Mis contemporaneos; 1 Vicente Blasco Ibáñez - 2

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verde esmeralda de la planicie cultivada, inmensa y prolífica; y aquí y
allá, rompiendo la monotonía griega de este acorde magnífico, la belleza
árabe de las palmeras litúrgicas, implorantes como sacerdotes en
oración, abriendo desmayadamente sus ramas en un gesto de inconsolable
dolor; y las barracas enjalbegadas de blanco, con sus techumbres
puntiagudas defendidas por una cruz. Y, finalmente, las noches
valencianas, noches diáfanas, en las que las olas empenachadas de espuma
sonríen misteriosamente bajo la luna con sonrisa de plata, y en que el
cielo, bañado en la serenidad lívida de la luz astral, parece más
alto...
De todos los libros de esta época, _Arroz y tartana_ es, indudablemente,
el más flojo; y, sin embargo, tanto por el número y calidad de sus
tipos, como por el raro «calor de humanidad» que hay en él, es una obra
recia, de estirpe balzaciana.
Vivir con «arroz y tartana» significa vivir ostentosamente, aparentando
poseer mucho más de lo que se tiene y sin cuidarse de la bancarrota, del
_crac_ final.
El argumento de esta novela es sencillo, y en él asoman frecuentemente
ramalazos de la juventud de su autor.
Como á otros hijos de aragoneses, á don Eugenio García sus padres le
abandonaron una mañana en la plaza del Mercado, ante la iglesia de San
Juan. El muchacho, al principio, lloró mucho, luego fué consolándose;
entró á servir como dependiente en un comercio del barrio, y á fuerza de
perseverancia en el trabajo y de economías, pudo establecerse por su
cuenta. Bien pronto su tienda, llamada _Las tres rosas_, fué popular.
Tenía don Eugenio á sus órdenes y como primer dependiente á un tal
Melchor Peña, y cultivaba la sociedad de un íntimo y antiguo amigo suyo
llamado Manuel Fora, á quien, por haber sido novicio en su juventud,
apodaban _el Fraile_. De su matrimonio, Fora hubo dos hijos: Juan,
especulador codicioso y avaro, como su padre, y Manuela, disipadora y
pretenciosa.
Manuela y Melchor Peña se casaron y don Eugenio traspasó á su antiguo
empleado el comercio, modesto aunque sólido, de _Las tres rosas_; él ya
era viejo y había luchado mucho; debía descansar. Poco después _el
Fraile_ murió de apoplejía, legando á cada uno de sus hijos setenta mil
duros. Juan, desconfiado y previsor, continuó trabajando y no se movió
de la casa solariega; pero Manuela, sin considerar que su herencia no la
redituaría lo suficiente para lanzarse á desusados lujos, quiso lucir,
salirse de su esfera, humillar á sus amigas. Avergonzándose de su
obscuro origen, no sosegó hasta conseguir que su marido se retirase del
comercio. ¡Pobre Melchor! Obligado por la nueva existencia que su
consorte le imponía á vestirse el frac todas las noches, «su buen humor
había desaparecido junto con los colores de su cara; una obesidad
grasosa y amarillenta hinchaba su cuerpo; y, al fin, un año después de
abandonar la tienda, murió, sin que los médicos supieran con certeza su
enfermedad».
De este primer matrimonio le quedó á doña Manuela un hijo, llamado Juan,
á quien no amaba porque tenía, como su padre, las manos grandes y el
tipo vulgar.
Al año siguiente casó doña Manuela con su primo Rafael Pajares, médico
licencioso y gastador, del que hubo tres hijos. Aquel matrimonio fué
breve; Pajares, roído y maltrecho por sus vicios, murió pronto, pero
dejando notablemente quebrantada la fortuna de su mujer. Esta, sin
embargo, no se intimidó; un implacable «delirio de grandezas» la poseía;
su desbocada ambición soñaba casar á sus hijas con príncipes ó
millonarios y esperaba de la Fortuna novelescas sonrisas. Firme en su
propósito, hipotecó sus fincas, pidió dinero á rédito, amontonó deudas
sobre deudas y al cabo llegó á la ruina total. Entonces, desesperada,
sin amor, con la sordidez brutal de una ramera, abandonóse entre los
brazos de su antiguo dependiente, Antonio Cuadros, dueño á la sazón de
_Las tres rosas_. Hasta que, de súbito, la catástrofe que se cernía
sobre todos los desdichados personajes de este gran drama, tan vulgar y,
no obstante, tan intenso, explota horrísono y tableteante como trueno
apocalíptico. La misma tarde en que Juan descubre los sucios amores de
su madre, el famoso banquero don Ramón Morte, especie de dios penate con
levita y sombrero de copa, que parecía velar por los intereses de
infinidad de familias, quiebra fraudulentamente y huye de la ciudad;
unos le suponen camino de América, otros le creen refugiado en
Francia... En aquella quiebra Juan pierde todos sus ahorros, y Antonio
Cuadros, que ve evaporarse con Morte la mayor parte de su fortuna,
desaparece también. Juan muere de dolor; doña Manuela y sus hijas se ven
desamparadas; ¿qué será de ellas?... Ni fuerzas tienen para llorar; la
palabra «ruina», en la que nunca meditaron, las envuelve ahora, tejiendo
á su alrededor una especie de noche inmensa.
El libro no concluiría bien si no hablase de don Eugenio, «el veterano
del Mercado». ¿Qué hacía, en medio de tanto dolor, el fundador de _Las
tres rosas_?... ¡Ah! Viéndose solo, miserable y sin la tienda donde
enterró las savias todas de su juventud, ¿qué había de hacer, sino
morir?... Y así fué: murió donde había vivido, en la plaza, frente á San
Juan. «Primero se doblaron sus rodillas, quedando de hinojos en aquel
lugar donde su padre le había abandonado setenta años antes; después
cayó de bruces en la acera.»
Esta obra, en el curso de la cual intervienen catorce ó diez y seis
figuras sobriamente trazadas, y en que el enérgico interés de la fábula
permite al lector ir sin fatiga de uno á otro episodio, anunciaba en
Vicente Blasco Ibáñez, muy joven entonces, un novelista de grandes
recursos y de visión amplísima. La crítica reconoció que el provinciano
y obscuro autor de _Arroz y tartana_, «prometía». Las ilusiones de los
que así le juzgaron no resultaron fallidas: Blasco las satisfizo todas
publicando un año después, en 1895, su lindísima novela _Flor de Mayo_.
¡Qué emoción tan fuerte, tan inolvidable, deja este libro!... Es
pesimista, es trágico; sus últimas páginas, especialmente, tienen toda
la amargura del mar, y por su arquitectura cae en absoluto dentro de
aquellos moldes en que «el padre» melancólico y casto de la novela
moderna, Emilio Zola, fabricaba los suyos. Y, sin embargo, ¡qué extraño
raudal de luz, qué alegre vigor y qué intensas ráfagas de ruda poesía
hay en él!...
Sirve de escenario á la obra la playa del Cabañal; todos los personajes
son pescadores, gente brava y noble, que tiene torpe la palabra y el
ademán pronto y vehemente.
Tona casó con el tío Pascualo, pescador temerario que, una noche de
borrasca, pereció en el mar. Una ola devolvió su barca á la orilla, y
allí le encontraron, «con la cabeza destrozada, sirviéndole de tumba el
armazón de tablas, ilusión de toda su vida, que representaba treinta
años de economías amasadas ochavo sobre ochavo». Varios meses la pobre
viuda, acompañada de sus hijos Pascual y Tonet, pidió limosna de puerta
en puerta. Sus ojos implorantes, arrasados en lágrimas, excitaban la
compasión: al principio muchos la socorrían, éste con dinero, aquél con
un puñado de pescado ó un trozo de pan; mas esta situación había de
durar poco, pues en la ingrata condición humana la virtud de la caridad
es la que más pronto se usa y fatiga. Tona lo comprendió así; era una
mujer fuerte que sabía mirar cara á cara á la vida; su instinto de
conservación venció y se impuso á su dolor.
«No la quedaba en el mundo otra fortuna que la barca rota donde murió su
marido, y que puesta en seco se pudría sobre la arena, unas veces
inundada su cala por las lluvias y otras resquebrajándose su madera con
los ardores del sol, anidando en sus grietas voraces enjambres de
mosquitos.
»Tona tenía un plan. Donde estaba la barca podía plantear su industria.
La tumba del padre serviría de sustento para ella y los hijos.»
¡Qué bello símbolo! La vida alimentándose y surgiendo triunfal de la
muerte; la desilusión suprema de la nada, sonando á risas y vistiéndose
con las flores de una esperanza nueva...
«Un costado de la barca fué aserrado hasta el suelo, formando una puerta
con pequeño mostrador. En el fondo de la barca colocáronse algunos
tonelillos de aguardiente, ginebra y vino; la cubierta fué substituida
por un tejado de tablones embreados que dejaba mayor espacio en el
lóbrego tabuco: á proa y popa, con los tablones sobrantes, formáronse
dos agujeros á modo de camarotes; el uno para la viuda y el otro para
los niños, y sobre la puerta extendióse un tinglado de cañas, bajo el
cual mostrábanse con cierta prosopopeya dos mesillas cojas y hasta media
docena de taburetes de esparto.»
En aquel ambiente crecieron Pascual y Tonet. No parecían hermanos:
Pascual, á quien luego llamaron _el Retor_, era, como su padre, de
complexión recia y voluntarioso para el trabajo, económico, dócil,
callado; todo lo contrario de Tonet, vagabundo y pinturero, tan
aficionado al vino como á holgar con las mozas. _El Retor_ se casa con
Dolores, Tonet con Rosario; y más adelante Dolores y Tonet, que en otro
tiempo fueron novios, vuelven á tener relaciones, pero esta vez más
íntimas, más graves... La narración va devanándose rápidamente y con un
interés dramático que crece según se aproxima el desenlace. Cuando el
pobre _Retor_ descubre la traición de su compañera y se convence de que
Pascualet, el chiquillo que creía suyo, es hijo de su hermano, sus celos
se desbocan y por sus brazos nervudos de remero corre un estremecimiento
homicida. Quiere abalanzarse sobre Tonet, trabarle por la garganta,
arrancarle aquella lengua infame que engañó á su Dolores y la precipitó
al adulterio. Luego reflexiona; esto aún es poco; Tonet debe morir...
pero ¿y él? ¿Podrá ser dichoso entre la mujer que le traicionó y aquel
hijo que no es suyo? Por primera vez, su alma heroica, que hasta
entonces peleó sin fatiga, siente el trabajo de vivir y la inútil
melancolía del esfuerzo. ¡Sí, era preferible acabar! Y una madrugada,
desoyendo los consejos de otros patronos que no comprendían la terquedad
de Pascual, éste aparejó su barca y acompañado de Tonet y del muchacho,
salió al encuentro de la tempestad que ya empezaba á rugir en el
horizonte. Ninguno de los tres volvió...
Hay en esta novela tipos gallardamente dibujados, como el de la tía
Picores, una especie de leona de la Pescadería, procaz y deslenguada,
capaz de reñir á puñetazos con un hombre; el del tío Paella, padre de
Dolores; el del «siñor Martínes», carabinero andaluz, perezoso y
sentimental, que pasa como un soplo de poesía por la taberna de Tona; y
el de su hija Roseta, aquella virgen rubia, con largos ojos azules y
contemplativos, «que lo sabía todo». Y también merecen recordarse dos ó
tres escenas de primer orden: tales como la del naufragio, la de la
bendición de la barca, y la de aquella tarde en que Pascual y Tonet
deciden ir á Argel por un cargamento de tabaco. En esta última
descripción, especialmente, Blasco Ibáñez se excede y mejora á sí mismo;
la blancura de la playa arenosa reverberante bajo el sol; la quietud de
las barcas tendidas á lo largo de la costa con un abandono casi
inteligente, cual si tuviesen conciencia de que descansan; la serenidad
verde del mar emperezado por el calor de la siesta; el silencio, el
enorme silencio, que llena el espacio azul; y, á ratos, en la lejanía
luminosa del horizonte, una vela blanca, como una pechuga de gaviota...
componen un lienzo pasmoso que Joaquín Sorolla hubiese firmado.
Los azares de la política apartaron momentáneamente á Vicente Blasco
Ibáñez de la política. Por aquella época el encono de los partidos llegó
á su apogeo; Valencia hervía; todas las semanas estallaba un motín y la
sangre liberal enrojecía las calles; sobre la redacción de _El Pueblo_
llovían denuncias. Blasco Ibáñez se vió encerrado durante ocho meses en
la cárcel de San Gregorio, y al cabo tuvo la fortuna de que la pena de
reclusión le fuese conmutada por la de destierro. Entonces emigró á
Italia, donde escribió los capítulos de su libro _En el país del arte_,
publicado en 1896.
Sin embargo, el público, el gran público indiferente de España, no
conocía aún al escritor rebelde, mitad artista, mitad político, que
batallaba en una capital de provincias. Ante su nombre, la crítica, tan
servicial y diligente con los «consagrados» como desdeñosa con los
«nuevos», callaba y se encogía de hombros perezosamente. Así Blasco
Ibáñez no paladeó las mieles de una verdadera victoria hasta dos años
más tarde, en 1898, con la publicación de _La barraca_.
¡Libro admirable! Su autor «lo vió» bien, de un golpe, y lo escribió con
una vehemencia y una diafanidad de estilo inimitables. Toda «el alma»
árabe, brava y sufrida de los hijos de la huerta, late allí: la lucha de
los hombres con la tierra, el cariño dedicado por el labrador al caballo
que trabaja con él sobre el surco y al perro que de noche vigila su
hacienda; el respeto tradicional al «amo» que de hecho, ya que no de
derecho, oprime todavía á sus colonos con el peso de una autoridad
omnímoda y feudal; y también «el alma» del paisaje, con su cielo
añilado, sus palmeras hieráticas eternamente tristes, su red de
infinitos y pequeños canales, por donde el agua, semejante á un dios
helénico, bordea los verdes bancales, distribuyendo en ellos, con su
frescura murmurante, el regocijo de la vida. En _La barraca_ nada falta,
nada tampoco sobra; en la historia de la novela española contemporánea,
este libro quedará como un modelo definitivo de nuestra literatura
regional.
El tío _Barret_, como todos sus ascendientes, laboró durante muchos años
las tierras del usurero don Salvador; ellas se llevaron lo mejor de su
juventud. ¡Cuánto trabajó el infeliz y con cuán poco éxito! Hubo varios
años malos, las cosechas fueron mezquinas y el producto de su venta
apenas bastó á la manutención de la familia. ¿Cómo pagar á don Salvador
los alquileres devengados?... Al verse despedido, el pobre tío Barret
trató de conmover el duro corazón del amo. «El, que no había llorado
nunca, gimoteó como un niño; toda su altivez, su gravedad moruna,
desaparecieron de golpe, y arrodillóse ante el vejete pidiendo que no le
abandonara...» Pero el amo se mostró inflexible; él también tenía
compromisos y necesitaba dinero, «su dinero»... El tío Barret,
humillado, pisoteado cruelmente en su dignidad, se marchó furioso,
jurando defender á tiros su derecho á vivir. Transcurrieron varios días.
Una tarde el tío Barret salió de su barraca llevando consigo lo mejor
que había en ella; «la hoz de su abuelo, una joya que no la cambiaba ni
por cincuenta hanegadas». La fatalidad le atravesó á don Salvador en su
camino: trabáronse de palabras los dos hombres y el usurero cayó, segada
la garganta. El matador fué condenado á cadena perpetua y en el penal de
Ceuta finó su triste existencia; su mujer, inútil y vieja, murió en el
hospital, y sus cuatro hijas se dispersaron, siguiendo á través de la
inmensidad de la humana miseria rumbos distintos: unas se pusieron á
servir, otras cayeron en la prostitución... y de este modo, la gran
iniquidad legal quedó consumada. Pasó mucho tiempo; los herederos de don
Salvador trataron de arrendar la barraca del tío Barret y las tierras á
ella anejas, y no lo consiguieron; nadie las quería; diríase que la
sombra vengativa del presidiario las defendía, las reclamaba aún;
aquellos campos donde hogaño los hierbajos silvestres medraban lozanos,
parecían malditos...
Hasta que por la huerta corrió la noticia de que la barraca fatal estaba
habitada por una familia venida nadie sabía de dónde. El hecho era
cierto. Batiste, un aventurero cansado de probar distintos oficios y de
pelear brazo á brazo con la miseria, se había instalado allí acompañado
de su mujer Teresa y de sus hijos Roseta, Batistet y Pascualet, á quien
por su carita bonachona y rosada, sus padres llamaban «el Obispo». ¡Qué
escándalo! El rumor «se transmitía á grito pelado de un campo á otro
campo, y un estremecimiento de alarma, de extrañeza, de indignación,
corría por toda la vega como si no hubieran transcurrido los siglos y
circulara el aviso de que en la playa acababa de aparecer una galera
argelina buscando cargamento de carne blanca». Instantáneamente, sin
aviso previo, los vecinos organizan contra el intruso una especie de
cruzada, á la cabeza de la cual, y como jefe, figura el valentón
Pimentó. El forastero está asombrado; si él no hizo daño á nadie, si
sólo aspira á vivir pacífica y honradamente, ¿á qué debe atribuir aquel
odio?... Una tarde, al tramontar del sol, cierto pastor, anciano y
ciego, se acerca al predio maldito y aconseja á Batiste irse de allí
cuanto antes: en sus ojos blancos y sin luz, en la lentitud con que
levanta al cielo sus brazos sarmentosos, hay algo paternal y
cabalístico. Sus palabras resuenan agoreras en el silencio de la tarde;
aquellas tierras, regadas con sangre, necesariamente han de ser funestas
para quien las cultive. Concluye:
«_Creume, fill meu: te portarán desgrasia_».
Batiste se encogió de hombros; él á nada tenía miedo y estaba seguro de
que sus manos, infatigables como su voluntad, eran capaces de realizar
milagros. Y así fué. En poco tiempo aquel campo, que durante diez años
había permanecido inculto, apareció limpio de malezas, roturado y
dispuesto á producir opulentas cosechas; los muros de la barraca,
enjalbegados pulcramente de blanco, relucían alegres bajo el sol; el
pozo quedó limpio; ante la casita una parra frondosa tendía su sombra
bienhechora sobre una minúscula plazoleta de ladrillos rojos. El sano
regocijo que Batiste experimentaba con estas mejoras, duró poco; la
experiencia le demostró que jamás se arrostraron impunemente los odios
de un pueblo, y la conjuración, solapada al principio, revienta al fin,
atacando simultáneamente á los forasteros por todos los caminos. La
hostilidad que rodea á los padres trasciende implacable á sus hijos y
les envuelve. A Roseta la maltratan las muchachas de su edad, y Batistet
y Pascualet son golpeados al salir de la escuela por sus compañeros. La
lucha se prolonga semanas y meses tenaz y sin cuartel. En una de
aquellas trifulcas Pascualet, el más pequeño de los dos hermanos, cae en
una zanja llena de agua, y la impresión de la cruel mojadura determina
unas calenturas que acaban con la vida del muchacho. Su padre, acosado
por unos y otros, se defiende á tiros y mata á Pimentó. Pero su heroísmo
es baldío: una noche, hallándose todos acostados, la barraca empieza á
arder; nadie acude en su auxilio; las barracas vecinas permanecen
cerradas, y esta indiferencia es lo que mejor demuestra el
aborrecimiento que inspiran los intrusos. ¿Qué rumbo seguir? ¿Cómo
defenderse de aquel enemigo invisible y enorme? El heroico Batiste acaba
por rendirse; no lucharía más: «Huirían de allí para comenzar otra vida,
sintiendo el hambre tras ellos, pisándoles los talones; dejarían á sus
espaldas la ruina de su trabajo y el cuerpecillo de uno de los suyos,
del pobre _albaet_, que se pudría en las entrañas de aquella tierra,
como víctima inocente de la loca batalla.»
Guarda este libro páginas soberbias, como las consagradas al entierro
de Pascualet y al incendio de la barraca, y hasta media docena de tipos
perfectamente trazados. Su autor lo escribió de un tirón y en un estado
de hiperestesia que iba creciendo y agudizándose conforme se acercaba el
desenlace. Los dos últimos capítulos, especialmente, llegaron á
colocarle en un estado de verdadero desequilibrio mental. Sufrió
alucinaciones. La noche en que terminó la novela trabajó hasta la
madrugada; estaba solo; acababa de escribir la cuartilla final y levantó
la cabeza: sentado delante de él vió á Pimentó. La impresión fué tan
violenta, que Blasco tiró la pluma y retrocediendo, como para no ser
acometido por la espalda, se retiró á su cuarto; la sombra trágica del
huertano permaneció allí, de codos sobre la mesa, junto al quinqué,
inmóvil en medio del silencio y la amplitud del salón obscuro.
El triunfo obtenido dos años más tarde por _Entre naranjos_, igualó y
acaso sobrepujó, al de _La barraca_.
Hay en esta novela una parte autobiográfica muy interesante. Blasco
Ibáñez había conocido en uno de sus viajes á cierta artista rusa, tiple
de ópera, mujer extraordinaria, hermosa, fuerte y sádica como una
_walkyria_, que recorría el mundo llevando consigo á una pobre muchacha
á quien en sus frecuentes arrebatos de mal humor azotaba cruelmente.
Fueron aquéllos unos amores de pesadilla, vehementes y rápidos; la
artista, con su elevada estatura y sus biceps de hierro, era una
verdadera amazona, celosa y agresiva, de la que sus amantes necesitaban
defenderse á puñetazos; instintivamente su temperamento rebelde se
negaba á rendirse, y cada posesión requería una escena ancestral de
lucha y de doma, en la que luego los besos servían para restañar la
sangre de los golpes.
La acción principal de la novela se desarrolla cerca de Valencia, en
Alcira, pueblo lindísimo, pintoresco como un capricho de abanico, cuyo
blanco caserío parece flotar sobre el océano verde de los inmensos
naranjales que lo circundan.
Leonora, artista de ópera de reputación mundial, se ha refugiado allí
guiada por esa necesidad de aislamiento que las almas aventureras
sienten de cuando en cuando. Rafael Brull, á quien sus adeptos acaban de
elegir diputado, se enamora de ella; Leonora quiere resistir, tiene
miedo á las pasiones que desencadena su belleza... pero la soledad, que
enardece las imaginaciones, suele ser mala consejera de la virtud, y al
cabo resbala y se abandona entre los brazos de Rafael una noche de luna,
bajo los naranjos cuajados de azahares. Esta aventura concita contra la
artista los odios de todo el vecindario, pacato y católico. Leonora se
encoge de hombros; ¿qué pueden importarla la enemistad ó las groserías
de aquellas pobres gentes? Pero, al mismo tiempo, su voluntad errante
siente el deseo, cada vez más exigente y punzador, de volver al mundo
para correr tras el espejismo de los horizontes; es su sino... Brull
quiere seguirla, y su intento fracasa: se lo impiden «su pasado», el
recuerdo de su padre, el carácter de su madre, devota y austera, y hasta
el amor de su prometida, muchacha modosita, insignificante, que aportará
al matrimonio una herencia considerable... Leonora y Rafael se separan,
y ni una sola carta vuelve á cruzarse entre ellos. Todo ha concluido.
Rafael Brull se casa, tiene hijos y su nombre obscuro aparece alguna vez
que otra en el _Diario de Sesiones_. Transcurren muchos años. Una tarde,
al salir del Congreso, el diputado se encuentra con Leonora. Es la
_walkyria_ de siempre, fuerte y hermosa; acaba de llegar á Madrid y á la
mañana siguiente piensa salir para Lisboa. Brull siente renacer en su
alma los recuerdos de su antiguo amor: está triste, aburrido; sus ojos
se llenan de lágrimas; aún pueden ser felices...
Ella le rechaza con estas palabras bellas y tristes:
«--No te esfuerces, Rafael--dice--, esto se acabó. El Amor que dejaste
pasar está lejos, tan lejos, que aunque corriéramos mucho, nunca le
daríamos alcance. ¿A qué cansarnos? Al verte ahora, siento la misma
curiosidad que ante uno de esos vestidos viejos que en otro tiempo
fueron nuestra alegría. Veo fríamente los defectos, las ridiculeces de
la moda pasada...»
Leonora se despide de su antiguo amante fríamente, y Rafael Brull
permanece solo en medio de la acera, ridículo, abatido, casi viejo,
haciendo esfuerzos sobrehumanos para reprimir el deseo, un inmenso deseo
que tiene, de echarse á llorar...
Así, suavemente, con la melancolía de un pañuelo mojado en lágrimas que
desde lejos nos dijese «adiós», termina el libro; libro exquisito,
aromado por la tragedia, la gran tragedia sin sangre, de las ilusiones
perdidas.
_Sónnica la cortesana_ constituye, en la técnica de Vicente Blasco
Ibáñez, un «gesto» aparte; y si la incluyo entre sus «novelas
regionales», es porque su autor, según confesión propia, más que un vano
alarde arqueológico, trató de hacer con este libro «la novela valenciana
antigua».
La acción se desenvuelve durante los últimos días de Sagunto, cuyo
espíritu, costumbres y trajes fueron evocados y descritos con
sorprendente precisión. Sónnica es una cortesana que, por no dejar á un
amante, llevó á las costas levantinas de España un rayo del sol alegre
de Grecia, la cuna excelsa de la filosofía y del arte, donde las
mujeres, cual las diosas, tenían la bondad de aliviar el dolor de los
hombres mostrándose desnudas: como era generosa, el pueblo la adoraba, y
en su palacio suntuoso, hecho de mármoles, las luces que alumbraban los
festines con que la hetera obsequiaba á sus invitados, no se apagaban
nunca antes de salir el sol. Alrededor de Sónnica aparecen agrupadas la
figura belicosa de Acteón, amigo de Anníbal; la del cínico parásito y
filósofo Eufobias, la del afeminado Lácaro, la de los jóvenes amantes
Ranto y Eroción, la del famoso arquero Mopso y otras, que, unidas todas,
recomponen cabalmente el alma, orgullosa y democrática á la vez, de la
época.
En el cuadro final, con el fiero asalto que dieron á las murallas
saguntinas las tropas semi-bárbaras que acaudillaba el general
cartaginés y el heroísmo con que los sitiados, cogidos de las manos, se
precipitaban en la hoguera inmensa donde habían jurado perecer, el autor
puso todo su aliento y supo darnos la emoción de aquella epopeya,
asombro del mundo antigua y gloria todavía de nuestra raza.
A fines del año siguiente, ó sea en Noviembre de 1902, Vicente Blasco
Ibáñez publicó su novela _Cañas y barro_, el mejor, á mi juicio, de
todos sus libros. Luego supe que su autor lo tenía en igual estima, y
no me extrañó; _Cañas y barro_ es una obra maestra.
Explicar el argumento de esta novela es empresa difícil, porque más que
un asunto puede afirmarse que hay en ella dos ó muchos, todos igualmente
interesantes y desarrollados simultáneamente, lo que da á la narración
una jugosidad excepcional, un «calor de humanidad» extraordinario: es el
espejo donde van reflejándose las historias de varias familias que viven
paralelamente, el tornavoz que recoge los gritos de dolor, las zozobras,
las alegrías mezquinas, todas las palpitaciones, en suma, de un trozo
del pintoresco enjambre humano. _Cañas y barro_ es la vida en la célebre
Albufera valenciana, húmeda, fangosa, calenturienta, con sus arrozales,
que forman horizonte. ¿Tipos?... Los hay á puñados; podrían contarse por
docenas: allí están el tío Paloma, el pescador más antiguo del lago,
alma independiente, movediza como su propia barca, para quien el oficio
de agricultor es una profesión de esclavos; su hijo Toni, voluntad de
acero, trabajador infatigable, empeñado en rellenar con tierra traída de
muy lejos una charca profunda que le cedió graciosamente cierta señora
rica «que no sabía qué hacer de ella»; Tonet _el Cubano_, flor de vicio,
tumbón y sensual, que aspira á vivir en la holganza merced á la
protección de su querida Neleta, esposa del rico tabernero y antiguo
contrabandista _Cañamel_; el borracho _Sangonera_, socarrón delicioso,
especie de dios Baco, á quien los habitantes del lago solían encontrar
dormido junto á las orillas, la cabeza ceñida de flores, y que al cabo
murió de un atracón; el _pare_ Miquel, la _Borda_, la _Samaruca_ y
otros... Todos estos seres, moviéndose en el mismo escenario y agitados
por sentimientos afines, dan una sensación rotunda, magnífica, de
humanidad en marcha.
La atención del lector, sin embargo, propende inconscientemente á
olvidar la epopeya grandiosa de Toni para fijarse en los amores
adulterinos de Neleta con Tonet _el Cubano_. Cañamel ha muerto, Neleta
se halla encinta de su amante y es indispensable que el niño
desaparezca, pues, de lo contrario, la viuda, por su proceder liviano,
perdería su derecho á heredar al difunto, según éste lo determinó en su
testamento. En aquella desalmada mujer la codicia es más fuerte que el
instinto maternal, y el recién nacido es inmolado sin piedad; su mismo
padre lo sacrifica: le llevaba en su lancha, y de pronto, asiéndole con
ambas manos, le arrojó violentamente lejos de sí, «como si quisiera
aligerar la embarcación de un lastre inmenso». Y más tarde, cuando _el
Cubano_, horrorizado de su crimen, se suicida, Toni, su padre, enterado
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