Lázaro: casi novela - 5

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de alzarse en armas o aceptar humilde y bajamente la esclavitud; no
había más que dos caminos; abjurar, o resignarse. Lo que no existía, lo
que nadie le podía ofrecer, era una solución que tuviese algo de
consuelo.
Cuando la tempestad sorprende al pájaro que se aleja del nido, el ave
lucha con la tormenta, aleteando por recobrarlo; cuando el niño que
rompe a andar cae y se lastima, busca afanoso el regazo de su madre;
cuando el hombre abandona la mujer que le quiere, y sufre desengaños,
torna a ella, y en sus brazos se arroja: Lázaro no tenía nido, ni
regazo, ni brazos a que acogerse; llevaba, como una doble maldición, la
duda en la frente y el amor en el alma. Su meditación de religioso se
quebrantaba con sus cavilaciones de hombre, y si la enérgica voluntad o
el temor al peligro traían la oración a sus labios, entre los severos
pensamientos del sagrado rezo se deslizaba un nombre de mujer,
penetrando su imagen alegre y bulliciosa entre las austeras reflexiones,
como entraría una maga en un coro de monjes.


IX.

Josefina entró en el cuarto de la duquesa resuelta a descubrir
francamente la inclinación que hacia Félix sentía, pidiendo a su madre
ayuda para que pudiese aquel hombre ir decorosamente a la casa; pero
frente a Margarita la energía y la resolución dieron en tierra; rompió a
llorar, y balbuceó entre temores lo que se había propuesto decir claro.
La duquesa, besándola cariñosamente, secó sus lágrimas, escuchó la
confesión de aquel amor naciente, y despidiéndola ruego con ternura, la
llevó hasta la puerta de su gabinete, procurando que aquella entrevista
fuese lo más breve posible.
Al quedarse sola, la duquesa lloró también, pero no con aquel llanto
apacible y puro de la niña, sino amarga, desconsoladamente, con lágrimas
tardías en brotar y abrasadoras al deslizarse por el rostro.
Decidida a hablar con su esposo, mandó preguntar si estaba en casa; y
cuando la contestaron que el señor no había salido, se encaminó al
despacho, donde encontró al duque hojeando el reglamento del Senado.
Hízole suspender la lectura, y abordando de frente la cuestión, le dijo
que por su propio interés, por no pecar de ingrato y en gracia de
Josefina, era necesario que Félix Aldea volviese como antes a frecuentar
la casa. Examinose entre ambos cónyuges la cuestión, y el duque, que ya
se iba encariñando con todo lo que tuviera sabor de discusión,
aprovechó la oportunidad, hablando largamente de su decoro y prestigio,
de que no quedase lastimada su dignidad, y de otra porción de cosas que
hubieran hecho murmurar a cualquiera: _palabras, palabras, palabras_.
Por fin, Margarita, con ese tacto que sólo las mujeres tienen, resolvió
las dificultades proponiendo que se diera un baile para celebrar lo de
la senaduría, enviándose a Félix, como de costumbre, su correspondiente
invitación; lo cual, después de lo ocurrido, venía a ser como una
satisfacción, que sin desdoro del ofensor podía desagraviar al ofendido.
Aceptada la idea, Margarita dejó al duque continuar su examen del
reglamento de la alta Cámara, y vuelta a su cuarto, después de haber
cerrado cuidadosamente las puertas para evitar verse de pronto
sorprendida, se dejó caer en un sillón, apoyó en uno de sus anchos
brazos los codos, y ocultándose el rostro con las manos, dejando
rebosar el llanto por entre sus sonrosados dedos, fruncido el ceño y
enrojecidos los párpados, se quedó pensativa, sin que nadie al verla
hubiera podido averiguar si aquella dama era una madre que se imponía un
sacrificio, o una mujer a quien los celos hostigaban.
* * * * *
Se fijó el día de la fiesta, y empezaron los preparativos. Los tapiceros
y adornistas tomaron posesión de los aposentos en que había de
verificarse; se construyó una galería de follaje, que ponía en
comunicación el salón principal de la planta baja con el espacioso
invernadero de cristales que en el jardín se alzaba; cubriéronse las
columnas de hierro con entrelazadas hojarascas; se colgaron de la bóveda
de cristales los aparatos para gas; se pusieron en los ángulos las
mejores esculturas que había en la casa, haciendo que los mármoles
blancos destacaran sobre fondos de oscuro follaje; se prepararon
farolillos para las enramadas del parque; diose orden en las cocinas
para que la cena fuera opípara; se apuraron todos los caprichos que
puede el oro satisfacer al buen gusto, y una legión de artesanos invadió
el palacio durante muchos días, disponiendo las cosas de suerte que
cuando dos horas antes del baile los duques inspeccionaron todos los
preparativos, el nuevo senador, arrellanándose en un sillón con la
dignidad propia de su investidura, y mirando a su mujer con vanidosa
satisfacción, exclamó:--«Estará bien.»
Y así fue. Desde las once de la noche una larga fila de coches iba poco
a poco dejando en el vestíbulo del palacio centenares de convidados; las
damas, envueltas en riquísimos abrigos, bajaban de sus berlinas y sus
_clárens_, dejando ver pies coquetamente calzados que se apoyaban un
momento en el estribo, mientras con la mano, enguantada hasta el codo,
recogían la larga cola ornada de valiosos encajes; los lacayos recibían
órdenes de volver a la madrugada; los mirones y curiosos, estacionados
en la acera opuesta, contemplaban aquellas grandezas haciendo
comentarios, sugeridos por la hermosura de las mujeres o la envidia de
las riquezas; los salones se iban llenando, y el calor que la
aglomeración y las luces engendraban iba animando y coloreando los
rostros. Aquí se oían alabanzas a los dueños de la casa, dichas en voz
alta; allá se agrupaban otros a murmurar censuras; unos buscaban a sus
conocidos; saludaban todos a los duques; los más serios o curiosos
examinaban en los salones inmediatos las obras de arte coleccionadas con
exquisito gusto, o los libros de lujo, puestos sobre las mesas de
riquísimas incrustaciones; y los jóvenes, juntos con los viejos
alegritos, parados en las puertas, pasaban revista a las que entraban,
cambiando apretones de manos, diciendo lisonjas o recibiendo miradas que
parecían señas.
A poco más de media noche el salón ofrecía tal aspecto de lujo y
riqueza; la alegría reinaba, al parecer, con tanto imperio sobre las
almas de toda aquella gente; tanto goce se reflejaba en sus caras, que
no parecía sino que en aquella regocijada turba nadie había que
conociera la pesadumbre ni el dolor.
Ellas, ceñidas por estrechos trajes que oprimen hasta modelar las
formas, con sus largas faldas prendidas de flores y de blondas, con sus
diademas de pedrería en la frente, la belleza impresa en el semblante y
la alegría en las miradas, recibían el homenaje de rebuscadas frases, no
siempre franco, con que sus adoradores trataban de rendirlas. Ellos,
vestido el severo y antipático frac, pugnaban por llegar hasta alguna de
las que más efecto causaban, para hacer en el corro gala de su ingenio,
mirando casi con descaro a las casadas, requebrando con prevención a las
viudas, y tratando de inquirir el dote de las solteras. Hacia los
extremos del salón veíanse algunas parejas, más ocupadas de sí mismas
que del prójimo, en que ella parecía resignarse a conceder lo que
deseaba otorgar, mientras él se obstinaba en pedir lo que luego había de
cansarle. En un círculo se discurría de política; se comentaba en voz
baja el escándalo de la semana, pronunciando al oído y en secreto los
nombres de los protagonistas. Algún caballero se acercaba con disimulo a
las habitaciones contiguas, espiando el momento de tender la mano sobre
los riquísimos vegueros esparcidos en bandejas de plata. La música
dominaba a intervalos el rumor de las conversaciones; la atmósfera se
iba cargando hasta hacerse enojosa; la temperatura aumentaba por
momentos; el abrasado ambiente de la sala parecía luchar con el fresco
que penetraba del jardín por los anchos balcones en suaves ráfagas, y
entre aquel mar de luz o torbellino de colores, se percibía el olor
extraño que formaban los aromas de las flores, los perfumes de tocador y
el calor de los sudorosos cuerpos.
La duquesa, rodeada de sus más íntimas rivales, recibía de cuantos se la
acercaban elogios tributados a su buen gusto, casi todos cortados por un
mismo patrón, muy pocos ingeniosos o bien dichos. Su traje era objeto de
hablillas entre las damas, de admiración entre los hombres. El vestido
de raso blanco, entre cuyos esculturales pliegues se quebraba la luz
como en un mármol flexible, había llegado de París aquella mañana, y las
dos perlas negras que llevaba en las orejas valían una fortuna. Al lado
de su madre, Josefina parecía el nuevo brote de una flor hermosísima:
la madre era como esas rosas que han agotado ya la pompa de sus galas
desplegando todos sus pétalos a las caricias de la luz; ella, como esos
capullos entreabiertos que comienzan a esparcir en torno suyo olor suave
y débil. Su traje era blanco también, pero en el tocado y los prendidos,
las flores sustituían alas joyas.
La excitación que la agitaba la hacía más hermosa. Inquieta y
disgustada, miraba sin cesar a todas partes, preguntándose:--¿No vendrá?
Contestaba lo más brevemente que podía desdeñosa y displicente, y de
cuando en cuando miraba con cariño a su madre, que por vez primera
parecía esquivar las miradas de su hija.
Por fin, la enamorada niña vio entrar a Félix, que, saludando al paso a
diversas gentes, llegó hasta la duquesa, cambiaron ambos algunas frases
de simple cortesía, llegose luego a Josefina, y un momento después se
les vio confundidos entre los grupos de alocadas parejas que parecían
moverse impelidas por las notas de un vals de Strauss.
Lázaro estaba recogido y leyendo cuando llegó hasta sus oídos el alegre
bullicio de la fiesta. Cerró entonces el libro, abrió el balcón, y el
airecillo fresco de la noche le trajo claras y distintas las apasionadas
frases de la música, como si el mundo, con aquella voz de sirena,
quisiera arrancarle de la soledad. Bajó al jardín, se acercó a una reja,
y oculto entre unos arbustos cuyas ramas se entrelazaban trepando por
los gruesos barrotes de hierro, tendió la vista hacia el salón. Su
mirada lo abarcó todo. Pasado un instante, la sorpresa se convirtió en
asombro; sus ojos, deslumbrados por la claridad, fueron descubriendo los
grupos, aislando las figuras, fijándose en los rostros, viendo surgir de
entre un confuso mar de luces y colores las formas y el aspecto de las
cosas. Los corrillos tan pronto formados como disueltos; la extraña
amalgama que producían en el cuadro los trajes negros de los hombres
destacándose sobre los vestidos claros de las mujeres; el continuo pasar
de sombras que se cruzaban ante la reja, cortándole la vista; la
variedad infinita de actitudes; el estado de los ánimos reflejado en las
caras, atestiguando en uno de la indiferencia, en otro de los celos,
mostrando acá la frialdad del apático, allá la impaciencia del nervioso,
todo aquel conjunto de riquezas para él desconocidas, de lujos
ignorados, le produjeron una impresión extraña, fuerte porque era nueva,
y poderosa porque era continuada. La vista de aquel incesante
movimiento, la luz arrancando destellos en pedrerías y collares, las
damas, unas de semblante fresco como flores de campo, ajadas otras por
los afeites o los años, engalanadas con sedas de todos los matices,
desnudas las espaldas y los pechos a propio intento revelados en lo poco
que el raso les cubría, el aire bochornoso y viciado que por la reja se
escapaba, acabaron de marear al cura, sin que por eso dejara de mirar
con ansia, creyendo a cada instante descubrir novedades que hiriesen su
imaginación y calmasen sus agitados nervios. Hubo un momento en que la
música apagó todos los otros ruidos; el ritmo sonoro y melódico de sus
notas parecía arrastrarse como aurora de primavera en plantío de rosas;
los giros lánguidos de acordes amortiguados y dulcísimos se trocaban de
pronto en explosión de sonidos alegremente locos, y las armonías se
esparcían como suspiros que volaban a refugiarse entre los pliegues de
las amplias colgaduras, produciendo combinaciones raras, que se perdían,
unas envueltas entre los giros de otras, como crujir de sedas y
estallar de besos comprimidos. Las parejas iban deslizándose rápidamente
ante la reja en confuso desorden, desapareciendo y tornando a pasar cual
figuras de una linterna mágica, hasta que, callando de repente la
orquesta y suspendiéndose aquel vertiginoso movimiento, Lázaro vio
acercarse, impelidos todavía por la última vuelta del vals, una mujer y
un hombre: Félix y Josefina. Él la ceñía el talle atrayéndola hasta
sentir confundidas las respiraciones, mientras ella se abandonaba por
completo, dejándose llevar. Llegaron hasta donde estaba el cura, y ya
parados, la niña, moviendo el abanico de nácares y encajes ante su
agitado pecho, se apoyó en el brazo de Aldea, mientras él murmuraba a su
oído una frase, pagada con la sonrisa más hechicera del mundo. Lázaro,
asido fuertemente a la reja, los miró sin cuidarse de ser visto, sin
pensar que no tenían ojos más que para contemplarse uno a otro. Fuera
de sí, agitado por un sentimiento desconocido para él, creyó apurar toda
la hiel del sufrimiento humano; y como si su sangre hirviese y
fermentara agolpándose a ofuscar aquel pobre cerebro, la idea del odio
se irguió en él terrible y poderosa. No hubo entonces crimen ni infamia
que no se creyera capaz de cometer; y midiendo con la rapidez del
pensamiento su inocencia, mayor aun que su desdicha, se preguntó, en un
arranque impío, si era divina la justicia que toleraba aquel tormento.
Bajo la sotana del cura latieron por vez primera en el corazón del
hombre los impulsos del mal. El ministro de Dios sufrió como las
criaturas de barro, y su alma de pureza inmaculada, su mansedumbre, su
bondad evangélica, fueron un punto derrocadas por la ira, el
aborrecimiento y la venganza. La que entonces le pareció más que nunca
creada por el Señor con hueso de su hueso y carne de su carne, la
prometida por el deseo y la Naturaleza para ser satisfacción de sus
amores, la mujer que era emblema de su ideal y su felicidad, estaba en
brazos de otro. Aquellos hierros que les separaban y que él inútilmente
sacudía con impotente fuerza, eran sus propios votos, y aquel instante
supremo de su vida, la ratificación solemne de la infame ley que le
decía: «No te amarán.»
Sintiéndose morir, dejó caer con desaliento los brazos, y todo su rencor
se disolvió en dos lágrimas que rodaron lentamente por su abrasado
rostro. Hay almas que rechazan instintivamente el mal. El odio pasó sin
detenerse sobre el espíritu de Lázaro, como la gota de agua que resbala
por el hierro candente. Las fuerzas le faltaron, y mientras los alegres
ruidos de la fiesta, convertidos en voces misteriosas por la fantasía,
le llamaban queriendo embriagarle con efluvios de desconocidos
placeres, dio en tierra rendido y sin aliento.
El baile estaba en sus momentos de mayor brillantez, y la animación,
engendrada por la muchedumbre, se traducía en un continuo murmullo, que
sólo a desiguales intervalos podían dominar desde la orquesta los
instrumentos de metal. El salón parecía un foco de claridad intensa. Las
temblorosas llamas del gas se reproducían hasta lo infinito en las
grandes lunas venecianas, que, multiplicando las imágenes, creaban una
confusión extraña, y empezaba a reinar ese desorden propio de todo sitio
donde se divierten muchos a la vez. Allí dentro todo eran goces y
alegrías; fuera no había sino silencio y sombra; un hombre en tierra,
como soldado herido que se desangra en el campo de batalla, y un cielo
de azul profundo, casi negro, estrellado, que desde su inconmensurable
altura miraba con millares de ojos, tan indiferente a los placeres de
unos como a la desdicha de otros.
Los vientecillos precursores del día empezaron a retozar entre los
troncos con las hojas agitando blandamente las ramas, y algún pájaro,
desvelado por los inusitados ruidos, batía las alas piando alegremente,
y confundiendo desde su oculto nido las luminarias del festejo con los
resplandores de la aurora.


X.

Servida la cena, que fue espléndida, los convidados empezaron a
marcharse contentos y satisfechos, como gentes que habían cumplido su
misión. El ruido que causaban los que iban saliendo, despidiéndose con
regocijadas risas, y el húmedo relente con sus fríos vapores, hicieron a
Lázaro volver en sí del largo desmayo al tiempo que los últimos grupos
esperaban, en el espacioso vestíbulo y en los primeros términos del
jardín, la llegada de sus carruajes.
Los hombres, fuertemente arropados con gabanes rusos o entre los
embozos de las capas, fumaban puestos en filas, viendo a las damas que
bajaban las escaleras de mármol, cuchicheando o cubriéndose los desnudos
hombros con costosos chales o vistosos abrigos. Unas se tapaban el
escote aún sudoroso con el cachemir de cien colores; otras se envolvían
entre las pieles del _skunc_, el zorro azul y la marta zibelina; esta
contestando a un saludo, aquella buscando una mirada entre los apiñados
rostros, todas parecían en aquel momento hermosas y felices, aunque
muchas lo pareciesen sin serlo; todas llevaban algo que decir o habían
dado algo que envidiar.
Algunos hombres se marchaban a pié lentamente, divididos en grupos o en
parejas, escuchando a lo lejos durante largo rato el ruido del rodar de
los coches en las desiertas calles, cuando ya empezaba a despuntar el
día y los serenos corrían soñolientos, de farol a farol, apagando los
mecheros de gas.
El cura, oculto entre las sombras del jardín, los vio irse, esperando
para salir de su escondite que se hubiesen todos alejado, cuando notó
que no lejos de sí, entre las ramas de unos arbustos y cerca de una
reja, había un hombre, que indudablemente se quedaba rezagado adrede, y
que, moviéndose de pronto cuidadosamente, se escurrió con cautela a lo
largo de la casa, hasta penetrar en ella por una puerta de servicio, que
por razón del baile aún estaba abierta aquella noche. Lázaro entonces
intentó gritar; pero el asombro le ahogó la voz en la garganta, porque
al volverse para entrar conoció al que de tan sospechosa manera
penetraba en el palacio de los duques, y aquel hombre era Félix Aldea,
el mismo que pocos momentos antes había hecho brotar de los labios de
Josefina una sonrisa de felicidad.
Subió rápidamente la escalera, y el cura se lanzó en su seguimiento;
pero aquél llevaba mucha delantera. Al llegar al piso principal, Aldea,
espiado siempre por Lázaro, cruzó los pasillos desiertos, y atravesando
la galería que separaba las habitaciones del duque de las de su esposa y
su hija, penetró en una sala, ala cual afluían dos grandes corredores,
uno que conducía al cuarto de la duquesa, y otro que llevaba al de
Josefina. La puerta de aquella habitación estaba cerrada; pero apenas
Aldea se detuvo ante ella, golpeándola suavemente con los nudillos, una
de sus hojas se abrió calladamente hacia fuera, mostrando un brazo de
mujer ceñido por una manga de seda roja. Aldea entró, y el brazo atrajo
a sí la puerta, que volvió a quedar instantáneamente cerrada, mientras
Lázaro, pálido y tembloroso, como clavados los pies en el suelo,
escuchaba alejarse, sin saber en qué sentido, los pasos de dos
personas, que andaban de puntillas para no producir ruido sobre los
mármoles del piso.
¿Qué hacer en tan horrible situación? ¿A quién pedir auxilio? ¿A quién
llamar? Un desaliento que tenía mucho de impotencia y algo de despecho
le arrancó de allí, y temeroso de ser visto, huyó de aquella puerta,
tras la cual quedaba rota para siempre la más hermosa de sus ilusiones.
Además, juntamente con el imperioso mandato que la conciencia le
imponía, sintió latir en su alma vacilaciones, engendradas por la
sorpresa, sospechas pérfidas, pero lógicamente sugeridas por los celos.
La que supuso un ángel era mujer, y nada más; no merecía que el corazón
de un hombre la ensalzara, ni que él la adorase, aunque su indulgencia
de sacerdote tratara de redimirla o disculparla. En su caída había
llegado hasta la culpa por el camino de la premeditación; procuró que
su amante volviera a pisar la casa de sus padres, y trémula de amor,
agitada por el deseo, le debió esperar para recibirle en sus brazos.
Divagando de esta suerte, admitiendo como buenos los torpes antojos del
despecho, la piedad iba quedando en el alma de Lázaro completamente
borrada por la incontrastable fuerza de los celos, hasta el punto de que
el miedo de hacer público el suceso, el temor al escándalo, y aun la
idea horrible de ver la hija deshonrada a los ojos de su propia madre,
llegaron a ser en aquel hombre rémoras creadas por la malicia para
eludir el cumplimiento del deber.
* * * * *
Al día siguiente del baile, ya muy entrada la mañana, se notaba en el
palacio de los duques la falta de movimiento propia de toda casa donde
el mucho trasnochar de los amos autoriza que madruguen poco los
criados. Algunos de ellos, reunidos en la caseta del portero, formaban
corro restregándose todavía los ojos, haciendo comentarios de la fiesta,
charlando y maldiciendo. Otros arreglaban los salones reparando el
desorden que habían producido los convidados. El cocinero, seguido de un
pinche que llevaba al hombro un esportón, atravesaba el jardín para
tomar el camino de la plaza. El mozo de cuadra, calzados los zuecos y
entonando una canción de su tierra, frotaba los arreos en la puerta de
la cochera; y en una habitación de la planta baja, junto a una ventana,
la doncella de la duquesa limpiaba cuidadosamente los vestidos con que
su señora se había engalanado la víspera, mientras otras compañeras
admiraban las ricas telas y los finísimos encajes que, desordenadamente
puestos sobre el respaldo de un sofá, podían fácilmente ser vistos desde
fuera.
Lázaro, como de costumbre, había bajado al jardín, y con su libro entre
las manos, paseo arriba, paseo abajo, recorría lentamente el trecho
comprendido entre la estufa de cristales y la verja de entrada, pasando
repetidas veces ante las rejas del salón de baile. Frente a una de ellas
acertó apararse distraídamente, y a través de los gruesos barrotes vio
desamparado y desierto aquel mismo lugar donde pocas horas antes era
todo animación y bullicio. Los sillones de oro y sedas estaban
removidos, como recordando aún los corrillos de que fueron asiento; los
cristales, velados por el polvo de una noche de continuo movimiento;
olvidado sobre una butaca un abanico; las bujías de los candelabros,
apuradas hasta gotear sobre el terciopelo y el mármol que cubría las
consolas, habían hecho saltar con su llama espirante alguna de las
arandelas de cristal. Las puertas que ponían en comunicación unos
salones con otros estaban abiertas, dejando ver, fingida por los
espejos, la perspectiva de una galería profunda, encerrada en marcos
dorados, formada con imágenes de telas o tapices que, multiplicándose,
se reproducían hasta confundir la vista con su último término vacilante
y confuso. Los rayos de sol penetraban por entre las junturas de los
cortinajes, liquidando en resbaladizas gotas el vaho que empañaba los
vidrios, y posándose luego en rasgos o girones de luz sobre los rasos de
colores. En el suelo, confundida con las de la alfombra, había quedado
alguna que otra flor pisoteada y marchita.
--«Así son ellas,»--pensó Lázaro al verlas; y volviendo al libro los
ojos, prosiguió su paseo hasta llegar a la ventana donde estaba la
doncella, que para distraer su trabajo tarareaba a media voz una polka
de moda. Oyola el cura, y, al mirarla, su vista se detuvo en la prenda
que la muchacha tenía entre las manos: una bata de riquísimo raso de un
rojo muy brillante, el mismo rojo que Lázaro había visto en el brazo que
la noche pasada cerró la puerta donde Aldea era esperado. Su sorpresa
fue inmensa. Su pensamiento se resistió a creer lo que los ojos le
decían. Aquella chica era la doncella de Margarita de Algalia, y como
Josefina tenía su servidumbre aparte, lo lógico era que aquella ropa
fuese también de la duquesa. Dudó un momento, y atreviéndose por fin,
quiso ver resuelta su sospecha.
--¿De quién son esos trajes?--preguntó a la doncella.
--¿De quién han de ser,--repuso la muchacha,--sino de la duquesa?
Ésta,--dijo señalando un magnífico vestido y un soberbio abrigo,--es la
ropa que la señora llevó ayer al paseo; y esta bata de raso
rojo,--añadió,--es la que se ha puesto de madrugada después del baile.
Por cierto que se empeñó en quedarse leyendo, sin querer acostarse ni
que yo la desnudara. Debe haber velado hasta muy entrado el día, porque
está, de ojerosa y descompuesta, que da grima mirarla.
Calló la criada, y siguió el hombre su paseo. Ya no cabía duda. Josefina
era, no sólo inocente, sino víctima de una infamia. La culpable era
Margarita de Algalia, y el que pasaba por novio de la hija era su
amante. ¡Maldad inicua! La madre quería comprar el secreto de su delito
a costa del reposo de la pobre niña. Por eso Josefina no podía
explicarse la actitud de Félix Aldea, aquel empeño en mostrarse
enamorado junto al recelo para confesarla su amor.
Lázaro apreció rápidamente la situación: Josefina era buena, y el
galanteo de que Félix la hacía objeto servía para alejar sospechas. La
inocencia era tercera sin saberlo, y su pureza cubría aquel amor
culpable, de igual suerte que el inmaculado manto de nieve puede
ocultar el sucio estercolero.
Una sensación, por mitad indignación y repugnancia, estremeció el alma
del cura, y como el mal no engendra sino males, sus labios murmuraron
involuntariamente esta blasfemia:
--«¡Oh, madre; tú también puedes llegar a ser ídolo falso!»
Le pareció imposible llevar más lejos la degradación y la maldad.
Pocas horas antes, el dolor había estrujado su corazón, considerando
perdida la mujer amada, tanto más, cuanto más imposible. Ahora sus ojos
tropezaban con el delito más cobarde y monstruoso de la tierra.
Eran ya cerca de las doce. El ardoroso sol de los últimos días
primaverales inundaba todo el jardín, engendrando sombras enérgicamente
proyectadas que dibujaban en la arena formas extrañas. El movimiento y
los ruidos iban devolviendo animación a la casa. Las persianas cerradas
se abrían tras cortos intervalos, indicando el despertar de los señores,
y los criados fingían acelerar la faena de borrar el desorden causado
por la fiesta. Sólo en la habitación de Josefina reinaban todavía la
quietud y el silencio. El cuarto estaba casi a oscuras; por las rendijas
de la madera penetraban dos o tres rayos de sol, agitando millares de
átomos inquietos que bullían como polvo de luz; las galas estaban
esparcidas sobre un sofá de raso, y el corsé de seda azul con trencillas
blancas, caído al pié de una butaca. La heredera de los Algalias
dormitaba en su cama de batistas y encajes como una maga recostada sobre
una nube. Tenía desnudo, fuera de las ropas, un brazo, ceñida aún la
muñeca por la pulsera lisa de oro mate, y en el otro, puesto sobre la
almohada, apoyaba la cabeza, embelesada por ensueños formados con
reminiscencias de la víspera. Las sábanas habían quedado por un
movimiento tirantes y presas bajo el peso del cuerpo, modelando a trozos
la forma que cubrían; el embozo caído dejaba al descubierto algo más que
el nacimiento del pecho. Nada turbaba la tranquilidad de aquel reposo
reflejado en una respiración fácil e igual. La sangre, como savia
enérgica, regaba los tejidos, tiñendo la epidermis de tonos que variaban
delicadamente desde el azul de las ramificaciones venosas hasta el
carmín brillante de los labios húmedos; y una mata de pelo, escapada de
la redecilla, hacía resaltar la blancura del cuello. Dormía descuidada,
tranquila, segura de sí misma, y tan ajena de la pasión del cura como de
la perfidia de su madre. La salud y la pureza parecían haberse hermanado
para formar aquella figura hermosa, impregnada de gracia natural y
espontánea. Semejaba la bacante virgen de los bosques antiguos traída
de pronto por ensalmo al centro de la vida moderna. Reposaban a la par
el cuerpo exento de males y la conciencia libre de impurezas.
De fijo hacía mucho tiempo que su madre no dormía así.


XI.

Aquella misma tarde la duquesa mandó recado al capellán, rogándole que
pasase a su gabinete.
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