Lázaro: casi novela - 7

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aquí sueña!.... En esa almohada reclina su cabeza.... este armario
guarda sus secretos.... aquél es el perfume en que humedece sus rizos.
Allí están la imagen a quien reza la plegaria cortada por el sueño, y
las sábanas a cuyo frío contacto se estremece su divino cuerpo.»
En su cerebro, extraviado por la plétora de vida, empezaron a dibujarse
las exigencias de un nuevo deseo. Sintió algo parecido a los primeros
vapores de la embriaguez. Quería esconderse, esperarla, escuchar cómo se
acercaba desde lejos el coche que la traía, oír el ruido de sus pasos,
el crujir de su falda en las salas contiguas, y verla entrar por fin,
como presa ofrecida al apetito brutal de sus sentidos.
De pronto alzó los ojos, y en la luna del espejo vio reproducida su
figura sombría y triste como una nota discordante con cuanto le rodeaba.
Su sotana era una mancha negra caída sobre la clara alfombra, los rasos
y las sedas de brillantes tonos. Parecía una mortaja tirada sobre un
macizo de flores. La mirada del hombre se cruzó con la de la imagen
reflejada, y sus propias pupilas le preguntaron asombradas con mudo y
terrible lenguaje:
--«¿Qué haces aquí? El ciego debe ignorar que hay sol. El paraíso no
existe para el réprobo. Para ti no hay amor.»
La voluntad sofocó el grito de la imaginación, tantas veces culpable a
despecho de la conciencia, y Lázaro salió de aquél cuarto para tornar al
suyo, como quien vuelve de los encantos de un sueño al rudo contacto de
la realidad.


XIV.

Se encerró cual si tuviera miedo, atrancó cuidadosamente el balcón, y
sin hacer ruido fue alzando la trampa que ocultaba el hogar de su
chimenea.
A duras penas, con un mal cuchillo, hizo astillas la peana en que se
sostenía la santa imagen puesta a la cabecera de la cama, colocó en el
hogar los pedacitos de madera carcomida, y en torno suyo fue agrupando,
apoyándolos sobre las tapas mugrientas y sobadas, los libros de rezo,
las obras sagradas, los accesorios de sus trajes sacerdotales, los
alzacuellos, los rosarios, todo lo que podía recordarle aquel pasado que
hubiera querido aniquilar de un solo golpe. Arrancó después algunas
hojas de un breviario, retorciéndolas tranquilamente entre las manos, y
sin vacilar un punto, impasible, sereno, las encendió en la lámpara,
prendiendo con ellas los combustibles hacinados.
Una llama pálida lo rodeó todo; enrojeciéronse rápidamente las astillas;
las voraces y azuladas lenguas de fuego atacaron las compactas páginas
de los libros, y a los pocos momentos, una llamarada de resplandores
vivísimos iluminó el cuarto, ofuscando la apacible luz de la lámpara, y
proyectando una siniestra claridad de incendio sobre la figura de
Lázaro. Todo ardía. Los cantos de los tomos parecían haces de aristas
encendidas, cada hoja era una línea, y unas caían sobre otras,
torciéndose, quebrándose, hasta romperse como gavillas abrasadas. Los
pliegos sueltos ardían rápidamente consumidos a un solo embate de la
llama, y en su lugar quedaba una película negra, ingrávida, escrita con
caracteres de fuego, que se iban extinguiendo poco a poco. Las chispas
rodaban sobre los volúmenes hasta hacer presa en ellos, y sus puntos
rojizos, agitándose como larvas ardientes, roían las hojas antes que se
cebara en ellas la enfurecida llama. Las tapas y las cubiertas empezaban
a retorcerse. Los pergaminos se abarquillaron, crujiendo y chasqueando,
y las pavesas, absorbidas del foco de la hoguera, volaban envueltas en
una nube de humo hasta desaparecer por el cañón de la chimenea.
¡Cuánto hubiera dado Lázaro por trocar en cosa tangible su memoria, para
destruirla también! Cuando el hombre abjura de sus errores, debía tener
el derecho de olvidarlos.
En el hogar, momentos antes encendido, no quedó de allí a poco más que
un montoncillo de cenizas, y envueltos entre su tibio rescoldo se veían
relucir los broches de un libro de horas, y los alambres del metálico
engarce de un rosario.
El sacrificio estaba consumado. La conciencia de Lázaro se resistió
siempre a darle el nombre de apostasía.
Entonces vinieron a consolarle esas ficciones engañosas que uno se forja
en las grandes amarguras de la vida, falsas esperanzas que no han
germinado al calor de la ilusión o del deseo, sino que llegan con paso
tardo y torpe, rebeldes a la voluntad que las evoca: entonces los
recuerdos tomaron formas de esperanzas, y no concebidas fríamente por el
cerebro, sino brotadas del fondo de su corazón, Lázaro sintió llegar a
los labios una idea que se tradujo en una palabra amorosamente
pronunciada. Todo su porvenir estaba condensado en ella.
«¡La aldea!»
A la mañana siguiente el barro del jardín guardaba impresas todavía las
huellas de Lázaro, indicando el sitio donde había escalado la verja para
huir, como un ladrón, de aquella casa, donde era tenido casi por un
santo.


XV.

Salió de la corte en un tren mixto, que se arrastraba torpemente como
reptil enorme condenado a recorrer siempre el mismo camino, saludando
con silbidos estridentes los mismos lugares, deteniéndose ante los
mismos sitios, hasta que al cabo de veinte horas de viaje llegó a la
estación más cercana a su pueblo, para ir al cual había de atravesar una
dilatada llanura, a cuya extensión ponían límite varias colinas que se
divisaban a larga distancia, veladas por flotantes brumas.
Alzábase cerca de la estación una venta con honores de posada, y junto a
su puerta, sentados en torno de dos mesillas mugrientas e inseguras
cubiertas de jarrillos de vino, bebían y vociferaban hasta media docena
de arrieros y zagales. Lázaro cruzó ante ellos sin detenerse, pidió
albergue, ajustó una mula para ir hasta su pueblo al otro día, y,
encerrándose en un estrecho cuarto, se dispuso a pasar la noche.
Caía la tarde. Por la ancha ventana que iluminaba la habitación se
distinguían a lo lejos, oscureciendo con sus enormes sombras la incierta
luz crepuscular, los picos de la vecina sierra envueltos entre vapores
débilmente violados y azules. En primer término, las tapias llenas de
carteles de colores y las vallas de la estación dibujaban con líneas de
intenso negro sus contornos. Los rails, abrillantados por el continuo
roce de las ruedas, se alejaban hasta perderse en la revuelta de una
curva. El polvillo del carbón oscurecía la tierra, marcando las huellas
de los carros, y a unos trescientos metros de donde paraban los trenes,
indicando la entrada en agujas, empezaban a brillar los farolillos rojos
y las señales de la vía.
Frente de la ventana, a regular distancia del corralón de la posada,
contrastando su fábrica de piedra con el maderaje y los tablones de que
estaba formada la estación, había un edificio, rico en otro tiempo, a la
sazón ruinoso, pobre, y sobre todo triste, como si su inerte mole fuera
capaz de presentir la grandeza del rival que allí cerca y en pocas
semanas alzaron unos cuantos hombres. Era una antigua iglesia,
reconstruida sin criterio fijo, restaurada muchas veces, y que hasta en
los más pequeños detalles acusaba gustos de distintas épocas o caprichos
de los piadosos donantes que facilitaron fondos con que sostener en pié
aquella amalgama en que parecían haber tomado cuerpo los desvaríos de un
arquitecto loco.
Todo el que dio dinero para la obra imprimió en ella algo de su capricho
o su ignorancia. Tenía rejas del Renacimiento, adaptadas a huecos
ojivales; vanos trazados sin tener en cuenta la ponderación de las
fuerzas, masas aglomeradas donde faltaba resistencia. Hasta la
Naturaleza, a veces caprichosa, había añadido un sarcasmo a tanta burla,
dejando brotar en la cornisa y enlazarse con las labores de la alta
crestería, muchas de esas florecillas de un amarillo sucio que crecen en
la frente de las ruinas como coronas funerarias puestas por el tiempo
sobre aquello mismo que destruye.
Daba acceso al edificio un arco gótico de relieves esculturales, con
santos puestos en mensulillas esculpidas, cubiertos por doseletes
calados, decorados con profusión, pero desconchados y rotos. No quedaba
apóstol sano, ni evangelista entero, ni virgen intacta, ni mártir
respetado por las salvajes pedradas de los chicos. Los báculos, las
mitras, los atributos y animales simbólicos estaban horriblemente
mutilados; dos o tres Padres de la Iglesia estaban desnarigados.
Lázaro, puestos los codos en el antepecho de la ventana y apoyado el
rostro entre las manos, miraba distraído las bandadas de pájaros que,
volando sesgadamente en torno de la vieja techumbre, venían a guarecerse
en los intersticios de las tejas, y sentía que, tan rápidas como ellos,
pero menos alegres, sus reflexiones iban trayéndole a la mente, en
invasión desordenada, revueltas con las tenaces preguntas de la
conciencia, las inseguras disculpas de la razón; y al par que cada
pensamiento le mostraba sus ilusiones muertas para siempre, en nada
descubría apoyo de consuelos presentes o vislumbre de esperanzas
futuras.
--Todo ha concluido. ¿He hecho bien? ¿He hecho mal? ¿Por qué no
experimento la dulzura inefable que dejan las resoluciones honradas? Me
he vencido: mi voluntad, domando los impulsos torpes, ha preferido a la
hipocresía la sinceridad. Si cuanto creí era falso, mi alma se hubiera
corrompido al contacto de la mentira; si era cierto, la oración se
habría manchado al pasar por los labios del impío. Tan despreciable es a
mis ojos el incrédulo que finge devoción, cuanto es infame el creyente
que blasfema de lo que tiene por santo. No quise que la duda me
arrastrase al cinismo. He aceptado la desdicha por no doblegarme al
envilecimiento, y, huyendo de reconocerme perjuro, he parado en ser
apóstata. He sido para la fe soldado leal y amante sin falsía; al dejar
de amarla no he querido mentirla, que el corazón luego desprecia lo que
prostituye. Plegaria que la vacilación suspende, frase de cariño que con
el pensamiento se aquilata, ni entrañan fervor, ni acusan sentimiento.
La religión y la mujer quieren al hombre todo entero: una para creer,
nos ciega; otra para amar, nos ofusca: ambas transigen con el olvido
antes que con la indiferencia, y para ellas en el menor desfallecimiento
hay perjurio, en la más pequeña falta de entusiasmo hay engaño.
Ya no volveré a verla. Creyente o renegado, no debe existir para mí.
Emblema vivo de la dicha, la he visto y la he sentido gozando, masque
por la contemplación de su hermosura, con los presentimientos en que el
alma adivinaba las dichas que pudiera darme. Y hoy, negada para la
realidad, imposible para el logro, aún creo que puede ser eterna para la
esperanza, cual si en mi ser se acrisolara lo que de terrenal me
inspira, hasta trasformarse y fundirse el deseo del cuerpo en aspiración
del alma. Su frente, que nunca habrá de reclinar sobre mi hombro; su
boca, que mis labios no besarán jamás; el brillo intenso y profundo de
sus pupilas negras, todo lo que sin haber llegado a conseguir juzgo
perdido, me parece infamemente arrebatado al empezar a poseerlo.
Recuerdo como pronunciadas las palabras que soñé para dichas por ella
junto a mi oído; la imaginación se finge las amorosas respuestas, la
memoria quiere engañarse a sabiendas, y los antojos de la fantasía se
confunden con las reminiscencias de la realidad.... Ya no tendré
estímulo para el bien, ni energía contra el mal. Ser algo por amor suyo
me hubiera quizá impelido a serlo todo; ambicionar lejos de ella, es
caminar sin término, pensar sin juicio, tender el vuelo a los espacios
sin que la mente sepa dónde ha de hallar descanso la esperanza.
Así pensaba Lázaro, absorbido por sus cavilaciones, mientras la trémula
claridad de los últimos instantes de la tarde iba dejando libre el paso
en la atmósfera a las primeras sombras de la noche. Las formas de las
cosas se desvanecían, perdidas poco a poco en la incertidumbre de la
naciente oscuridad, y los contornos de árboles, caseríos, lomas y
plantíos iban desvaneciéndose, permitiendo apenas destacar sus negras
masas entre los espirantes resplandores del día.
Entonces, hendiendo el aire pausada y dulcemente, llegó hasta los oídos
del cura el tembloroso tañer de una campana, cuyas voces debilitaba la
distancia, confundiendo con sus propios sonidos las huecas repeticiones
de los ecos.
--¡La oración! dijo Lázaro. ¡Si pudiera rezar!
Se levantó movido de secreto impulso, bajó al zaguán, salió hasta el
campo, y como quien no pierde por la precipitación idea del sitio donde
va, cruzando tierras sembradas, se fue hacia la iglesia que desde la
ventana de su cuarto había visto.
Llegó hasta ella rendido y sin aliento, que el bien, aunque sea fingido,
cuesta caro, y parándose primero ante la puerta cerrada del templo,
rodeó después el edificio a grandes pasos, buscando inútilmente entrada
franca para la casa de Dios. Mas hallándolo todo inútil a su empeño,
vino a dar junto a una casuca estrecha, miserable, contigua a la
iglesia, unida a ella por las tapias de un huerto, y que parecía ser
morada del cura que cuidase el sagrado edificio.
Avanzó resuelto, y cogiendo con mano trémula el aldabón de hierro que
pendía de la puerta, dio un recio golpe, que, retumbando en la desierta
nave de la iglesia, fue devuelto en seguida por los ecos más prolongado
y más nutrido. Entonces los pájaros cobijados entre las hendeduras de
los sillares desquiciados, en los relieves de los frisos, en las
estatuillas de piedra y las hojarascas de granito, se alzaron en medroso
enjambre, yendo fugitivos y asustados a perderse en la altura o a
refugiarse rastreando por los cercanos trigos.
--Así han huido, se dijo Lázaro, mis esperanzas; pero estas aves
tornarán al nido antes que la noche cierre, y las ilusiones no volverán
jamás al alma mía.
Nadie contestó al golpe. El edificio estaba abandonado y mudo. La
campana cuyos tañidos llegaron hasta Lázaro, era la que en la estación
servía para marcar las horas del trabajo.
De allí a poco rasgó los aires el pito de una locomotora que venía
lejana, y confundidos con su penetrante silbido empezaron a escucharse
cercanos los alegres cantares de los obreros que volvían de su ruda
tarea.
Era inútil rezar. A un lado estaban la soledad, el egoísmo indiferente
de todo lo que se siente morir, la puerta del templo cerrada para
siempre; al otro lado bullían y se agitaban los símbolos del porvenir,
de la esperanza y de la vida.
La Iglesia es como esas queridas desdeñosas que nunca vuelven a recibir
entre sus brazos al que una vez se aparta de ellas.
Lázaro se volvió pensativo a la posada. Había comprendido aquella
coincidencia extraña que le dio clara idea de su situación.
Al entrar en la venta vio, iluminados por la rojiza llama del hogar y
las amarillentas luces de un velón, los arrieros y mozos de muías que
descansaban en torno de la lumbre, jugando con barajas abarquilladas y
sebosas, apurando vasos de vino.
Otros más descuidados o menos resistentes al trajinar del día, dormían
a pierna suelta encima de los arcones de la cebada y tumbados sobre las
mantas y albardas de las bestias.
Lázaro los contempló un instante, y pensó que el sueño del ignorante
suele ser, por una injusticia que subleva, más sosegado y tranquilo que
el del justo.


XVI.

Por un camino real que atraviesa los campos de Castilla rayanos con
Andalucía, jinete en una mula parda, mal esquilada y sucia, va un hombre
joven y de hermosas facciones, pero ojeroso, triste, pálido, callado,
dejando al animal que arregle a su capricho el paso, sin hostigarle con
espuela ni palo.
En el cielo, de un azul purísimo, no flota la más ligera nube. El aire,
diáfano y trasparente, permite ver a grandes distancias las formas de
las cosas, y el humo que se escapa de alguna choza perdida en la
llanura, sube vertical y tranquilo a desvanecerse en la límpida
atmósfera, sin que el más tenue soplo le conmueva. Algún ventorrillo,
con su rama seca colgada, ante el portón, ofrece de trecho en trecho al
caminante el cochifrito o el tasajo, compañeros del vino, y a lo lejos
se extiende hasta perderse la blanca cinta del polvo de la carretera,
manchada sólo por los excrementos de las bestias, o hendida por las
pesadas llantas de los carros. Dilátanse a uno y otro lado las estrechas
paralelas de los surcos cubiertas por mieses amarillentas o verdosas, y
esmaltando el gris oscuro de los secos terrones, crecen profusamente las
encendidas amapolas, los azulejos pálidos y las margaritas de botón de
oro. En las cunetas del camino, junto a los montones de guijo y pedernal
recién labrado, se arraigan los punzantes cardos, y rastreando entre
los trigos, hurtando fuerza a las cañas y peso a las espigas, se
extienden las tenaces gramas. El sol brilla con fuerza, recortando
enérgicamente las sombras, y el aire, impregnado de rústicos aromas,
apenas consigue agitar las hierbecillas sedientas del agua de los
cielos. Todo está seco; en cuanto alcanza la mirada no hay una noria, ni
un árbol, ni una fuente. Como flotantes en el ancho espacio, se oyen
sonidos que la distancia debilita: el campanilleo tembloroso del andar
de la recua, el cántico semisalvaje del gañán, o el cansado voltear de
alguna esquila de torre perdida en la soledad de la planicie....
La mula seguía su trote acompasado y lento, dejando tras sí lo que dejan
todas las cosas de la vida: polvo que se alzaba en el aire, dilatando un
instante la nube sucia de sus átomos, para volver al sitio de donde
procedía.
Las horas pasaban; a unos campos sucedían otros monótonamente iguales,
repitiéndose sin cesar los accidentes del terreno, pareciéndose siempre
en algo los caseríos, las granjas, los rediles vacíos, mientras sobre
las lomas o en los cerros se divisaban, como puntos inquietos blancos y
negros, las ovejas y cabras que corrían acosadas por los celosos perros.
Íbanse poco a poco destacando del fondo luminoso del cielo los ángulos
rectos y los cortes bruscos de las casas de las aldeas, con sus tapias
de tierra y sus paredes de cascote, dominadas desde lo alto del monte
por la ermita, en torno de cuyo viejo campanario volaban las bulliciosas
y alegres golondrinas. Entonces Lázaro forzaba el trote de su
cabalgadura, y llegando a la plaza del lugar, lo atravesaba rápidamente,
sin reparar en las mujeres puercas y los chicuelos harapientos que le
miraban, curiosos y asombrados, desde las ventanas y los umbrales de
las puertas.
En una revuelta vio de repente una sombra oscura, grande y extendida
sóbrela blancura del camino: aquella mancha se movía, avanzando
lentamente en dirección contraría a la que él llevaba, y entre su masa
compacta brillaban a intervalos algunos puntos luminosos. Parecía una
serpiente colosal de enormes escamas heridas por los rayos del sol, y
seguida de una tenue nubecilla de polvo. Lázaro la dejó acercarse,
parado en lo alto de un repecho, y al cabo de unos cuantos minutos vio
clara, distintamente, lo que en un principio miró sin acertar qué era.
A pié, despedazados los trajes, roto el calzado, o desnudas y
ensangrentadas las callosas plantas, casi sin ropa que mal cubriera su
desnudez de día y en la noche les aliviara del frío, atados entre sí y
alguno sujeto por los codos, venían hasta diez y seis o veinte hombres.
Era una cadena de eslabones humanos brutalmente ensartados; _gente
forjada del Rey que iba a las galeras_; una cuerda de presos. En torno
suyo caminaban custodiándoles, sable en mano o arma al brazo, unos
cuantos soldados. Lo que Lázaro había visto brillar en lontananza eran
los hierros de las bayonetas.
Allí iban retratadas, si no juntas realmente, al menos visibles para la
imaginación, todas las miserias humanas: el que mató por odio; el que
hirió por venganza; el que robó por codicia; el que hurtó por hambre; el
que delinquió por flaqueza; el que pecó por vicio: aquél a quien
pervirtió la mala educación; aquél a quien la herencia de la viciada
sangre hizo rabiosos los sentidos, y el de brutal naturaleza que dejó al
instinto sobreponerse a la razón: juntos estaban el que holló la moral
desconociéndola, y el que hizo mofa de ella desestimando su valía:
atados a la par iban el avaro convertido en ladrón por la idolatría del
oro, y el pródigo trocado en criminal por el desprecio de todas las
riquezas: codo con codo, sujetos uno a otro, andaban el que delinquió
contra la sociedad creyendo honrar a la virtud y el que hizo escarnio de
lo bueno por asegurar lo útil: caminando unidos, avasallados por la
misma tristeza, iban el que fue malo por fanático y el que dejó de ser
justo por incrédulo: llagas en los tobillos y heridas en las manos
llevaban igualmente quien faltó a la ley por no tener, y quien la violó
para tener más: con grillos y esposas estaban sujetos, todos respirando
venganzas, invocando auxilios, premeditando fugas, distintamente
animados por el arrepentimiento o el rencor, pero sin que uno solo se
eximiera de la pesadumbre y la vergüenza.
--Son los hijos de la pobreza y la ignorancia, pensó Lázaro; la ley de
la Naturaleza es la vida; la ley del hombre es el dolor.
Su alma sufrió una sacudida horrible: la trasformación que venía
realizándose en su espíritu se completó en aquel momento, y la
metamorfosis que convierte en amor al prójimo el feroz egoísmo de la fe,
quedó cumplida. Ser bueno para sí es lo propio del débil; en ser justo
para los demás están la sabiduría y la grandeza.
Cuando estaba resuelto a sepultarse para siempre en la soledad y el
olvido de su pueblo, unos cuantos miserables que la sociedad expulsaba
de su seno, amputados como miembros podridos, le dieron a entender que
si la fe puede morir, el amor a la humanidad es inmortal. Y aquella
pobre criatura, el ateo capaz de conmoverse viendo rezar a un niño, el
que sin creer en la amistad se hubiera sacrificado por un amigo, el que
al renegar de la pasión lo había sacrificado todo al respeto de la mujer
amada, el que no esperando agradecimiento hubiera dado a hurtadillas la
limosna, dejó caer sobre el pecho la cabeza, y lloró solo una lágrima,
acre, amarga, como saturada de todos los infortunios de la tierra, y
alzando luego el rostro, de cara al sol, inspirado por algo superior a
sí mismo, dio vuelta a la mula, guiándola hacia la corte, para lanzarse
en el torbellino de la vida moderna, sin más creencias que la pasión del
bien ni más fe que la de un porvenir mejor.
--Nadie tiene derecho, se dijo, a convertir el escepticismo en inacción.
Mientras en el mundo suene una queja engendrada por el egoísmo y la
injusticia, quien se precie de bueno debe luchar hasta morir, que para
caer herido en defensa de lo santo no hace falta creer: basta amar. En
la misma dirección, pero a larga distancia, fueron perdiéndose entre
dos remolinos de polvo, grande uno, imperceptible otro, los presidiarios
y el jinete.
¿Fue su alto y leal propósito a perderse en la inmensa vorágine de los
opuestos intereses del mundo? ¿Cayó como granizo que se derrite al ardor
impuro de la tierra, o gota de lluvia que en el mar se confunde sin
alterar la muchedumbre de sus olas? ¿Fue hierro candente sumergido en el
agua que chasquea y se queja pero al fin se enfría, o se desvaneció como
el último eco de la onda sonora que desparrama su vibración en el
espacio? ¿Fue, tal vez, como el grano de trigo que el viento orea en la
parva y cae en el montón predestinado a la fecunda siembra? ¡Quién sabe!
Pero aquél espíritu sin esperanza, destrozado y muerto por la lucha del
sentimiento que le impulsaba a creer, con la razón que le arrastraba a
dudar, debió escuchar una voz misteriosa que, como Cristo al hermano de
Marta y María, le arrancó del seno de las tinieblas y la muerte
murmurando en su oído:
--_Lázaro, ven fuera_.
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