Lázaro: casi novela - 6

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--«¿Qué me querrá?--se dijo Lázaro.--Sabrá que no ignoro su falta? Quizá
entonces, aunque culpable, sienta hacia mí el desprecio que debe
inspirar quien, encargado en su casa de velar por la moral, transige
cobardemente con el engaño y la deshonra. Seremos dos reos frente uno de
otro.... y, así son las cosas de la vida, ella tendrá que ver en mí algo
del juez.»--
Un momento después Lázaro entraba en el gabinete. Margarita estaba
sentada ante una mesilla de valiosas incrustaciones, colocada delante de
un balcón y sobre la cual, sostenido por dos amorcillos de bronce, había
un espejo bastante grande para retratar entre sus abiselados bordes la
cabeza de la hermosa dama, a quien una doncella sujetaba con dos
horquillas de oro el rodete bajo en que, según la moda, estaba recogido
el pelo después de ondular ligeramente hacia las sienes. Tenía puesta
una bata de un gris muy claro, guarnecida con encajes y lazos del color
que toma el granate cuando la luz le hiere. Las medias, de finísima
seda, eran del mismo color, y ceñían sus pies unas chinelas grises, que
aun siendo muy pequeñas, eran grandes para ella. Las mangas de la bata,
sueltas y muy cortas, descubrían unos brazos blanquísimos, dorados por
ese vello apenas perceptible que tienen algunas frutas antes de estar
manoseadas. Al cuello, libre de alhajas, se ceñía desordenadamente un
encaje ancho y rico, de tonos huesosos que acusaban su antigüedad, y el
fulgurar intenso de un grueso solitario en cada oreja hacía resaltar la
palidez mate de la cara, amortiguando el brillo de los ojos, algo
hundidos, y cercados por ojeras débilmente azuladas. La boca, en que el
labio superior ligeramente contraído daba a la fisonomía cierto aire
desdeñoso y triste, dejaba ver unos dientes blancos, menudos y
apretados. El óvalo del rostro era gracioso y severo al mismo tiempo. La
mirada triste con la falsa resignación del hastío. Era el tipo de la
señora moderna, frívola sin ser insustancial, y coqueta sin parecer
liviana, como era devota sin ser profunda y verdaderamente religiosa.
Fuera cansancio físico o dejadez moral, había en su figura cierto
melancólico abandono, interrumpido a veces bruscamente por movimientos
de una gracia encantadora que tenía algo de felina.
Iba pasando con los dedos las hojas de un libro, puesta en ellas la
vista descuidadamente, como si el pensamiento y la voluntad estuvieran
muy lejos de aquellas páginas, que no bastaban a detener el vuelo
caprichoso de sus antojos femeniles.
En sus hechiceras facciones empezaba a desaparecer la frescura que es el
aliento misterioso de la vida. Parecía tener esa edad de la rosa en que
unas cuantas horas más marchitan la fragancia y ajan la lozanía. Estaba
hermosa, y más que hermosa seductora; pero los ojos, la actitud, la voz,
acusaban un desaliento amargo. Nadie hubiera podido averiguar si aquella
laxitud era la huella pasajera de los placeres de una noche, o la marca
indeleble de los sufrimientos del espíritu.
Al entrar Lázaro salió la doncella, y Margarita, ladeándose ligeramente
en la butaca y echando atrás el rostro, animado por una sonrisa
encantadora, le tendió la mano.
La situación de Lázaro era peligrosa y difícil: el menor descuido, la
más ligera inoportunidad, podían ofenderla sin resultado; que quien no
está satisfecho de sí mismo, ve acusaciones en las frases más inocentes.
Él, además, se consideraba sin derecho alguno para atacar a la madre en
defensa de la hija. ¿Cuál podía invocar? Si el de enamorado, confesaba
la propia y criminal flaqueza; si únicamente el de hombre de corazón,
¿quién había de reconocérselo?; si el de sacerdote, ¿cómo podría su
conciencia sancionar la ridícula comedia de un hombre que utiliza la
investidura sagrada para proteger su misma falta?
Tenía delante a la mujer adúltera; pero no podía ser él quien la
arrojase la primera piedra.
Margarita rompió el silencio, diciendo cariñosamente:
--¿Qué es de usted? Vivimos bajo el mismo techo, y apenas nos vemos. Estos
días, los preparativos del baile, el bullicio de la fiesta, le han
alejado de nosotros; pero también usted es tan excesivamente inclinado a
sus soledades y sus estudios, que nunca se le ve. De los convites, aun
de los más íntimos, siempre se excusa; en habiendo alguien de fuera,
desaparece usted como por encanto. Y usted, sin embargo, no es huraño, sino
cariñoso, afable. Vamos, siéntese usted, aquí, a mi lado, y hablemos.
Obedeció Lázaro, y, acercando otra butaca como la que ella ocupaba,
dijo:
--Mucho agradezco a usted, duquesa, las deferencias con que me distingue:
tan sinceramente le estoy reconocido por ellas, que aunque el deber y el
sacerdocio no me lo impusieran, sentiría por Vds. verdadero cariño,
profundo deseo de ser útil, verdaderamente útil, en esta casa, donde se
me ha recibido con los brazos abiertos.
--Todos le queremos a usted de veras. Mi marido y yo le aprecíamos en lo
que vale; y en cuanto a Josefina, puede usted estar seguro de que, si fuese
necesario defenderle, con dificultad se encontraría abogado que tomara
la cosa más a pechos.
--Yo también me haría defensor suyo si ella lo hubiera menester; pero
está en una edad en que antes necesita guía que defensa. ¿Quién puede
pensar en hacerla daño? Eso sí, si sucediera, si alguien cometiera con
ella una mala acción, lucharía con todas mis fuerzas por salvarla.
--Afortunadamente, replicó la dama, estamos seguros de que nadie la
quiere mal; por el contrario, si algún disgusto hemos de prever, será de
los que puedan ocasionarla los que aparenten quererla bien. ¡Está en una
edad tan peligrosa!
--Tiene usted razón, duquesa; de los que aparenten amarla, de los que deben
estimarla en más, es de quienes hay que guardarla. Los encargados del
mayor bien son, con frecuencia, los que producen el mal mayor.
El cura dijo esto con la voz algo temblorosa, casi sin calcular el
alcance de lo que decía; en parte ávido de arrostrarlo todo por la
engañada niña, y en parte temeroso de que su inexperiencia en los
discreteos inutilizara su buen deseo.
Ella, sin extrañar precisamente semejantes frases, sintió cierta
sorpresa desagradable al escucharlas; pero pensó que a veces casualmente
se dicen cosas que parecen intencionadas.
--Tiene usted razón--añadió;--es necesario velar sin descanso y muy de
cerca por las hijas cuando están en la edad de la mía; pero también es
preciso convenir en que los deberes que la vida social impone, el trato
con diversas gentes, tanto vivir fuera de casa y tanta facilidad en
escuchar lo malo, hacen el deber más difícil.
--Eso mismo ha de aumentar la vigilancia y acrisolar el consejo,
duquesa; pero cuando son tales las condiciones de la vida; cuando la
atmósfera de fuera llega a viciar el ambiente de la casa, créame usted,
entonces es cuando hay que ponerse en guardia contra aquello que debía
inspirar más confianza.
--¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Que la educación de mi hija está
vaciada en un molde torpemente labrado? Quizá tenga usted razón. Mil veces
he pensado que para nosotras, el educar a las hijas es asunto más
difícil que para las familias de la clase media y las mujeres del
pueblo. Primero los cuidados mercenarios del ama, luego la hipocresía
del convento, después la inútil compañía de un aya extranjera, más tarde
la libertad de los salones, las emociones del teatro, la tentación por
el espectáculo del mal....
--Y rara vez,--interrumpió el cura,--el ejemplo de la virtud.
--Felizmente Josefina es una de esas naturalezas que repugnan
instintivamente lo torpe. No es necesario esforzarse mucho para que lo
aborrezca, y si lo fuese, usted nos ayudaría a ello. Un hombre de corazón,
un sacerdote, ¿quién mejor?
--Pues crea usted, duquesa, que ni el hombre de corazón ni el ministro de
Dios podrían aliviarla el peso de su santa tarea. Los medios que tiene
para guiarla bien son infinitos; pero usted, usted sola puede emplearlos.
Aunque mis hábitos me hagan como enviado del cielo, mi palabra siempre
será palabra humana, y para una hija sólo es divina la palabra de su
propia madre.
La hermosa y noble faz de Lázaro se iluminó con esa satisfacción intensa
que produce la resolución inquebrantable de vencerse a sí mismo por
amor al prójimo.
La duquesa, que ya empezaba a desasosegarse, esquivó las miradas del
capellán. Su lenguaje era inesperado. ¿Qué decía aquel hombre? ¿Tenían
realmente intención sus advertencias, o era que ella a sí misma se
acusaba adaptando a la situación el sentido de cuanto hablaba el cura?
Hubo un instante en que callaron ambos: él, por temor de ir más allá de
lo prudente; ella, por no escuchar sin provocarlas cosas como las que
acababa de oír.
--Vengamos a lo que motiva esta entrevista, dijo de pronto Margarita. Le
he llamado a usted para algo que se relaciona, en cierto modo, con nuestra
conversación, según el giro que ha tomado, y se lo diré en dos palabras.
Cuando llegó usted a casa creímos que el capellán era demasiado joven....
no se ofenda usted...: estábamos acostumbrados a la frente rugosa, a las
canas del pobre viejecito que le precedió. Después hemos visto que el
carácter suple en usted lo que otros adquieren a fuerza de años; y,
francamente, nadie hubiera creído que pueda infundir tanto respeto quien
cuenta todavía tan pocos. Al principio el cuidado de la capilla, la misa
de los domingos y el reparto de las limosnas.... no hizo usted más. Luego
usted mismo nos ha ido convenciendo de que teníamos en casa una joya, de
que podíamos confiarnos a usted bajo todos conceptos....: Josefina y yo nos
confesaremos en adelante con usted: esto es lo que tenía que decirle.
--¡Conmigo!--exclamó Lázaro poniéndose en pié, y sin poder reprimir su
asombro.
--¿Y por qué no? ¿Se niega usted? No creo que el depósito de nuestras
culpas pueda abrumarle. A Josefina, ya la conoce usted: tendrá usted,
quizá, que desvanecer errores, esquivar preguntas, eludir respuestas,
y hasta, en obsequio a su pureza, mentir algunas veces aparentando
ignorancia de lo que no deba saber; pero no se verá usted obligado a
resolver problemas ni perdonar graves faltas. Y en cuanto a mí, me dará
usted buenos consejos, ahorrándome algunas amarguras. Yo, que parezco
tan alegre, lloro a solas como si dentro de mí tuviera algo malo de
que pudiera librarme con el llanto. Llorar es nuestra defensa, con
frecuencia nuestro recurso, el mayor encanto de la mujer, siempre
nuestro verdadero consuelo. Pero ¡qué diferencias establece el tiempo!
Hay una edad en que el dolor se disuelve en las lágrimas como la sal
en el agua; después, aunque se llore, también se sufre, y al fin ya no
se llora, pero se sigue padeciendo.
--Eso será, repuso Lázaro, si el dolor procede de la culpa, como ponzoña
que se destila de fruto venenoso, que mientras el sufrimiento no está
manchado de delito ni tiene sabor a remordimiento, cuando es puro, no
faltan lágrimas en que anegarle. ¿Ha visto usted esas flores que,
arraigadas a la orilla de los ríos, parecen prolongar su tallo si las
aguas aumentan, sobrenadando siempre? Pues semejante a ellas es la
pureza del alma: no hay lágrimas bastantes para ahogarla. Nunca llega el
corazón a endurecerse tanto que se le pidan en vano; más duras son las
peñas de los montes, y de entre sus grietas surgen los manantiales.
Margarita escuchaba confusa. Era indudable que aquel hombre conocía su
delito. Lo que la había dicho ya era algo; pero el modo de decírselo no
podía ser más expresivo ni elocuente.
Estaban cerradas todas las puertas; el gabinete envuelto en las tintas
pálidas del ocaso; los brillos de las sedas y el relucir de los metales
amortiguados por la creciente sombra; la luz escasa parecía aumentar
las distancias robando la forma a los objetos, y la mancha negra del
ropaje del cura junto a la esbelta figura de Margarita, parecía absorber
toda la claridad que penetraba por el ancho hueco del balcón.
De repente, hacia la puerta que conducía a las habitaciones de Josefina,
se oyó el crujir de un vestido de seda que rozaba contra el muro: era
que la niña venía al cuarto de su madre.
Lázaro se puso en pié, indicando a la duquesa con los ojos el ruido de
los pasos que se acercaban, y ella bajó calladamente la cabeza. La
mirada del hombre no pudo hablar mejor; el silencio de la mujer no pudo
decir más.
Al entrar Josefina estrechó a Lázaro la mano y abrazó a su madre. De
allí a poco el cura y la niña conocieron que Margarita quería estar
sola, y saliendo cada uno por distinto lado, la dejaron.


XII.

A sí llegó para Lázaro el momento decisivo de la lucha, el instante
supremo en que las vacilaciones y las dudas habían de resolverse,
informando en uno u otro sentido una resolución que decidiera de su
vida.
La inexperiencia de la edad y la docilidad de la ignorancia le hicieron,
casi niño, aceptar con alegría una misión, a la cual pensó dedicarse por
completo, consagrándola la actividad de la inteligencia y el entusiasmo
de la fe. Los que labraron su espíritu le hallaron dúctil y obediente
para recibir las doctrinas de lo pasado, que fueron amoldándose a su
pensamiento como el líquido al vaso. Nunca hubo hombre colocado en
mejores condiciones para cumplir debidamente las exigencias de su
sagrado ministerio. Aún resonaban en su oído las palabras del Obispo
cuando llegó a la corte y penetró en la vida moderna, no para llevar la
agitada existencia del que vive al día, sin saber hoy dónde comerá
mañana, sino para pasar las horas tranquila y reposadamente, sin más
cuidados que cumplir con el formalismo y las exterioridades necesarias
de una casa donde el capellán era un artículo de lujo. Tuvo a su
disposición un templo, de que vino a ser señor y dueño. Fue libre de día
para sus obras de caridad, facilitadas por la liberalidad de los duques;
fue libre de noche para las meditaciones y los rezos; ninguno tendió
redes a su buena fe, ni lazos a su tranquilidad; no hubo de luchar con
nadie, y, sin embargo, su espíritu se volvió contra los que le
enseñaron; su vida fue agitada, y su entusiasmo decayó lentamente. Sin
olvidar los consejos del Obispo, llegó a entenderlos como inspirados por
un ideal distinto; dejó que sobre los altares de la capilla fuese
posándose el polvo de la incuria; la caridad sirvió para amargarle con
el espectáculo de las miserias sociales; las oraciones fueron
trasformándose en las impías preguntas de la duda; las noches cedieron
al insomnio; perdió la paz del alma, y sin faltaren nada voluntariamente
a sus promesas, vio moralmente quebrantados sus votos. La misión que le
impusieron y él aceptó confiado en leales propósitos, llegó a parecerle
tarea superior a sus fuerzas, y como el acero brillante puesto al fuego
va oscureciéndose y empavonándose con tonos apagados, su ánimo juvenil y
ardoroso fue sintiendo trasformarse los bríos en decaimiento y
flojedad. Cuando llegó a convencerse de que no podía ser feliz, todo le
pareció imposible, todo mentira.
El amor resumía todas sus ambiciones antes cifradas en la perfección
religiosa, y precisamente cuando su conciencia rechazaba con más vigor
lo que antes adoró, fue cuando las circunstancias le obligaron a adoptar
una resolución que fijara definitivamente el sentido y la norma de su
vida.
El conflicto se le presentó entonces bajo la forma de un dilema
inflexible. Romper con el pasado, o borrar de su porvenir la esperanza.
Confesar el error franca y honradamente, o seguir siendo sacerdote de un
ideal en que ya no creía. Ser un farsante despreciable a sus propios
ojos, o un renegado para el mundo, porque la sociedad transige con todas
las deserciones y todas las apostasías, pero no tiene piedad para la
abjuración del clérigo. Abjurar, o resignarse.
Lo primero sería aventurarse a la lucha contra el mundo; lo segundo,
envilecerse. ¿Hasta dónde podían precipitarle las consecuencias de una
abjuración? Era imposible calcularlo. Nadie debe echar cuentas sobre la
maldad humana. ¿A qué grado de bajeza moral le arrastraría la abdicación
de su propia dignidad? Ya se lo había dicho la duquesa: tenía que
confesar a Josefina.
¡Confesar a la mujer que amaba! Es decir, emplear en provecho puramente
humano y egoísta el prestigio de la Religión. Valerse de la autoridad
del sacerdote para escudriñar un corazón que como amante no podía
sondar, utilizando su sagrada investidura en sorprender los secretos que
le estaban vedados como hombre.
Otro cualquiera podría estrechar entre sus brazos la gentil figura de la
niña, arrodillarse a sus pies, aproximar los labios a su oído,
estremecer su alma con palabras de amor, y sorprender sus dudas
virginales ingenuamente dichas, envueltas en pecadillos cometidos con
algo de malicia, y revelados más con el rubor que con la frase. Pero él
habría de lograrlo por otros medios. Ella tendría que venir a buscarle,
como penitente, entre la oscura lobreguez de un templo, al triste y
fatigoso resplandor de los amarillentos cirios; caería de rodillas a sus
pies, y le hablaría avergonzada a través de tupida y mugrienta celosía,
oculto el rostro con el espeso velo y acobardado el ánimo por el terror
religioso. Las palabras saldrían de su boca indiferentes o medrosas, y
él, que debía escucharlas como ministro de Dios, se embriagaría con
ellas, aspirando el grato aroma del fruto prohibido. Los labios de la
mujer quedarían detenidos ante la rejilla de madera; pero su aliento,
penetrando en los oídos de amante, le agitaría el cerebro con una
conmoción nerviosa, fingiéndole las ardientes caricias de la tierra
cuando debía pensar en las dulzuras inefables del cielo.
Su alma sufriría dos tormentos en un solo suplicio, deseando como
enamorado lo que le mancillaba como sacerdote. El corazón y la
conciencia libraban en su espíritu el mismo combate que antes riñeron la
fe y la duda; pero el desenlace no podía ser igual. Sus creencias habían
ido muriendo lentamente, día tras día, hora tras hora, como plantas
creadas en la vida artificial y falsa de una estufa que de repente se
sacan a la abrasada luz del sol y al frío azote de los vientos. Su
corazón había de ser vencido por un imperativo de la voluntad, y su amor
extirpado cruelmente como raíz que se arranca de cuajo con violenta
mano.
El problema aparecía a sus ojos cada vez más claro, irresoluble siempre.
No basta al hombre querer vencerse: es necesario que le dejen en
condiciones de hacerlo. Pero Lázaro era de esos seres extraordinarios en
quienes es virtud la intransigencia, porque, firmes en la moral de su
derecho y lógicos consigo mismos, someten la voluntad a la razón,
prefiriendo antes la propia estima que la hipócrita y baja transacción
con el error ajeno.


XIII.

Cerró la noche lluviosa y triste. Por los balcones del palacio de los
duques empezaron a divisarse, tendidas en doble fila a lo largo de las
calles, luces de gas temblorosas y amarillentas, que se reflejaban como
en un espejo en las húmedas losas de las aceras. Los caballetes de los
tejados, las buhardillas, las chimeneas, destacaban las líneas de sus
macizas sombras, bruscamente interrumpidas y dominadas por los negros
contornos de las altas torres de los templos. En alguna ventana se veía
lucir tras los vidrios mojados la pálida llama de una lámpara, y por
cima de los edificios notaba esa claridad indecisa que anuncia desde
lejos el asiento de las grandes ciudades. Las calles estaban enlodadas,
los jardinillos de las plazas encharcados con el continuo gotear de las
ramas de los árboles, cuyas hojas aparecían como barnizadas por la
lluvia. El rodar de los coches y el chocar de los herrados cascos sobre
el piso desigual y duro, formaban un ruido monótono, constante, que
rasgaban de improviso los gritos de los vendedores, los pitos de los
tranvías o las agrias notas de alguna murga que, refugiada en un portal,
daba tormento a sus instrumentos de cobre enfundados en sacos de
percalina negra. En las puertas y sobre las muestras de las tiendas
brillaban los reverberos o las bombas, proyectando resplandores
enérgicos que se derramaban profusamente en los escaparates llenos de
sedas, objetos de nikel, cueros labrados, fotografías, frascos,
botellas, estuches, corbatas, joyas, libros y cuanto el trabajo produce
para que lo consuman las necesidades o la vanidad humana. Bajo los
faroles, al borde del arroyo, las chulas y los granujas voceaban
periódicos y décimos de lotería. Al atravesar de unas a otras aceras,
las mujeres se levantaban la falda, más cuidadosas algunas de enseñar el
pié que de resguardar los bajos. En las esquinas inmediatas a los
talleres de modistas esperaban los estudiantes y los viejos verdes,
acariciando en el bolsillo los billetes para ver una pieza en Eslava, o
las entradas de favor para bailar en _La Sutil_. Ante las iglesias,
cuyas campanas tañían sin poder sofocar los ruidos de las calles,
esperaban el fin de la novena las berlinas de las grandes damas con los
caballos engallados y los cocheros cubiertos de largos impermeables.
Por todas partes reinaba la agitación confusa, animada, casi febril, que
forman el continuo vaivén de los que vuelven de paseo o salen del
trabajo con los que no hacen nada, yendo de un lado para otro, como
seguros de tropezar alguna vez con la fortuna sin preocuparse de
buscarla.
Lázaro, apoyados los codos en el antepecho de una ventana de su cuarto,
y hundido el rostro entre las palmas de las manos, sentía llegar hasta
su oído por cima de las enramadas del jardín el rumor sordo y constante
que se alza de la villa y corte en las primeras horas de la noche; rumor
semejante al ronco y prolongado rugir de una fiera que se estira y se
espereza antes de tumbarse a dormir.
Escuchando aquellas voces engendradas por el movimiento y la actividad
de la vida moderna, pensaba que en el ancho seno de la villa, tras cada
balcón, en cada casa, al resplandor de cada luz, al volver de cada
esquina, habría quien padeciese torturado por propias y punzantes penas;
pero que nadie sufriría un dolor tan hondo y acerbo como el suyo.
Era llegado el momento de poner por obra su firme y decidido propósito.
Había sonado la hora de abandonar para siempre aquella casa, y antes de
dejarla quería abarcarlo, condensarlo todo por última vez en una
despedida que grabase en su memoria los rasgos indelebles de cuanto allí
le había rodeado mientras vivió cerca de ella.
Miró al jardín. Entre las ramas de los tilos vio brillar, lavados por la
lluvia, los cristales de la estufa, donde tantas veces hablaron de cosas
indiferentes que ahora le parecían dignas de recuerdo eterno. Hacia la
izquierda de la enorme adelfa que extendía como múltiples brazos sus
ramas cargadas de flores, estaban las sillas y la mesita de hierro,
junto a las que la espió tantas veces, bordando ella, devorándola él con
las pupilas dilatadas, mientras el airecillo juguetón levantaba la
flotante bata de la niña hasta descubrir su primoroso pié, o desprendía
del talle el pañuelo de finísimo estambre. Un poco más lejos estaban,
reunidos en un solo plantío, erguidos sobre sus esbeltos troncos, los
rosales de la Malmaison y Alejandría, que Josefina cuidaba para
engalanarse luego con las rosas que ella misma había regado. Todo
pronunciaba su nombre, y, por extraña casualidad, el único balcón en que
había luz era el suyo.
Una idea imprudente, avivada por un deseo incontrastable, se apoderó
entonces de Lázaro. Quiso, antes de partir, ver el cuarto de Josefina,
tender la mirada sobre cuanto la pertenecía, tocar lo que ella tocaba,
vivir un instante en el sagrado recinto que cobijaba su sueño, y
recoger, tal vez con la imaginación extraviada, el eco de alguna
palabra de amor perdida entre los cortinajes del lecho virginal. Quería
llegar hasta el santuario del único ídolo en que siempre había de creer,
porque era el solo a que no podía tocar.
Eran más de las diez de la noche, y los duques, que se habían marchado
con su hija a la ópera, no volverían probablemente hasta muy tarde. El
jardín estaba oscuro, desierto; no se percibían más ruidos que el caer
continuo de la lluvia sobre los enarenados paseos y las alegres
risotadas de la murmuración de la servidumbre que comía reunida en una
cocina de la planta baja.
Lázaro, conociendo que tenía el campo libre y seguro, se aventuró a
satisfacer su capricho. Bajó al jardín, lo atravesó andando casi de
puntillas, y subió desde el vestíbulo a las habitaciones de los duques,
llevando las manos delante, como quien se arriesga a oscuras y sin guía
por un terreno poco conocido. El rumor de sus pasos quedaba apagado por
la tira de tupida alfombra extendida a lo largo de los corredores. Al
final de uno de ellos, el punto luminoso que brillaba en el ojo de una
cerradura le indicó el cuarto de Josefina. Avanzando entonces
confiadamente, posó la mano temblorosa sobre el pasador de la puerta, y,
seguro de la impunidad de su osadía, abrió de pronto.
Una lámpara olvidada sobre la chimenea de mármol blanco esparcía tenues
resplandores, filtrados a través de una bomba de cristal esmerilado,
que, reproduciéndose en la luna de un gran espejo, duplicaba la imagen
de la luz sin aumentar la claridad. En el centro de un veladorcito de
ébano, cubierto por un tapete de seda con flecos de colores vivísimos,
había un joyero de porcelana vieja de Sevres, y en el cóncavo de su copa
varias horquillas, una sortija y una estrecha cinta tejida con raso de
dos tonos, rosa y blanco. Tirado sobre la larga silla de reposo había un
traje de calle con sus menudos tableados de seda, sus volantitos
estrechos y sus largos lazos anudados como al descuido. Los frasquitos
de perfumes y los acericos de encaje estaban desordenados en el tocador;
y en la ancha jofaina de blanca porcelana, el agua conservaba todavía
las blancas espumas y las irisadas burbujas del jabón. Caído al pié de
una silla había un peinador de batista, y medio ocultas por sus huecos
pliegues unas botitas de raso negro con pespuntes blancos. Puesto en el
borde de una mesilla que sostenía algunos libros ricamente
encuadernados, se veía un espejo de mano con mango de marfil. Era el
amigo más íntimo, el abogado consultor de la niña, el que decidía sin
apelación del efecto de los peinados. Un poco más allá de las columnas
que separaban el gabinete de la alcoba, estaba la cama con las cortinas
cerradas y caídas, como se oculta tras un velo sagrado el ara de una
diosa. En la penumbra de un rincón se alzaba un mueblecito maqueado, con
sus flores de nácar y sus cajoncitos entreabiertos, dejando caer hacia
fuera algún trozo de encaje, alguna madeja de estambre. El atril del
piano sostenía un grueso y manoseado tomo de melodías de Schubert, y de
uno de sus candelabros colgaba, suspendido por el elástico de goma, un
precioso sombrerillo de raso pálido, con plumas coquetamente rizadas y
anchas cintas de seda algo ajadas en el sitio donde se formaba el lazo.
Delante del balcón había una jardinera con flores de trapo
admirablemente fingidas, y en su centro se alzaba una jaula, cárcel de
dorados alambres, donde, oculta la cabecita bajo el ala, dormía un
canario de Holanda, su mejor amigo, casi el rival del espejito de
marfil.
La luz tranquila, que caía como una caricia sobre cuanto iluminaba,
parecía hacer visibles a los ojos del espíritu el silencio y la soledad
de aquella estancia, y ese excitante aroma desprendido de cuanto usa la
mujer hermosa y limpia impregnaba la atmósfera de efluvios como formados
con emanaciones de flores extrañas y aliento de bellezas soñadas. Había
allí algo poéticamente sensual, cuya influencia era tanto mayor cuanto
más puro era su origen.
Lázaro tendió la vista en torno suyo, aspirando con fuerza aquel
ambiente embriagador, cual si quisiera asimilarse algo de lo que la
pertenecía. El espíritu y la materia, lo casto y lo lascivo, le hablaban
embargando su alma y sus sentidos. Cada objeto le decía una frase, de
cada observación brotaba un deseo, y a lo más puro sucedía lo más
humano. Unas cosas engendraban sentimientos dulces y tranquilos que
confundían el amor con la adoración: otras hacían surgir tercos e
insaciables los lascivos impulsos de la carne. Sus ojos lo escudriñaron
todo.
--«Aquí se viste.... aquí vive.... aquí se peina.... aquí duerme....
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