Mis contemporaneos; 1 Vicente Blasco Ibáñez - 1

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MIS CONTEMPORÁNEOS
I
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
[Illustration: Vincente Blasco Ibáñez]


Eduardo Zamacois
MIS CONTEMPORANEOS
I
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
[Illustration: colofón]
MADRID
LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
Calle del Arenal, núm. 11
1910
Es propiedad.
Queda hecho el depósito
que marca la ley.
Imprenta Artística Española, San Roque, 7.--Madrid
[Illustration: una barra decorativa]


VICENTE BLASCO IBÁÑEZ


I
Biografía.--Sus viajes.--Cómo trabaja.--El teatro. Su concepto de
la mujer y de la vida.

Vive el insigne novelista á la derecha del paseo de la Castellana, muy
cerca del Hipódromo, en un pintoresco hotelito de planta baja, cuya
fachada irregular se abre en ángulo al fondo de un pequeño jardín. Aquí
y allá, á lo largo de los viejos muros y sobre el tronco de los árboles,
la hierba y el musgo pintan manchas verdes, de un verde aterciopelado,
jugoso y obscuro. En la alegre quietud mañanera, bajo el magnífico dombo
añil del espacio, bañado en sol, la tierra, negra, recién removida por
manos diligentes, huele á humedad. Triunfa el silencio. Aquel rincón,
más que un jardinillo cortesano, parece un trozo de huerta, algo
desaliñado y rústico, donde se echa de menos un perro, un montón de
estiércol y unas cuantas gallinas.
Es mediodía.
Encuentro á Vicente Blasco Ibáñez escribiendo ante una amplia mesa
cubierta de papeles, las carnosas mejillas un tanto congestionadas por
la fiebre del esfuerzo mental, la enérgica cabeza nimbada por el humo de
un cigarro habano. Al verme el maestro se levanta, y la expresión
belicosa de sus manos cerradas y la prontitud elástica con que su recio
cuerpo se retrepa y engalla sobre las piernas rígidas, dan una sensación
rotunda de voluntad y de vigor físico.
Acaba de cumplir cuarenta y tres años. Es alto, ancho, macizo; su
rostro, moreno y barbado, parece el de un árabe. Sobre la alta frente,
llena de inquietudes y de ambición, los cabellos, que debieron de ser
crespos y abundantes, resisten todavía á la calvicie; entre las cejas,
la reflexión marcó hondamente su arruga imperiosa y vertical; grandes
son los ojos y de mirar rectilíneo y franco; la nariz, aguileña, sombrea
un bigote que cubre frondoso el misterio de una boca epicúrea y risueña,
en cuyos gruesos labios sultanes tiembla la mueca de una sed insaciable.
Un momento el autor maravilloso de _Cañas y barro_ permanece en pie
delante de mí; me observa, y yo siento en mis pupilas la expresión de
las suyas, registradoras y curiosas. Calza zapatillas de paño gris, y
viste una tosca pelliza abrochada sobre el cuello hercúleo, corto y
rollizo, desbordante de savias vitales. El apretón de manos con que me
recibe es amable y simpático, pero rudo, como el que cambian los atletas
en los circos antes de justar. Su voz es fuerte--voz de marino--; su
hablar copioso, brusco y generosamente aderezado de interjecciones.
Parece un artista... también parece un conquistador; uno de aquellos
aventureros de leyenda que, necesitando servirse simultáneamente de la
lanza y del broquel, sabían gobernar un caballo con sólo las rodillas, y
que, aun siendo muy pocos, «bastaron á aclarar el cobre americano».
Nacido en esta época, la blandura de nuestras costumbres desarmó sus
manos, que tienden atávicas á cerrarse para herir ó para retener lo
ganado; nacido á fines del siglo xv, hubiese vestido la cota y seguido
la estrella roja de Pizarro ó de Cortés.
Vicente Blasco Ibáñez se instala cómodamente en un sillón, respira
fuerte, cruza una pierna sobre otra... Yo le miro complacido: es uno de
esos hombres excepcionales--hombres de presa--cuyo aspecto saludable,
tranquilo y optimista, invita á vivir.
--Yo--dice--nací en Valencia y soy hijo de comerciantes; pero mis padres
pertenecen á esa raza brava y rebelde oriunda del Bajo Aragón, cuyas
generaciones, invariablemente, como obedeciendo á una tradición, dejan
la aridez de sus montañas para marchar á la conquista de las
hospitalarias ciudades levantinas, donde la existencia es fácil porque
la abundancia de agua y el ardimiento prolífico del sol mantienen
perenne en la tierra el espasmo sagrado de la fecundidad...
Si las leyes de la herencia son ciertas, á estos progenitores de origen
celtíbero, tozudos y audaces, deben referirse las preexcelentes
aptitudes físicas de luchador y las bizarrías increíbles de voluntad que
distinguen al gran novelista. No de otro modo podrían explicarse las
desusadas complejidades de su carácter; carácter extraño y movedizo que
á veces parece el de un artista «puro», desligado de toda finalidad
práctica, y á ratos vuelve á la realidad y sabe esclavizar la fortuna y
mostrarse como un domador extraordinario de hombres.
Entre los ascendientes más notables de Blasco Ibáñez figura un clérigo
aragonés, llamado Mosén Francisco, hermano de su abuela materna. Aquel
tipo membrudo y violento, que peleó á las órdenes de Cabrera en la
primera guerra civil, dejó en la memoria impresionable del futuro
escritor emoción duradera. Blasco, niño entonces, no ha olvidado el
porte belicoso de aquel gigante, á ratos sacerdote y guerrero á ratos,
cobrizo como un marroquí, que tenía zarpas de oso y caminaba con ritmo
marcial. Así, aunque disfrazado de modos diversos, en el transcurso de
su obra el recuerdo de Mosén Francisco asoma varias veces. Yo sospecho
su lejana influencia en la confección de aquel «pare Miquel», «con gorra
de pelo y carabina», que en _Cañas y barro_ arregla á culatazos las
cuestiones de sus feligreses; y en aquel temible «don Sebastián»,
ambicioso y soberbio, que vive desenfadadamente con una hija suya en su
palacio arzobispal de Toledo; y un poco, quizá, en «don Facundo», el
cura bonachón y caballista de _El intruso_; y también en aquel «Priamo
Febrer», caballero de Malta, mitad guerrero y mitad sacerdote, cuya
sombra pasa con el ruido bélico de sus acicates por las páginas de _Los
muertos mandan_. Sin duda el escritor, paladín ardoroso de la libertad,
recuerda con simpatía al fanático Mosén Francisco. ¿Cómo? Acaso porque
la intransigencia de aquel hombre, que tantas veces sacrificó su
tranquilidad y expuso su vida por un ideal, guarda una belleza, merced á
la cual, ¡oh indulgencia divina del arte!, el novelista comprende al
guerrillero y le estrecha las manos.
La niñez de Blasco Ibáñez, como la de Octavio Mirbeau, fué tumultuosa:
era un muchacho inteligente, pero más aficionado á los juegos de
agilidad y de valor que á los libros; un indócil refractario á cuanto
implicase método ó disciplina; había en su temperamento un exceso de
vigor, un revertimiento ininterrumpido y descarrilado de actividad que
le obligaba á vivir en rebeldía perpetua. Su abuela le mimaba mucho. Un
día _Vicentet_ se negó á comer; no tenía apetito, no le gustaba el
almuerzo. Cansada de oirle su madre, que tenía el genio pronto y la mano
dura, fuése á él y, asiéndole por los cabezones, le propinó una azotaina
memorable. Aquel dolor físico, lejos de abatir al muchacho, le serenó,
despertó su hambre y le permitió comer perfectamente. Yo veo compendiada
en esta sencilla anécdota infantil toda la psicología del futuro
artista: voluntad sin miedo, para quien el esfuerzo rudo y los vaivenes
de la pelea habían de ser más tarde motivos de pasatiempo y regocijo.
A los diez y siete años Vicente Blasco Ibáñez desapareció de su casa, y
en un modesto coche de tercera se trasladó á Madrid. Hablando de
aquellos días de belleza y de miseria, los ojos del maestro brillan
todavía con juvenil entusiasmo. Fué amanuense de Manuel Fernández y
González, que, viejo, pobre y casi ciego, se acercaba á la muerte. El
famoso autor de _El cocinero de su majestad_ estaba deshecho, exhausto y
apenas podía dictar. Muchas noches se quedaba dormido sobre un sillón,
al terminar un párrafo. Blasco, inconscientemente, empujado por el
interés de la fábula, continuaba escribiendo, y cuando Fernández y
González despertaba, leíale lo escrito. A pesar de su proverbial
orgullo, el anciano maestro se dignaba felicitarle: «aquello» no estaba
mal; el muchacho prometía, tenía «madera» de artista. Así, los dos,
compusieron varios libros, entre otros, _El mocito de la Fuentecilla_,
novela de manolas y de toreros, apunte primoroso de costumbres,
pintoresco y caliente como un cuadro de Goya.
Habitaba por aquella época Blasco Ibáñez en un cuartucho de la calle de
Segovia, cerca del Viaducto. Estaba alegre, ganaba lo indispensable para
comer mal; pero, á su edad, ¡se vive con tan poco!... Entretanto, iba
conociendo á los prohombres de la literatura, se asomaba á las
redacciones, visitaba los museos y el «paraíso» del teatro Real, se
instruía; y por las noches, cuando regresaba á su domicilio, las pobres
mujeres que exhiben su belleza en las aceras, admirando su juventud y
sus cabellos ensortijados, le detenían sonriéndole con sonrisa
prometedora, llena de desinterés. La política también le atraía. Cierta
noche habló tempestuosamente en un _meeting_, ante un público ardoroso y
rugiente, como mar encrespado, de carpinteros, zapateros y albañiles; su
palabra triunfó y centenares de manos callosas le aplaudieron
vehementes. Terminado el acto, dirigióse á su casa, rodeado por un
nutrido grupo de admiradores. Blasco Ibáñez caminaba mecido por el humo
de su victoria, orgulloso, como si llevase ceñida á sus sienes la
clásica corona de roble y laurel que las vírgenes vestales adjudicaban
en los Juegos Olímpicos. Al llegar á su domicilio, dos agentes le
detuvieron.
--Dése usted preso.
La multitud iba á protestar; los más entusiastas cerraban ya los puños,
dispuestos á defender á golpes la libertad de su héroe. Pero Blasco les
contuvo. ¡Nadie se mueva! Estaba encantado; se veía camino de la cárcel;
sin duda, era un conspirador temible cuando la autoridad se molestaba en
detenerle. No fué el miedo lo que entonces estremeció su alma, sino la
ambición de gloria, la alegría, la seguridad de que empezaba á ser
hombre notable y de que muy pronto, acaso al día siguiente, la Prensa
hablaría de él. Ahora la prisión, como antaño los azotes maternales, le
producían un bienestar sedante, indecible. Verdaderamente, su carrera de
hombre político no podía empezar mejor. Con este cortejo de ilusiones,
se dejó llevar al Gobierno civil, donde se encontró con su madre. ¡Oh
suprema decepción! No era al revolucionario temible, sino al muchacho
travieso, fugado de su casa, á quien la policía había detenido. Blasco
hubo de rendirse; ¿qué hacer? Era menor de edad. Fué aquella, tal vez,
la única ocasión en que el futuro novelista tuvo vergüenza de su
juventud.
Blasco Ibáñez me habla ligeramente, sin ilusión alguna, de sus primeras
campañas políticas: por atacar las instituciones y también por su innata
afición á bravear los peligros, estuvo desterrado varias veces, una de
ellas en París, en 1890, viviendo todavía Ruiz Zorrilla: fué una
temporada deliciosa de dos años, pasada en compañía de los militares
emigrados y en pleno Barrio Latino. En otra ocasión vistió el traje del
presidio algún tiempo. Otras campañas periodísticas le llevaron á la
cárcel unas treinta veces, y el pueblo de Valencia le aclamó diputado en
ocho elecciones seguidas. Pero su verdadero ideal, sin embargo, estaba
en la literatura.
--Antes--dice--yo trabajaba en condiciones fatales. Allá en Valencia, en
la redacción de _El Pueblo_, diario fundado por mí, después de redactar
el artículo de fondo y de ajustar el periódico y de recibir á todos los
representantes de los comités republicanos que iban á visitarme, me
ponía á escribir novelas. Esto no ocurría nunca hasta pasadas las dos de
la madrugada. Así compuse mis primeros libros: _Arroz y tartana_, _Flor
de Mayo_, _La barraca_... Ahora laboro con más comodidad. En todo tiempo
me levanto temprano, á las ocho, y me sirven el desayuno: ¡un verdadero
almuerzo!... Porque yo, si no como mucho, no hago nada... Es más: los
hombres que comen poco me parecen seres débiles; no me gustan...
Y al hablar así su ademán es imperioso, terminante, y sus pupilas
refulgen con expresión glotona y triunfal.
--Inmediatamente--continúa--me siento á escribir y produzco sin descanso
hasta las cuatro de la tarde. A esa hora vuelvo á comer bien. Después
doy un paseo y en seguida reanudo mi trabajo. A las once ceno. Luego me
acuesto, y en la cama leo hasta las dos ó las tres de la madrugada. Como
ve usted, duermo muy poco.
El resultado obtenido por los primeros libros de Blasco Ibáñez fué
insignificante. De _Arroz y tartana_, que apareció en 1894, y de _Flor
de Mayo_, apenas vendió quinientos ejemplares; _La barraca_ también pasó
casi inadvertida, y fué preciso que años después el famoso hispanófilo
G. Hérelle, que la compró casualmente en San Sebastián un día de toros,
entusiasmado con su lectura la tradujese al francés, para que nuestra
Prensa y nuestro público reconociesen el mérito de esta novela ejemplar.
Pero su autor tenía el amor á su profesión y la ciega fe en sí mismo que
caracterizan á «los que llegan», y persistió en su empeño. Seguro de que
únicamente en «lo vivido» reside el estremecimiento mago, motivo de toda
suprema belleza, de tal suerte que nada que previamente no haya sacudido
el temperamento del artista, sea novelista, pintor ó músico, puede
utilizarse como límpido origen ó sólido cimiento de ninguna obra de
arte, aplicóse devotamente á pasar por cuanto luego había de servirle de
molde á sus libros. Así, para escribir _Flor de Mayo_, fué á Tánger y
volvió en una de esas barcas, llamadas laúdes, que se dedican al
contrabando de tabaco; como para «sentir» uno de los capítulos más
interesantes de _La horda_ se expuso á recibir un balazo franqueando, en
compañía de varios cazadores furtivos y de perros amaestrados--perros
que no ladran cuando ven á la presa--, los muros que circundan los
bosques del real sitio de El Pardo; como para componer _Los muertos
mandan_ anduvo recorriendo en un bote las costas de Ibiza, hasta que,
sorprendido por un temporal, hubo de refugiarse en un islote, donde
permaneció catorce horas sin comer y remojado por las olas hasta los
huesos.
Estas aventuras del novelista, unidas á los extremados lances y desafíos
del antiguo revolucionario y á su desmedida afición á los viajes--Blasco
Ibáñez ha recorrido gran parte de la América del Sur, Francia,
Inglaterra, los Países Bajos, las naciones de la Europa Central,
Constantinopla y todas las ciudades maravillosas de Grecia y de
Italia--, prestaron á su literatura una riqueza de color y una inquietud
espiritual extraordinarias. Su obra multiforme, inspirada en los puntos
de vista más heterogéneos, es imagen afortunada de su propio vivir,
abigarrado y peregrino como una quimera folletinesca.
Vicente Blasco Ibáñez es un «productor» formidable. Para reunir los
elementos que habían de informar su célebre novela _Sangre y arena_, le
bastó ir á Sevilla en compañía del matador de toros Antonio Fuentes. Los
datos que recogió en Bilbao para componer _El intruso_ los ordenó en una
semana; la mayor parte de sus libros los ha escrito en dos meses; en la
redacción de algunos sólo invirtió cuarenta y cinco días. Dominado por
la impaciencia, deja que sus originales vayan sin leer á la imprenta, y,
como Balzac, únicamente los corrige cuando están en pruebas.
Le pregunto:
--¿Tiene usted la concepción fácil?
--Mucho--responde--; yo soy un impresionista y un intuitivo; por lo
mismo, esa lucha terrible entre el pensamiento y la forma, de que tanto
se lamentan otros autores, apenas existe para mí. Es cuestión de
temperamento. Yo creo que las obras de arte se ven instantáneamente ó no
se ven nunca: si lo primero, el asunto se agarra con tal fuerza á mi
imaginación y me absorbe y posee tan en absoluto, que, para descansar,
necesito llevarlo al papel de un tirón. El alboroto nervioso que me
produce la redacción de los últimos capítulos, especialmente,
constituye para mí una verdadera enfermedad: se me cansan la mano y el
pecho, me duelen los ojos, el estómago, y, sin embargo, no puedo dejar
de escribir; el desenlace tira de mí, me esclaviza, me golpea en la
nuca, me enloquece; parezco sonámbulo; me hablan y no oigo; quiero salir
á dar un paseo y no me atrevo; la mesa me atrae y vuelvo al trabajo.
Muchas veces he escrito diez y seis y diez y ocho horas seguidas. En una
ocasión llegué á escribir treinta horas sin descansar más que el tiempo
indispensable para beberme alguna taza de caldo ó de café...
Este era el modo de producir que tenía Alfonso Daudet.
«Es--dice el autor de _Safo_--como un flujo de calor vital que nos sube
al cerebro; nos sentimos dominados, invadidos por el asunto, y empezamos
á escribir febrilmente. Nada nos detiene entonces: el tintero queda
vacío, el lápiz se rompe; no importa; seguimos adelante. Nos irritamos
contra la noche que llega y nos cegamos en la penumbra del crepúsculo
esperando la lámpara que no traen. Le disputamos el tiempo á la comida y
al sueño. Si es necesario marcharse, ir al campo, emprender un viaje, no
podemos resolvernos á dejar el trabajo y continuamos escribiendo de pie,
sobre una maleta...»
Como todos los grandes novelistas meridionales, Blasco Ibáñez posee una
memoria extraordinaria para los paisajes, especialmente cuando hace
mucho tiempo que los vió. En la distancia de lo pretérito, las viejas
imágenes se precisan y acoplan con rara exactitud; es un torrente de
armonías pasajeramente olvidadas, de perfumes, de colores que resurgen
con toda su antigua calidez palpitante. Este influjo que los elementos
plásticos de la realidad ejercen en su espíritu es tal, que con
frecuencia se yuxtaponen á las sensaciones de otra índole: á las
auditivas, verbigracia. Blasco Ibáñez es un melómano; la música le
produce estremecimientos inefables; Beethoven y Wagner son sus ídolos;
muchas de sus cuartillas las escribió cantando... Y, sin embargo, hay
momentos en que las notas del pentagrama se ofrecen á su imaginación
como algo extenso, palpable, sujeto á las leyes del color y de la línea.
«El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias heridas por la
luz--escribe en _Arroz y tartana_--era el trino dulce y tímido de los
violines melancólicos; los campos, de verde apagado, sonaban para el
visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, «las mujeres
amadas», como les llamaba Berlioz; los inquietos cañares con su
entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y
brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto
como apasionados quejidos de amor de la viola ó románticas frases del
violoncello; y en el fondo, la inmensa faja de mar, con su tono azul
esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que, á la sordina,
lanzaba un lamento interminable.»
Esta admirable concurrencia y fusión de emociones no es, en Blasco
Ibáñez, un estado pasajero de conciencia. Muy al contrario, constituye
una normalidad, y, por así decirlo, el fundamento ó redaño más firme y
dichoso de su complexión artística. Nueve años después, en 1903, su modo
de «ver la música» es el mismo.
«Hay pasajes musicales--afirma un personaje de _La catedral_--que me
hacen ver el mar, azul, inmenso, con olas de plata (y eso que yo nunca
he visto el mar); otras obras desarrollan ante mí bosques, castillos,
grupos de pastores y rebaños blancos. Con Schubert veo siempre dúos de
amantes suspirando al pie de un tilo, y ciertos músicos franceses hacen
desfilar por mi imaginación hermosas señoras que pasean entre parterres
de rosales, vestidas de color violeta, siempre violeta.»
La propensión inconsciente que el espíritu del insigne novelista tiene á
simplificar sus sensaciones reduciéndolas todas á fenómenos de visión,
es el secreto de su arte, rezumante de plasticidad y colorido: á él debe
referirse la seguridad admirable y la frondosa abundancia de sus
descripciones, la exactitud en su manera de adjetivar, el desusado
vigor, sobrio y justo á la vez, que emplea en el trazado de sus figuras,
el balzaciano entono y verismo de los caracteres, y aquella emotividad
poderosa, semejante á un gran soplo vital, que infunde á las escenas.
El autor de _La barraca_ no prepara los elementos de sus libros con la
meticulosidad ahincada y paciente de que los novelistas franceses hablan
en sus autobiografías; su temperamento, siervo tumultuoso y ardiente de
la impresión, se lo impide. Blasco Ibáñez es «un desordenado». Las
«frases» ó los «pensamientos» que se le puedan ocurrir yendo por la
calle, nunca los apunta; las «notas» que han de formar sus novelas no
las escribe, las lleva en la memoria como un bagaje secreto, medio
olvidado; pero apenas se sienta á escribir, cuando todas despiertan, y
cual si obedeciesen á una evocación bruja vuelven ágiles y lozanas á su
espíritu. El procedimiento que emplea en la confección y desarrollo de
sus libros es sencillísimo: al principio sólo tiene el argumento
capital, el «bloque», y los nombres de las tres ó cuatro figuras
principales; lo episódico, como los personajes secundarios, que
podríamos llamar de «relleno», la división de los capítulos, etc., va
surgiendo después, al volar calenturiento de la pluma. Escribe con
asombrosa celeridad, y pone en el curso de la narración cuanto se le
ocurre; así, cuando termina, cada libro es una especie de selva munífica
y desbordante. Entonces viene «la poda»; el novelista exuberante se
eclipsa y aparece el crítico hosco, que corta, raja y suprime sin
piedad. Saturno devora á sus hijos. «Esto sobra y lo otro también;
aquellos dos párrafos pueden reducirse á uno... etc.» El estilo es
fácil, tranquilo, sin rebuscados atildamientos de concepto ó de frase.
--Cuanto más sencillo es un autor--dice Blasco--menos esfuerzo cuesta su
lectura. Por lo mismo procuro siempre escribir sin oropeles retóricos,
llanamente, con el propósito único de que el lector «se olvide» de que
está leyendo, y al terminar la última página le parezca que sale de un
sueño, ó que acaba de devanarse ante sus ojos una visión de
cinematógrafo.
La farándula le aburre, le molesta; su temperamento de marino, enamorado
del horizonte y de la inmensidad saludable de los paisajes, desdeña la
vida angosta de los escenarios; por buena que sea una obra teatral,
siempre ve su artificio; no comprende que pueda ocurrir nada bello ni
interesante sobre un tablado rodeado por árboles de cartón ó paredes de
trapo. Los dramas más espeluznantes suelen provocar su hilaridad, y
asegura que la noche en que asistió siendo niño á una representación de
_En el seno de la muerte_, tuvo que salir del teatro antes de que
cayese el telón, porque pensó reventar de risa...
--¿Y de la mujer--pregunto--qué opina usted? ¿Cree usted en su
complejidad, en su perfidia?...
Adivino su respuesta, pero quiero recibirla de sus labios. ¡Bah!...
Vicente Blasco Ibáñez sonríe, se encoge de hombros y por su rostro pasa
la expresión satisfecha, un poco petulante, del hombre que, en lances de
amor, ha triunfado muchas veces.
--La mujer--exclama--no es toda la vida... ¡ni siquiera la mitad de la
vida!... con ser, indudablemente, lo mejor que hay en ella. No es que yo
la desprecie, como los orientales, pero tampoco sufrí jamás su imperio
tiránico. Yo soy un macho, un gozador, no un sentimental. Yo opino que
la mujer es una de las muchas cosas legítimamente codiciables y dignas
de conquista que hay bajo el sol...
Después, nuestra conversación se remonta y llegamos á la región de las
grandes síntesis.
--¿Cree usted en la gloria, como fin de la vida? ¿Ama usted el dinero?
El maestro no vacila al contestar.
--La gloria, como el dinero, como el amor--declara--, son «adornos» de
la vida, y nada más; arrequives brillantes que la embellecen y nos la
ofrecen bajo un disfraz amable. Pero el verdadero fin de la vida está,
sencillamente, «en vivir». No debemos vivir para ser ricos, ni para ser
célebres, ni para endiosar á una mujer, digan lo que quieran los falsos
poetas: la vida goza de substantividad propia; se justifica á sí
misma...
Y esta respuesta enérgica y breve compendia el alma, toda el alma, de
este hombre excepcional, conquistador rezagado, mezcla feliz de artista
y de aventurero, que, sin apoyo de nadie, supo vencer á la pobreza y
darle á la Vida un zarpazo de león.


II
Novelas regionales: "Arroz y tartana".--"Flor de Mayo".--"La
barraca".--"Entre naranjos".--"Sónnica la cortesana".--"Cañas y
barro".

Son seis las novelas correspondientes á este primer período, y las
denomino así por desarrollarse todas ellas en la región valenciana, con
tipos y paisajes y hasta modismos de lenguaje arrancados á la gran
hermosura bravía de la huerta; no por juzgarlas menos interesantes y
comprensivas, ni tampoco inferiores á las que su autor desenvolvió más
tarde en amplios escenarios: pues la emoción artística no reside en la
magnitud decorativa del «marco», ni en la condición noble de las
figuras, como enseñan todavía ridículamente vulgares textos de retórica,
sino en esa eficacia descriptiva y en esa habilidad para trazar
caracteres reales, que han de llevar al libro, al mármol ó al lienzo, el
estremecimiento sagrado de la Vida.
En estas obras, Vicente Blasco Ibáñez, aunque incorrecto muchas veces, y
á ratos, quizá, frondoso y plateresco en demasía, se muestra, sin
embargo, como un artista fascinante y magnífico, evocador insuperable
de horizontes. Toda la orquestal polifonía de la Naturaleza resuena á la
vez en su cerebro y es recogida ordenadamente por su sensibilidad
delicadísima: no sólo «ve» la realidad, sino que al mismo tiempo la
huele, la oye y la siente, cual si la tuviese entre sus brazos: por lo
mismo, ni un aroma, ni una nota, ni un color, ni un detalle, se escapan
á su penetración vigilante. Guardan estos libros un fragor incesante de
pasiones, un revertimiento constante de jugos vitales, una especie de
convulsión pánica, que así agita las simientes echadas en el surco, como
desborda los ríos y enardece las almas. Alternativamente, luciendo una
facilidad elástica donde jamás se atisba el menor rastro de cansancio,
Blasco Ibáñez tan pronto se refugia en los caracteres y los diseca y
escudriña discreta y sutilmente, como vuelve al mundo objetivo,
reconstituyéndolo de diversos modos; unas veces con labor mesurada y
paciente de miniaturista, otras á largos trazos, con brochazos heroicos,
cual si le tentase la majestad sencilla y enorme del cielo tendido sobre
el mar.
Su complexión le lleva á sentir el amor á la Naturaleza con
extraordinaria intensidad; aunque siempre escribió en prosa, es un
verdadero y altísimo poeta de la vida, un enamorado fervoroso de la
tierra, semejante á aquellos sacerdotes de los antiguos cultos que
asistían de rodillas al orto del sol. Dueño de una paleta riquísima,
los colores del iris le sirven dócilmente y le pertenecen como esclavos;
su estilo esplendoroso, ardiente como un mantón filipino, le envuelve
bajo el prestigio asiático, hecho de oro y de seda, de un manto real; y
á su conjuro, los rincones de la huerta valenciana se rebullen y
despiertan, y aparecen á nuestros ojos con toda su cegante luminosidad
meridional. Sigamos al maestro en su éxodo desde el lago maravilloso de
la Albufera á los bosques de Alcira, aljofarados de oro por las
naranjas; desde las ruinas druídicas de Sagunto la heroica á las playas
soleadas y rientes del Cabañal; y sentiremos cómo la poesía,
simultáneamente enérgica y perezosa, de aquella tierra sultana, nos
penetra y concluye enseñoreándose de nuestro ánimo: por todas partes
triunfan el amarillo quemante del sol, el azul vigoroso del espacio, el
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