbe expelía de su seno y acampaban á sus puertas, haciendo
una vida salvaje, subsistiendo con las artes y astucias del hombre
primitivo, amontonándose en la promiscuidad de la miseria, procreando
sobre el estiércol á los herederos de sus odios y los ejecutores de sus
venganzas.»
Esa habilidad balzaciana que el ilustre novelista posee para idear
figuras, constituir familias y darnos la sensación caliente, llena de
movilidad y de interés, de las muchedumbres, sobresale en este libro más
quizá que en otro ninguno.
Isidro Maltrana es un muchacho ilustrado y de claro entendimiento, pero
de flaca y desorientada voluntad, y á este desequilibrio de facultades
debemos referir muchas de las desgracias que luego, en el devanar del
tiempo, amargan su vida. Nació de una pobre mujer y de un albañil que
murió siendo él todavía muy niño. Su abuela materna era una trapera del
barrio de las Carolinas llamada _la Mariposa_, y que vivía maritalmente
con un trapero viejo, cazurro, borracho y un poco filósofo, á quien
todos conocían por _Zaratustra_. Isidro Maltrana, por consiguiente,
«venía de abajo», era hijo del pueblo y acaso hubiese vivido
tranquilamente si, desde pequeño, le hubieran dedicado á un oficio. Mas
no fué así; una señora rica y bondadosa, á cuya casa la madre de Isidro
iba á trabajar, admirando las excelentes disposiciones que el chiquillo
demostraba tener para el estudio, quiso encargarse de su educación y
darle una carrera. Maltrana comenzó á estudiar afanosamente, graduóse
bachiller y seguía con notable aprovechamiento el penúltimo curso de la
facultad de Filosofía y Letras, cuando su protectora falleció. Como por
ensalmo el pobre muchacho se halló desamparado, inerme ante la gran
batalla de la vida: no tenía carrera, no sabía ningún oficio: «los de
arriba», conociendo su origen humilde, le miraban despectivamente; y,
por otra parte, para vivir entre los de su clase, le estorbaba su
ilustración y poseía unas manos y unos gustos demasiado finos. Era un
inadaptable, un inutilizado por el cambio de ambiente, á quien el
porvenir reservaba días muy negros.
A falta de otra ocupación mejor, Isidro Maltrana se hizo periodista; su
bohemia fué larga, dura, estéril. En sus visitas á Cuatro Caminos, donde
vivía su abuela, conoció á Feliciana, hija de un cazador furtivo á quien
llamaban Mosco. Isidro y Feliciana se amaron y concluyeron marchándose á
vivir á un cuartucho interior situado en las inmediaciones del Rastro.
Ella era joven, graciosa y bonita, él era inteligente y alegre; los dos
hubiesen podido ser felices; pero la fatalidad les perseguía sañuda, sin
darles un momento de tregua. Maltrana carecía de trabajo; su voluntad
débil no sabía imponerse; Feliciana estaba encinta: hambrientos, medio
desnudos, los dos vencidos fueron á refugiarse en una casuca de las
Cambroneras, desamparada y miserable como choza de húngaros. Según vamos
acercándonos al desenlace, una tristeza enorme, una melancolía fría y
negra de crepúsculo, desciende sobre el libro. La madre de Isidro, que á
poco de enviudar fuése á vivir con un albañil, hombre muy de bien,
falleció en el hospital; su amante se cayó de un andamio y murió
también; el hijo único que tuvieron, criado en el ambiente vicioso del
arroyo, estaba en la cárcel; al Mosco, los guardas de la Casa de Campo
le mataron á tiros. Finalmente, Feliciana da á luz en el hospital y
acaba allí sus días, y su cadáver va á la fosa común después de haber
pasado por el espanto de la sala de disección... El Destino es
implacable con los pobres: los patea, los tritura, los deshace, les
niega hasta el nombre; diríase que no quiere que de ellos quede nada, ni
aun el recuerdo... Y esta conclusión sería desoladora si el autor,
bondadosamente, no la iluminase con un rayo de esperanza: Isidro
Maltrana, desanimado, abúlico y próximo á sumirse en el envilecimiento
sin redención del alcoholismo, reacciona á tiempo. Ya no aspira á
obtener una reputación literaria, pero trabajará, será un «obrero del
arte», ya que no pudo llegar á ser artista. Su voluntad se rebulle y
levanta con desacostumbrado brío: peleará con la suerte y la vencerá: lo
que no hizo por su pobre compañera, ni por sí mismo, lo hará por su
hijo. Esta vez no claudicará; el cariño que aquella criatura le inspira
«es de hierro...»
Y este «germinal» inesperado nos consuela asegurándonos que, cerca ó
lejos, ¿qué importa la distancia?... la humanidad hallará un mañana de
justicia y de paz, un mañana de fraternidad, en el que no habrá dolor...
_La catedral_, _El intruso_, _La bodega_ y _La horda_, son «libros de
combate», apasionados, fieros, que desataron contra su autor las más
vehementes censuras. Se le tildó de intransigente, de sectario fanático.
Conformes; ¿y qué?... Así ha de pelearse, y no es buen soldado quien á
la hora de la batalla dispara al aire; los golpes todos al corazón del
contrario deben ir dirigidos, pues la importancia de la herida es lo
único que informa del mérito de la estocada. Los más egregios paladines
de nuestras libertades, respondiendo con la tolerancia á las
acometividades sin cuartel de sus enemigos, probaron su ineptitud para
la lucha y retrasaron, en más de un siglo, el desarrollo intelectual de
España. Al fanatismo y á la intransigencia, con fanatismo y con
intransigencia deben rechazarse; como las religiones, las libertades por
el hierro y por el fuego deben imponerse; la clemencia vendrá más tarde,
después que las cicatrices estén bien curadas y no haya peligros de
infección. Así lucha Blasco Ibáñez y así debe lucharse: echando fuera de
la barricada todo el cuerpo, poniendo en la reciedumbre de cada golpe
toda el alma. El novelista arremete violento contra el poder clerical
que empobrece á las naciones y ahoga las iniciativas y rebeldías del
pensamiento y ahuyenta del mundo el bienestar de vivir; y truena también
contra esa abominable constitución social que puso las riquezas en unas
cuantas manos y deja que familias enteras mueran de hambre, de suciedad
y de frío sobre una tierra que, mejor cultivada, bastaría á la felicidad
de todos. Nada le detiene, y estas cuatro novelas son otras tantas
lanzas rotas en pro del Amor, del Trabajo y de la Libertad, los tres
únicos caminos que llevan á Sión, la ciudad prometida...


IV
Novelas de la tercera época: "La maja desnuda".--"Sangre y
arena".--"Los muertos mandan".--"Luna Benamor".

Este nuevo ciclo ocupa un período de cerca de cuatro años, ó sea desde
la aparición de _La mala desnuda_, á principios de 1906, hasta _Luna
Benamor_, publicada á mediados de 1909.
Retratados ya los principales aspectos ó paisajes de la novela regional
valenciana, y agotados los temas máximos de la novela revolucionaria ó
de controversia, Vicente Blasco Ibáñez cambia de rumbo; su espíritu ágil
deriva hacia otros horizontes, restringe el escenario donde su
observación diligentísima ha de emplearse, y su curiosidad, antes
distraída en la contemplación de vastos panoramas, se dedica al estudio
de las almas y sabe descender á ellas. El trabajo que hasta entonces fué
de síntesis, á partir de este momento será de análisis. El cambio es
duro: á ratos, como en muchas hermosísimas páginas de _Sangre y arena_ y
de _Los muertos mandan_ sucede, la imaginación libérrima del novelista
bate sus alas aquilíferas y se remonta para regalarse con la
contemplación de alguna lontananza inmensa, cual si obedeciera al hábito
de respirar el aire de las grandes alturas; pero bien pronto el prurito
psicológico predomina, y vuelve á imperar la observación de ese
incesante y maravilloso trajín, semejante á un hervor, que llamamos
conciencia, y el lector asiste nuevamente al amanecer de los
sentimientos, á su desarrollo sigiloso, á las penumbras y mudanzas de
las ideas, á la formación de aquellos avendavalados vientos interiores
denominados pasiones; amasijo estupendo, plateresco, lleno de emboscadas
y de sorpresas, como las fórmulas de un libro cabalístico. Diríase que
la pupila del autor se contrae y recoge para sólo percibir lo pequeño, y
que, á imitación de los maestros pintores de la antigua escuela
veneciana, únicamente otorga importancia á las figuras. Esta nueva
tendencia imprime á la obra total de Blasco Ibáñez un carácter nuevo,
científico, de investigación y cosmopolitismo muy agradable.
_La maja desnuda_ es un libro desesperado, un libro trágico, donde
triunfa la muerte. Así, la huella que su lectura graba en el espíritu es
profunda: dura mucho tiempo: más que un rastro es una cicatriz.
El pintor Mariano Renovales, apenas gusta las primeras caricias de
fortuna y de gloria con que algunas veces--muy pocas--el dios Azar
suele favorecer á los artistas jóvenes, se casa con Josefina Torrealta,
hija de un diplomático; un pobre hombre insignificante, pero grave,
tieso, con toda la tiesura escénica inherente á su profesión. Josefina
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