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Mala Hierba - 11
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--¿Y el Bizco?
Vidal palideció profundamente.
--No me hables del Bizco--dijo.
--¿Por qué?
--No, no; le tengo un miedo horrible. ¿Tú no sabes lo que pasó?
--¿Qué?
--La muerte de Dolores la Escandalosa.
--No sabía nada.
--Sí; mataron a la vieja en una casa que llaman el Confesonario, que
está hacia Aravaca. ¿Y sabes tú quien la mató?
--¿El Bizco?
--Sí, estoy seguro. El Bizco iba al Confesonario a reunirse con otros
granujas.
--Es verdad. A mí me lo dijo.
--¿Has hablado con él?
--Sí; pero hace ya mucho tiempo.
--Pues sí, los periódicos que contaron el crimen dijeron que el asesino
era de una fuerza extraordinaria, que la mujer había acudido allá como
quien va a una cita. Era el Bizco, estoy seguro.
--¿Y no le han cogido?
--No.
Vidal quedó pensativo; se notaba que hacía esfuerzos para serenarse.
Trajo el mozo de la taberna la comida; Manuel devoraba.
--!Menuda carpanta tienes tú, gachó!--dijo Vidal ya tranquilizado,
sonriendo.
--¡Dios!, si tenía un hambre...
--Ahora vamos a tomar café.
Pagó Vidal, salieron de la taberna y entraron en el café de Lisboa.
Mientras saboreaban el café, Manuel contempló a Vidal. Llevaba la cabeza
muy lustrosa, la raya en medio y tufos rizados sobre las orejas. Tenía
un gran aplomo en los movimientos; la sonrisa de hombre guapo, el cuello
redondo, sin músculos salientes. Hablaba con simpatía, sonriendo
siempre; pero sus ojos sagaces, falsos, descubrían la mentira de sus
frases; no acompañaba a la afabilidad de su palabra cariñosa y de su
sonrisa amable la expresión de sus ojos. En éstos no se leía más que
desconfianza y cautela.
--Y tú, ¿qué haces?--preguntó Manuel, después de examinarle atentamente.
--¡Pse!... Vivo...
--Pero, ¿de qué? ¿Cómo?
--Hay negocios, chico... Luego las mujeres...
--Pero, ¿tú trabajas?
--Según a lo que llames trabajar.
--Hombre, quiero decir si vas a un taller...
--No.
--¿Tienes alguna querida?
--Ahora no tengo más que tres.
--¡Cristo! ¡Qué suerte! ¿Dónde las encuentras?
--Por ahí. En los teatros, en los bailes... Soy secretario del Bisturí y
socio de la Paloma Azul y del Billete.
--¿Y de ahí tendrás muchas relaciones?
--¡Claro! Luego, con las mujeres todo es cuestión de labia... Algunas
veces se las echa uno de incomodado y se le arrima a una un par de
bofetadas...
--Tú vives al pelo... Si yo pudiera hacer lo que tú!
--¡Pues es muy fácil!... Ahora tengo una chiquilla más bonita que el
mundo y que está chalada por mí. Esta cadena del reloj me la regaló
ella... Pero lo más gracioso es que me anda rondando, ¿a qué te no
figuras quién?
--¿Qué sé yo? Alguna marquesa.
--No, un marqués.
--¿Para qué?
--Nada, que me hace el amor.
Manuel quedó mirando asombrado a Vidal, que sonrió misteriosamente.
--¿Tú estás cansado?--preguntó Vidal.
--No.
--Entonces vamos a Romea.
--¿Qué hay allá?
--Baile y mujeres guapas.
--Vamos, sí.
Salieron del café y subieron la calle de Carretas.
Tomó Vidal dos butacas. Era domingo.
El aire en el interior del teatro estaba espeso, caliente, empañado de
humo, con el vaho de cientos de personas que durante toda la tarde y la
noche se habían amontonado allá. Había un lleno. Se presentó una
funcioncilla estúpida, plagada de chistes absurdos y groseros, de la
manera más sosa que puede imaginarse, entre las interrupciones y los
gritos del público. Cayó el telón y apareció en seguida una muchacha,
que cantó con una vocecilla aguda, desafinando horriblemente, una
canción pornográfica sin pizca de gracia. Luego salió una pintarrajeada,
vieja y fea mujerona francesa, con un sombrero descomunal; se acercó a
las candilejas y cantó una larga narración, de la que Manuel no entendió
media palabra y cuyo estribillo era:
Pauvre petit chat, petit chat.
Después dió unas cuantas volteretas levantando un pie hasta dar con él
en el sombrero y se fué. Bajó de nuevo el telón; al poco rato volvió a
levantarse y se presentó la bella Pérez, y fué saludada por una salva
nutrida de aplausos. Cantó muy mal una copla, equivocándose, riéndose, y
cuando terminó de cantar se ocultó entre los bastidores. El piano de la
orquesta atacó con brío un tango, y la bella Pérez salió de entre
bastidores con falda corta, envuelta en una capa de torero, con un
sombrero cordobés sobre los ojos y fumando. Cuando el piano concluyó el
preludio, ella tiró el cigarro al público de las butacas, se quitó la
capa y quedó con las faldas recogidas con las dos manos hacia atrás, que
dejaban el vientre y los muslos ceñidos. A las primeras notas del tango,
todo el mundo calló religiosamente; un soplo de voluptuosidad corrió por
la sala. Se veían los rostros encendidos, con la mirada fija y
brillante. Y la bella bailaba con la cara como enfurruñada y los dientes
apretados, dando taconazos, haciendo que se dibujaran sus caderas
poderosas al replegarse la falda sobre sus flancos como una bandera
triunfante. De aquel hermoso cuerpo de mujer salía un efluvio de su sexo
que enloquecía a todos. Al final del baile colocó el sombrero sobre el
vientre y tuvo un movimiento de caderas que hizo rugir a todo el
teatro.
--¡Eso!
--¡Ahí la visagra!
--¡Esa tripita!
Concluyó el baile y hubo una tempestad de aplausos.
--¡Tango! ¡Tango!--gritaban todos como energúmenos.
Manuel, con los ojos brillantes, aplaudía y gritaba entusiasmado.
--¡Viva la lujuria!--vociferaba un joven al lado de Manuel.
Volvió la bella Pérez a bailar el tango. Detrás de la butaca de Manuel y
Vidal, una muchacha mecía en sus brazos a una niña, con la cara llena de
costras. La muchacha, señalando a la bella Pérez, decía a la niña:
--Mira, mira a mamá.
--¿Es la madre de esta chica?--preguntó Manuel.
--Sí--contestó la niñera.
Sin saber por qué, Manuel ya no se entusiasmó tanto con el baile, y
hasta se figuró que en el rostro de la bailarina, tras de la capa de
pintura y de polvos de arroz, se adivinaban roseolas y granos.
Salieron Manuel y su primo del teatro. Vidal vivía en una casa de
huéspedes de la calle del Olmo.
Fueron los dos por la de Atocha, y en la esquina de la calle de la
Magdalena se encontraron con la Chata y la Rabanitos, que les
reconocieron y les llamaron.
Las dos muchachas aguardaban a la Engracia, que se había ido con un
señor. Mientras tanto, reñían. La Rabanitos juraba y perjuraba que no
tenía más de diez y seis años; la Chata aseguraba que iba para los
dieciocho.
--¡Si se lo he oído decir a tu madre!--gritaba.
--¿Pero qué va a decir eso mi madre? ¡Cerda!--replicaba la Rabanitos.
--Pues sí que lo ha dicho, ¡so perro!
--¿Cuándo empecé yo en la vida? Hace tres años. ¿Y cuántos tenía
entonces? Trece.
--¡Bah! Si tú hace diez años andabas ya golfeando por ahí--interrumpió
Vidal.
La muchachita se volvió como una víbora, contempló a Vidal de arriba
abajo y, con voz estridente, le dijo:
--Pa mí que tu eres de los que se agarran a la verja del Dos de Mayo y
dan la espalda.
Celebraron todos el circunloquio, que demostraba las cualidades
imaginativas de la Rabanitos, y ésta, ya calmada, sacó del bolsillo del
delantal su cartilla, arrugada y sucia, y se la enseñó a todos.
En esta ocupación de descifrar lo que ponía la cartilla, les encontró la
Engracia.
--Anda, tú, convida--le dijo Vidal--. ¿Tendrás dinero?
--¡Sí, dinero! Las amas cada vez piden más. Yo no sé lo que _quedrán_.
--Aunque sea a recuelo--repuso Vidal.
--Bueno, vamos.
Entraron los cinco en una buñolería.
--Este señor con quien he ido--dijo la Engracia--es un pintor, y me ha
dicho que me daba cinco pesetas por hora por servir de modelo de
desnudo.
A la Rabanitos le sublevó la noticia.
--¿Pero qué vas a servir tú para eso, si no tienes tetas?--dijo con su
vocecilla aguda.
--No, las tendrás tú.
--No es por ponerme moños--contestó la Rabanitos--; pero estoy mejor
formada que tú.
--¡Magras!--replicó la otra, y sin hacer caso se puso a hablar con
Vidal. La Rabanitos le cogió a Manuel por su cuenta y le contó sus penas
con una seriedad de vieja.
--Chico, estoy _derrengá_--le decía--, porque como una es débil y no
tiene fuerza... Luego, los hombres son tan brutos... y claro, como la
ven a una así, hacen lo que quieren y todo el mundo la pone a una el pie
encima.
Manuel oía hablar a la Rabanitos; pero el cansancio y el sueño no le
permitían darse cuenta de lo que oía. Entraron otras dos muchachas en la
buñolería con dos golfos, uno de ellos de cara abultada, ojos nublados y
expresión entre feroz e irónica. Los cuatro venían borrachos; las
mujeres se pusieron a insultar a todos los que estaban en la buñolería.
--¿Quién son ésas?--preguntó Manuel.
--Unas tías escandalosas.
--Oye, vamos--dijo Vidal a su primo con la prudencia que le
caracterizaba.
Salieron todos de la buñolería, las muchachas fueron hacia el centro y
ellos por la calle del Ave María hasta la del Olmo. Abrió Vidal la
puerta de su casa.
--Aquí es--le dijo a Manuel.
Subieron hasta el último piso. Allí Vidal encendió una cerilla, metió la
mano por debajo de la puerta, sacó una llave y abrió. Recorrieron un
pasillo, y Vidal dijo a Manuel:
--Este es tu cuarto. Hasta mañana.
Manuel se despojó de sus harapos, y la cama le pareció tan blanda que, a
pesar del cansancio, tardó mucho en dormirse.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
¿SERÁ LA BUENA?--PROPOSICIONES DE VIDAL.
AL día siguiente, cuando despertó Manuel, daban las doce. Hacía tanto
tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o
de angustia, que, al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto
estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando.
Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le
vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y
la conversación en la buñolería con la Rabanitos.
--¿Habrá venido la buena?--se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la
cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla, no supo qué hacer.
Si me ven vestido así, me echan--pensó; y en la vacilación volvió a
meterse entre las sábanas.
Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era
Vidal.
--Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?
--Si me ven con eso me echan--replicó Manuel señalando sus andrajos.
--La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta--dijo Vidal
contemplando la indumentaria de su primo--. Vaya unos zapatitos de
baile--añadió cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de
barro, y levantándola cómicamente para observarla mejor--. Es de la
última moda de los poceros de la villa. Y de medias nada, y de
calzoncillos ídem; de la misma tela que las medias ¡Estás apañado!
--Ya ves.
--Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa
mía; creo que te vendrá bien.
--Sí, tu eres un poco más alto.
--Bueno, espera un momento.
Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la
carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles
vuelta por abajo; en cambio las botas le venían estrechas y cortas.
--Tienes el pie pequeño--murmuró Manuel--. Has nacido para señorito.
Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.
--Algunas señoritas darían algo por estos _pinreles_ verdad? A mí, una
mujer que tenga mucha pata, no me gusta; ¿y a ti?
--A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde
elegir... Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.
--¿Para qué?
--Para que no las vean aquí. Esto desacredita. Las tiraré a la calle.
Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.
Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató
con una guita y lo cogió en la mano.
--¿Vamos?
--Andando.
Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y
miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna
parte.
--Tráelo, no seas lila--dijo Vidal; y quitándoselo de la mano lo tiró a
un solar por encima de la tapia.
Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de
Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.
Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.
--¡Qué aplomo tiene!--pensó Manuel.
Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las
tostadas con ansia.
--¡Rediez!--exclamó Vidal, mirándole de hito en hito--. ¡Qué facha de
golfo tienes!
---¿Por qué?
--¿Qué sé yo? Porque la tienes.
--¡Qué se le va a hacer! Uno parece lo que es.
--Pero, ¿tú has trabajado? ¿Tú has aprendido oficio?
--Sí; he sido criado, panadero, trapero, cajista y ahora golfo, y no sé
de todo eso lo que es peor.
--¿Y habrás pasado muchas hambres, ¿eh?
--¡Uf... la mar... y si fueran las últimas!
--Pues lo serán, hombre, lo serán si tú quieres.
--¿Cómo? ¿Poniéndome otra vez a trabajar?
--O de otra manera.
--Pues yo no sé cómo se puede vivir de otra manera, chico; o hay que
trabajar, o hay que robar, o hay que ser rico, o hay que pedir limosna.
De trabajar he perdido la costumbre; para robar no tengo agallas; rico
no soy, conque me tendré que poner a pedir limosna. A no ser que caiga
soldado un día de estos.
--Todo eso que dices--replicó Vidal--es una pura pamplina. ¿De mí se
puede decir que trabajo?, no, ¿que robo o que pido limosna?, tampoco;
¿que soy rico?, menos... y ya ves, vivo.
--Bueno; tendrás algún secreto.
--Puede ser.
--Y ese secreto, ¿no se puede saber cuál es?
--Si lo supieses tú, ¿me lo dirías?
--Hombre... verás; si yo tuviese un secreto y tú me lo quisieras birlar,
la verdad, me lo guardaría para mí; pero si tú no pensases en
quitármelo, sino en vivir y no me estorbases, entonces sí, que no te
quepa duda.
--Bien, eso es justo. Tú eres franco... ¡qué moler! Mira, yo por ti
haría cualquier cosa, y no tengo inconveniente de ponerte al tanto de
cómo vivimos nosotros. Tú eres un barbián; no eres un bruto de esos que
no quieren más que matar y asesinar a las personas. Yo te digo con
franqueza, ¿por qué no?, yo no soy valiente...
--Ni yo tampoco--exclamó Manuel.
--¡Bah! Tú eres templado. El Bizco mismo te tenía respeto.
--¿A mí?
--A ti.
--¡Quiá!
--Como quieras. Pero voy a lo de antes. Tú y yo, yo sobre todo, hemos
nacido para ser ricos; pero ha dado la pijotera casualidad de que no lo
somos. Ganarlo no se puede; a mí que no me vengan con historias. Para
tener algo, hay que meterse en un rincón y pasarse treinta años
trabajando como una mula. ¿Y cuánto reúnes? Unas pesetas cochinas; total
_ná_. ¿No se puede ganar dinero?, pues hay que arreglarse para
quitárselo a alguno y para quitárselo sin peligro de ir a la _trena_.
--¿Y cómo?
--Ese es el busilis. Ahí está la cuestión. Mira: cuando yo me vine al
centro desde Casa Blanca, era un _descuidero_, un _randa_. Me tuvieron
sin culpa una quincena en el _Abanico_, en la jaula, y cuando lo
recuerdo, ¡chico!, me tiemblan las carnes. Me daba más miedo que
vergüenza robar, ésa es la verdad; pero ¿qué iba a hacer? Un día, que
cogí unas lamparillas eléctricas de una casa de la calle del Olivo, la
portera me vió, una tía vieja indecente, y se echó a correr tras de mí,
gritando: «¡A ese! ¡A ese!» Yo tenía alas en los pies; figúrate. Al
llegar a la iglesia de San Luis, tiré las bombillas al suelo, me colé
entre la gente de la iglesia y me agazapé en un banco; no me cogieron;
pero desde entonces, ¡gachó! tuve un miedo que no podía con mi alma.
Pues, ya ves, a pesar del miedo, no escarmenté.
--¿Volviste a coger otras lámparas?
--No, verás. Estaba en el patio de Apolo con aquella florera que tanto
la odiaba la Rabanitos. ¿Te acuerdas?
--Sí, hombre.
--Era muy interesada la chica aquella. Pues estaba allá, cuando veo a un
señor gordo, de chaleco blanco, que estaba de palique con unas golfas.
Había mucha gente; me acerco a él, cojo la cadena, tiro suavemente hasta
sacar el reloj del bolsillo, doy la vuelta a la anilla y la hago saltar.
Como la cadena era bastante pesada, había el peligro de que, al
soltarla, le diera al señor en la barriga y le hiciese comprender que le
habían _afanado_; pero en aquel momento dieron unas palmadas, la gente
comenzó a entrar en el teatro a empellones, yo solté la cadena y me
escabullí. Iba escapado por frente a San José a meterme por la calle de
las Torres, cuando siento que me cogen del brazo. ¡Chico, me entró un
sudor...!--Déjeme usted--dije yo--. Calla, si no llamo a uno del Orden
(Yo me callé)--. Te he visto como limpiabas el reloj a ese
_pimpi_.--¿Yo?--Tú, sí. Tienes el reloj en el bolsillo del pantalón;
conque no seas memo y anda a tomar una copa a la taberna del Brígido--.
Vamos--pensé yo--; este es un _vivo_ que viene a la parte. Entramos en
la taberna y allí el hombre me habló claro.--Mira--me dijo--, tú quieres
prosperar de cualquier manera, ¿no es verdad?; pero le tienes asco al
_Abanico_, y lo comprendo, porque tú no eres tonto; pero, bueno, ¿cómo
quieres prosperar? ¿Qué armas tienes tú para luchar en la vida? Tú eres
un _cimbel_, que no conoce la sociedad ni el mundo. Mañana vienes a mi
casa; yo te llevaré a un bazar de ropas hechas, compras un traje, un
sombrero y un baúl y te recomendaré a una casa de huéspedes buena; te
haré ganar dinero, porque, que te conste que ganar dinero, cuando se
está en un sitio donde lo hay, es lo más mollar de la vida. Ahora dame
ese reloj; a ti te engañarían.
--¿Y le diste el reloj?
--Sí. Al día siguiente...
--Te quedarías de boqueras...
--Al día siguiente estaba yo ganando dinero.
--¿Y quién es ese hombre?
--Marcos Calatrava.
--¿El Cojo? ¿El amigo del repatriado?
--El mismo. Conque ya sabes; lo que me dijo a mí él te lo digo yo a ti.
¿Quieres entrar en la _combi_?
--¿Pero qué hay que hacer?
--Eso depende del negocio... Si tú aceptas, vivirás bien, tendrás una
buena hembra... peligro no hay... conque tú dirás.
--No sé qué decirte, chico. Si hay que hacer una granujada, casi casi
prefiero vivir así.
--Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le
llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o
engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te
lo han de regalar.
--Sí, es verdad.
--¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo,
chico. No hay más diferencia que, negociando, eres una persona decente,
y, robando, te llevan a la cárcel.
--¿Crees tú...?
--Sí, hombre. Es más, creo que en el mundo hay dos castas de hombres:
unos, que viven bien y roban trabajo o dinero; otros, que viven mal y
son robados.
--¡Sabes que me parece que tienes razón!
--Y tal... No hay más que comer o ser comido. Conque tú dirás.
--Nada, se acepta. Otra Sociedad como la de los Tres.
--No compares, que aquello no hay que recordarlo. Aquí no hay un Bizco.
--Pero hay un Cojo.
--Sí, pero es un Cojo que vale un riñón.
--¿Es el jefe de la partida?
--Te diré, chico... yo no lo sé. Yo me entiendo con el Cojo, el Cojo se
entiende con el Maestro, y el Maestro no sé con quién se entiende; lo
que sé es que arriba, arriba, hay gente gorda. Una advertencia te tengo
que hacer: tú ves, oyes y callas. Si te enteras de algo, me lo dices a
mí; pero fuera, ni una palabra. ¿Comprendes?
--Comprendido.
--Aquí todo es cuestión de habilidad y de mucha pupila. Si marchamos
bien, dentro de unos años se puede uno encontrar viviendo bien, hecho
una persona decente... al pelo.
--Y oye: ¿tú has entrado ya en quintas?--preguntó Manuel--; porque yo
maldito si lo sé.
--Yo sí; estoy rebajado. Debes de arreglar eso; si no te van a coger por
prófugo.
--¡Pse!
--Se lo diremos al Cojo.
--¿Cuándo le veremos?
--Dentro de un momento estará aquí.
Efectivamente, poco después el Cojo entraba en el café. Vidal le indicó
lo que había propuesto a su primo en breves palabras.
--¿Servirá?--preguntó Calatrava mirando atentamente a Manuel.
--Sí, es más listo de lo que parece--contestó riendo Vidal.
Manuel se irguió con un sentimiento de amor propio.
--Bueno; ya veremos. Por ahora no tiene que hacer gran cosa--repuso el
Cojo.
Se pusieron inmediatamente Calatrava y Vidal a tratar de sus asuntos, y
Manuel entretuvo el tiempo leyendo un periódico.
Cuando concluyeron de hablar, salió Calatrava del café, y quedaron
nuevamente solos los dos primos.
--Vamos al Círculo--dijo Vidal.
El Círculo estaba en una calle céntrica. Entraron; en el piso bajo había
billares y algunas mesas de café.
Se sentó en una de ellas Vidal, llamó en un timbre, y a un mozo que
apareció le dijo:
--Dos cubiertos.
--Van.
--Oye--añadió Vidal--: desde que entres aquí, ni una palabra; ni me
preguntas ni me dices nada. Lo que tengas que saber yo te lo diré.
Comieron los dos; Vidal charló de teatros, de casinos, de cosas que
Manuel no conocía, y éste estuvo callado.
--Vamos a tomar café arriba--dijo Vidal.
Junto al mostrador había una puerta y de ella subía una escalera de
caracol, muy estrecha, hasta el entresuelo. A la terminación de la
escalera se topaba con una puerta de cristales esmerilados. La empujó
Vidal, y pasaron a un corredor a cuyos lados se veían mamparas forradas
de verde.
Al final del pasillo, sentado en una mesa, escribía un hombre; contempló
a Vidal y a Manuel y siguió escribiendo. Vidal abrió una puerta, empujó
una pesada cortina y pasaron los dos.
Se encontraron en una sala con tres balconcillos a la calle y otros tres
a un patio. Hacia el lado de la calle había una mesa verde grande con
dos escotaduras, una frente a otra, en los lados largos; hacia el patio
se veía una mesa más pequeña, iluminada por dos lámparas, alrededor de
la cual se agrupaban treinta o cuarenta personas. Había un gran
silencio; no se oía más que las palabras de los dos _croupiers_ y el
ruido que hacían al recoger con el rastrillo las monedas colocadas sobre
el tapete verde.
Cuando cesaban las jugadas cambiábanse algunas observaciones entre los
puntos. Luego la voz monótona del banquero decía:
--Hagan juego, señores.
Callaban todos y el silencio era tan grande que se oía el roce de las
cartas entre los dedos del _croupier_.
--Esto parece una iglesia, ¿verdad?--murmuró Vidal--. Como dice un señor
que viene aquí, el juego es la única religión que queda.
--Tomaron café y una copa.
--¿Tienes cigarros?--preguntó Vidal.
--No.
--Toma. Fíjate bien en este juego; yo me voy.
--¿Se podrá saber cómo se llama?
--Sí; el bacarrat. Oye, a las ocho en el café de Lisboa.
Vidal salió y Manuel quedó solo; miró con atención cómo iba y venía el
dinero de la banca a los puntos y de los puntos a la banca. Después se
entretuvo en observar a los jugadores. Era un anhelo tan grande el que
sentían todos, que nadie se fijaba en los demás.
Los que estaban sentados tenían delante de ellos montones de plata y
fichas y las ponían sobre el tapete. El _croupier_ echaba las cartas
francesas, y poco después pagaba o recogía el dinero puesto.
Los que estaban de pie alrededor, y de los cuales la mayoría no jugaba,
parecían interesarse en el juego tanto o más que los que se hallaban
sentados y jugaban fuerte.
Eran aquéllos, tipos de miseria y de sordidez horrible; llevaban
chaquetas rozadas, sombreros grasientos, pantalones con rodilleras,
llenos de barro.
En sus ojos brillaba la pasión del juego, y se les veía seguir la marcha
de las jugadas, con los brazos cruzados sobre la espalda y el cuerpo
echado hacia adelante conteniendo la respiración.
Manuel se aburría allá; miró por los balcones a la calle; vió cómo se
reemplazaban los jugadores, y al anochecer salió y fué al café de
Lisboa.
Cuando llegó Vidal, mientras cenaron, le expuso sus dudas acerca del
juego.
--Bueno; eso en seguida lo aprendes--le dijo el otro--. Además, los
primeros días yo te daré un cartoncito con la indicación de cuándo debes
jugar.
--Muy bien; ¿y el dinero?
--Toma para mañana. Cincuenta duros.
--¿Son buenos?
--Enséñaselos a cualquiera.
--¿De modo que es una combina como la del Pastiri?
--Igual.
La tarde siguiente, con los cincuenta duros que le dió su primo y las
indicaciones en una tarjeta, jugó y ganó veinte duros, que entregó a
Vidal.
Unos días después le llamaron de un cuartel, le preguntaron el nombre en
una oficina y le despacharon.
--Te han rebajado--le advirtió Vidal
--Bueno--contestó alegremente Manuel--; me alegro de no ser soldado.
Siguió acudiendo al Círculo todos los días que le indicaron, y al cabo
de algún tiempo conocía el personal de la casa de juego. Había mucha
gente empleada allá: varios _croupiers_ muy atildados con las manos
limpias y perfumadas; unos cuantos matones, otros medio ganchos, otros
que vigilaban a los que entraban y a los ganchos.
Eran todos tipos sin sentido moral, a quienes, a unos la miseria y la
mala vida, a otros la inclinación a lo irregular, había desgastado y
empañado la conciencia y roto el resorte de la voluntad.
Manuel experimentaba, sin darse cuenta de ello con claridad, la
repugnancia por aquel medio, y sentía obscuramente la protesta de su
conciencia.
CAPÍTULO II
EL GARRO.--MARCOS CALATRAVA.--EL MAESTRO. CONFIDENCIAS.
UNA noche salió Manuel del Círculo, acompañado de un hombrecito con
trazas de enfermo. Los dos llevaban el mismo camino; entraron en el café
de Lisboa; el hombre se reunió allí con una mujer gorda y se sentó con
ella, y Manuel se acercó a su primo.
--¿Qué hablabas con ese?--le preguntó Vidal al verle.
--Nada, de cosas indiferentes.
--Te advierto que es uno de la policía.
--¿Sí?
--Ya lo creo.
--Pues lo he visto en el Círculo.
--Sí, cobra allí. Le llaman el Garro. Está casado con ésa, que es la
Chana, una timadora antigua. Vivía en la calle de la Visitación, en casa
de María la Guerrero, cuando yo me fuí con la Violeta. La Chana entonces
ya se dedicaba a perista; conocía a todos los inspectores y estaba
liada con un matón que llamaban el Ministro y a quien le mataron en la
calle de Alcalá. Ten cuidado con el Garro; si te pregunta algo no le
digas nada; ahora, si puedes sonsacarle alguna cosa, eso sí, hazlo.
Al día siguiente el Garro volvió a reunirse con Manuel y le preguntó
quién era y de dónde venía. Manuel, advertido, contó una porción de
embustes con gran candor, y se hizo el engañado por Vidal y por el Cojo.
--Le advierto a usted que son dos pájaros de cuenta--le dijo el policía.
--¿Sí, eh?
--¡Uf, que se pierden de vista! El Cojo, sobre todo, es atravesado. No
se meta usted con él, porque es capaz de todo.
--¿Tan fiero es?
--Ya lo creo. Yo conozco su historia, él no lo sabe. Se llama Marcos
Calatrava y es de buena familia. Hace dos años cursaba Medicina.
El Garro contó toda la historia de Marcos. Al principio había sido un
gran estudiante. Luego, de pronto, comenzó a frecuentar garitos, y en
uno de éstos robó una capa. Tuvo la mala suerte de que le cogieran _in
fraganti_, le llevaron a la Cárcel Modelo y estuvo allá arriba dos
meses. Al año siguiente tomó la decisión de no estudiar, y como de su
casa no le mandaban dinero, comenzó a manotear por garitos y chirlatas.
Una navajada que le dieron en una bronca que tuvo le quitó por algún
tiempo sus arrestos de matón. Cuando se puso bueno fué a ver a la
Vidal palideció profundamente.
--No me hables del Bizco--dijo.
--¿Por qué?
--No, no; le tengo un miedo horrible. ¿Tú no sabes lo que pasó?
--¿Qué?
--La muerte de Dolores la Escandalosa.
--No sabía nada.
--Sí; mataron a la vieja en una casa que llaman el Confesonario, que
está hacia Aravaca. ¿Y sabes tú quien la mató?
--¿El Bizco?
--Sí, estoy seguro. El Bizco iba al Confesonario a reunirse con otros
granujas.
--Es verdad. A mí me lo dijo.
--¿Has hablado con él?
--Sí; pero hace ya mucho tiempo.
--Pues sí, los periódicos que contaron el crimen dijeron que el asesino
era de una fuerza extraordinaria, que la mujer había acudido allá como
quien va a una cita. Era el Bizco, estoy seguro.
--¿Y no le han cogido?
--No.
Vidal quedó pensativo; se notaba que hacía esfuerzos para serenarse.
Trajo el mozo de la taberna la comida; Manuel devoraba.
--!Menuda carpanta tienes tú, gachó!--dijo Vidal ya tranquilizado,
sonriendo.
--¡Dios!, si tenía un hambre...
--Ahora vamos a tomar café.
Pagó Vidal, salieron de la taberna y entraron en el café de Lisboa.
Mientras saboreaban el café, Manuel contempló a Vidal. Llevaba la cabeza
muy lustrosa, la raya en medio y tufos rizados sobre las orejas. Tenía
un gran aplomo en los movimientos; la sonrisa de hombre guapo, el cuello
redondo, sin músculos salientes. Hablaba con simpatía, sonriendo
siempre; pero sus ojos sagaces, falsos, descubrían la mentira de sus
frases; no acompañaba a la afabilidad de su palabra cariñosa y de su
sonrisa amable la expresión de sus ojos. En éstos no se leía más que
desconfianza y cautela.
--Y tú, ¿qué haces?--preguntó Manuel, después de examinarle atentamente.
--¡Pse!... Vivo...
--Pero, ¿de qué? ¿Cómo?
--Hay negocios, chico... Luego las mujeres...
--Pero, ¿tú trabajas?
--Según a lo que llames trabajar.
--Hombre, quiero decir si vas a un taller...
--No.
--¿Tienes alguna querida?
--Ahora no tengo más que tres.
--¡Cristo! ¡Qué suerte! ¿Dónde las encuentras?
--Por ahí. En los teatros, en los bailes... Soy secretario del Bisturí y
socio de la Paloma Azul y del Billete.
--¿Y de ahí tendrás muchas relaciones?
--¡Claro! Luego, con las mujeres todo es cuestión de labia... Algunas
veces se las echa uno de incomodado y se le arrima a una un par de
bofetadas...
--Tú vives al pelo... Si yo pudiera hacer lo que tú!
--¡Pues es muy fácil!... Ahora tengo una chiquilla más bonita que el
mundo y que está chalada por mí. Esta cadena del reloj me la regaló
ella... Pero lo más gracioso es que me anda rondando, ¿a qué te no
figuras quién?
--¿Qué sé yo? Alguna marquesa.
--No, un marqués.
--¿Para qué?
--Nada, que me hace el amor.
Manuel quedó mirando asombrado a Vidal, que sonrió misteriosamente.
--¿Tú estás cansado?--preguntó Vidal.
--No.
--Entonces vamos a Romea.
--¿Qué hay allá?
--Baile y mujeres guapas.
--Vamos, sí.
Salieron del café y subieron la calle de Carretas.
Tomó Vidal dos butacas. Era domingo.
El aire en el interior del teatro estaba espeso, caliente, empañado de
humo, con el vaho de cientos de personas que durante toda la tarde y la
noche se habían amontonado allá. Había un lleno. Se presentó una
funcioncilla estúpida, plagada de chistes absurdos y groseros, de la
manera más sosa que puede imaginarse, entre las interrupciones y los
gritos del público. Cayó el telón y apareció en seguida una muchacha,
que cantó con una vocecilla aguda, desafinando horriblemente, una
canción pornográfica sin pizca de gracia. Luego salió una pintarrajeada,
vieja y fea mujerona francesa, con un sombrero descomunal; se acercó a
las candilejas y cantó una larga narración, de la que Manuel no entendió
media palabra y cuyo estribillo era:
Pauvre petit chat, petit chat.
Después dió unas cuantas volteretas levantando un pie hasta dar con él
en el sombrero y se fué. Bajó de nuevo el telón; al poco rato volvió a
levantarse y se presentó la bella Pérez, y fué saludada por una salva
nutrida de aplausos. Cantó muy mal una copla, equivocándose, riéndose, y
cuando terminó de cantar se ocultó entre los bastidores. El piano de la
orquesta atacó con brío un tango, y la bella Pérez salió de entre
bastidores con falda corta, envuelta en una capa de torero, con un
sombrero cordobés sobre los ojos y fumando. Cuando el piano concluyó el
preludio, ella tiró el cigarro al público de las butacas, se quitó la
capa y quedó con las faldas recogidas con las dos manos hacia atrás, que
dejaban el vientre y los muslos ceñidos. A las primeras notas del tango,
todo el mundo calló religiosamente; un soplo de voluptuosidad corrió por
la sala. Se veían los rostros encendidos, con la mirada fija y
brillante. Y la bella bailaba con la cara como enfurruñada y los dientes
apretados, dando taconazos, haciendo que se dibujaran sus caderas
poderosas al replegarse la falda sobre sus flancos como una bandera
triunfante. De aquel hermoso cuerpo de mujer salía un efluvio de su sexo
que enloquecía a todos. Al final del baile colocó el sombrero sobre el
vientre y tuvo un movimiento de caderas que hizo rugir a todo el
teatro.
--¡Eso!
--¡Ahí la visagra!
--¡Esa tripita!
Concluyó el baile y hubo una tempestad de aplausos.
--¡Tango! ¡Tango!--gritaban todos como energúmenos.
Manuel, con los ojos brillantes, aplaudía y gritaba entusiasmado.
--¡Viva la lujuria!--vociferaba un joven al lado de Manuel.
Volvió la bella Pérez a bailar el tango. Detrás de la butaca de Manuel y
Vidal, una muchacha mecía en sus brazos a una niña, con la cara llena de
costras. La muchacha, señalando a la bella Pérez, decía a la niña:
--Mira, mira a mamá.
--¿Es la madre de esta chica?--preguntó Manuel.
--Sí--contestó la niñera.
Sin saber por qué, Manuel ya no se entusiasmó tanto con el baile, y
hasta se figuró que en el rostro de la bailarina, tras de la capa de
pintura y de polvos de arroz, se adivinaban roseolas y granos.
Salieron Manuel y su primo del teatro. Vidal vivía en una casa de
huéspedes de la calle del Olmo.
Fueron los dos por la de Atocha, y en la esquina de la calle de la
Magdalena se encontraron con la Chata y la Rabanitos, que les
reconocieron y les llamaron.
Las dos muchachas aguardaban a la Engracia, que se había ido con un
señor. Mientras tanto, reñían. La Rabanitos juraba y perjuraba que no
tenía más de diez y seis años; la Chata aseguraba que iba para los
dieciocho.
--¡Si se lo he oído decir a tu madre!--gritaba.
--¿Pero qué va a decir eso mi madre? ¡Cerda!--replicaba la Rabanitos.
--Pues sí que lo ha dicho, ¡so perro!
--¿Cuándo empecé yo en la vida? Hace tres años. ¿Y cuántos tenía
entonces? Trece.
--¡Bah! Si tú hace diez años andabas ya golfeando por ahí--interrumpió
Vidal.
La muchachita se volvió como una víbora, contempló a Vidal de arriba
abajo y, con voz estridente, le dijo:
--Pa mí que tu eres de los que se agarran a la verja del Dos de Mayo y
dan la espalda.
Celebraron todos el circunloquio, que demostraba las cualidades
imaginativas de la Rabanitos, y ésta, ya calmada, sacó del bolsillo del
delantal su cartilla, arrugada y sucia, y se la enseñó a todos.
En esta ocupación de descifrar lo que ponía la cartilla, les encontró la
Engracia.
--Anda, tú, convida--le dijo Vidal--. ¿Tendrás dinero?
--¡Sí, dinero! Las amas cada vez piden más. Yo no sé lo que _quedrán_.
--Aunque sea a recuelo--repuso Vidal.
--Bueno, vamos.
Entraron los cinco en una buñolería.
--Este señor con quien he ido--dijo la Engracia--es un pintor, y me ha
dicho que me daba cinco pesetas por hora por servir de modelo de
desnudo.
A la Rabanitos le sublevó la noticia.
--¿Pero qué vas a servir tú para eso, si no tienes tetas?--dijo con su
vocecilla aguda.
--No, las tendrás tú.
--No es por ponerme moños--contestó la Rabanitos--; pero estoy mejor
formada que tú.
--¡Magras!--replicó la otra, y sin hacer caso se puso a hablar con
Vidal. La Rabanitos le cogió a Manuel por su cuenta y le contó sus penas
con una seriedad de vieja.
--Chico, estoy _derrengá_--le decía--, porque como una es débil y no
tiene fuerza... Luego, los hombres son tan brutos... y claro, como la
ven a una así, hacen lo que quieren y todo el mundo la pone a una el pie
encima.
Manuel oía hablar a la Rabanitos; pero el cansancio y el sueño no le
permitían darse cuenta de lo que oía. Entraron otras dos muchachas en la
buñolería con dos golfos, uno de ellos de cara abultada, ojos nublados y
expresión entre feroz e irónica. Los cuatro venían borrachos; las
mujeres se pusieron a insultar a todos los que estaban en la buñolería.
--¿Quién son ésas?--preguntó Manuel.
--Unas tías escandalosas.
--Oye, vamos--dijo Vidal a su primo con la prudencia que le
caracterizaba.
Salieron todos de la buñolería, las muchachas fueron hacia el centro y
ellos por la calle del Ave María hasta la del Olmo. Abrió Vidal la
puerta de su casa.
--Aquí es--le dijo a Manuel.
Subieron hasta el último piso. Allí Vidal encendió una cerilla, metió la
mano por debajo de la puerta, sacó una llave y abrió. Recorrieron un
pasillo, y Vidal dijo a Manuel:
--Este es tu cuarto. Hasta mañana.
Manuel se despojó de sus harapos, y la cama le pareció tan blanda que, a
pesar del cansancio, tardó mucho en dormirse.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
¿SERÁ LA BUENA?--PROPOSICIONES DE VIDAL.
AL día siguiente, cuando despertó Manuel, daban las doce. Hacía tanto
tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o
de angustia, que, al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto
estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando.
Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le
vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y
la conversación en la buñolería con la Rabanitos.
--¿Habrá venido la buena?--se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la
cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla, no supo qué hacer.
Si me ven vestido así, me echan--pensó; y en la vacilación volvió a
meterse entre las sábanas.
Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era
Vidal.
--Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?
--Si me ven con eso me echan--replicó Manuel señalando sus andrajos.
--La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta--dijo Vidal
contemplando la indumentaria de su primo--. Vaya unos zapatitos de
baile--añadió cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de
barro, y levantándola cómicamente para observarla mejor--. Es de la
última moda de los poceros de la villa. Y de medias nada, y de
calzoncillos ídem; de la misma tela que las medias ¡Estás apañado!
--Ya ves.
--Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa
mía; creo que te vendrá bien.
--Sí, tu eres un poco más alto.
--Bueno, espera un momento.
Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la
carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles
vuelta por abajo; en cambio las botas le venían estrechas y cortas.
--Tienes el pie pequeño--murmuró Manuel--. Has nacido para señorito.
Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.
--Algunas señoritas darían algo por estos _pinreles_ verdad? A mí, una
mujer que tenga mucha pata, no me gusta; ¿y a ti?
--A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde
elegir... Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.
--¿Para qué?
--Para que no las vean aquí. Esto desacredita. Las tiraré a la calle.
Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.
Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató
con una guita y lo cogió en la mano.
--¿Vamos?
--Andando.
Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y
miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna
parte.
--Tráelo, no seas lila--dijo Vidal; y quitándoselo de la mano lo tiró a
un solar por encima de la tapia.
Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de
Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.
Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.
--¡Qué aplomo tiene!--pensó Manuel.
Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las
tostadas con ansia.
--¡Rediez!--exclamó Vidal, mirándole de hito en hito--. ¡Qué facha de
golfo tienes!
---¿Por qué?
--¿Qué sé yo? Porque la tienes.
--¡Qué se le va a hacer! Uno parece lo que es.
--Pero, ¿tú has trabajado? ¿Tú has aprendido oficio?
--Sí; he sido criado, panadero, trapero, cajista y ahora golfo, y no sé
de todo eso lo que es peor.
--¿Y habrás pasado muchas hambres, ¿eh?
--¡Uf... la mar... y si fueran las últimas!
--Pues lo serán, hombre, lo serán si tú quieres.
--¿Cómo? ¿Poniéndome otra vez a trabajar?
--O de otra manera.
--Pues yo no sé cómo se puede vivir de otra manera, chico; o hay que
trabajar, o hay que robar, o hay que ser rico, o hay que pedir limosna.
De trabajar he perdido la costumbre; para robar no tengo agallas; rico
no soy, conque me tendré que poner a pedir limosna. A no ser que caiga
soldado un día de estos.
--Todo eso que dices--replicó Vidal--es una pura pamplina. ¿De mí se
puede decir que trabajo?, no, ¿que robo o que pido limosna?, tampoco;
¿que soy rico?, menos... y ya ves, vivo.
--Bueno; tendrás algún secreto.
--Puede ser.
--Y ese secreto, ¿no se puede saber cuál es?
--Si lo supieses tú, ¿me lo dirías?
--Hombre... verás; si yo tuviese un secreto y tú me lo quisieras birlar,
la verdad, me lo guardaría para mí; pero si tú no pensases en
quitármelo, sino en vivir y no me estorbases, entonces sí, que no te
quepa duda.
--Bien, eso es justo. Tú eres franco... ¡qué moler! Mira, yo por ti
haría cualquier cosa, y no tengo inconveniente de ponerte al tanto de
cómo vivimos nosotros. Tú eres un barbián; no eres un bruto de esos que
no quieren más que matar y asesinar a las personas. Yo te digo con
franqueza, ¿por qué no?, yo no soy valiente...
--Ni yo tampoco--exclamó Manuel.
--¡Bah! Tú eres templado. El Bizco mismo te tenía respeto.
--¿A mí?
--A ti.
--¡Quiá!
--Como quieras. Pero voy a lo de antes. Tú y yo, yo sobre todo, hemos
nacido para ser ricos; pero ha dado la pijotera casualidad de que no lo
somos. Ganarlo no se puede; a mí que no me vengan con historias. Para
tener algo, hay que meterse en un rincón y pasarse treinta años
trabajando como una mula. ¿Y cuánto reúnes? Unas pesetas cochinas; total
_ná_. ¿No se puede ganar dinero?, pues hay que arreglarse para
quitárselo a alguno y para quitárselo sin peligro de ir a la _trena_.
--¿Y cómo?
--Ese es el busilis. Ahí está la cuestión. Mira: cuando yo me vine al
centro desde Casa Blanca, era un _descuidero_, un _randa_. Me tuvieron
sin culpa una quincena en el _Abanico_, en la jaula, y cuando lo
recuerdo, ¡chico!, me tiemblan las carnes. Me daba más miedo que
vergüenza robar, ésa es la verdad; pero ¿qué iba a hacer? Un día, que
cogí unas lamparillas eléctricas de una casa de la calle del Olivo, la
portera me vió, una tía vieja indecente, y se echó a correr tras de mí,
gritando: «¡A ese! ¡A ese!» Yo tenía alas en los pies; figúrate. Al
llegar a la iglesia de San Luis, tiré las bombillas al suelo, me colé
entre la gente de la iglesia y me agazapé en un banco; no me cogieron;
pero desde entonces, ¡gachó! tuve un miedo que no podía con mi alma.
Pues, ya ves, a pesar del miedo, no escarmenté.
--¿Volviste a coger otras lámparas?
--No, verás. Estaba en el patio de Apolo con aquella florera que tanto
la odiaba la Rabanitos. ¿Te acuerdas?
--Sí, hombre.
--Era muy interesada la chica aquella. Pues estaba allá, cuando veo a un
señor gordo, de chaleco blanco, que estaba de palique con unas golfas.
Había mucha gente; me acerco a él, cojo la cadena, tiro suavemente hasta
sacar el reloj del bolsillo, doy la vuelta a la anilla y la hago saltar.
Como la cadena era bastante pesada, había el peligro de que, al
soltarla, le diera al señor en la barriga y le hiciese comprender que le
habían _afanado_; pero en aquel momento dieron unas palmadas, la gente
comenzó a entrar en el teatro a empellones, yo solté la cadena y me
escabullí. Iba escapado por frente a San José a meterme por la calle de
las Torres, cuando siento que me cogen del brazo. ¡Chico, me entró un
sudor...!--Déjeme usted--dije yo--. Calla, si no llamo a uno del Orden
(Yo me callé)--. Te he visto como limpiabas el reloj a ese
_pimpi_.--¿Yo?--Tú, sí. Tienes el reloj en el bolsillo del pantalón;
conque no seas memo y anda a tomar una copa a la taberna del Brígido--.
Vamos--pensé yo--; este es un _vivo_ que viene a la parte. Entramos en
la taberna y allí el hombre me habló claro.--Mira--me dijo--, tú quieres
prosperar de cualquier manera, ¿no es verdad?; pero le tienes asco al
_Abanico_, y lo comprendo, porque tú no eres tonto; pero, bueno, ¿cómo
quieres prosperar? ¿Qué armas tienes tú para luchar en la vida? Tú eres
un _cimbel_, que no conoce la sociedad ni el mundo. Mañana vienes a mi
casa; yo te llevaré a un bazar de ropas hechas, compras un traje, un
sombrero y un baúl y te recomendaré a una casa de huéspedes buena; te
haré ganar dinero, porque, que te conste que ganar dinero, cuando se
está en un sitio donde lo hay, es lo más mollar de la vida. Ahora dame
ese reloj; a ti te engañarían.
--¿Y le diste el reloj?
--Sí. Al día siguiente...
--Te quedarías de boqueras...
--Al día siguiente estaba yo ganando dinero.
--¿Y quién es ese hombre?
--Marcos Calatrava.
--¿El Cojo? ¿El amigo del repatriado?
--El mismo. Conque ya sabes; lo que me dijo a mí él te lo digo yo a ti.
¿Quieres entrar en la _combi_?
--¿Pero qué hay que hacer?
--Eso depende del negocio... Si tú aceptas, vivirás bien, tendrás una
buena hembra... peligro no hay... conque tú dirás.
--No sé qué decirte, chico. Si hay que hacer una granujada, casi casi
prefiero vivir así.
--Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le
llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o
engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te
lo han de regalar.
--Sí, es verdad.
--¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo,
chico. No hay más diferencia que, negociando, eres una persona decente,
y, robando, te llevan a la cárcel.
--¿Crees tú...?
--Sí, hombre. Es más, creo que en el mundo hay dos castas de hombres:
unos, que viven bien y roban trabajo o dinero; otros, que viven mal y
son robados.
--¡Sabes que me parece que tienes razón!
--Y tal... No hay más que comer o ser comido. Conque tú dirás.
--Nada, se acepta. Otra Sociedad como la de los Tres.
--No compares, que aquello no hay que recordarlo. Aquí no hay un Bizco.
--Pero hay un Cojo.
--Sí, pero es un Cojo que vale un riñón.
--¿Es el jefe de la partida?
--Te diré, chico... yo no lo sé. Yo me entiendo con el Cojo, el Cojo se
entiende con el Maestro, y el Maestro no sé con quién se entiende; lo
que sé es que arriba, arriba, hay gente gorda. Una advertencia te tengo
que hacer: tú ves, oyes y callas. Si te enteras de algo, me lo dices a
mí; pero fuera, ni una palabra. ¿Comprendes?
--Comprendido.
--Aquí todo es cuestión de habilidad y de mucha pupila. Si marchamos
bien, dentro de unos años se puede uno encontrar viviendo bien, hecho
una persona decente... al pelo.
--Y oye: ¿tú has entrado ya en quintas?--preguntó Manuel--; porque yo
maldito si lo sé.
--Yo sí; estoy rebajado. Debes de arreglar eso; si no te van a coger por
prófugo.
--¡Pse!
--Se lo diremos al Cojo.
--¿Cuándo le veremos?
--Dentro de un momento estará aquí.
Efectivamente, poco después el Cojo entraba en el café. Vidal le indicó
lo que había propuesto a su primo en breves palabras.
--¿Servirá?--preguntó Calatrava mirando atentamente a Manuel.
--Sí, es más listo de lo que parece--contestó riendo Vidal.
Manuel se irguió con un sentimiento de amor propio.
--Bueno; ya veremos. Por ahora no tiene que hacer gran cosa--repuso el
Cojo.
Se pusieron inmediatamente Calatrava y Vidal a tratar de sus asuntos, y
Manuel entretuvo el tiempo leyendo un periódico.
Cuando concluyeron de hablar, salió Calatrava del café, y quedaron
nuevamente solos los dos primos.
--Vamos al Círculo--dijo Vidal.
El Círculo estaba en una calle céntrica. Entraron; en el piso bajo había
billares y algunas mesas de café.
Se sentó en una de ellas Vidal, llamó en un timbre, y a un mozo que
apareció le dijo:
--Dos cubiertos.
--Van.
--Oye--añadió Vidal--: desde que entres aquí, ni una palabra; ni me
preguntas ni me dices nada. Lo que tengas que saber yo te lo diré.
Comieron los dos; Vidal charló de teatros, de casinos, de cosas que
Manuel no conocía, y éste estuvo callado.
--Vamos a tomar café arriba--dijo Vidal.
Junto al mostrador había una puerta y de ella subía una escalera de
caracol, muy estrecha, hasta el entresuelo. A la terminación de la
escalera se topaba con una puerta de cristales esmerilados. La empujó
Vidal, y pasaron a un corredor a cuyos lados se veían mamparas forradas
de verde.
Al final del pasillo, sentado en una mesa, escribía un hombre; contempló
a Vidal y a Manuel y siguió escribiendo. Vidal abrió una puerta, empujó
una pesada cortina y pasaron los dos.
Se encontraron en una sala con tres balconcillos a la calle y otros tres
a un patio. Hacia el lado de la calle había una mesa verde grande con
dos escotaduras, una frente a otra, en los lados largos; hacia el patio
se veía una mesa más pequeña, iluminada por dos lámparas, alrededor de
la cual se agrupaban treinta o cuarenta personas. Había un gran
silencio; no se oía más que las palabras de los dos _croupiers_ y el
ruido que hacían al recoger con el rastrillo las monedas colocadas sobre
el tapete verde.
Cuando cesaban las jugadas cambiábanse algunas observaciones entre los
puntos. Luego la voz monótona del banquero decía:
--Hagan juego, señores.
Callaban todos y el silencio era tan grande que se oía el roce de las
cartas entre los dedos del _croupier_.
--Esto parece una iglesia, ¿verdad?--murmuró Vidal--. Como dice un señor
que viene aquí, el juego es la única religión que queda.
--Tomaron café y una copa.
--¿Tienes cigarros?--preguntó Vidal.
--No.
--Toma. Fíjate bien en este juego; yo me voy.
--¿Se podrá saber cómo se llama?
--Sí; el bacarrat. Oye, a las ocho en el café de Lisboa.
Vidal salió y Manuel quedó solo; miró con atención cómo iba y venía el
dinero de la banca a los puntos y de los puntos a la banca. Después se
entretuvo en observar a los jugadores. Era un anhelo tan grande el que
sentían todos, que nadie se fijaba en los demás.
Los que estaban sentados tenían delante de ellos montones de plata y
fichas y las ponían sobre el tapete. El _croupier_ echaba las cartas
francesas, y poco después pagaba o recogía el dinero puesto.
Los que estaban de pie alrededor, y de los cuales la mayoría no jugaba,
parecían interesarse en el juego tanto o más que los que se hallaban
sentados y jugaban fuerte.
Eran aquéllos, tipos de miseria y de sordidez horrible; llevaban
chaquetas rozadas, sombreros grasientos, pantalones con rodilleras,
llenos de barro.
En sus ojos brillaba la pasión del juego, y se les veía seguir la marcha
de las jugadas, con los brazos cruzados sobre la espalda y el cuerpo
echado hacia adelante conteniendo la respiración.
Manuel se aburría allá; miró por los balcones a la calle; vió cómo se
reemplazaban los jugadores, y al anochecer salió y fué al café de
Lisboa.
Cuando llegó Vidal, mientras cenaron, le expuso sus dudas acerca del
juego.
--Bueno; eso en seguida lo aprendes--le dijo el otro--. Además, los
primeros días yo te daré un cartoncito con la indicación de cuándo debes
jugar.
--Muy bien; ¿y el dinero?
--Toma para mañana. Cincuenta duros.
--¿Son buenos?
--Enséñaselos a cualquiera.
--¿De modo que es una combina como la del Pastiri?
--Igual.
La tarde siguiente, con los cincuenta duros que le dió su primo y las
indicaciones en una tarjeta, jugó y ganó veinte duros, que entregó a
Vidal.
Unos días después le llamaron de un cuartel, le preguntaron el nombre en
una oficina y le despacharon.
--Te han rebajado--le advirtió Vidal
--Bueno--contestó alegremente Manuel--; me alegro de no ser soldado.
Siguió acudiendo al Círculo todos los días que le indicaron, y al cabo
de algún tiempo conocía el personal de la casa de juego. Había mucha
gente empleada allá: varios _croupiers_ muy atildados con las manos
limpias y perfumadas; unos cuantos matones, otros medio ganchos, otros
que vigilaban a los que entraban y a los ganchos.
Eran todos tipos sin sentido moral, a quienes, a unos la miseria y la
mala vida, a otros la inclinación a lo irregular, había desgastado y
empañado la conciencia y roto el resorte de la voluntad.
Manuel experimentaba, sin darse cuenta de ello con claridad, la
repugnancia por aquel medio, y sentía obscuramente la protesta de su
conciencia.
CAPÍTULO II
EL GARRO.--MARCOS CALATRAVA.--EL MAESTRO. CONFIDENCIAS.
UNA noche salió Manuel del Círculo, acompañado de un hombrecito con
trazas de enfermo. Los dos llevaban el mismo camino; entraron en el café
de Lisboa; el hombre se reunió allí con una mujer gorda y se sentó con
ella, y Manuel se acercó a su primo.
--¿Qué hablabas con ese?--le preguntó Vidal al verle.
--Nada, de cosas indiferentes.
--Te advierto que es uno de la policía.
--¿Sí?
--Ya lo creo.
--Pues lo he visto en el Círculo.
--Sí, cobra allí. Le llaman el Garro. Está casado con ésa, que es la
Chana, una timadora antigua. Vivía en la calle de la Visitación, en casa
de María la Guerrero, cuando yo me fuí con la Violeta. La Chana entonces
ya se dedicaba a perista; conocía a todos los inspectores y estaba
liada con un matón que llamaban el Ministro y a quien le mataron en la
calle de Alcalá. Ten cuidado con el Garro; si te pregunta algo no le
digas nada; ahora, si puedes sonsacarle alguna cosa, eso sí, hazlo.
Al día siguiente el Garro volvió a reunirse con Manuel y le preguntó
quién era y de dónde venía. Manuel, advertido, contó una porción de
embustes con gran candor, y se hizo el engañado por Vidal y por el Cojo.
--Le advierto a usted que son dos pájaros de cuenta--le dijo el policía.
--¿Sí, eh?
--¡Uf, que se pierden de vista! El Cojo, sobre todo, es atravesado. No
se meta usted con él, porque es capaz de todo.
--¿Tan fiero es?
--Ya lo creo. Yo conozco su historia, él no lo sabe. Se llama Marcos
Calatrava y es de buena familia. Hace dos años cursaba Medicina.
El Garro contó toda la historia de Marcos. Al principio había sido un
gran estudiante. Luego, de pronto, comenzó a frecuentar garitos, y en
uno de éstos robó una capa. Tuvo la mala suerte de que le cogieran _in
fraganti_, le llevaron a la Cárcel Modelo y estuvo allá arriba dos
meses. Al año siguiente tomó la decisión de no estudiar, y como de su
casa no le mandaban dinero, comenzó a manotear por garitos y chirlatas.
Una navajada que le dieron en una bronca que tuvo le quitó por algún
tiempo sus arrestos de matón. Cuando se puso bueno fué a ver a la
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