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Mala Hierba - 05

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  protestaron, y afirmaron que el público pide siempre, por más
  emocionante, la bisagra.
  El coronel, a pesar de su pundonor militar, opinaba que el público,
  efectivamente, pedía bisagra, y que un poco más o menos de zarandeo era
  cosa _de material_.
  Mingote entonces, para enseñar a la niña cómo debía hacer aquel
  movimiento, se levantó y se puso a mover las caderas de un modo
  grotesco. La niña repitió la suerte sonriendo, pero sin calor. Entonces
  la coronela dijo al oído de la baronesa que sólo el hombre podía enseñar
  a la mujer la gracia de aquel movimiento. La baronesa sonrió
  discretamente.
  En aquel momento el criadito galoneado entró y dijo que estaba
  Fernández. Fernández debía de ser persona de importancia porque la
  coronela se levantó al momento y se dispuso a salir.
  --Anda, dale la ruleta--dijo el coronel a su esposa---y que enciendan
  las luces en la sala. ¿Qué?--añadió el buen señor--, ¿quiere usted que
  hagamos una vaquita, baronesa?
  --Ya veremos; coronel. Primeramente intentaré la suerte sola.
  --Bueno.
  Bailó otro tango Lulú y al poco rato apareció la coronela.
  --Ya pueden ustedes pasar--dijo.
  Las viejas fregonas se levantaron de sus asientos, y cruzando el
  corredor entraron en una sala grande con tres balcones. Había dos mesas
  allí, una de ellas con una ruleta, la otra sin nada.
  Las tres viejas, la baronesa, el coronel y sus dos hijas se sentaron en
  la mesa de la ruleta, en donde estaban ya sentados el banquero y los dos
  pagadores.
  --Hagan juego--dijo el _croupier_ con una impasibilidad de autómata.
  Giró la bola blanca en la ruleta, y antes de que se parara, el
  _croupier_ dijo:
  --¡No va más!
  Los dos pagadores dieron con su rastrillo en los paños, para impedir que
  se siguiera apuntando.--No va más--repitieron al mismo tiempo con voz
  monótona.
  Fué entrando gente poco a poco y se ocuparon las sillas colocadas
  alrededor de la mesa.
  Al lado de la baronesa se sentó un hombre de unos cuarenta años, alto,
  fornido, ancho de hombros, de pelo crespo negrísimo y dientes blancos.
  --Pero hijo, ¿tú aquí?--dijo la baronesa.
  --¿Y tú?--replicó él.
  Era aquel hombre primo en segundo o tercer grado de la baronesa y se
  llamaba Horacio.
  --¿No decías que te acostabas invariablemente a las nueve?--preguntó la
  baronesa.
  --Y es una casualidad que haya venido aquí. Es la primera vez que vengo.
  --Bah.
  --Créeme. ¿Hacemos una vaca, prima?
  --No me parece mal.
  Reunieron el dinero de ambos y siguieron jugando. Horacio apuntaba
  según las órdenes de la baronesa. Tenían suerte y ganaban. Poco a poco
  se iba llenando el salón de un público abigarrado y extraño. Había dos
  aristócratas conocidos, un torero, militares. De pie se apretaban
  algunas señoras con sus hijas.
  Manuel vió a la Irene, la nieta de doña Violante, al lado de un señor
  viejo con el pelo engomado, que jugaba fuerte. Tenía los dedos llenos de
  sortijas con piedras grandes.
  Sentados en un diván hablaban cerca de Manuel un hombre viejo, de barba
  blanca, muy pálido y demacrado, con otro joven lampiño de aire aburrido.
  --¿Usted se retiró ya?--decía el joven.
  --Sí; me retiré porque no tenía dinero; si no hubiera seguido jugando
  hasta que me hubieran encontrado muerto sobre el tapete verde. Para mí
  esta es la única vida. Yo soy como la Valiente. Ella me conoce, y me
  suele decir algunas veces:--¿Hacemos una vaca, marqués?--No le daría a
  usted mala suerte--le contesto yo.
  --¿Quién es la Valiente!
  --Ahora la verá usted, cuando empiece el bacarrat.
  Se encendió la luz en la otra mesa.
  Se levantó un viejo de bigote de mosquetero, con una baraja en la mano,
  y se apoyó en el borde de la mesa. Al mismo tiempo se le acercaron diez
  o doce personas.
  --¡Quién talla?--preguntó el viejo.
  --Cincuenta duros--murmuró uno.
  --Sesenta.
  --Cien.
  --Ciento cincuenta duros.
  --Doscientos--gritó una voz de mujer.
  --Ahí está la Valiente--dijo el marqués.
  Manuel la contempló con curiosidad. Era una mujer de treinta a cuarenta
  años; vestía traje de hechura de sastre y sombrero Frégoli. Era muy
  morena, con una tez olivácea, los ojos negros, hermosos. Se cegaba en
  las apuestas y salia a los pasillos a fumar. Se notaba en ella una gran
  energía y una inteligencia clara. Decían que llevaba siempre revólver.
  No le gustaban los hombres y se enamoraba de las mujeres con verdadera
  pasión. Su última conquista había sido la hija mayor del coronel, la
  rubia gruesa, a la cual dominaba. Tenía una suerte loca algunas veces, y
  para mitigar sus amorosas penas jugaba, y ganaba de un modo insolente.
  --Y ese hombre que no juega nunca y está siempre aquí, ¿quién
  es?--preguntó el joven, señalando un tipo de unos sesenta años, basto,
  de bigote pintado.
  --Este es un usurero que creo que es socio de la coronela. Cuando yo fuí
  gobernador de la Coruña estaba pendiente de un proceso por no sé qué
  chanchullo que había hecho en la Aduana. Le dejaron cesante y luego le
  dieron un destino en Filipinas.
  --¿En recompensa?
  --Hombre, todo el mundo tiene que vivir--replicó el marqués--. En
  Filipinas no sé qué hizo que le procesaron varias veces, y cuando quedó
  libre, lo emplearon en Cuba.
  --Querían que estudiara el régimen colonial español--advirtió el joven.
  --Sin duda. Allí también tuvo líos, hasta que vino aquí y se dedicó a
  negocios de usura, y dicen que ahora no se ahogará por menos de un
  millón de pesetas.
  --¡Demonio!
  --Es un hombre serio y modesto. Hasta hace unos años vivía con una tal
  Paca, que era dueña de una tintorería de la calle de Hortaleza, y los
  dos salían a pasear los domingos por las afueras como gente pobre. Se le
  murió aquella Paca, y ahora vive solo. Es huraño y humilde; muchas veces
  él mismo va a la compra y guisa. El que es interesante es su antiguo
  secretario; tiene unas condiciones de falsificador como nadie.
  Manuel escuchaba con atención.
  --Ese sí que es un hombre--dijo el marqués, mirándole atentamente.
  El observado, un hombre de barba roja y puntiaguda, de aire burlón, se
  volvió y saludó amablemente al viejo.
  --Adiós, Maestro--le dijo éste.
  --¿Le llama usted Maestro?--preguntó el joven.
  --Así le llama todo el mundo.
  Lulú, la hija de la coronela, y otras dos amigas pasaron por delante del
  marqués y del joven.
  --Que moninas son--dijo el marqués.
  Tomaba aquello un aspecto mixto de mancebía lujosa y garito elegante. No
  reinaba el silencio angustioso de las casas de juego, ni la greguería
  alborotadora de un burdel: se jugaba y se amaba discretamente. Como
  decía la coronela, era una reunión muy modernista.
  En los divanes hablaban las muchachas con los hombres animadamente; se
  discutía, se estudiaban combinaciones para el juego...
  --A mí esto me encanta--dijo el marqués con su sonrisa pálida.
  La baronesa estaba mareada y sentía ganas de marcharse.
  --Me voy. ¿Me acompañas, Horacio?--preguntó a su primo.
  --Sí, te acompañaré.
  Se levantó la baronesa, después Horacio, y Manuel se reunió a ellos.
  --¡Qué gentuza!, ¿verdad?--dijo la baronesa, con la risa ingenua
  peculiar suya, al encontrarse en la calle.
  --Es la amoralidad, como dicen ahora--replicó Horacio--. Los españoles
  no somos inmorales, lo que pasa es que no tenemos idea de moralidad. «Ya
  ve usted--decía el coronel en el momento que me he levantado para tomar
  un poco de aire--ya ve usted, a mí me han mermado el retiro: de ochenta
  duros me han dejado en setenta; y ¡claro!, hay que buscar otros
  ingresos; así las hijas de los militares tienen que ser bailarinas... y
  todo lo demás.»
  --¿Te decía eso? ¡Qué bárbaro!
  --¿Pero eso te choca? A mí no. Si eso es una consecuencia natural y
  necesaria de nuestra raza. Estamos degenerados. Somos una raza de última
  clase.
  --¿Por qué?
  --Porque sí; no hay más que observar. ¿Te has fijado en la cabeza que
  tiene el coronel?
  --No. ¿Qué, tiene algo en la cabeza?--preguntó burlonamente la
  baronesa.
  --Nada, que tiene la cabeza de un papúa. La moralidad sólo se da en
  razas superiores. Los ingleses dicen que Wellington es superior a
  Napoleón porque Wellington peleó por el deber y Napoleón por la gloria.
  La idea del deber no entra en cráneos como el del coronel. Háblale a un
  mandingo del deber. Nada. ¡Oh! La antropología enseña mucho. Yo me lo
  explico todo por leyes antropológicas.
  Pasaron por delante del café de Varela.
  --¿Quieres que entremos aquí?--dijo el primo.
  --Vamos.
  Se sentaron los tres en una mesa, pidió cada uno lo que quería y siguió
  el primo de la baronesa hablando.
  Era un tipo gracioso el de aquel hombre; hablaba en andaluz cerrado,
  aspirando las haches; tenía algún dinero para vivir y con eso y un
  destinillo en un ministerio iba pasando. Vivía en un desorden muy
  reglamentado, leyendo a Spencer en inglés y cambiando de género de vida
  por temporadas.
  Hombre original, llevaba ya cuatro o cinco años encenagado en los
  pantanosos campos de la sociología y de la antropología. Estaba
  convencido de que intelectualmente era un anglosajón, a quien no le
  debían de preocupar las cosas de España ni de ningún otro país del
  Mediodía.
  --Pues sí--siguió diciendo Horacio llenando su copa de cerveza--. Yo me
  lo explico todo, los detalles más nimios, por leyes biológicas o
  sociales. Esta mañana al levantarme oía a mi patrona que hablaba con el
  panadero de la subida del pan.--¿Y por qué ha encarecido el pan?--le
  preguntaba ella.--No sé--replicaba él--; dicen que la cosecha es
  buena.--¿Pues entonces?--No sé. Me fuí a la oficina a la hora en punto,
  con exactitud inglesa; no había nadie; es la costumbre española, y me
  pregunté: ¿En qué consiste la subida del pan si la cosecha se presenta
  buena? Y dí con la explicación que creo te convencerá. Tú sabrás que en
  el cerebro hay lóbulos.
  --Yo qué he de saber eso, hijo mío--replicó la baronesa distraída,
  mojando un bizcocho en el chocolate.
  --Pues sí hay lóbulos, y según opinión de los fisiólogos, cada lóbulo
  tiene su función; uno sirve para una cosa, el otro para otra,
  ¿comprendes?
  --Sí.
  --Bueno; pues figúrate tú que en España hay cerca de trece millones de
  individuos que no saben leer y escribir. ¿No me atiendes?
  --Sí, hombre, sí.
  --Pues bien; ese lóbulo que en los hombres ilustrados se emplea en
  esfuerzos para entender y pensar en lo que se lee, aquí no lo utilizan
  trece millones de habitantes. Esa fuerza que debían de gastar en
  discurrir, la emplean en instintos fieros. Consecuencia de esto, el
  crimen aumenta, aumenta el apetito sexual, y al aumentar éste, crece el
  consumo de alimentos y encarece el pan.
  La baronesa no pudo menos de reírse al oir la explicación de su primo.
  --No es una fantasía--replicó Horacio--es la pura verdad.
  --Si no lo dudo, pero me hace reir la noticia. Manuel también se ríe.
  --¿De dónde has sacado este chico?
  --Es el hijo de una mujer que conocimos. ¿Qué te dice tu ciencia de él?
  --A ver, quítate la gorra.
  Manuel se quitó la gorra.
  --Este es un celta--añadió Horacio--. ¡Buena raza! El ángulo facial
  abierto, la frente grande, poca mandíbula...
  --Y eso ¿qué quiere decir?--preguntó Manuel.
  --En último término, nada. ¿Tú tienes dinero?
  --¿Yo? Ni un botón.
  --Pues entonces lo que te puedo decir es esto: que como no tienes
  dinero, ni eres hombre de presa, ni podrás utilizar tu inteligencia,
  aunque la tengas, que creo que sí, probablemente morirás en algún
  hospital.
  --¡Qué bárbaro!--exclamó la baronesa--no le digas eso al chico.
  Manuel se echó a reir; la profecía le parecía muy divertida.
  --En cambio yo--siguió diciendo Horacio--no hay cuidado que muera en un
  hospital. Mira qué cabeza, qué quijada, qué instinto de adquisividad más
  brutal. Soy un berebere de raza, un euro-africano; eso sí,
  afortunadamente, estoy influído por las ideas de la filosofía práctica
  de lord Bacon. Si no fuera por eso estaría bailando tangos en Cuba o en
  Puerto Rico.
  --¿De manera que gracias a ese lord eres un hombre civilizado?
  --Relativamente civilizado; no trato de compararme con un inglés. ¿Tengo
  yo la seguridad de ser un ario? ¿Soy acaso celta o sajón? No me hago
  ilusiones; soy de una raza inferior, ¡que le voy a hacer! Yo no he
  nacido en Manchester sino en el Camagüey y he sido criado en Málaga.
  ¡Figúrate!
  --Y eso, ¿qué tiene que ver?
  --La mar, chica. La civilización viene con la lluvia. En esos países
  húmedos y lluviosos es donde se dan los tipos más civilizados y más
  hermosos también, tipos como el de tu hija, con sus ojos tan azules, la
  tez tan blanca y el cabello tan rubio.
  --Y yo... ¿qué soy?--preguntó la baronesa--¿Un poco de eso que decías
  antes?
  --¿Un poco berebere?
  --Sí, me parece que sí; un poco berebere, ¿eh?
  --En el carácter quizá, pero en el tipo, no. Eres de raza aria pura, tus
  ascendientes vendrían de la India, de la meseta de Pamir o del valle de
  Cabul, pero no han pasado por Africa. Puedes estar tranquila.
  La baronesa miró a su primo con expresión un tanto enigmática. Poco
  después los dos primos y Manuel salieron del café.
  
  
  CAPÍTULO VII
  EL BEREBERE SE SIENTE PROFUNDAMENTE ANGLOSAJÓN. MINGOTE
  MEFISTOFÉLICO.--COGOLLUDO.--DESPEDIDA.
  
  DESDE aquel encuentro en la chirlata del coronel, de la baronesa y el
  sociólogo, éste comenzó a frecuentar la casa y a poner cátedra de
  antropología y de sociología en el comedor. Manuel no sabía cómo serían
  aquellas ciencias, pero traducidas al andaluz por el primo de la
  baronesa, eran muy pintorescas; Manuel y niña Chucha escuchaban al
  berebere con grandísima atención y algunas veces le hacían objeciones
  que él contestaba, si no con grandes argumentos científicos, con
  muchísima gracia.
  El primo Horacio empezó a quedarse a cenar en la casa y terminó
  quedándose después de cenar; niña Chucha protegía al berebere quizá por
  afinidades de raza y se reía, enseñando los dientes blancos, cuando
  venía don Sergio.
  La situación era comprometida porque la baronesa no se preocupaba de
  nada; después de servirse de Mingote le había despedido dos o tres
  veces sin darle un céntimo. El agente comenzaba a amenazar, y un día fué
  decidido a armar la gorda. Habló de la falsificación de los papeles de
  Manuel y de que aquello podía costar a la baronesa ir a presidio. Ella
  le contestó que la responsabilidad de la falsificación era de Mingote,
  que ella tendría quien la protegiese, y que en el caso de que
  interviniese la justicia el primero que iría a la cárcel sería él.
  Mingote amenazó, chilló, gritó demasiado, y en el momento álgido de la
  disputa llegó el primo Horacio.
  --¿Qué pasa? Se oye el escándalo desde la calle--dijo.
  --Este hombre que me está insultando--clamó la baronesa.
  Horacio cogió a Mingote del cuello de la americana y lo plantó en la
  puerta. Mingote se deshizo en insultos, sacó a relucir la madre de
  Horacio; entonces éste, olvidando a lord Bacon, se sintió berebere,
  levantó el pie y dió con la punta de la bota en las nalgas de Mingote.
  El agente gritó más y de nuevo el berebere le acarició con el pie en la
  parte más redonda de su individuo.
  La baronesa comprendió que al agente le faltaría tiempo para vengarse;
  no creía que se atrevería a hablar de la falsificación de los papeles de
  Manuel porque se cogía los dedos con la puerta, pero probablemente
  advertiría a don Sergio de la presencia del primo Horacio en la casa.
  Antes de que pudiese hacerlo, escribió al comerciante una carta
  pidiéndole dinero, porque tenía que pagar unas cuentas. Envió la carta
  con Manuel.
  El viejo calcáreo, al leer la carta, se incomodó.
  --Mira, dile a tu... señora que espere, que yo también tengo que esperar
  muchas veces.
  Al saber la contestación, la baronesa se indignó:
  --¡Valiente grosero! ¡Valiente animal! La culpa la tengo yo de hacer
  caso de ese vejestorio infecto. Cuando venga yo le diré cuántas son
  cinco.
  Pero don Sergio no apareció, y la baronesa, que supuso lo pasado, se
  mudó a una casa más barata con el propósito de economizar; y niña
  Chucha, Manuel y los tres perros pasaron a ocupa un tercer piso en la
  calle del Ave María.
  Allí continuó el idilio iniciado entre la baronesa y Horacio; a pesar de
  que éste, por su tranquilidad anglosajona, o por la idea pobre de la
  mujer, patrimonio de las razas del Sur, no le daba gran importancia al
  _flirt_.
  La baronesa, de vez en cuando, para atender a los gastos de la casa,
  vendía o mandaba empeñar algún mueble; pero con el desbarajuste que
  reinaba allí, el dinero no duraba un momento.
  Al mes de estancia en la calle del Ave María, apareció una mañana don
  Sergio indignado. La baronesa no quiso presentarse y mandó a decirle por
  la mulata que no estaba. El viejo se marchó y por la tarde escribió una
  carta a la baronesa.
  Mingote no había cantado. Don Sergio respiraba por la herida; no le
  parecía bien que Horacio pasase la vida en la casa de la baronesa; no
  encontraba mal que la visitase, sino la asiduidad con que lo hacía. La
  baronesa enseñó la carta a su primo, y éste, que sin duda no buscaba más
  que un pretexto para escurrir el bulto, se acordó de lord Bacon, se
  sintió de pronto anglosajón, ario y hombre moral y dejó de presentarse
  en casa de la baronesa.
  Ella, que padecía el último brote de romanticismo de la juventud de la
  vejez, se desesperó, escribió cartas al galán, pero él siguió
  sintiéndose anglosajón y ario y acordándose de lord Bacon.
  Mientras tanto don Sergio, al ver que su carta no producía efecto,
  volvió a la carga y se presentó en la casa.
  --Pero, ¿qué le pasa a usted, Paquita?--dijo al ver a la baronesa
  desmejorada.
  --Creo que tengo el trancazo, según siento de pesada la cabeza. Estoy
  con dolores en todo el cuerpo. Me tiene usted completamente abandonada.
  En fin, Dios sobre todo.
  Don Sergio dejó pasar la hojarasca de palabras y lamentaciones con que
  la baronesa trataba de sincerarse, y dijo:
  --Este sistema de vida no puede seguir. Hay que tener método, hay que
  tener régimen; así no puede ser.
  --Eso mismo estaba pensando yo--replicó la baronesa--. Sí, lo comprendo,
  a mí no me corresponde esa vida. Volveré a tomar otra casita de doce
  duros.
  --¿Y los muebles?
  --Los venderé.
  ¿Cómo decir que los había ya vendido?
  --No, yo...--El calcáreo iba a hacer una observación de buen
  comerciante, pero no se atrevió.--Luego esas visitas tan frecuentes de
  su primo de usted no están bien--añadió.
  --¿Pero si me persigue--murmuró con voz quejumbrosa la baronesa--qué voy
  a hacerle yo? Ese hombre tiene por mí una pasión loca; comprendo que es
  raro, porque ya a mis años...
  --No diga usted esas cosas, Paquita.
  --Pero nada; se ha convertido en mi duende. Pero ahora ya verá usted
  como no va a volver.
  --¡No ha de volver! Volverá hasta que usted no se lo diga claramente...
  --Si se lo he dicho, y por eso ya no volverá.
  --Entonces, mejor que mejor.
  La baronesa miró indignada a don Sergio; después tomó una actitud
  compungida.
  Don Sergio planteó sus planes de regeneración y pensó que Paquita debía
  dejar a niña Chucha, a quien el viejo calcáreo detestaba cordialmente;
  pero la baronesa afirmó que la quería como a una hija, tanto o más que a
  sus perros, que eran casi para ella como las niñas de sus ojos.
  De pronto la baronesa se incorporó en el sofá.
  --Tengo un plan--le dijo a don Sergio--. Dígame usted si le parece bien.
  En _El Imparcial_ de ayer ví anunciada una finca o casa en Cogolludo,
  con huerta y jardín, por cincuenta duros al año. Supongo que será cosa
  muy mala; pero, al fin, será un terreno y una choza, y a mí me basta con
  una cabañita. Podría ir arreglando esa choza. ¿Qué le parece a usted,
  don Sergio?
  --Pero, ¿para qué te vas a marchar de aquí?
  --Es que no se lo he querido decir--añadió la baronesa--; pero ese
  hombre me persigue--. Y contó una porción de embustes. Se recreaba la
  buena señora haciéndose la ilusión de que el primo la perseguía
  tenazmente, y todas las cartas que ella había escrito a él supuso que
  era él quien se las había escrito a ella.
  --Y claro--siguió diciendo--, no es cosa de ir al fin del mundo huyendo
  de ese ridículo trovador.
  --Pero Cogolludo no debe tener tren; te vas a aburrir.
  --¡Quia! Allá me meto en mi choza como una santa y me entretengo en
  regar el jardín y cuidar las flores... pero soy tan desgraciada que con
  seguridad ya habrán alquilado la casa.
  --No, eso no. Pero yo no veo la necesidad de marcharse. El chico no
  podrá ir al colegio.
  --Ya no tiene necesidad. Estudiará por libre.
  --Bueno; alquilaremos esa casa.
  --Si no, ese canalla me va a perseguir. Yo quisiera que le llevasen a la
  cárcel y le ahorcaran. ¡Ay, don Sergio! ¡Cuando vendrá Carlos VII! No
  estoy por la libertad ni por las garantías constitucionales para los
  pillos.
  --Vamos, vamos, mujer. Ya veremos si se arregla eso de la casa. Y
  alíviate pronto.
  --Gracias, don Sergio; usted siempre tan fuerte. Es usted una roca...
  Tarpeya. Y sin saber dónde guardar el dinero. ¡Acuérdese usted de mí! Ya
  sabe usted que soy muy arregladita y que no pienso ni desperdicio nada.
  Era lo mejor que tenía la baronesa, que se conocía a fondo.
  Decididos a ir a Cogolludo, comenzaron a embalar los muebles entre niña
  Chucha y Manuel, cuando la mulata salió diciendo que ella lo sentía
  mucho, pero que se quedaba en Madrid en una casa.
  --Pero hija, ¿qué vas a hacer?
  La mulata, apurada a preguntas, confesó que un señor americano, un
  pequeño _rastaquouére_ que sentía la nostalgia del cocotero, le había
  ofrecido el puesto de ama de llaves en su casa.
  La baronesa no se atrevió a hablarla de moralidad, y el único consejo
  que le dió fué que si el americano no se contentaba únicamente con que
  ella fuera ama de llaves, que se afirmara bien; pero la mulata no era
  tonta, y había, según dijo, tomado todas sus precauciones para caer en
  blando.
  Manuel quedó solo en la casa para terminar las diligencias necesarias
  para el traslado. Una tarde, de vuelta de la estación del Mediodía, se
  encontró con Mingote, que al verle echó a correr tras él.
  --¿A dónde vas?--le dijo--; cualquiera hubiese dicho que huías de mí.
  --¡Yo! ¡Qué disparate! me alegro mucho de verle.
  --Yo también.
  --Mira, vamos a entrar en este café. Te convido.
  --Bueno.
  Entraron en el café de Zaragoza. Mingote pidió dos cafés, papel y pluma.
  --¿A ti te importaría algo escribir lo que voy a dictarte?
  --Hombre, según lo que sea.
  --Se trata de que me pongas una carta diciéndome que no te llamas Sergio
  Figueroa, sino Manuel Alcázar.
  --¿Y para qué quiere usted que le escriba eso? Si usted lo sabe tan bien
  como yo--contestó cándidamente Manuel.
  --Es una combina que me traigo.
  --Y yo, ¿qué voy ganando en eso?
  --Te puedes ganar treinta duros.
  --¿Sí? ¡Vengan!
  --No, cuando el negocio esté terminado.
  Viendo Mingote a Manuel tan propicio, le dijo que si se las apañaba para
  quitar a la baronesa los papeles falsificados de su identificación y se
  los entregaba, añadiría a los treinta veinte duros más.
  --Los papeles los tengo yo guardados--dijo Manuel--; si espera usted
  aquí un momento, voy y se los traigo a usted en seguida.
  --Bueno, aquí espero. ¡Qué infeliz es este muchacho!--murmuró Mingote--.
  Se figura que le voy a dar cincuenta duros. ¡Qué primo!
  Pasó una hora, luego otra; Manuel no aparecía.
  --¿Habré sido yo el primo?--exclamó Mingote--. Sin duda. ¿Me habrá
  engañado ese condenado niño?
  Mientras esperaba Mingote, la baronesa y Manuel tomaban el tren.
   * * * * *
  Fueron a Cogolludo, y la baronesa se llevó el gran chasco. Creía que el
  pueblo sería algo así como una aldea flamenca y se encontró con un
  poblachón en medio de una llanura.
  La casa alquilada estaba en un extremo del pueblo; era grande, con una
  puerta azul, tres ventanas chicas al camino y un corral en la parte de
  atrás. Debía de hacer más de diez años que no la habitaban. Al día
  siguiente de llegar la baronesa y Manuel la barrieron y fregaron. La
  baronesa se lamentaba amargamente de su resolución.
  --¡Ay, Dios mío!, ¡qué casa!--decía--. ¿Por qué habremos venido aquí? Y
  ¡qué pueblo! Yo había visto de paso algún pueblo de España, pero en el
  Norte, donde hay árboles. ¡Esto es tan seco, tan árido!
  Manuel se encontraba en sus glorias; la huerta de la casa no producía
  más que ortigas y yezgos, pero él supuso que se podría convertir aquel
  trozo de tierra, seco y lleno de plantas viciosas, en un vergel. Se puso
  a trabajar con fe.
  Primeramente escardó y quemó toda la hierba del huerto.
  Después removió la tierra con un pincho y sembró a discreción garbanzos,
  habichuelas y patatas, sin enterarse de si era o no el tiempo de la
  siembra. Luego pasó horas y horas sacando agua de un pozo profundísimo
  que había en medio del huerto, y como se desollaba las manos con la
  cuerda y además a la media hora de regar la tierra estaba seca, ideó una
  especie de torno con el cual se tardaba media hora en sacar un balde de
  agua.
  A los quince días de estancia allí tomó la baronesa una criada, y cuando
  ya la casa estuvo limpia fué a Madrid, sacó del colegio a Kate y la
  llevó a Cogolludo.
  Kate, como tenía un espíritu práctico, llenó unas cuantas macetas de
  tierra y plantó una porción de cosas en ellas.
  --¿Para qué hace usted eso?--le dijo Manuel--, si dentro de poco estará
  todo esto lleno de plantas.
  --Yo quiero tener las mías--contestó la niña.
  Pasó un mes, y a pesar de los trabajos ímprobos de Manuel, no brotó nada
  de lo plantado por él. Sólo unos geranios y unos ajos puestos por la
  criada crecían, a pesar de la sequedad, admirablemente.
  Los tiestos de Kate también prosperaban; en las horas de calor los metía
  dentro de la casa y los regaba. Manuel, viendo que sus ensayos de
  horticultura fracasaban, se dedicó con rabia al exterminio de las
  avispas, que en grandes panales de celdas simétricas, ocultos en los
  intersticios de las tejas, se guarecían.
  Entabló con las avispas una lucha a muerte y no las pudo vencer; parecía
  que le habían tomado odio; le atacaban de una manera tan furiosa, que la
  mayoría de las veces tenía que batirse en retirada, expuesto a caerse
  del tejado lleno de picaduras.
  Los entretenimientos de Kate eran más tranquilos y pacíficos. Había
  arreglado su cuarto con un orden perfecto. Sabía embellecerlo todo. Con
  la cama, cubierta por la colcha blanca y oculta por las cortinas; los
  tiestos, en la ventana, en los que empezaban a brotar las plantas; su
  armario, y los cromos en las paredes azules, su alcoba tenía un aspecto
  de gracia encantador.
  Luego, era la muchacha de una bondad amable y serena.
  Había encontrado en el campo un gato herido, a quien perseguían unos
  chicos, a pedradas; lo recogió, a riesgo de ser arañada, lo cuidó y
  curó, y el gato la seguía ya por todas partes y sólo quería estar con
  ella.
  Manuel obedecía a la Nena, ciegamente, sentía además una gran
  satisfacción al obedecerla; la consideraba como un dechado de
  perfecciones, y a pesar de esto, nunca se le ocurrió, ni en su fuero
  interno, enamorarse de ella. Quizá la encontraba demasiado buena,
  demasiado hermosa. Experimentaba Manuel la tendencia paradójica de todos
  los hombres de fantasía que creen amar la perfección y se enamoran de lo
  imperfecto.
  El verano transcurrió agradablemente; el calcáreo estuvo dos veces en
  Cogolludo, al parecer contento; pero, al fin de Agosto, las pesetas que
  recibía la baronesa no aparecieron.
  Escribió a don Sergio varias veces sacando a relucir la persecución de
  que era víctima, pues de este modo satisfacía la vanidad y el amor
  propio del viejo _Cromwell_; pero don Sergio no cayó en la celada.
  Indudablemente, Mingote había hablado. Esperó la baronesa algún tiempo
  
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