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Los Caudillos de 1830 - 9
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su indiferencia jovial.
Después de cenar, Larresore y Miguel se sientan cerca de la lumbre. Se
oye el agua que golpea en los cristales y que entra por la chimenea a
caer chirriando en las brasas.
Y luego a lo lejos, en el campo, se escuchan voces roncas que cantan un
villancico.
--¿Usted no se pregunta a veces--dice Miguel a Larresore--si la vida no
será una estupidez?
El caballero se queda mirando al fuego, y murmura:
--¿Y para qué hacerse esa pregunta?
--Sí; es la verdad, tiene usted razón. ¿Para qué?
Y los dos hombres callan y sigue oyéndose el azotar de la lluvia en los
cristales y el murmullo del viento en los árboles.
LIBRO QUINTO
LA DECADENCIA
DEL
DRAGÓN DE GASTIZAR
I.
LA CAZA DEL DRAGÓN
OTRA porción de desdichas tan grandes como las anteriores presidió el
dragón de la veleta de Gastizar por aquel tiempo; las luchas de unas
elecciones donde hubo heridos, los estragos del cólera, la muerte de
Lacy, el suicidio de Grashi Erua, la loca, que un día se la encontró
flotando sobre un estanque de agua clara.
La gente del pueblo, y sobre todo la gente de Gastizar, llegó a mirar a
la veleta con cierta preocupación mal disimulada.
Ciertamente no era fácil que un artefacto de hierro influyera en la
existencia de los hombres. Pero ¿quién sabe?
Al llegar el otoño la veleta de Gastizar adquirió nueva vida con los
vientos fuertes del equinoccio.
Los habitantes de Gastizar, que antes no se fijaban en si chirriaba o
no, comenzaron a intranquilizarse con su ruido. Madama Aristy no podía
dormir; la señorita de Belsunce, tampoco.
Entonces se decidieron a quitar la veleta. Fueron Miguel, Darracq e
Ichteben, como quien va a una caza peligrosa, una mañana antes de que
nadie se hubiese levantado. Alicia les sintió en el desván y se unió a
la expedición. ¿No era ella la descendiente de Gastón de Belsunce, que
había matado al dragón de la cueva de San Pedro de Irube en el siglo XV?
Miguel tomó toda clase de precauciones al salir por el tragaluz; se ató
una cuerda a la cintura y se dispuso a salir al tejado.
--A ver si nos hace una herejía este viejo dragón--dijo Miguel riendo.
Al arrancar la veleta, Miguel se desolló una mano y estuvo a punto
de resbalarse. Darracq le ayudó, y entre los tres hombres y Alicia
metieron el artefacto en la guardilla. Estuvieron contemplando el
dragón largo tiempo.
--Pobre viejo.--Ya no podrás amenazar con tus garras al cielo--dijo
Miguel como quien pronuncia una oración fúnebre;--ya no podrás
comunicarte con aquella vieja lechuza parda que se acercaba a ti
durante el crepúsculo. Ya no sonará tu áspero chirrido por las noches.
¡Condenado a prisión perpetua entre unas botellas vacías y unas
sombrereras, has perdido tu virulencia, pobre dragón de la veleta de
Gastizar! ¡Adiós! ¡Adiós!
II.
LOS AMORES DE MARGARITA
A la primera noticia buena se respiró en Gastizar.
Esta fué la boda de Margarita Tilly y Sampau. Sampau había ido con
mucha asiduidad a visitar a su amigo Lacy durante el invierno.
Sampau estaba de guarnición en San Sebastián y le daban a menudo
permiso para pasar la frontera.
Sampau visitaba a Lacy e iba con frecuencia a Gastizar a ver a
Margarita, a quien había conocido de chico.
Sampau era un muchacho guapo que estaba muy convencido de su guapeza.
Era alto, moreno; llevaba bigote y patillas cortas.
La primera vez que se volvieron a ver en Chimista, Margarita y Sampau,
no tuvieron una entrevista afectuosa.
No se habían encontrado desde la infancia.
Margarita había decidido no presentarse a él. Sampau quería verla y se
lo dijo a Dolores Malpica.
--Está bien; iremos nosotros a verla--dijo Dolores, y en compañía del
militar fué al piso bajo de Chimista, a casa de Fanchon, donde apareció
Margarita, un poco pálida y con un aire desdeñoso.
--Margarita, ya no quieres ni verme--le dijo Sampau.
--No sabía que estuvieras aquí--replicó ella con marcada frialdad.
---He venido a ver a este pobre Lacy, que está tan enfermo.
Habló Sampau de la enfermedad de Lacy y de las pocas probabilidades que
tenía de curación.
Al despedirle Sampau dijo a Dolores con cierta petulancia:
--Celebro que Margarita tenga la amistad de usted. Le conviene; porque
yo creo que esta cabecita rubia está un poco destornillada.
Margarita hizo un gesto de desdén.
--No, no--replicó Dolores.--Todos dicen ustedes lo mismo, y no es
cierto. Aquí yo sólo sé lo que trabaja, y lo bien que lo lleva todo, y
lo tranquila y lo juiciosa que es. Ha de ser una ama de casa excelente.
Margarita se ruborizó.
--¿Usted lo cree así? Pues así será. Yo me figuro a Margarita montada a
caballo, con un látigo en la mano, pero no cosiendo ni zurciendo.
--Pues no es así. Es una muchacha hacendosa, sencilla...
--Sí, será cierto--dijo Sampau;--pero no se puede negar que es una
desagradecida. Ya ve usted cómo me ha recibido a mí. Pues sepa usted
que yo la he llevado en brazos cuando era niña.
--¿De verdad?
--Sí. Cuando ella nació yo tendría ocho años. La recuerdo en la cuna,
que parecía una muñeca. Luego más tarde solíamos jugar con ella su
hermano, Lacy y yo, y como yo era el mayor y el más alto y la llevaba
en hombros, era el preferido. Entonces creo que estaba algo enamorada
de mí.
--Yo de ti--exclamó Margarita.--¡Majadero! ¡Fatuo! Eso es lo que debes
creer tú, que todas las mujeres se enamoran de ti.
Sampau hizo la observación de que Margarita estaba más guapa cuando se
incomodaba, y ella cambió de aspecto y tomó una actitud desdeñosa.
Las visitas de Sampau menudearon.
Cuando el médico dijo que la enfermedad de Lacy se acercaba al
desenlace, Sampau pidió una licencia de un mes y se estableció en la
Veleta de Ustariz. Allí asistió en su enfermedad a su amigo, hasta que
éste un anochecer murió dulcemente sin darse cuenta.
El dolor de ver morir a Lacy acercó más a Margarita y a Sampau.
A medida que Sampau y Margarita se entendían, él se hacía menos fatuo y
ella menos desdeñosa.
Sampau tomó como protectora a Dolores.
--Yo quisiera--le dijo un día--saber los sentimientos de Margarita por
mí.
--Yo creo que le tiene a usted afecto.
--¿Usted cree que no me rechazará?
--Yo creo que no. Se lo preguntaremos a ella.
Dolores llamó a Margarita y se sentaron los tres en el cenador de la
huerta. Hacía un día de Abril de sol hermoso y de cielo claro.
Dolores contó a Margarita lo que habían hablado ella y Sampau.
--Sí, Margarita--dijo Sampau;--yo te quiero.
--Yo también te quiero--repuso ella.
--Entonces ¿estás dispuesta a seguirme, a ser mi mujer?
--No quisiera marcharme de aquí. ¡Aquí he vivido tan feliz! Tengo tanto
cariño a todos los de esta casa--y Margarita cogió la mano de Dolores y
la miró con ansiedad.
--Ya vendrás alguna vez--dijo Dolores;--tu marido te traerá aquí.
--Cuando ella quiera. Ahora no falta más que una cosa: fijar el día de
la boda.
Al despedirse Sampau abrió los brazos, Margarita vaciló un momento,
pero se echó en ellos y se desasió después palpitante y enamorada.
III.
UNA SOMBRA DE OTRA ÉPOCA
AL proyectarse la boda de Sampau con Margarita se pensó en
comunicárselo a las respectivas familias y a los amigos.
Margarita, por lo que dijo, estaba reñida con sus tíos; sus hermanos,
que vivían en Jersey, eran pequeños, y únicamente tenía la abuela
paterna en un pueblecito cerca de París. Esta señora se titulaba la
condesa de Tilly. Margarita le dió parte de su boda suponiendo que ya
estaba bastante vieja y que no vendría; pero un día le avisaron que
fuera a la posada de la Veleta porque acababa de llegar su abuela.
Efectivamente, esta señora bajó de la diligencia en compañía de una
criada vieja con una cofia blanca.
La condesa de Tilly era una señora pequeña de estatura, sonrosada, con
el pelo blanco y los ojos muy azules, que debía haber sido muy bonita.
La condesa se quejó a su nieta de las pocas comodidades de la posada.
Margarita quiso llevarla a Chimista; pero la abuela se opuso a ir a una
casa de campo lejana.
Miguel Aristy supo la perplejidad en que se encontraba Margarita, y
ofreció una habitación en Gastizar para la anciana señora.
--Que venga a casa--dijo;--la trataremos lo mejor que podamos.
--¡Oh, muchas gracias!... No sé si ella querrá.
--Se lo propondremos.
Aristy fué a visitar a la condesa y quedaron los dos muy amigos. La
abuela coqueteó con Miguel como si tuviera veinte años.
Miguel se mostró con ella galante y un poco libertino. Fingió, sin
esfuerzo, que era de la misma edad que la condesa, lo que a ella le
divirtió muchísimo.
Después de un largo rato de conversación se decidió que la anciana
señora y su criada marcharan inmediatamente a Gastizar. La condesa se
instaló sin escrúpulos ni ceremonias.
Tenía una gracia para aceptar completamente del antiguo régimen.
La criada de la condesa era el polo contrario de su ama. Era difícil
encontrar una vieja más agria, más malhumorada, más suspicaz, más
tacaña que la de la cofia blanca. Al día siguiente de llegar, todos los
criados de Gastizar la odiaban fervorosamente. A pesar de esto, ella
les dominaba porque era astuta y sagaz.
Madama de Aristy y las señoritas de Belsunce quedaron entusiasmadas con
la condesa. El caballero de Larresore le dedicó unas sonrisas y unas
galanterías del más auténtico Versalles.
--Condesa--le decía el caballero de Larresore con un aire inspirado
y sentimental;--¡en qué época nos encontramos! Nosotros, que hemos
conocido a María Antonieta en Versalles.
--Yo no, yo no--decía la condesa,--yo no soy tan vieja; entonces era
muy pequeña. Yo recuerdo que me puse de largo cuando guillotinaron a
Luis XVI.
--Y lo sentiría usted, condesa, como algo atroz.
--Sí; pero teníamos otras muchas cosas en que pensar.
La vieja señora no tenía ninguna simpatía por el caballero de
Larresore, porque éste siempre le estaba hablando, según ella, de su
edad.
--No sé para qué me recuerda este caballero tiempos pasados--decía la
condesa.--Es una impertinencia. Otros también tienen años.
Miguel le daba la razón, y le decía:
--Usted siempre parecerá joven, condesa.
Y ella al oirle sonreía entre burlona y satisfecha.
La condesa había llevado una vida accidentada; había conocido el tiempo
de Luis XVI y los horrores de la Revolución, el Directorio, el Imperio
y la Restauración. Al parecer había sido una mujer muy solicitada
por los hombres, y le quedaba la facultad de seducir a la gente sin
proponérselo.
A Miguel Aristy le tomó como confidente y le contaba su vida y hasta
sus amores.
--Pensar que me han perseguido Mirabeau, Barras, Talleyrand. ¡Uf! ¡Qué
cosas ha visto una! ¡Qué horrores! ¡Qué disparates!
Y unía las manos y cerraba los ojos como si sintiera el vértigo con los
recuerdos.
Otras veces preguntaba:
--¿Quién fué el que decretó el culto del Ser Supremo? ¿Napoleón? No.
Fué el señor de Robespierre. ¿Verdad? Sí, fué el señor de Robespierre.
Recuerdo que aquel día tuvimos que vender un traje mío y otro de
mi madre para comer. Esto fué cuando la batalla de Waterloo. No...
Después... No, no.
La condesa de Tilly no era capaz de detenerse en una cosa o en una idea.
--Perdonadme si digo alguna vez tonterías--decía.--¡La vida me parece
tan larga! Estoy deseando morir. ¿Usted cree que habrá alma, Miguel?
--Sí; supongo que sí.
--¿Pero alma inmortal?
--No sé, eso no sé; ni creo que lo sepa con certeza nadie.
--Sabe usted que yo he sido atea en otra época y que leí libros de
Voltaire y de Holbach. ¡Qué horror, verdad!
--Sí, un completo horror.
--Ahora soy completamente creyente, como un niño. ¿Habrá cielo, Miguel?
¿Eh? ¡Si no, qué vamos a hacer en la tierra, en un sitio tan frío, tan
húmedo!
--No sé qué podremos hacer. La tierra es cosa poco cómoda,
indudablemente.
Margarita iba con frecuencia a Gastizar y trataba a su abuela como a
una niña; le acostaba y le reñía.
Se fijó el día de la boda de Margarita para Mayo. La ceremonia se
verificó con gran rumbo. La condesa de Tilly se presentó ante el altar
vestida de color de rosa y llena de joyas, y estaba tan bien con sus
cabellos blancos y sus ojos azules, que produjo el entusiasmo de todos.
Al salir de la iglesia había dos coches en la carretera; en uno
entraron Sampau y Margarita, en el otro, la condesa de Tilly con su
criada vieja de la cofia blanca.
Larresore y Miguel besaron la mano de la condesa.
--¡Qué lástima que sea tan vieja, Miguel!--exclamó ella, con los ojos
azules llenos de lágrimas.
--Siempre será usted encantadora--contestó él, besándole la mano.
Y los dos coches tomaron el camino de Bayona, llevando uno la juventud
y el amor, el otro la vejez y los desengaños.
IV.
EN CHALANTA
LA víspera del día de San Juan, Sampau y Margarita, ya casados, se
presentaron en Ustariz.
Miguel les convidó a ir a Cambó, donde había fiesta, y fueron en un
coche grande todos los de Chimista y algunos de Gastizar. Fernanda Luxe
llevaba como caballero al joven Larralde-Mauleón, que la galanteaba,
y Alicia Belsunce a un vizconde gascón, el vizconde de Florac que le
había empezado a hacer la corte.
Había feria en Cambó. Se habían reunido una porción de vendedores
ambulantes con coches y puestos con cuchillos, azadas, objetos de
cocina y ferretería, y los aldeanos llevaban vacas y cerdos al mercado.
Hubo por la mañana gran partido de pelota, por la tarde vísperas y
después baile.
En el quiosco de la música, hecho con unos toneles y adornado con
ramas, se tocó la música hasta las doce de la noche.
A esta hora los bailarines se fueron a beber agua de la fuente de San
Juan y se vió todo el monte iluminado con hogueras.
Al día siguiente se decidió volver, por la tarde, a Ustariz. Miguel
propuso tomar dos lanchas grandes y embarcarse en ellas.
El día era caluroso, de viento Sur; no corría una ráfaga de aire y las
hojas parecían petrificadas en la calma del ambiente.
Bajaron a la orilla del río.
En la proa de la primera lancha se puso Manich, un virtuoso del
acordeón; luego se fueron instalando los demás.
El acordeonista fué trenzando y destrenzando sus melodías banales y
extrayéndolas del pulmón de su instrumento.
Las dos _chalantas_ comenzaron a deslizarse despacio por el río claro.
La tarde era espléndida, de una tranquilidad admirable; el cielo, azul
puro y tranquilo.
Margarita y Sampau hablaban, ella llevaba una rama por la superficie
del agua; Alicia y el vizconde de Florac, Fernanda Luxe y el joven
Larralde parecían dispuestos a cantar el eterno dúo de amor, tan viejo
siempre y siempre tan nuevo. Dolores cuidaba de sus hijos.
--¿Y tú?--preguntó Larresore a Miguel--¿No te sientes tentado a imitar
a esos enamorados?
--Ya no me quieren--contestó Miguel, y recitó estos versos de Voltaire
a madama du Chatelet:
Si vous voulez que j'aime encore
Rendez-mois l'age des amours;
Au crépuscule de mes jours
Rejoignez, s'il se peut, l'aurore
Des beaux lieux ou le dieu du vin
Avec l'Amour tient son empire
Le Temps qui me prend par la main
M'avertit que je me retire
De son inflexible rigueur
Tirons au moins quelque avantage
Qui n'a pas l'esprit de son age
De son age a tout le malheur.
Al anochecer llegaron las chalantas frente a Gastizar, atracaron
al lado del árbol que salía sobre el río y fueron saltando todos a
tierra.
EPÍLOGO
UN día de primavera en que estaban en el manzanal de Gastizar madama
Aristy, las señoritas de Belsunce, madama Luxe, Larresore y Darracq,
Miguel dijo:
--La verdad es que falta algo a nuestra torre de Gastizar sin la
veleta. Yo siento la nostalgia de verla. Si pusiéramos de nuevo el
dragón ¿qué les parecería a ustedes?
--¿Al dragón?--dijo con asombro la señorita de Belsunce.
--¡Poner la veleta!--exclamó madama Aristy casi colérica.--¡Qué
disparate! ¡Jamás!
--¡Ah! ¿pero tú crees...?
--Yo no creo nada; pero lo que te digo es que no se pone la veleta.
Todos afirmaron que era una imprudencia, una provocación instalar la
veleta, y madama de Aristy llegó a asegurar que si se hablaba más de
esto cogería el artefacto de hierro y lo echaría al río.
La gente del pueblo estuvo también de acuerdo. Era una imprudencia el
poner el malvado y nefasto dragón en la torre.
Aquel viejo basilisco de la veleta de Gastizar les parecía a todos un
auxiliar del destino adverso, una de aquellas esfinges de una fauna
desaparecida que no anunciaban más que calamidades.
En Gastizar y en Ustariz estaban contentos después de la caza del
dragón. Ya no pasaba nada en el pueblo. La rueda de la existencia
oscura seguía girando constantemente: Nacer, vivir, morir. Nacer,
vivir, morir...
A veces algún romántico se preguntaba si mejor que la inmovilidad,
que la vida monótona e igual, no sería tener una veleta inquietante y
perturbadora como la de Gastizar en el torreón de su casa.
_Madrid, Febrero 1918._
FIN DE LOS CAUDILLOS DE 1830
Después de cenar, Larresore y Miguel se sientan cerca de la lumbre. Se
oye el agua que golpea en los cristales y que entra por la chimenea a
caer chirriando en las brasas.
Y luego a lo lejos, en el campo, se escuchan voces roncas que cantan un
villancico.
--¿Usted no se pregunta a veces--dice Miguel a Larresore--si la vida no
será una estupidez?
El caballero se queda mirando al fuego, y murmura:
--¿Y para qué hacerse esa pregunta?
--Sí; es la verdad, tiene usted razón. ¿Para qué?
Y los dos hombres callan y sigue oyéndose el azotar de la lluvia en los
cristales y el murmullo del viento en los árboles.
LIBRO QUINTO
LA DECADENCIA
DEL
DRAGÓN DE GASTIZAR
I.
LA CAZA DEL DRAGÓN
OTRA porción de desdichas tan grandes como las anteriores presidió el
dragón de la veleta de Gastizar por aquel tiempo; las luchas de unas
elecciones donde hubo heridos, los estragos del cólera, la muerte de
Lacy, el suicidio de Grashi Erua, la loca, que un día se la encontró
flotando sobre un estanque de agua clara.
La gente del pueblo, y sobre todo la gente de Gastizar, llegó a mirar a
la veleta con cierta preocupación mal disimulada.
Ciertamente no era fácil que un artefacto de hierro influyera en la
existencia de los hombres. Pero ¿quién sabe?
Al llegar el otoño la veleta de Gastizar adquirió nueva vida con los
vientos fuertes del equinoccio.
Los habitantes de Gastizar, que antes no se fijaban en si chirriaba o
no, comenzaron a intranquilizarse con su ruido. Madama Aristy no podía
dormir; la señorita de Belsunce, tampoco.
Entonces se decidieron a quitar la veleta. Fueron Miguel, Darracq e
Ichteben, como quien va a una caza peligrosa, una mañana antes de que
nadie se hubiese levantado. Alicia les sintió en el desván y se unió a
la expedición. ¿No era ella la descendiente de Gastón de Belsunce, que
había matado al dragón de la cueva de San Pedro de Irube en el siglo XV?
Miguel tomó toda clase de precauciones al salir por el tragaluz; se ató
una cuerda a la cintura y se dispuso a salir al tejado.
--A ver si nos hace una herejía este viejo dragón--dijo Miguel riendo.
Al arrancar la veleta, Miguel se desolló una mano y estuvo a punto
de resbalarse. Darracq le ayudó, y entre los tres hombres y Alicia
metieron el artefacto en la guardilla. Estuvieron contemplando el
dragón largo tiempo.
--Pobre viejo.--Ya no podrás amenazar con tus garras al cielo--dijo
Miguel como quien pronuncia una oración fúnebre;--ya no podrás
comunicarte con aquella vieja lechuza parda que se acercaba a ti
durante el crepúsculo. Ya no sonará tu áspero chirrido por las noches.
¡Condenado a prisión perpetua entre unas botellas vacías y unas
sombrereras, has perdido tu virulencia, pobre dragón de la veleta de
Gastizar! ¡Adiós! ¡Adiós!
II.
LOS AMORES DE MARGARITA
A la primera noticia buena se respiró en Gastizar.
Esta fué la boda de Margarita Tilly y Sampau. Sampau había ido con
mucha asiduidad a visitar a su amigo Lacy durante el invierno.
Sampau estaba de guarnición en San Sebastián y le daban a menudo
permiso para pasar la frontera.
Sampau visitaba a Lacy e iba con frecuencia a Gastizar a ver a
Margarita, a quien había conocido de chico.
Sampau era un muchacho guapo que estaba muy convencido de su guapeza.
Era alto, moreno; llevaba bigote y patillas cortas.
La primera vez que se volvieron a ver en Chimista, Margarita y Sampau,
no tuvieron una entrevista afectuosa.
No se habían encontrado desde la infancia.
Margarita había decidido no presentarse a él. Sampau quería verla y se
lo dijo a Dolores Malpica.
--Está bien; iremos nosotros a verla--dijo Dolores, y en compañía del
militar fué al piso bajo de Chimista, a casa de Fanchon, donde apareció
Margarita, un poco pálida y con un aire desdeñoso.
--Margarita, ya no quieres ni verme--le dijo Sampau.
--No sabía que estuvieras aquí--replicó ella con marcada frialdad.
---He venido a ver a este pobre Lacy, que está tan enfermo.
Habló Sampau de la enfermedad de Lacy y de las pocas probabilidades que
tenía de curación.
Al despedirle Sampau dijo a Dolores con cierta petulancia:
--Celebro que Margarita tenga la amistad de usted. Le conviene; porque
yo creo que esta cabecita rubia está un poco destornillada.
Margarita hizo un gesto de desdén.
--No, no--replicó Dolores.--Todos dicen ustedes lo mismo, y no es
cierto. Aquí yo sólo sé lo que trabaja, y lo bien que lo lleva todo, y
lo tranquila y lo juiciosa que es. Ha de ser una ama de casa excelente.
Margarita se ruborizó.
--¿Usted lo cree así? Pues así será. Yo me figuro a Margarita montada a
caballo, con un látigo en la mano, pero no cosiendo ni zurciendo.
--Pues no es así. Es una muchacha hacendosa, sencilla...
--Sí, será cierto--dijo Sampau;--pero no se puede negar que es una
desagradecida. Ya ve usted cómo me ha recibido a mí. Pues sepa usted
que yo la he llevado en brazos cuando era niña.
--¿De verdad?
--Sí. Cuando ella nació yo tendría ocho años. La recuerdo en la cuna,
que parecía una muñeca. Luego más tarde solíamos jugar con ella su
hermano, Lacy y yo, y como yo era el mayor y el más alto y la llevaba
en hombros, era el preferido. Entonces creo que estaba algo enamorada
de mí.
--Yo de ti--exclamó Margarita.--¡Majadero! ¡Fatuo! Eso es lo que debes
creer tú, que todas las mujeres se enamoran de ti.
Sampau hizo la observación de que Margarita estaba más guapa cuando se
incomodaba, y ella cambió de aspecto y tomó una actitud desdeñosa.
Las visitas de Sampau menudearon.
Cuando el médico dijo que la enfermedad de Lacy se acercaba al
desenlace, Sampau pidió una licencia de un mes y se estableció en la
Veleta de Ustariz. Allí asistió en su enfermedad a su amigo, hasta que
éste un anochecer murió dulcemente sin darse cuenta.
El dolor de ver morir a Lacy acercó más a Margarita y a Sampau.
A medida que Sampau y Margarita se entendían, él se hacía menos fatuo y
ella menos desdeñosa.
Sampau tomó como protectora a Dolores.
--Yo quisiera--le dijo un día--saber los sentimientos de Margarita por
mí.
--Yo creo que le tiene a usted afecto.
--¿Usted cree que no me rechazará?
--Yo creo que no. Se lo preguntaremos a ella.
Dolores llamó a Margarita y se sentaron los tres en el cenador de la
huerta. Hacía un día de Abril de sol hermoso y de cielo claro.
Dolores contó a Margarita lo que habían hablado ella y Sampau.
--Sí, Margarita--dijo Sampau;--yo te quiero.
--Yo también te quiero--repuso ella.
--Entonces ¿estás dispuesta a seguirme, a ser mi mujer?
--No quisiera marcharme de aquí. ¡Aquí he vivido tan feliz! Tengo tanto
cariño a todos los de esta casa--y Margarita cogió la mano de Dolores y
la miró con ansiedad.
--Ya vendrás alguna vez--dijo Dolores;--tu marido te traerá aquí.
--Cuando ella quiera. Ahora no falta más que una cosa: fijar el día de
la boda.
Al despedirse Sampau abrió los brazos, Margarita vaciló un momento,
pero se echó en ellos y se desasió después palpitante y enamorada.
III.
UNA SOMBRA DE OTRA ÉPOCA
AL proyectarse la boda de Sampau con Margarita se pensó en
comunicárselo a las respectivas familias y a los amigos.
Margarita, por lo que dijo, estaba reñida con sus tíos; sus hermanos,
que vivían en Jersey, eran pequeños, y únicamente tenía la abuela
paterna en un pueblecito cerca de París. Esta señora se titulaba la
condesa de Tilly. Margarita le dió parte de su boda suponiendo que ya
estaba bastante vieja y que no vendría; pero un día le avisaron que
fuera a la posada de la Veleta porque acababa de llegar su abuela.
Efectivamente, esta señora bajó de la diligencia en compañía de una
criada vieja con una cofia blanca.
La condesa de Tilly era una señora pequeña de estatura, sonrosada, con
el pelo blanco y los ojos muy azules, que debía haber sido muy bonita.
La condesa se quejó a su nieta de las pocas comodidades de la posada.
Margarita quiso llevarla a Chimista; pero la abuela se opuso a ir a una
casa de campo lejana.
Miguel Aristy supo la perplejidad en que se encontraba Margarita, y
ofreció una habitación en Gastizar para la anciana señora.
--Que venga a casa--dijo;--la trataremos lo mejor que podamos.
--¡Oh, muchas gracias!... No sé si ella querrá.
--Se lo propondremos.
Aristy fué a visitar a la condesa y quedaron los dos muy amigos. La
abuela coqueteó con Miguel como si tuviera veinte años.
Miguel se mostró con ella galante y un poco libertino. Fingió, sin
esfuerzo, que era de la misma edad que la condesa, lo que a ella le
divirtió muchísimo.
Después de un largo rato de conversación se decidió que la anciana
señora y su criada marcharan inmediatamente a Gastizar. La condesa se
instaló sin escrúpulos ni ceremonias.
Tenía una gracia para aceptar completamente del antiguo régimen.
La criada de la condesa era el polo contrario de su ama. Era difícil
encontrar una vieja más agria, más malhumorada, más suspicaz, más
tacaña que la de la cofia blanca. Al día siguiente de llegar, todos los
criados de Gastizar la odiaban fervorosamente. A pesar de esto, ella
les dominaba porque era astuta y sagaz.
Madama de Aristy y las señoritas de Belsunce quedaron entusiasmadas con
la condesa. El caballero de Larresore le dedicó unas sonrisas y unas
galanterías del más auténtico Versalles.
--Condesa--le decía el caballero de Larresore con un aire inspirado
y sentimental;--¡en qué época nos encontramos! Nosotros, que hemos
conocido a María Antonieta en Versalles.
--Yo no, yo no--decía la condesa,--yo no soy tan vieja; entonces era
muy pequeña. Yo recuerdo que me puse de largo cuando guillotinaron a
Luis XVI.
--Y lo sentiría usted, condesa, como algo atroz.
--Sí; pero teníamos otras muchas cosas en que pensar.
La vieja señora no tenía ninguna simpatía por el caballero de
Larresore, porque éste siempre le estaba hablando, según ella, de su
edad.
--No sé para qué me recuerda este caballero tiempos pasados--decía la
condesa.--Es una impertinencia. Otros también tienen años.
Miguel le daba la razón, y le decía:
--Usted siempre parecerá joven, condesa.
Y ella al oirle sonreía entre burlona y satisfecha.
La condesa había llevado una vida accidentada; había conocido el tiempo
de Luis XVI y los horrores de la Revolución, el Directorio, el Imperio
y la Restauración. Al parecer había sido una mujer muy solicitada
por los hombres, y le quedaba la facultad de seducir a la gente sin
proponérselo.
A Miguel Aristy le tomó como confidente y le contaba su vida y hasta
sus amores.
--Pensar que me han perseguido Mirabeau, Barras, Talleyrand. ¡Uf! ¡Qué
cosas ha visto una! ¡Qué horrores! ¡Qué disparates!
Y unía las manos y cerraba los ojos como si sintiera el vértigo con los
recuerdos.
Otras veces preguntaba:
--¿Quién fué el que decretó el culto del Ser Supremo? ¿Napoleón? No.
Fué el señor de Robespierre. ¿Verdad? Sí, fué el señor de Robespierre.
Recuerdo que aquel día tuvimos que vender un traje mío y otro de
mi madre para comer. Esto fué cuando la batalla de Waterloo. No...
Después... No, no.
La condesa de Tilly no era capaz de detenerse en una cosa o en una idea.
--Perdonadme si digo alguna vez tonterías--decía.--¡La vida me parece
tan larga! Estoy deseando morir. ¿Usted cree que habrá alma, Miguel?
--Sí; supongo que sí.
--¿Pero alma inmortal?
--No sé, eso no sé; ni creo que lo sepa con certeza nadie.
--Sabe usted que yo he sido atea en otra época y que leí libros de
Voltaire y de Holbach. ¡Qué horror, verdad!
--Sí, un completo horror.
--Ahora soy completamente creyente, como un niño. ¿Habrá cielo, Miguel?
¿Eh? ¡Si no, qué vamos a hacer en la tierra, en un sitio tan frío, tan
húmedo!
--No sé qué podremos hacer. La tierra es cosa poco cómoda,
indudablemente.
Margarita iba con frecuencia a Gastizar y trataba a su abuela como a
una niña; le acostaba y le reñía.
Se fijó el día de la boda de Margarita para Mayo. La ceremonia se
verificó con gran rumbo. La condesa de Tilly se presentó ante el altar
vestida de color de rosa y llena de joyas, y estaba tan bien con sus
cabellos blancos y sus ojos azules, que produjo el entusiasmo de todos.
Al salir de la iglesia había dos coches en la carretera; en uno
entraron Sampau y Margarita, en el otro, la condesa de Tilly con su
criada vieja de la cofia blanca.
Larresore y Miguel besaron la mano de la condesa.
--¡Qué lástima que sea tan vieja, Miguel!--exclamó ella, con los ojos
azules llenos de lágrimas.
--Siempre será usted encantadora--contestó él, besándole la mano.
Y los dos coches tomaron el camino de Bayona, llevando uno la juventud
y el amor, el otro la vejez y los desengaños.
IV.
EN CHALANTA
LA víspera del día de San Juan, Sampau y Margarita, ya casados, se
presentaron en Ustariz.
Miguel les convidó a ir a Cambó, donde había fiesta, y fueron en un
coche grande todos los de Chimista y algunos de Gastizar. Fernanda Luxe
llevaba como caballero al joven Larralde-Mauleón, que la galanteaba,
y Alicia Belsunce a un vizconde gascón, el vizconde de Florac que le
había empezado a hacer la corte.
Había feria en Cambó. Se habían reunido una porción de vendedores
ambulantes con coches y puestos con cuchillos, azadas, objetos de
cocina y ferretería, y los aldeanos llevaban vacas y cerdos al mercado.
Hubo por la mañana gran partido de pelota, por la tarde vísperas y
después baile.
En el quiosco de la música, hecho con unos toneles y adornado con
ramas, se tocó la música hasta las doce de la noche.
A esta hora los bailarines se fueron a beber agua de la fuente de San
Juan y se vió todo el monte iluminado con hogueras.
Al día siguiente se decidió volver, por la tarde, a Ustariz. Miguel
propuso tomar dos lanchas grandes y embarcarse en ellas.
El día era caluroso, de viento Sur; no corría una ráfaga de aire y las
hojas parecían petrificadas en la calma del ambiente.
Bajaron a la orilla del río.
En la proa de la primera lancha se puso Manich, un virtuoso del
acordeón; luego se fueron instalando los demás.
El acordeonista fué trenzando y destrenzando sus melodías banales y
extrayéndolas del pulmón de su instrumento.
Las dos _chalantas_ comenzaron a deslizarse despacio por el río claro.
La tarde era espléndida, de una tranquilidad admirable; el cielo, azul
puro y tranquilo.
Margarita y Sampau hablaban, ella llevaba una rama por la superficie
del agua; Alicia y el vizconde de Florac, Fernanda Luxe y el joven
Larralde parecían dispuestos a cantar el eterno dúo de amor, tan viejo
siempre y siempre tan nuevo. Dolores cuidaba de sus hijos.
--¿Y tú?--preguntó Larresore a Miguel--¿No te sientes tentado a imitar
a esos enamorados?
--Ya no me quieren--contestó Miguel, y recitó estos versos de Voltaire
a madama du Chatelet:
Si vous voulez que j'aime encore
Rendez-mois l'age des amours;
Au crépuscule de mes jours
Rejoignez, s'il se peut, l'aurore
Des beaux lieux ou le dieu du vin
Avec l'Amour tient son empire
Le Temps qui me prend par la main
M'avertit que je me retire
De son inflexible rigueur
Tirons au moins quelque avantage
Qui n'a pas l'esprit de son age
De son age a tout le malheur.
Al anochecer llegaron las chalantas frente a Gastizar, atracaron
al lado del árbol que salía sobre el río y fueron saltando todos a
tierra.
EPÍLOGO
UN día de primavera en que estaban en el manzanal de Gastizar madama
Aristy, las señoritas de Belsunce, madama Luxe, Larresore y Darracq,
Miguel dijo:
--La verdad es que falta algo a nuestra torre de Gastizar sin la
veleta. Yo siento la nostalgia de verla. Si pusiéramos de nuevo el
dragón ¿qué les parecería a ustedes?
--¿Al dragón?--dijo con asombro la señorita de Belsunce.
--¡Poner la veleta!--exclamó madama Aristy casi colérica.--¡Qué
disparate! ¡Jamás!
--¡Ah! ¿pero tú crees...?
--Yo no creo nada; pero lo que te digo es que no se pone la veleta.
Todos afirmaron que era una imprudencia, una provocación instalar la
veleta, y madama de Aristy llegó a asegurar que si se hablaba más de
esto cogería el artefacto de hierro y lo echaría al río.
La gente del pueblo estuvo también de acuerdo. Era una imprudencia el
poner el malvado y nefasto dragón en la torre.
Aquel viejo basilisco de la veleta de Gastizar les parecía a todos un
auxiliar del destino adverso, una de aquellas esfinges de una fauna
desaparecida que no anunciaban más que calamidades.
En Gastizar y en Ustariz estaban contentos después de la caza del
dragón. Ya no pasaba nada en el pueblo. La rueda de la existencia
oscura seguía girando constantemente: Nacer, vivir, morir. Nacer,
vivir, morir...
A veces algún romántico se preguntaba si mejor que la inmovilidad,
que la vida monótona e igual, no sería tener una veleta inquietante y
perturbadora como la de Gastizar en el torreón de su casa.
_Madrid, Febrero 1918._
FIN DE LOS CAUDILLOS DE 1830
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