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Los Contrastes de la Vida - 1

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  OBRAS DE PIO BAROJA
  
   Vidas sombrías.
   Idilios vascos.
   El tablado de Arlequín.
   Nuevo tablado de Arlequín.
   Juventud, egolatría.
   Idilios y fantasías.
   Las horas solitarias.
   Momentum Catastrophicum.
   La Caverna del Humorismo.
   Divagaciones sobre la Cultura.
  
  LAS TRILOGÍAS
  
  TIERRA VASCA
   La casa de Aizgorri.
   El Mayorazgo de Labraz.
   Zalacaín, el aventurero.
  
  LA VIDA FANTÁSTICA
   Camino de perfección.
   Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
   Paradox, rey.
  
  LA RAZA
   La dama errante.
   La ciudad de la niebla.
   El árbol de la ciencia.
  
  LA LUCHA POR LA VIDA
   La busca.
   Mala hierba.
   Aurora roja.
  
  EL PASADO
   La feria de los discretos.
   Los últimos románticos.
   Las tragedias grotescas.
  
  LAS CIUDADES
   César o nada.
   El mundo es ansí.
  
  EL MAR
   Las inquietudes de Shanti Andía.
  
  MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
   El aprendiz de conspirador.
   El escuadrón del Brigante.
   Los caminos del mundo.
   Con la pluma y con el sable.
   Los recursos de la astucia.
   La ruta del aventurero.
   La veleta de Gastizar.
   Los caudillos de 1830.
   La Isabelina.
  
  
   MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
   Los contrastes de la vida.
  
  
   ES PROPIEDAD
   DERECHOS RESERVADOS
   PARA TODOS LOS PAÍSES
   COPYRIGHT BY
   RAFAEL CARO RAGGIO
   1920
  
   Establecimiento tipográfico
   de Rafael Caro Raggio.
  
  
   PIO BAROJA
  
   MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
   LOS CONTRASTES
   DE LA VIDA
  
   [Ilustración]
  
   RAFAEL CARO RAGGIO
   EDITOR
   MENDIZÁBAL, 34
   MADRID
  
  
   EL CAPITÁN MALA SOMBRA
  
  
   I
   OTRA HISTORIA DE AVIRANETA
  
  UN día de fiesta por la tarde estaba en mi casa de la cuesta de Santo
  Domingo leyendo. Mi mujer había salido con una amiga suya a pasear en
  coche por la Moncloa, y yo pensaba dedicarme a la lectura de Balzac,
  autor que siempre me ha divertido mucho y a quien debo momentos
  agradabilísimos. Había dado la orden categórica a Bautista, mi ayuda
  de cámara, de que no estaba para nadie, y me encontraba muy a gusto al
  lado de la estufa cuando oí que llamaban a la puerta. Escuché pensando
  quién podría ser el inoportuno visitante. No esperaba a nadie. Supuse
  que Bautista cumpliría mis órdenes, pero noté que el recién llegado
  avanzaba por el corredor.
  Al levantarse la cortina de mi despacho miré a Bautista furibundamente,
  y éste, antes de que le reprochara nada, me dijo:
  --Es don Eugenio.
  --¡Ah!, que pase en seguida.
  Hacía ya tiempo que no veía a mi viejo amigo Aviraneta. Esto pasaba
  meses después de la revolución del 54. Don Eugenio por aquella época,
  como yo y otros amigos particulares de María Cristina, habíamos tenido
  que escondernos huyendo de la quema hasta que se restableció la
  normalidad. Aviraneta volvía de San Sebastián. Estaba, según me dijo,
  dispuesto a no intervenir ya en la política.
  Entró don Eugenio en mi despacho; nos abrazamos efusivamente y se sentó
  en una butaca que le ofrecí.
  Me preguntó por mi mujer y por todos los amigos comunes de la corte;
  dijo que había pasado la mañana con Istúriz, que, incomodado por la
  marcha de los acontecimientos, ya no quería salir a la calle, ni hablar
  con nadie. Don Eugenio pensaba dedicarme la tarde. Me contó que iba a
  tomar una casita en la calle del Barco y a vivir allí en la obscuridad,
  como un buen militar retirado, con su Josefina. Después de charlar
  largo rato miró y remiró el libro que tenía yo sobre la mesita al lado
  de la poltrona.
  --¿Qué estás leyendo?--me preguntó.
  --Estoy leyendo a Balzac. Ahora voy en los _Secretos de la Princesa de
  Cadignan_.
  --Carignan--corrigió Aviraneta.
  --No, Cadignan.
  --El título verdadero de los príncipes es Carignan.
  --Sí; pero aquí no se trata del título verdadero. Esta princesa de que
  se habla en la novela no es un personaje histórico. Yo no sé si hay en
  la realidad una familia de Carignan.
  --La hay.
  --Bien; pero este libro no se refiere a ella.
  --Sí; quizá sea una modificación novelesca.
  --¿Y por qué le ha chocado a usted esto? ¿Ha conocido usted algún
  Carignan?
  --No; pero este título me recuerda una historia ya lejana... de 1823.
  --¿Una historia? A contarla, don Eugenio. Ya sabe usted que soy su
  historiador. No cedo mi plaza a nadie.
  --¿Te he contado alguna vez la historia del capitán Mala Sombra?
  --No.
  --Me he acordado de ella porque tiene alguna relación lejana con un
  príncipe de Carignan. Ya que tú no tienes nada que hacer y yo tampoco,
  y nuestras mujeres respectivas están de paseo, di a tu criado que me
  traiga una copa de coñac _Fine Champagne_ del excelente que guardas, y
  un tabaco de La Habana, y charlaremos.
  Llamé a Bautista, bebimos nuestras copas, encendimos los habanos y nos
  arrellanamos en nuestros sillones.
  
  
   II.
   MORILLO Y EL EMPECINADO
  
  YA te he contado, mi querido Pello--comenzó diciendo Aviraneta--, cómo
  a final de abril de 1823 llegué yo a Valladolid en compañía de mis
  amigos el Lobo y Diamante.
  Al reunirme con el Empecinado hice por orden suya un llamamiento a
  los patriotas de Castilla la Vieja y a la Milicia nacional. Fueron
  acudiendo en grupos, y uno a uno, los milicianos de Valladolid, los de
  los pueblos de los alrededores y los de Toro, Medina, etc. Se comenzó a
  organizarlos y armarlos de la mejor manera posible.
  Nos encontrábamos dedicados a este trabajo, cuando llegó a la ciudad
  del Pisuerga don Pablo Morillo, conde de Cartagena, nombrado días
  antes, por el Gobierno, general en jefe del ejército de Galicia.
  Traía Morillo unos mil hombres, con una oficialidad numerosa y un
  brillante Estado Mayor.
  Como entonces y como ahora todo el mundo se creía en España con derecho
  a mandar y a tener iniciativas, la Asamblea de los Comuneros de
  Valladolid, Torre o Fortaleza, como se decía entre ellos en su jerga,
  llamó al Empecinado, que era de los suyos, y le confirió la misión de
  que se avistara con Morillo y le hablara para inclinarle el ánimo a que
  no abandonase la ciudad marchándose a Galicia.
  Naturalmente, hubiera sido de mayor conveniencia para nosotros los
  liberales, en peligro ante la invasión francesa, reúnir las tropas
  en un punto que no desperdigarlas, pero no todos pensaban lo mismo.
  Había muchos políticos y militares que tenían interés en que la guerra
  se acabara cuanto antes con la derrota de las fuerzas del Gobierno
  Constitucional. Al Empecinado no le hizo mucha gracia el encargo de la
  confederación de Comuneros; pero como Gran Castellano de esta Sociedad
  (así se llamaban los jefes de ella), no tuvo más remedio que aceptar la
  comisión.
  Don Juan Martín se dispuso a cumplir el encargo y a visitar al conde de
  Cartagena, llevándome a mí de asesor. Hablamos los dos de esta misión
  considerándola como de un éxito muy problemático.
  Salimos del alojamiento del Empecinado una tarde, después de comer, y
  nos dirigimos a la Capitanía general.
  Yo iba de uniforme; don Juan, de paisano, con una capa parda que le
  llegaba hasta los talones y un sombrero redondo envuelto en una funda
  de hule.
  Llegamos a la Capitanía, entramos en el portal y nos detuvo el
  centinela. Asomóse un teniente de guardia y yo le dije:
  --El general Empecinado y su ayudante, que vienen a visitar al señor
  conde de Cartagena.
  El oficial nos hizo el saludo militar, y don Juan Martín y yo subimos
  hasta el primer piso. Nos anunciamos y nos hicieron pasar a un salón.
  Morillo, acostumbrado al fausto de los virreyes de América, lo llevaba
  con él, allí por donde iba.
  Estaba el general sentado en un trono, vestido de uniforme; llevaba
  bordados por todas partes y parecía un ídolo de oro. Sus ojos, negros
  como cuentas de azabache, brillaban en su cara de carrillos abultados;
  su gruesa cabeza entrecana se erguía con orgullo, y sus manos, tostadas
  por el sol, aparecían por entre los encajes de las mangas y se apoyaban
  en los brazos del sillón.
  Alrededor del general, formando un semicírculo, se agrupaba su Estado
  Mayor, una veintena de oficiales peripuestos y elegantísimos, con los
  uniformes llenos de galones y los tricornios de plumas.
  Al entrar nosotros en la sala hubo un gran movimiento de curiosidad.
  --Este es el Empecinado--dijo alguno.
  --Si es verdad, ¡qué tipo!
  --¡Qué tosco!--exclamó uno de los oficiales.
  --Parece un gañán--dijo otro.
  Morillo, al vernos, se levantó de su sitial y estrechó la mano a don
  Juan.
  --¿Cómo estás, Martín?--preguntó.
  --Bien; ¿y tú, Morillo?
  --Bien.
  Morillo habló a su ayudante y le ordenó que despidiera a todo el mundo
  y se quedara sólo él.
  Los oficiales se inclinaron ante el capitán general y salieron.
  Morillo, señalando una silla, dijo al Empecinado:
  --Siéntate.
  --No, estoy bien.
  --Bueno, me sentaré yo. Habla. ¿Qué quieres?
  --Morillo--dijo el Empecinado, con la nobleza natural que le
  caracterizaba, haciendo largas pausas en su discurso--. Somos los dos
  españoles, y españoles del pueblo...
  --Cierto.
  --Somos constitucionales y amamos la libertad... Hoy, Morillo, estamos
  amenazados de una invasión de los franceses, que quieren restablecer
  el rey absoluto... Nosotros, que combatimos en la guerra de la
  Independencia a esos mismos franceses... podemos de nuevo levantar
  la bandera de la libertad en esta tierra..., sublevando los pueblos
  y organizando batallones y escuadrones... Castilla espera todo de
  ti, general; también espera mucho de mí... Porque yo, aunque no poseo
  conocimientos, tengo un corazón que arde... y sabré dar toda mi sangre
  por la patria.
  --Lo sé--dijo Morillo.
  --Pues bien, Morillo, los patriotas de Valladolid me han comisionado...
  para que me vea contigo y te ruegue que te quedes entre nosotros y no
  vayas a Galicia... El dividir tanto las fuerzas ante el enemigo es
  peligroso... Los patriotas de esta ciudad han pensado formar una Junta
  para ponerte al frente del movimiento... declarando guerra a muerte a
  los franceses y a los nuevos afrancesados... Si aceptas, si encuentras
  bien la idea, te proclamarán general en jefe y presidente de la Junta;
  yo seré tu segundo y mandaré la caballería. Es la proposición que te
  hago en nombre de los liberales de Valladolid. Ahora... el pueblo de
  Castilla espera tu respuesta.
  Morillo estuvo un instante con la gruesa cabeza apoyada en la mano
  derecha; después, levantándose e irguiéndose rígido, gritó con voz
  clara y metálica:
  --Empecinado, si fueras otro, inmediatamente te mandaría fusilar.
  --Estoy en tus manos.
  --Eres y serás un hombre de corazón, valiente, esforzado, pero cándido
  y terco. ¿No comprendes que las circunstancias de hoy son diferentes
  a las de la guerra de la Independencia? ¿Qué español estaba entonces
  contra nosotros? Nadie. Hoy lo están todos los realistas, que son más,
  mucho más de la mitad de la nación. ¿Vas a declarar la guerra a muerte
  y sin cuartel? Locura. ¿Quién te seguirá?
  --El pueblo.
  --¡Qué ilusión! Tendrías que hacer la guerra a España entera. Estáis
  empeñados en creer que todo se puede arreglar con la Constitución de
  Cádiz. Tus consejeros te engañan, Empecinado.
  Morillo, al decir esto, me miró a mí con aire desdeñoso.
  --Creo que no--contestó don Juan Martín.
  --Está bien. No discutamos--siguió diciendo el general, con voz
  imperiosa--. Yo, como militar, no tengo más obligación que la de
  defender al rey nuestro señor. Cumpliendo sus órdenes, refrendadas por
  su firma, mañana saldré para Galicia con el general Wall, que está
  presente. Yo no puedo aceptar la presidencia de una Junta facciosa,
  ni el mando de un ejército popular, ni mucho menos el declararme en
  rebeldía contra la sagrada persona de Fernando VII, que Dios guarde.
  --Está bien--dijo el Empecinado--; vamos, Eugenio.
  Don Juan Martín se arregló la capa con un movimiento suyo de labriego,
  que me hacía pensar en el alcalde de Zalamea, y, sin saludar a Morillo,
  salimos los dos de la sala, dejando al general en su sillón, brillante
  de galones, como un ídolo de oro.
  Bajamos las escaleras y salimos a la calle.
  --Este es otro O'Donnell; otro Montijo--exclamó don Juan Martín--. Se
  apoyan en el pueblo mientras les conviene, entonces no piensan en la
  sagrada persona del monarca. ¡Canallas!
  --Con estos generales la causa de la Constitución está perdida--dije yo.
  --No, todavía no. Nosotros lucharemos con toda nuestra alma. No hemos
  de dejar que se pierda la libertad que tantos esfuerzos nos ha costado
  conseguir. No. ¡Por Dios, que no!
  Volvimos a casa.
  Al día siguiente, el general don Pablo Morillo, conde de Cartagena,
  salía de Valladolid, por la mañana, en dirección de Galicia. Toda la
  tropa que había en la ciudad se llevó consigo. Entre ellas, un batallón
  de nacionales de las Provincias Vascongadas, comprometido a venir con
  nosotros, y la escolta que el Empecinado había sacado de la Corte.
  Algunos masones y comuneros intentaron influir la noche anterior de
  la salida con los oficiales de Morillo para que no le siguieran, pero
  no obtuvieron el menor resultado, porque casi toda la oficialidad del
  conde de Cartagena estaba formada por absolutistas.
  
  
   III.
   EL CHIQUET
  
  SEGUIMOS el Empecinado y yo en nuestros trabajos de reorganización de
  la Milicia nacional de Valladolid y de los pueblos de la provincia.
  Tenía yo por entonces una novia que vivía en la acera de San Francisco,
  hija de un comerciante en telas, y mi asistente cortejaba a la
  criada. Solíamos ir de noche y nadie nos molestaba al pelar la pava,
  porque estaba prohibido a los paisanos salir de noche sin farol, y
  los militares se hallaban acuartelados. Mi asistente era un muchacho
  catalán de una gran actividad y de una gran energía; le llamábamos de
  apodo el Chiquet y solíamos celebrar su manera de hablar enrevesada y
  su acento cerrado.
  Después de 1823 lo perdí de vista, y lo volví a encontrar en
  Barcelona, al cabo de quince años, en el batallón de la Blusa, que
  estaba formado por liberales radicales.
  Al Chiquet le habíamos capturado el Empecinado y yo en el Burgo de Osma
  en la campaña que hicimos contra Bessieres, cuando íbamos de vanguardia
  con el conde de la Bisbal, porque el Chiquet había militado en las
  filas realistas.
  Un día, al acercarnos al Burgo de Osma, don Juan Martín mandó al
  comandante de sus fuerzas de caballería, que era el coronel Hore,
  hiciese alto y dejara descansar a la tropa y a los caballos un momento
  y siguiese después al paso. Don Juan, sin más compañía que la mía y la
  de cuatro soldados, quiso entrar en el pueblo de una manera sigilosa,
  con el objeto de inspeccionarlo.
  Avanzamos los seis al trote y llegamos a tiro de fusil de la ciudad.
  Pusimos los caballos al paso. Estaba la noche obscura, lluviosa y fría.
  Ibamos marchando sin meter ruido cuando el Empecinado advirtió una luz
  en una casa del arrabal.
  --Chico--me dijo--, ¿qué te apuestas a que en aquella casa hay
  facciosos?
  --Es posible--repliqué yo.
  --Echad todos pie a tierra--mandó él--, atad los caballos a estos
  árboles y adelante. Vamos a ver qué nos espera ahí.
  Nos apeamos y atamos los caballos. Cogieron los soldados sus carabinas
  y echamos a andar. Cruzando unas huertas entramos en una callejuela. No
  se veía un alma por aquellos andurriales; la lluvia caía mansamente; se
  oía el silbido del viento y el ladrido lejano de algún perro. Seguimos
  tras de la luz, que era nuestro faro, y llegamos a la casa iluminada;
  era ésta grande, vieja, con entramado de madera. La puerta estaba
  cerrada. El Empecinado tocó con suavidad el llamador y esperó.
  Bajó una vieja haraposa con un candil encendido en la mano y abrió la
  puerta. El Empecinado la impuso silencio y le dijo en voz baja que le
  llevara al primer piso.
  --¿Quiénes están?--preguntó luego.
  --Hay treinta catalanes que han venido con el general Bessieres y que
  están cenando.
  --Bueno, vamos arriba.
  El Empecinado cogió el candil de la mano de la vieja, que estaba
  temblando de miedo, y comenzó a subir la escalera alumbrándose con él.
  Los cuatro soldados y yo marchamos detrás. Don Juan iba embozado en
  su capa. Al llegar a la puerta de la cocina, grande, negra, iluminada
  por un velón y por las llamas del hogar, vimos a treinta hombres que
  estaban alrededor de la mesa.
  El Empecinado se desembozó mostrando su uniforme, y dijo:
  --Aquí tenim al general Empecinado que ve a sopar am vosaltres. Tots
  soms espanyols; y vosotros--añadió en castellano dirigiéndose a los
  soldados y a mí--sentaos. Estamos entre amigos.
  El Empecinado se sentó, llenó una escudilla de arroz y se hizo servir
  por la moza un vaso de vino.
  Los catalanes estaban atónitos. Al cabo de algún tiempo, el Empecinado,
  levantando el vaso, exclamó:
  --¡Catalans, per la salut de nostre rey y per la felicitat de España!
  Entonces el sargento que mandaba el grupo de realistas llenó su vaso y
  respondió en castellano:
  --Por la salud del que desde hoy en adelante será nuestro general.
  ¡Viva el Empecinado!
  --¡Viva!--gritaron los demás.
  Nos dimos la mano todos en señal de fraternidad y se acordó que los
  catalanes se incorporaran a nuestra fuerza.
  Su asombro fué grande cuando vieron que únicamente los seis habíamos
  entrado en la casa, y que en la calle no había retén ni guardia alguna.
  --Es un valiente--se les oía decir a unos y a otros.
  El sargento preguntó a don Juan Martín cómo sabía el catalán, y el
  Empecinado dijo que lo sabía desde la época de la guerra del Rosellón,
  en donde había sido soldado de caballería y ordenanza del general
  Ricardos.
  Casi todos estos catalanes que capturamos en el Burgo de Osma habían
  sido sacados de sus casas por Jorge Bessieres en su expedición contra
  Madrid. Después algunos cambiaron de Cuerpo, y sólo tres o cuatro
  quedaron en la caballería del Empecinado, entre ellos el Chiquet, a
  quien yo tomé de ordenanza.
  El Chiquet tenía un gran espíritu de empresa, era muchacho ágil, listo
  y atrevido. Lo único que no pudo aprender jamás, por más esfuerzos
  que hizo, fué hablar bien el castellano. El Chiquet había sido amigo
  y compañero de Bessieres y había trabajado con él en una fábrica de
  tejidos en Ripoll. El Chiquet conocía la vida de Bessieres desde que
  éste había sido criado del general Duhesme hasta que se presentó a
  la regencia de Urgel. Sentía por el cabecilla realista y antiguo
  revolucionario una gran admiración mezclada con un gran desprecio.
  Nos contaba cómo solía ir Bessieres lleno de bordados, cómo solía
  adornarse con la primera banda de color que encontraba o que robaba en
  cualquier parte, muchas veces en las iglesias, y que luego decía que
  era una distinción que le había otorgado el rey tal o la princesa cuál.
  El Chiquet nos contó la ceremonia que se había verificado en la iglesia
  de Mequinenza bendiciendo y besando una bandera realista, que era una
  colcha de damasco, que habían robado entre Bessieres, Portas y él en
  una casa de Fraga.
  Bessieres, al parecer, era un reclamista formidable. El mismo hacía
  correr la voz de que era masón y de que era jesuíta, para hacerse el
  interesante.
  El Chiquet, cuando entró en nuestras filas, se hizo amigo íntimo de un
  sargento de lanceros que le llamaban Juan de Dios. Este Juan de Dios,
  por lo que decían, era expósito. Juan de Dios y el Chiquet eran rivales
  en lances de amor y de fortuna. Habían hecho los dos una porción de
  calaveradas, que les habían dado gran fama entre nuestros soldados.
  
  
   IV.
   EN EL AYUNTAMIENTO
  
  CON la marcha de las tropas del conde de Cartagena la ciudad de
  Valladolid quedó desguarnecida y abandonada a su suerte; los liberales
  apocados comenzaron a esconderse y a huír, y los absolutistas, viendo
  la posibilidad de apoderarse del Ayuntamiento, comenzaron a reúnirse
  para conspirar. Enviamos nosotros avisos desesperados a los nacionales
  de Toro, Rueda, Medina y otros pueblos de la región, y a los de
  la Ribera del Duero, para que lo antes posible se concentraran en
  Valladolid, y pudimos juntar de nuevo una fuerza de mil infantes y
  de quinientos caballos. Todos los milicianos de los pueblos y los de
  la capital estaban armados, menos algunos a los que proporcionamos
  fusiles, sacándolos de los parques.
  Llegó en esto la noticia de que los franceses, al entrar en España,
  eran recibidos con los brazos abiertos por el pueblo, y esta mala nueva
  exaltó el ánimo de los paisanos contra nosotros. Al mismo tiempo se
  supo que el cura Merino, con una columna de cinco mil hombres alistada
  en sus guaridas de la sierra de Burgos, había entrado en Palencia. Fué
  necesario abandonar Valladolid. No podíamos defender una ciudad de
  radio tan extenso con la poca fuerza con que contábamos.
  Se dió la orden a la Milicia nacional para que se preparara y formara
  con todo el equipo y en traje de marcha en el Campo Grande.
  El jefe político vendría con nosotros, e invitó a las autoridades que
  quisieran seguir la suerte de la columna a que se dispusieran para el
  viaje.
  Los concejales del Ayuntamiento constitucional estaban reunidos en
  sesión permanente en las Casas Consistoriales, y el Empecinado quiso
  despedirse de ellos.
  Marchamos él y yo a caballo, de uniforme, escoltados por un piquete de
  lanceros.
  Nos apeamos a la entrada del Ayuntamiento y subimos al salón de
  sesiones. Al vernos los concejales rodearon al Empecinado. Estaba el
  general hablando con gran animación con unos y con otros cuando un
  portero del Ayuntamiento, a quien conocía de la logia masónica, me
  llamó y me dijo en voz baja:
  --Don Eugenio, venga usted.
  Le seguí y salimos fuera del salón.
  --El Empecinado y usted están en este momento en un gran peligro--me
  dijo.
  --Pues, ¿qué pasa?
  --Ahora mismo aquí se está fraguando una conjuración realista que va
  a estallar. En este instante, en una sala del piso bajo, se hallan
  reunidos más de cien absolutistas de influencia, con objeto de
  constituír un Ayuntamiento para reemplazar al constitucional.
  --¡Diablo! ¿Y es gente de armas tomar?
  --Están armados hasta los dientes; algunos han propuesto a la Junta
  matar al Empecinado, proposición que se ha rechazado gracias a las
  exhortaciones de un cura viejo que se halla entre los conspiradores.
  Al escuchar la confidencia del portero entré rápidamente en el salón de
  sesiones; me acerqué al Empecinado, le agarré de la manga, le arrastré
  a un rincón y le expliqué lo que pasaba.
  --Señores, tengo que salir un momento, vuelvo en seguida--dijo don Juan
  Martín a los concejales.
  Salimos corriendo del salón de sesiones, desenvainamos los sables,
  bajamos las escaleras a saltos y llegamos al zaguán. En aquel mismo
  momento se oyó una gran gritería en el edificio; un hombre intentaba
  cerrar la puerta; pero al ver que el Empecinado y yo nos echábamos
  sobre él con los sables en alto, la abrió y nos dejó pasar.
  Los realistas se hacían dueños del edificio, se oían gritos y tiros en
  el interior del Ayuntamiento.
  El Empecinado y yo montamos a caballo, y al galope, por la calle de
  Santiago, llegamos al Campo Grande. Reunimos a los oficiales y se dió
  la orden de salir inmediatamente camino de Tordesillas.
  No habríamos dado cien pasos fuera de las puertas de la ciudad cuando
  comenzaron a tocar las campanas de las iglesias a vuelo. Sin duda
  se celebraba el triunfo de los realistas y la aproximación del cura
  Merino, que había dejado Palencia y estaba a una jornada de Valladolid.
  Llegamos a Tordesillas, nos alojamos de mala manera, y al día siguiente
  nos dirigimos camino de Salamanca.
  La Milicia nacional de esta ciudad, mandada por el catedrático Barrio
  Ayuso, se unió a nuestra columna, y reunidos todos llegamos a la plaza
  de Ciudad Rodrigo, que era el punto donde habíamos pensado establecer
  el cuartel general.
  Yo, con otros oficiales, me encargué de organizar las fuerzas. Se nos
  incorporaron bastantes soldados del ejército regular. Se ocuparon los
  dos cuarteles de infantería y el de caballería del pueblo, y el resto
  de la fuerza tuvo que alojarse en las casas y en las iglesias.
  La infantería quedó al mando del coronel Dámaso Martín, hermano del
  Empecinado, y de un guerrillero de la época de la Independencia
  apellidado Maricuela.
  La columna de caballería, mandada por el propio don Juan Martín, se
  componía de ochocientos caballos. La vanguardia de esta fuerza se
  hallaba formada por cien lanceros que habían servido en la guerra de
  la Independencia a las órdenes de don Julián Sánchez, y por cincuenta
  soldados del regimiento de Farnesio, mandados por el capitán Lagunero.
  Los demás jinetes eran nacionales de caballería de Valladolid, Toro,
  Medina y otros pueblos.
  Comenzaron a preparar la defensa de la plaza.
  Ciudad Rodrigo no era una ciudad fácil de ser defendida. La antigua
  Miróbriga está dominada por el teso de San Francisco, por donde tuvo
  siempre sus acometidas en los sitios. En aquella época sus murallas
  estaban arruinadas y llenas de brechas.
  Estas brechas eran del tiempo del sitio que sufrió don Andrés Pérez
  de Herrasti en la guerra de la Independencia, el cual pudo resistir
  durante setenta y seis días en una plaza desmantelada, y sin auxilio de
  los ingleses, contra los numerosos ejércitos de Massena y de Ney.
  Preparamos también la defensa del Agueda. El Agueda es un río bastante
  caudaloso que pasa lamiendo las murallas de la vieja Miróbriga y que
  recorre la vega de Ciudad Rodrigo, y antes de llegar a Barba del
  Puerco recibe algunos pequeños arroyos, entre ellos el Azaba, que baja
  de un cerro próximo a Fuente Guinaldo y es un obstáculo para el paso
  del camino de Ciudad Rodrigo al fuerte de la Concepción y a Almeida.
  En los primeros días de estancia allí, el Empecinado y yo salíamos
  constantemente al campo. El Empecinado estaba alojado en una casa de
  la plaza del Consistorio, y yo por aquellos días vivía cerca de él con
  la familia de un pañero, de quien me hice gran amigo. Después tuve que
  establecerme en una finca extramuros de la ciudad.
  Ya instalados, la primera expedición que se intentó desde Ciudad
  Rodrigo fué una sorpresa contra Zamora, ocupada por escasas fuerzas
  realistas. Se encargó de ella un viejo coronel apellidado Ruiz, pero la
  comenzó con tan poco tacto, que no hubo más remedio que desistir de la
  aventura.
  
  
   V.
   LOS VAQUEROS
  
  EN vista del fracaso sufrido en nuestra intentona contra Zamora, se
  pensó en avanzar hasta Alba de Tormes. La expedición la hicimos con
  cuatro escuadrones y varias compañías de infantería. Iban de vanguardia
  los lanceros de don Julián Sánchez; tras ellos, los soldados de
  Farnesio, mandados por el capitán Lagunero; después, los nacionales de
  la orilla del Duero, que tenían por jefe a Hermógenes Martín, sobrino
  del Empecinado, y, por último, los infantes, acaudillados por don
  Dámaso y el coronel Maricuela.
  
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