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Mala Hierba - 11

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  --¿Y el Bizco?
  Vidal palideció profundamente.
  --No me hables del Bizco--dijo.
  --¿Por qué?
  --No, no; le tengo un miedo horrible. ¿Tú no sabes lo que pasó?
  --¿Qué?
  --La muerte de Dolores la Escandalosa.
  --No sabía nada.
  --Sí; mataron a la vieja en una casa que llaman el Confesonario, que
  está hacia Aravaca. ¿Y sabes tú quien la mató?
  --¿El Bizco?
  --Sí, estoy seguro. El Bizco iba al Confesonario a reunirse con otros
  granujas.
  --Es verdad. A mí me lo dijo.
  --¿Has hablado con él?
  --Sí; pero hace ya mucho tiempo.
  --Pues sí, los periódicos que contaron el crimen dijeron que el asesino
  era de una fuerza extraordinaria, que la mujer había acudido allá como
  quien va a una cita. Era el Bizco, estoy seguro.
  --¿Y no le han cogido?
  --No.
  Vidal quedó pensativo; se notaba que hacía esfuerzos para serenarse.
  Trajo el mozo de la taberna la comida; Manuel devoraba.
  --!Menuda carpanta tienes tú, gachó!--dijo Vidal ya tranquilizado,
  sonriendo.
  --¡Dios!, si tenía un hambre...
  --Ahora vamos a tomar café.
  Pagó Vidal, salieron de la taberna y entraron en el café de Lisboa.
  Mientras saboreaban el café, Manuel contempló a Vidal. Llevaba la cabeza
  muy lustrosa, la raya en medio y tufos rizados sobre las orejas. Tenía
  un gran aplomo en los movimientos; la sonrisa de hombre guapo, el cuello
  redondo, sin músculos salientes. Hablaba con simpatía, sonriendo
  siempre; pero sus ojos sagaces, falsos, descubrían la mentira de sus
  frases; no acompañaba a la afabilidad de su palabra cariñosa y de su
  sonrisa amable la expresión de sus ojos. En éstos no se leía más que
  desconfianza y cautela.
  --Y tú, ¿qué haces?--preguntó Manuel, después de examinarle atentamente.
  --¡Pse!... Vivo...
  --Pero, ¿de qué? ¿Cómo?
  --Hay negocios, chico... Luego las mujeres...
  --Pero, ¿tú trabajas?
  --Según a lo que llames trabajar.
  --Hombre, quiero decir si vas a un taller...
  --No.
  --¿Tienes alguna querida?
  --Ahora no tengo más que tres.
  --¡Cristo! ¡Qué suerte! ¿Dónde las encuentras?
  --Por ahí. En los teatros, en los bailes... Soy secretario del Bisturí y
  socio de la Paloma Azul y del Billete.
  --¿Y de ahí tendrás muchas relaciones?
  --¡Claro! Luego, con las mujeres todo es cuestión de labia... Algunas
  veces se las echa uno de incomodado y se le arrima a una un par de
  bofetadas...
  --Tú vives al pelo... Si yo pudiera hacer lo que tú!
  --¡Pues es muy fácil!... Ahora tengo una chiquilla más bonita que el
  mundo y que está chalada por mí. Esta cadena del reloj me la regaló
  ella... Pero lo más gracioso es que me anda rondando, ¿a qué te no
  figuras quién?
  --¿Qué sé yo? Alguna marquesa.
  --No, un marqués.
  --¿Para qué?
  --Nada, que me hace el amor.
  Manuel quedó mirando asombrado a Vidal, que sonrió misteriosamente.
  --¿Tú estás cansado?--preguntó Vidal.
  --No.
  --Entonces vamos a Romea.
  --¿Qué hay allá?
  --Baile y mujeres guapas.
  --Vamos, sí.
  Salieron del café y subieron la calle de Carretas.
  Tomó Vidal dos butacas. Era domingo.
  El aire en el interior del teatro estaba espeso, caliente, empañado de
  humo, con el vaho de cientos de personas que durante toda la tarde y la
  noche se habían amontonado allá. Había un lleno. Se presentó una
  funcioncilla estúpida, plagada de chistes absurdos y groseros, de la
  manera más sosa que puede imaginarse, entre las interrupciones y los
  gritos del público. Cayó el telón y apareció en seguida una muchacha,
  que cantó con una vocecilla aguda, desafinando horriblemente, una
  canción pornográfica sin pizca de gracia. Luego salió una pintarrajeada,
  vieja y fea mujerona francesa, con un sombrero descomunal; se acercó a
  las candilejas y cantó una larga narración, de la que Manuel no entendió
  media palabra y cuyo estribillo era:
  Pauvre petit chat, petit chat.
  Después dió unas cuantas volteretas levantando un pie hasta dar con él
  en el sombrero y se fué. Bajó de nuevo el telón; al poco rato volvió a
  levantarse y se presentó la bella Pérez, y fué saludada por una salva
  nutrida de aplausos. Cantó muy mal una copla, equivocándose, riéndose, y
  cuando terminó de cantar se ocultó entre los bastidores. El piano de la
  orquesta atacó con brío un tango, y la bella Pérez salió de entre
  bastidores con falda corta, envuelta en una capa de torero, con un
  sombrero cordobés sobre los ojos y fumando. Cuando el piano concluyó el
  preludio, ella tiró el cigarro al público de las butacas, se quitó la
  capa y quedó con las faldas recogidas con las dos manos hacia atrás, que
  dejaban el vientre y los muslos ceñidos. A las primeras notas del tango,
  todo el mundo calló religiosamente; un soplo de voluptuosidad corrió por
  la sala. Se veían los rostros encendidos, con la mirada fija y
  brillante. Y la bella bailaba con la cara como enfurruñada y los dientes
  apretados, dando taconazos, haciendo que se dibujaran sus caderas
  poderosas al replegarse la falda sobre sus flancos como una bandera
  triunfante. De aquel hermoso cuerpo de mujer salía un efluvio de su sexo
  que enloquecía a todos. Al final del baile colocó el sombrero sobre el
  vientre y tuvo un movimiento de caderas que hizo rugir a todo el
  teatro.
  --¡Eso!
  --¡Ahí la visagra!
  --¡Esa tripita!
  Concluyó el baile y hubo una tempestad de aplausos.
  --¡Tango! ¡Tango!--gritaban todos como energúmenos.
  Manuel, con los ojos brillantes, aplaudía y gritaba entusiasmado.
  --¡Viva la lujuria!--vociferaba un joven al lado de Manuel.
  Volvió la bella Pérez a bailar el tango. Detrás de la butaca de Manuel y
  Vidal, una muchacha mecía en sus brazos a una niña, con la cara llena de
  costras. La muchacha, señalando a la bella Pérez, decía a la niña:
  --Mira, mira a mamá.
  --¿Es la madre de esta chica?--preguntó Manuel.
  --Sí--contestó la niñera.
  Sin saber por qué, Manuel ya no se entusiasmó tanto con el baile, y
  hasta se figuró que en el rostro de la bailarina, tras de la capa de
  pintura y de polvos de arroz, se adivinaban roseolas y granos.
  Salieron Manuel y su primo del teatro. Vidal vivía en una casa de
  huéspedes de la calle del Olmo.
  Fueron los dos por la de Atocha, y en la esquina de la calle de la
  Magdalena se encontraron con la Chata y la Rabanitos, que les
  reconocieron y les llamaron.
  Las dos muchachas aguardaban a la Engracia, que se había ido con un
  señor. Mientras tanto, reñían. La Rabanitos juraba y perjuraba que no
  tenía más de diez y seis años; la Chata aseguraba que iba para los
  dieciocho.
  --¡Si se lo he oído decir a tu madre!--gritaba.
  --¿Pero qué va a decir eso mi madre? ¡Cerda!--replicaba la Rabanitos.
  --Pues sí que lo ha dicho, ¡so perro!
  --¿Cuándo empecé yo en la vida? Hace tres años. ¿Y cuántos tenía
  entonces? Trece.
  --¡Bah! Si tú hace diez años andabas ya golfeando por ahí--interrumpió
  Vidal.
  La muchachita se volvió como una víbora, contempló a Vidal de arriba
  abajo y, con voz estridente, le dijo:
  --Pa mí que tu eres de los que se agarran a la verja del Dos de Mayo y
  dan la espalda.
  Celebraron todos el circunloquio, que demostraba las cualidades
  imaginativas de la Rabanitos, y ésta, ya calmada, sacó del bolsillo del
  delantal su cartilla, arrugada y sucia, y se la enseñó a todos.
  En esta ocupación de descifrar lo que ponía la cartilla, les encontró la
  Engracia.
  --Anda, tú, convida--le dijo Vidal--. ¿Tendrás dinero?
  --¡Sí, dinero! Las amas cada vez piden más. Yo no sé lo que _quedrán_.
  --Aunque sea a recuelo--repuso Vidal.
  --Bueno, vamos.
  Entraron los cinco en una buñolería.
  --Este señor con quien he ido--dijo la Engracia--es un pintor, y me ha
  dicho que me daba cinco pesetas por hora por servir de modelo de
  desnudo.
  A la Rabanitos le sublevó la noticia.
  --¿Pero qué vas a servir tú para eso, si no tienes tetas?--dijo con su
  vocecilla aguda.
  --No, las tendrás tú.
  --No es por ponerme moños--contestó la Rabanitos--; pero estoy mejor
  formada que tú.
  --¡Magras!--replicó la otra, y sin hacer caso se puso a hablar con
  Vidal. La Rabanitos le cogió a Manuel por su cuenta y le contó sus penas
  con una seriedad de vieja.
  --Chico, estoy _derrengá_--le decía--, porque como una es débil y no
  tiene fuerza... Luego, los hombres son tan brutos... y claro, como la
  ven a una así, hacen lo que quieren y todo el mundo la pone a una el pie
  encima.
  Manuel oía hablar a la Rabanitos; pero el cansancio y el sueño no le
  permitían darse cuenta de lo que oía. Entraron otras dos muchachas en la
  buñolería con dos golfos, uno de ellos de cara abultada, ojos nublados y
  expresión entre feroz e irónica. Los cuatro venían borrachos; las
  mujeres se pusieron a insultar a todos los que estaban en la buñolería.
  --¿Quién son ésas?--preguntó Manuel.
  --Unas tías escandalosas.
  --Oye, vamos--dijo Vidal a su primo con la prudencia que le
  caracterizaba.
  Salieron todos de la buñolería, las muchachas fueron hacia el centro y
  ellos por la calle del Ave María hasta la del Olmo. Abrió Vidal la
  puerta de su casa.
  --Aquí es--le dijo a Manuel.
  Subieron hasta el último piso. Allí Vidal encendió una cerilla, metió la
  mano por debajo de la puerta, sacó una llave y abrió. Recorrieron un
  pasillo, y Vidal dijo a Manuel:
  --Este es tu cuarto. Hasta mañana.
  Manuel se despojó de sus harapos, y la cama le pareció tan blanda que, a
  pesar del cansancio, tardó mucho en dormirse.
  
  
  TERCERA PARTE
  
  
  CAPÍTULO PRIMERO
  ¿SERÁ LA BUENA?--PROPOSICIONES DE VIDAL.
  
  AL día siguiente, cuando despertó Manuel, daban las doce. Hacía tanto
  tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o
  de angustia, que, al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto
  estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando.
  Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le
  vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y
  la conversación en la buñolería con la Rabanitos.
  --¿Habrá venido la buena?--se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la
  cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla, no supo qué hacer.
  Si me ven vestido así, me echan--pensó; y en la vacilación volvió a
  meterse entre las sábanas.
  Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era
  Vidal.
  --Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?
  --Si me ven con eso me echan--replicó Manuel señalando sus andrajos.
  --La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta--dijo Vidal
  contemplando la indumentaria de su primo--. Vaya unos zapatitos de
  baile--añadió cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de
  barro, y levantándola cómicamente para observarla mejor--. Es de la
  última moda de los poceros de la villa. Y de medias nada, y de
  calzoncillos ídem; de la misma tela que las medias ¡Estás apañado!
  --Ya ves.
  --Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa
  mía; creo que te vendrá bien.
  --Sí, tu eres un poco más alto.
  --Bueno, espera un momento.
  Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la
  carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles
  vuelta por abajo; en cambio las botas le venían estrechas y cortas.
  --Tienes el pie pequeño--murmuró Manuel--. Has nacido para señorito.
  Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.
  --Algunas señoritas darían algo por estos _pinreles_ verdad? A mí, una
  mujer que tenga mucha pata, no me gusta; ¿y a ti?
  --A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde
  elegir... Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.
  --¿Para qué?
  --Para que no las vean aquí. Esto desacredita. Las tiraré a la calle.
  Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.
  Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató
  con una guita y lo cogió en la mano.
  --¿Vamos?
  --Andando.
  Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y
  miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna
  parte.
  --Tráelo, no seas lila--dijo Vidal; y quitándoselo de la mano lo tiró a
  un solar por encima de la tapia.
  Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de
  Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.
  Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.
  --¡Qué aplomo tiene!--pensó Manuel.
  Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las
  tostadas con ansia.
  --¡Rediez!--exclamó Vidal, mirándole de hito en hito--. ¡Qué facha de
  golfo tienes!
  ---¿Por qué?
  --¿Qué sé yo? Porque la tienes.
  --¡Qué se le va a hacer! Uno parece lo que es.
  --Pero, ¿tú has trabajado? ¿Tú has aprendido oficio?
  --Sí; he sido criado, panadero, trapero, cajista y ahora golfo, y no sé
  de todo eso lo que es peor.
  --¿Y habrás pasado muchas hambres, ¿eh?
  --¡Uf... la mar... y si fueran las últimas!
  --Pues lo serán, hombre, lo serán si tú quieres.
  --¿Cómo? ¿Poniéndome otra vez a trabajar?
  --O de otra manera.
  --Pues yo no sé cómo se puede vivir de otra manera, chico; o hay que
  trabajar, o hay que robar, o hay que ser rico, o hay que pedir limosna.
  De trabajar he perdido la costumbre; para robar no tengo agallas; rico
  no soy, conque me tendré que poner a pedir limosna. A no ser que caiga
  soldado un día de estos.
  --Todo eso que dices--replicó Vidal--es una pura pamplina. ¿De mí se
  puede decir que trabajo?, no, ¿que robo o que pido limosna?, tampoco;
  ¿que soy rico?, menos... y ya ves, vivo.
  --Bueno; tendrás algún secreto.
  --Puede ser.
  --Y ese secreto, ¿no se puede saber cuál es?
  --Si lo supieses tú, ¿me lo dirías?
  --Hombre... verás; si yo tuviese un secreto y tú me lo quisieras birlar,
  la verdad, me lo guardaría para mí; pero si tú no pensases en
  quitármelo, sino en vivir y no me estorbases, entonces sí, que no te
  quepa duda.
  --Bien, eso es justo. Tú eres franco... ¡qué moler! Mira, yo por ti
  haría cualquier cosa, y no tengo inconveniente de ponerte al tanto de
  cómo vivimos nosotros. Tú eres un barbián; no eres un bruto de esos que
  no quieren más que matar y asesinar a las personas. Yo te digo con
  franqueza, ¿por qué no?, yo no soy valiente...
  --Ni yo tampoco--exclamó Manuel.
  --¡Bah! Tú eres templado. El Bizco mismo te tenía respeto.
  --¿A mí?
  --A ti.
  --¡Quiá!
  --Como quieras. Pero voy a lo de antes. Tú y yo, yo sobre todo, hemos
  nacido para ser ricos; pero ha dado la pijotera casualidad de que no lo
  somos. Ganarlo no se puede; a mí que no me vengan con historias. Para
  tener algo, hay que meterse en un rincón y pasarse treinta años
  trabajando como una mula. ¿Y cuánto reúnes? Unas pesetas cochinas; total
  _ná_. ¿No se puede ganar dinero?, pues hay que arreglarse para
  quitárselo a alguno y para quitárselo sin peligro de ir a la _trena_.
  --¿Y cómo?
  --Ese es el busilis. Ahí está la cuestión. Mira: cuando yo me vine al
  centro desde Casa Blanca, era un _descuidero_, un _randa_. Me tuvieron
  sin culpa una quincena en el _Abanico_, en la jaula, y cuando lo
  recuerdo, ¡chico!, me tiemblan las carnes. Me daba más miedo que
  vergüenza robar, ésa es la verdad; pero ¿qué iba a hacer? Un día, que
  cogí unas lamparillas eléctricas de una casa de la calle del Olivo, la
  portera me vió, una tía vieja indecente, y se echó a correr tras de mí,
  gritando: «¡A ese! ¡A ese!» Yo tenía alas en los pies; figúrate. Al
  llegar a la iglesia de San Luis, tiré las bombillas al suelo, me colé
  entre la gente de la iglesia y me agazapé en un banco; no me cogieron;
  pero desde entonces, ¡gachó! tuve un miedo que no podía con mi alma.
  Pues, ya ves, a pesar del miedo, no escarmenté.
  --¿Volviste a coger otras lámparas?
  --No, verás. Estaba en el patio de Apolo con aquella florera que tanto
  la odiaba la Rabanitos. ¿Te acuerdas?
  --Sí, hombre.
  --Era muy interesada la chica aquella. Pues estaba allá, cuando veo a un
  señor gordo, de chaleco blanco, que estaba de palique con unas golfas.
  Había mucha gente; me acerco a él, cojo la cadena, tiro suavemente hasta
  sacar el reloj del bolsillo, doy la vuelta a la anilla y la hago saltar.
  Como la cadena era bastante pesada, había el peligro de que, al
  soltarla, le diera al señor en la barriga y le hiciese comprender que le
  habían _afanado_; pero en aquel momento dieron unas palmadas, la gente
  comenzó a entrar en el teatro a empellones, yo solté la cadena y me
  escabullí. Iba escapado por frente a San José a meterme por la calle de
  las Torres, cuando siento que me cogen del brazo. ¡Chico, me entró un
  sudor...!--Déjeme usted--dije yo--. Calla, si no llamo a uno del Orden
  (Yo me callé)--. Te he visto como limpiabas el reloj a ese
  _pimpi_.--¿Yo?--Tú, sí. Tienes el reloj en el bolsillo del pantalón;
  conque no seas memo y anda a tomar una copa a la taberna del Brígido--.
  Vamos--pensé yo--; este es un _vivo_ que viene a la parte. Entramos en
  la taberna y allí el hombre me habló claro.--Mira--me dijo--, tú quieres
  prosperar de cualquier manera, ¿no es verdad?; pero le tienes asco al
  _Abanico_, y lo comprendo, porque tú no eres tonto; pero, bueno, ¿cómo
  quieres prosperar? ¿Qué armas tienes tú para luchar en la vida? Tú eres
  un _cimbel_, que no conoce la sociedad ni el mundo. Mañana vienes a mi
  casa; yo te llevaré a un bazar de ropas hechas, compras un traje, un
  sombrero y un baúl y te recomendaré a una casa de huéspedes buena; te
  haré ganar dinero, porque, que te conste que ganar dinero, cuando se
  está en un sitio donde lo hay, es lo más mollar de la vida. Ahora dame
  ese reloj; a ti te engañarían.
  --¿Y le diste el reloj?
  --Sí. Al día siguiente...
  --Te quedarías de boqueras...
  --Al día siguiente estaba yo ganando dinero.
  --¿Y quién es ese hombre?
  --Marcos Calatrava.
  --¿El Cojo? ¿El amigo del repatriado?
  --El mismo. Conque ya sabes; lo que me dijo a mí él te lo digo yo a ti.
  ¿Quieres entrar en la _combi_?
  --¿Pero qué hay que hacer?
  --Eso depende del negocio... Si tú aceptas, vivirás bien, tendrás una
  buena hembra... peligro no hay... conque tú dirás.
  --No sé qué decirte, chico. Si hay que hacer una granujada, casi casi
  prefiero vivir así.
  --Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le
  llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o
  engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te
  lo han de regalar.
  --Sí, es verdad.
  --¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo,
  chico. No hay más diferencia que, negociando, eres una persona decente,
  y, robando, te llevan a la cárcel.
  --¿Crees tú...?
  --Sí, hombre. Es más, creo que en el mundo hay dos castas de hombres:
  unos, que viven bien y roban trabajo o dinero; otros, que viven mal y
  son robados.
  --¡Sabes que me parece que tienes razón!
  --Y tal... No hay más que comer o ser comido. Conque tú dirás.
  --Nada, se acepta. Otra Sociedad como la de los Tres.
  --No compares, que aquello no hay que recordarlo. Aquí no hay un Bizco.
  --Pero hay un Cojo.
  --Sí, pero es un Cojo que vale un riñón.
  --¿Es el jefe de la partida?
  --Te diré, chico... yo no lo sé. Yo me entiendo con el Cojo, el Cojo se
  entiende con el Maestro, y el Maestro no sé con quién se entiende; lo
  que sé es que arriba, arriba, hay gente gorda. Una advertencia te tengo
  que hacer: tú ves, oyes y callas. Si te enteras de algo, me lo dices a
  mí; pero fuera, ni una palabra. ¿Comprendes?
  --Comprendido.
  --Aquí todo es cuestión de habilidad y de mucha pupila. Si marchamos
  bien, dentro de unos años se puede uno encontrar viviendo bien, hecho
  una persona decente... al pelo.
  --Y oye: ¿tú has entrado ya en quintas?--preguntó Manuel--; porque yo
  maldito si lo sé.
  --Yo sí; estoy rebajado. Debes de arreglar eso; si no te van a coger por
  prófugo.
  --¡Pse!
  --Se lo diremos al Cojo.
  --¿Cuándo le veremos?
  --Dentro de un momento estará aquí.
  Efectivamente, poco después el Cojo entraba en el café. Vidal le indicó
  lo que había propuesto a su primo en breves palabras.
  --¿Servirá?--preguntó Calatrava mirando atentamente a Manuel.
  --Sí, es más listo de lo que parece--contestó riendo Vidal.
  Manuel se irguió con un sentimiento de amor propio.
  --Bueno; ya veremos. Por ahora no tiene que hacer gran cosa--repuso el
  Cojo.
  Se pusieron inmediatamente Calatrava y Vidal a tratar de sus asuntos, y
  Manuel entretuvo el tiempo leyendo un periódico.
  Cuando concluyeron de hablar, salió Calatrava del café, y quedaron
  nuevamente solos los dos primos.
  --Vamos al Círculo--dijo Vidal.
  El Círculo estaba en una calle céntrica. Entraron; en el piso bajo había
  billares y algunas mesas de café.
  Se sentó en una de ellas Vidal, llamó en un timbre, y a un mozo que
  apareció le dijo:
  --Dos cubiertos.
  --Van.
  --Oye--añadió Vidal--: desde que entres aquí, ni una palabra; ni me
  preguntas ni me dices nada. Lo que tengas que saber yo te lo diré.
  Comieron los dos; Vidal charló de teatros, de casinos, de cosas que
  Manuel no conocía, y éste estuvo callado.
  --Vamos a tomar café arriba--dijo Vidal.
  Junto al mostrador había una puerta y de ella subía una escalera de
  caracol, muy estrecha, hasta el entresuelo. A la terminación de la
  escalera se topaba con una puerta de cristales esmerilados. La empujó
  Vidal, y pasaron a un corredor a cuyos lados se veían mamparas forradas
  de verde.
  Al final del pasillo, sentado en una mesa, escribía un hombre; contempló
  a Vidal y a Manuel y siguió escribiendo. Vidal abrió una puerta, empujó
  una pesada cortina y pasaron los dos.
  Se encontraron en una sala con tres balconcillos a la calle y otros tres
  a un patio. Hacia el lado de la calle había una mesa verde grande con
  dos escotaduras, una frente a otra, en los lados largos; hacia el patio
  se veía una mesa más pequeña, iluminada por dos lámparas, alrededor de
  la cual se agrupaban treinta o cuarenta personas. Había un gran
  silencio; no se oía más que las palabras de los dos _croupiers_ y el
  ruido que hacían al recoger con el rastrillo las monedas colocadas sobre
  el tapete verde.
  Cuando cesaban las jugadas cambiábanse algunas observaciones entre los
  puntos. Luego la voz monótona del banquero decía:
  --Hagan juego, señores.
  Callaban todos y el silencio era tan grande que se oía el roce de las
  cartas entre los dedos del _croupier_.
  --Esto parece una iglesia, ¿verdad?--murmuró Vidal--. Como dice un señor
  que viene aquí, el juego es la única religión que queda.
  --Tomaron café y una copa.
  --¿Tienes cigarros?--preguntó Vidal.
  --No.
  --Toma. Fíjate bien en este juego; yo me voy.
  --¿Se podrá saber cómo se llama?
  --Sí; el bacarrat. Oye, a las ocho en el café de Lisboa.
  Vidal salió y Manuel quedó solo; miró con atención cómo iba y venía el
  dinero de la banca a los puntos y de los puntos a la banca. Después se
  entretuvo en observar a los jugadores. Era un anhelo tan grande el que
  sentían todos, que nadie se fijaba en los demás.
  Los que estaban sentados tenían delante de ellos montones de plata y
  fichas y las ponían sobre el tapete. El _croupier_ echaba las cartas
  francesas, y poco después pagaba o recogía el dinero puesto.
  Los que estaban de pie alrededor, y de los cuales la mayoría no jugaba,
  parecían interesarse en el juego tanto o más que los que se hallaban
  sentados y jugaban fuerte.
  Eran aquéllos, tipos de miseria y de sordidez horrible; llevaban
  chaquetas rozadas, sombreros grasientos, pantalones con rodilleras,
  llenos de barro.
  En sus ojos brillaba la pasión del juego, y se les veía seguir la marcha
  de las jugadas, con los brazos cruzados sobre la espalda y el cuerpo
  echado hacia adelante conteniendo la respiración.
  Manuel se aburría allá; miró por los balcones a la calle; vió cómo se
  reemplazaban los jugadores, y al anochecer salió y fué al café de
  Lisboa.
  Cuando llegó Vidal, mientras cenaron, le expuso sus dudas acerca del
  juego.
  --Bueno; eso en seguida lo aprendes--le dijo el otro--. Además, los
  primeros días yo te daré un cartoncito con la indicación de cuándo debes
  jugar.
  --Muy bien; ¿y el dinero?
  --Toma para mañana. Cincuenta duros.
  --¿Son buenos?
  --Enséñaselos a cualquiera.
  --¿De modo que es una combina como la del Pastiri?
  --Igual.
  La tarde siguiente, con los cincuenta duros que le dió su primo y las
  indicaciones en una tarjeta, jugó y ganó veinte duros, que entregó a
  Vidal.
  Unos días después le llamaron de un cuartel, le preguntaron el nombre en
  una oficina y le despacharon.
  --Te han rebajado--le advirtió Vidal
  --Bueno--contestó alegremente Manuel--; me alegro de no ser soldado.
  Siguió acudiendo al Círculo todos los días que le indicaron, y al cabo
  de algún tiempo conocía el personal de la casa de juego. Había mucha
  gente empleada allá: varios _croupiers_ muy atildados con las manos
  limpias y perfumadas; unos cuantos matones, otros medio ganchos, otros
  que vigilaban a los que entraban y a los ganchos.
  Eran todos tipos sin sentido moral, a quienes, a unos la miseria y la
  mala vida, a otros la inclinación a lo irregular, había desgastado y
  empañado la conciencia y roto el resorte de la voluntad.
  Manuel experimentaba, sin darse cuenta de ello con claridad, la
  repugnancia por aquel medio, y sentía obscuramente la protesta de su
  conciencia.
  
  
  CAPÍTULO II
  EL GARRO.--MARCOS CALATRAVA.--EL MAESTRO. CONFIDENCIAS.
  
  UNA noche salió Manuel del Círculo, acompañado de un hombrecito con
  trazas de enfermo. Los dos llevaban el mismo camino; entraron en el café
  de Lisboa; el hombre se reunió allí con una mujer gorda y se sentó con
  ella, y Manuel se acercó a su primo.
  --¿Qué hablabas con ese?--le preguntó Vidal al verle.
  --Nada, de cosas indiferentes.
  --Te advierto que es uno de la policía.
  --¿Sí?
  --Ya lo creo.
  --Pues lo he visto en el Círculo.
  --Sí, cobra allí. Le llaman el Garro. Está casado con ésa, que es la
  Chana, una timadora antigua. Vivía en la calle de la Visitación, en casa
  de María la Guerrero, cuando yo me fuí con la Violeta. La Chana entonces
  ya se dedicaba a perista; conocía a todos los inspectores y estaba
  liada con un matón que llamaban el Ministro y a quien le mataron en la
  calle de Alcalá. Ten cuidado con el Garro; si te pregunta algo no le
  digas nada; ahora, si puedes sonsacarle alguna cosa, eso sí, hazlo.
  Al día siguiente el Garro volvió a reunirse con Manuel y le preguntó
  quién era y de dónde venía. Manuel, advertido, contó una porción de
  embustes con gran candor, y se hizo el engañado por Vidal y por el Cojo.
  --Le advierto a usted que son dos pájaros de cuenta--le dijo el policía.
  --¿Sí, eh?
  --¡Uf, que se pierden de vista! El Cojo, sobre todo, es atravesado. No
  se meta usted con él, porque es capaz de todo.
  --¿Tan fiero es?
  --Ya lo creo. Yo conozco su historia, él no lo sabe. Se llama Marcos
  Calatrava y es de buena familia. Hace dos años cursaba Medicina.
  El Garro contó toda la historia de Marcos. Al principio había sido un
  gran estudiante. Luego, de pronto, comenzó a frecuentar garitos, y en
  uno de éstos robó una capa. Tuvo la mala suerte de que le cogieran _in
  fraganti_, le llevaron a la Cárcel Modelo y estuvo allá arriba dos
  meses. Al año siguiente tomó la decisión de no estudiar, y como de su
  casa no le mandaban dinero, comenzó a manotear por garitos y chirlatas.
  Una navajada que le dieron en una bronca que tuvo le quitó por algún
  tiempo sus arrestos de matón. Cuando se puso bueno fué a ver a la
  
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