Lázaro: casi novela - 4

Total number of words is 4737
Total number of unique words is 1769
35.0 of words are in the 2000 most common words
48.5 of words are in the 5000 most common words
56.1 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
quienes siempre aconsejaba lo mejor y las conversaciones en que se
hablaba del decoro.
Los hombres merecen párrafo aparte.
Don Juan del Cupón era un señor muy rico, asociado con un marqués que no
lo era menos, para prestar dinero a menores con escrituras de depósito
como garantía. Cuando los muchachos que recibían el préstamo no se
pegaban un tiro y sus padres se veían amenazados por la deshonra, el
señor de Cupón transigía el asunto, viniendo siempre a quedaren sus
garras el sesenta por ciento al año. Fue diputado de una mayoría
conservadora, y contribuyó poderosamente a varias peregrinaciones
católicas.
Arturito Galeolo era un chico que frecuentaba las mejores casas y las
peores mujeres de la corte: tenía dos hermanas jamonas muy guapas,
extravagantes en el vestir, de conducta dudosa y a quienes acompañaba a
todas partes. Puede decirse que no tenía personalidad propia: todo el
mundo le llamaba del mismo modo: «el hermano de _la pareja_;» nombre con
que Madrid entero designaba aquellas elegantes y ex-jóvenes señoritas.
El último convidado de los duques era un antiguo periodista amadamado y
maldiciente; ducho en dos especialidades, merced a las que vivía
haciéndose lado por doquiera. Poseía un repertorio completísimo de
narraciones de disgustos domésticos entre lo más acomodado de la
sociedad, que se complacía en contar oportunamente, y escribía revistas
de bailes, detallando los trajes y prendidos de las damas. Llevaba las
patillas teñidas de rubio y afeitado el bigote, que empezaba
descaradamente a blanquear. Decían las gentes que algunas encopetadas
señoras le habían pagado con dulzuras infinitas, más que los elogios
para ellas, las censuras para otras. Tenía, además, otra particularidad:
recibía toda su correspondencia en la redacción; no se pudo averiguar
dónde vivía; se llegó a sospechar que tenía en una buhardilla una mala
cama, un gran lavabo con muchos frascos, tintes, pomadas o cosméticos, y
una percha cargada de ropa; pero nadie logró poner en claro la verdad.
Sentáronse los duques con sus comensales, ateniéndose más a la confianza
que a la etiqueta, y se comió luego como se comía en aquella casa cuya
mesa era uno de los mejores altares que pudo desear la gula. Mucho
permitía su riqueza a los de Algalia; pero más valía su exquisito modo
de elegir: eran de los pocos que saben comer, cosa harto difícil de
aprender, porque sólo a gente rica está reservada su enseñanza.
La conversación, general o limitada a pequeños grupos, versaba sobre
todo aquello que sin ofensa podía decirse ante una niña como Josefina y
un clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesana
con su aspecto de pureza, bien se echaba de ver que el cura era un cura
digno de sentarse donde cualquier grande o virtuoso se sentara.
Pasando de unas cosas a otras, se llegó en la conversación a lo que era
objeto de diversos comentarios por aquellos días: el estreno de un drama
de esa escuela que, inspirada en la realidad, lleva a la escena nuestra
propia vida y nuestras miserias; haciendo al teatro espejo donde las
imágenes que se mueven en la acción fingida, sean, según su virtud o su
torpeza, ejemplo de unos y escarmiento de otros. Servía de base al drama
el manoseado problema de la falsa posición creada por la sociedad al
hijo natural, y el autor atacaba duramente ciertas hipocresías, que
podrían ser ridículas sino tuvieran marcado carácter de intransigencias
odiosas.
La generala Pillote se mostró desde luego partidaria del perdón. La de
Alzaola sostuvo que la mujer que faltaba era porque quería faltar, idea
que hizo sonreír a algunos de los presentes. Purita Menguado se
deleitaba oyendo todo aquello que tenía todavía en cierto modo para ella
el encanto de lo desconocido; y digo en cierto modo, porque era una de
esas niñas vírgenes que nada ignoran teóricamente, esforzándose en
discurrir cuál será en la práctica la aplicación de sus conocimientos
poco castos. La de Busdonguillo callaba y comía, no porque se acordara
de que nadie puede tirar la primera piedra, sino considerando
oportunamente que hay casas con tejado de vidrio.
Menos Josefina, que no podía explicarse todo el alcance de la
conversación, todos tomaron parte en ella: mostrando su opinión unos
acaloradamente, con tibieza otros, como quien ignora la de los dueños de
la casa y no quiere desagradar; este hablando en nombre de la moral
ultrajada, y aquél tratando de darse por ingenioso, mientras alguno
comía en silencio, riéndose para sus adentros en general de la virtud, y
en particular de los virtuosos. Guardaba silencio la duquesa, que, como
mujer _de mucho mundo_, sabía los peligros que rodean a su sexo, y
callaba también el cura, pensando que era excusado hablar cuando todos
debían suponer que sólo en nombre de la misericordia podría hacerlo. La
conversación quedó limitada al duque y Félix Aldea: el primero, apurando
cuantos lugares comunes y frases hechas acoge la intransigencia
disfrazada de moralidad, repetía los argumentos ideados por todos los
que, afectando desconocer el origen de muchas faltas, son exigentes
para que se les tenga por justos. Aldea, con animada frase, decía que la
madre es disculpable muchas veces, y los hijos inocentes siempre. Con
sencillas razones, sin artificio ni esfuerzo, demostraba que la
severidad en las costumbres no debe ser rayana en la crueldad, y que,
como más consolador, debía preferirse el perdón al desdén con que suelen
mirarse en el mundo faltas que tienen mucho de desgracias. Defendíase y
alzaba el duque la voz como aquel a quien van faltando armas;
respondíale Félix tranquilo, al parecer, pero en el fondo con interés
vehemente, hasta que el duque, formulando torpe y rudamente su modo de
pensar, exclamó:
--Quizá tenga usted razón. Convengo en que el perdón es muy cristiano y
muy humanitario el olvido; pero yo no daría nunca una hija mía a un
hombre nacido en tales condiciones.
Si alguien hubiera tenido entonces fija la vista en el rostro de Félix,
le hubiera visto demudarse; pero nadie notó que aquel hombre frunciera
un instante el entrecejo, mordiéndose los labios, como para no decir lo
que desde el fondo de la conciencia les mandaba la dignidad ultrajada.
Solamente la duquesa, que oyó la frase de su marido, se conmovió; pero
supo callar, comprendiendo que había escuchado una torpeza irremediable.
Aldea se contentó con dar por terminada la discusión, y acabó de tomar
tranquilamente su café, limitándose a decir:
--Estoy seguro, señor duque, de que nuestro querido don Lázaro sería
menos cruel que usted
--El capellán no es aquí buen juez,--replicó Algalia,--ni puede entender
de esto, porque no puede tener hijos.
Lázaro calló. Levantáronse todos de la mesa, y no se habló más; pero un
momento después, Aldea, visiblemente conmovido, llevó al duque hasta el
hueco de un balcón, y allí, sin ser oído de nadie, al mismo tiempo que
sacaba un pliego del bolsillo, le dijo:
--Hace tiempo que deseaba probar a usted mi buena amistad. Aprovechándome
de la influencia de mis amigos, he conseguido para usted esta distinción:
al pisar por última vez su casa, he venido con el propósito de aumentar
en algo las alegrías de este día; y usted, en cambio, acaba de ofenderme
desapiadadamente: soy hijo natural.
Y separándose con rapidez de Algalia, que maquinalmente había recogido
el pliego, estrechó la mano a la duquesa, que intentó en vano detenerle,
saludó al cura, hizo a los restantes una inclinación de cabeza, mirando
profundamente a Josefina, extrañada de tan repentina despedida; salió
del comedor, cruzó las salas, y un momento después el portero,
descubriéndose respetuosamente, le abría la lujosa verja del parque.
El duque, atónito, no sabía lo que le pasaba: abrió el pliego, y no
pudo, al leerlo, contener un estremecimiento de gozo: era la realización
de su sueño de oro. Su nombramiento de senador vitalicio: al pié del
documento se leía la siguiente firma:
_Yo el rey_.
--Mira, Margarita,--dijo en voz baja, tendiendo el pliego a la duquesa y
su hija;--ven, hija mía. Aldea me ha dado este papel, y se ha marchado,
diciéndome que le había ofendido.
Y mientras los circunstantes se miraban unos a otros, el duque, poseído
de una sorpresa inconcebible, sin darse exacta cuenta de lo sucedido,
atento sólo a su propio regocijo, leía y releía el nombramiento por cima
de las hermosísimas cabezas de su esposa y su hija. La duquesa,
apartando cariñosamente a la niña y recatándose de ser oída, asió a su
marido fuertemente del brazo, diciéndole:
--¿Qué has hecho? Aldea es hijo natural.
--Pero este nombramiento,--repuso Algalia, a quien por el momento sólo
podía preocupar su senaduría,--¿qué quiere decir, a qué viene darme tan
gran prueba de afecto?
--Félix está enamorado de Josefina,--contestó Margarita.
De allí a poco los convidados fueron desfilando repletos de buenos
manjares y llenos de curiosidades: ellos saboreando el aromoso veguero,
y ellas hablando de los trajes de la duquesa y su hija. Si alguno
callaba, era porque lo mal que digería no le dejaba murmurar de lo bien
que había comido.


VII.

Tal fue la sorpresa del duque a consecuencia de lo ocurrido, que sólo
después de algunas horas, y tras larga conversación con su mujer, llegó
a convencerse de dos cosas: era senador vitalicio por nombramiento real,
y, sin saberlo, había ofendido gravemente al hombre que le encumbraba.
Ambos esposos se preocuparon seriamente. El marido experimentaba
impresiones contrarias; sentía el regocijo íntimo del orgullo
satisfecho, y al mismo tiempo, no acabando de comprender cómo Aldea le
había podido elevar hasta ser _pater patrie_, sentía vagamente el
disgusto de tener que agradecer a tal hombre, a un cualquiera, tamaña
honra. En cuanto a lo del agravio inferido, no podía Algalia explicarse
satisfactoriamente por qué se había ofendido Félix por una frase dicha
con cierto carácter de generalidad.
La mujer se mostraba pesarosa en extremo; parecía dolerse también de
tener que manifestarse agradecida a quien consideraba inferior a su
casa; calculaba la ofensa hecha a Félix, y, sobre todo, no perdía
ocasión de repetir a su marido que Aldea estaba enamorado de Josefina. A
pesar de todo, el disgusto tomó en Margarita un aspecto distinto del que
pudieran prestarle tales consideraciones. Ni el orgullo, que creía
rebajado por la persona que hacía el favor, ni la contrariedad de ver
ofendida a esa misma persona, eran motivos bastantes a justificar su
mal humor. Limitose, con respecto a sumando, a llamarle torpe y
hablador, indicando ligeramente la idea de un desagravio, tanto menos
doloroso, cuanto que Aldea no había recogido públicamente la ofensa;
pero luego, a solas, con el ceño adusto y la mirada triste, abría a su
mortificación libre salida, dando desahogo a su pena; arrojaba con
desprecio sus alhajas en el sortijero: al no hallar lo que buscaba,
cerraba con fuerza los cajoncitos de sus mueblecillos maqueados; recogía
como con ira el abanico escurrido hasta la alfombra desde su falda de
seda, y, al verlo en sus manos, metía distraídamente los dedos entre las
varillas, o desgarraba el país con las sonrosadas uñas. Había momentos
en que se humedecían sus párpados; pero el más leve rumor daba fuerzas
al miedo de ser sorprendida, y ahogaba la inoportuna lágrima, trocando
en dulce sonrisa el salado llanto. Sumida en profundo y silencioso
abatimiento, la mirada inquieta reflejaba el fondo intranquilo de su
espíritu; pero no brotaba una queja de sus labios, ni hubiera sido
posible averiguar, aun espiándola de cerca, la causa verdadera de su
pesar. ¿Era quizá el disgusto de ver alejado de la casa al hombre que
estaba enamorado de su hija? No, seguramente, pues harto podía
comprender Margarita de Algalia que nunca faltarían a Josefina ocasiones
de ventajosa y feliz boda. Ni su corazón de madre, ni su orgullo de dama
podían tolerar suposición semejante.
Sólo por las conversaciones de sus padres, y al cabo de varios días,
supo Josefina el alejamiento de Aldea. La impresión que recibió fue
penosa: dando al olvido las inquietudes inspiradas por la conducta que
Félix observaba respecto a ella, pensó en que ya no vería cerca de sí al
primer hombre en quien creyó hallar algo como una promesa de felicidad.
Cuando llegó a enterarse de la ofensa que mediaba, conociendo el
carácter de su padre, sintió esperanza de que pudieran las cosas
arreglarse; y, apenas concebida la sospecha, resolvió hablar a su madre.
Había en el palacio de los duques una ancha y lujosa galería, a la cual
se abría la puerta de un salón tapizado de rojo, que era el menos
frecuentado de la casa, y donde el duque guardaba en enormes armarios
los libros que no cabían en las bibliotecas de su despacho o consideraba
indignos de vistosa encuadernación y lugar visible, lo cual originaba
que en cambio se viesen en descarado sitio novelas de mala muerte con
cantos dorados y corona ducal en el lomo.
A este salón venía muchas veces Lázaro en busca de algo para leer, o por
entretenerse ordenando lo que allí estaba confundido. Abría un balcón
que daba al jardín, y, respirando el grato aroma de los tilos cercanos,
dejaba pasar el tiempo o se abismaba en sus eternas dudas.
Era cerca del anochecer cuando Josefina, decidida a pedir a su madre que
la ayudase a facilitar la reconciliación con Aldea, cruzaba la galería,
en cuyos vidrios venían a dar los últimos resplandores del día. Al ver
entornada la puerta, miró hacia dentro. El salón estaba casi oscuro;
todo era sombra. Lázaro, para aprovechar la claridad que iba faltando
por momentos, leía apoyado de espaldas en los hierros del balcón, y su
figura se destacaba por negra sobre la amarillenta luz del crepúsculo.
El vientecillo de la tarde mecía ligeramente las ramas del jardín, y al
chocar las hojas unas contra otras, producían un murmullo cadencioso y
apacible, interrumpido sólo por las agudas notas de alguna golondrina
que tenía su nido entre las vigas del tejado.
Al sentir ruido, Lázaro alzó la vista, y viendo a Josefina, adelantó
algunos pasos, mientras ella permanecía callada y quieta, recostada en
el quicio de la puerta.
Lo que allí pasó fue triste, silencioso, casi horrible. El confidente se
trocó en capellán, el amigo dejó su puesto al ministro del cielo. Ella
miró a Lázaro como quien, sin confesar su pena, implora alivio a su
dolor, y él, juntas y caídas las manos que sujetaban el libro, se abismó
en la contemplación de aquella mujer que mendigaba un apoyo o un consejo
del único ser que no podía dárselo, y a quien era crueldad exigírselo.
Los ojos de la niña suplicaban sin comprender el riesgo a que podía
exponerle la súplica, y los de Lázaro querían entender el ruego; pero el
cura veía alzarse ante sí su propia imagen, como se interpone lo
imposible entre el hombre y la felicidad. El sacerdote podía aconsejar;
el hombre no sabía formular la frase, y en tanto la mujer aguardaba en
vano, mirándole cada instante con más cariño, hermosa, inmóvil, sin
explicarse en su mejor amigo la obstinación de aquel silencio. Dejó
entonces caer la cabeza sobre el pecho, miró al cura reconviniéndole
dulcemente, y le dijo:
--«Voy a hablar con mamá.»
Calló él, salió ella lentamente del salón, desapareciendo entre las
sombras de la galería; y Lázaro, volviendo al balcón, abrió de nuevo el
libro, y, sin fuerza para contener el llanto, a través de sus propias
lágrimas leyó estas palabras del Divino Maestro:.... _Y ¡ay de vosotros,
Doctores de la Ley, que cargáis los hombres de cargas que no pueden
llevar, y vosotros ni aun con uno de vuestros dedos tocáis las
cargas!_[2]
Al mismo tiempo, en el opuesto extremo de la casa, el duque, solo en su
despacho, cómodamente sentado en un sillón, buscaba en un periódico la
última sesión del Senado; y al llegar al fin, en la reseña de una
votación nominal, los antojos de la impaciencia le hacían, buscar antes
de tiempo su título, para verlo en letras de molde, ignorando a punto
fijo dónde encontrarlo, si junto a los señores que dijeron _sí_, o entre
los que dijeron no.


VIII.

Lázaro no durmió aquella noche. La conmoción recibida era demasiado
fuerte. Por vez primera se daba cuenta del género de afecto que le
inspiraba Josefina, y vivo todavía el dolor de verla desear la vuelta de
Félix a la casa, sintiendo la pena de recordarla implorando su ayuda,
comprendía la grandeza de su mal y lo imposible del remedio. Pero no se
sorprendió al confesarse el secreto de aquella inclinación; sus
impresiones anteriores le habían llevado de la mano hasta aquel punto,
y las que le pasaron antes casi inadvertidas, le aparecían explicadas
ahora. Sus recuerdos le iban diciendo que los materiales del fuego, al
parecer prendido entonces, ardían desde mucho tiempo atrás, y su memoria
le revelaba cosas que, regocijándole como hombre, le espantaban como
sacerdote. Las reminiscencias le venían, no evocadas por el deseo, sino
involuntariamente. Recordaba que un día, estando sentada ella (¡ya
subrayaba el pronombre!) en el invernadero con su bordado entre las
manos y los ojos fijos en la labor, él, antes de llegarse a hablarla, la
contempló a hurtadillas largo rato, deleitándose como un devoto en la
imagen que tiene reputación de milagrosa. Otra vez, al querer alcanzar
al mismo tiempo un ovillo de estambre que había rodado por la arena del
jardín, el pelo de ella, rozándole la cara, le había estremecido, cual
si su alma vibrara dentro de su cuerpo. Con frecuencia, sin dar al
olvido sus encantos morales, se había parado a grabar en el fondo de su
imaginación aquellas líneas que dibujaban un cuerpo formado de bellezas.
Lázaro conocía hasta dónde llegaban el sutil ingenio de la niña y su
candidez exenta de mojigatería; no se le ocultaba ninguna excelencia de
condición y carácter; pero aquella noche se dijo que desde meses atrás
hubiera podido dar detalles sobre la esbeltez del cuerpo, la pequeñez
del pié, la roja frescura de la boca, o el delicioso mirar de las
pupilas de Josefina. El capellán descubrió primero en ella una ser
humano que parecía un ángel, y el hombre acabó por enamorarse de una
mujer angelical, pero mujer al fin. Esto había sucedido natural,
sencillamente, sin provocación de una parte o cálculo de otra, sobre
todo sin intención en Lázaro, que se encontraba preso en una red, no
porque se la preparasen, ni porque él, hallándola tendida, entrase en
ella, sino porque los lazos estaban preparados en torno suyo por la
fuerza y la naturaleza de las cosas. Tan inocente era Josefina, como
irresponsable era él. Su único delito era llegar a comprender la
monstruosidad de su desgracia, sin que antes lo que en él existía de
sagrado le hubiese dado la voz de alarma. El hombre de la tierra y el
del cielo caminaban juntos, y cuando el primero empezó insensiblemente a
desviarse de la buena senda, el hombre de Dios no le avisó del peligro
ni le previno del mal, y Lázaro, obligado a llamar a las cosas por su
nombre, vio el peligro en Josefina y el mal en el amor.--! La dulzura y
la bondad un peligro; el amor un mal! ¿Por qué?
Antes de que el pobre clérigo llegase a persuadirse de la certeza de su
amor, empleaba en la lectura y el estudio la mayor parte de los días y
muchas horas de la noche. Las ideas que de sus observaciones brotaban
chocaron claramente con los preceptos que se le imponían; su buena fe le
impulsaba a buscar, cada vez con más ahínco, una opinión, un juicio, que
diera solución a sus dudas, algo fuerte en que apoyarse para vivir y
creer al mismo tiempo; pero ningún filósofo, ni ningún escrito sagrado
le podían dar lo que su propia conciencia se obstinaba en negarle.
Lázaro llegó a ser uno de los seres más desdichados de la tierra: el
cura que adquiere la costumbre de pensar.
Lenta, muy lentamente, pero de un modo seguro y cierto, fue
convenciéndose de que le habían educado dándole por verdades infalibles
afirmaciones que no podía comprender; y, sin embargo, no cedía. La
santidad de la misión impuesta le servía de refugio, o buscaba en las
prácticas religiosas una ocupación piadosa, durante la cual se
imaginaba sentir vagamente que su espíritu se elevaba en arrobos
místicos hasta los prometidos cielos, como espiral de incienso que sube
a perderse en el espacio.
Otras veces las limosnas que hacía la duquesa ocupaban su imaginación,
hasta el punto de amortiguar todos sus pensamientos. Margarita quiso
solemnizar la senaduría concedida a su esposo dando a los pobres una
gruesa suma, y Lázaro fue el encargado de distribuirla. Cumplió el
mandato escrupulosamente, consagrándose a él de modo que durante algunos
días vivió embargado por su hermosa tarea; no salió de sus manos una
sola moneda sin que supiera que realmente la necesitaba quien la
recibía; se gozó en remediar las pesadumbres, y lo hizo con tal dulzura,
desplegando tanta bondad, prodigando con tan divino arte los consuelos,
que duplicó el socorro, añadiendo al oro de la duquesa esa otra limosna
que sólo se da con el espíritu; quien la recibía de sus manos, quedaba
obligado sin humillación y agradecido sin bajeza. El oro, al pasar por
ellas, parecía purificarse sin dejarlas manchadas.
Cumplida su misión de caridad, Lázaro se encerró de nuevo en sus
soledades, y entonces las dudas, muertas al parecer aquellos días,
tornaron a mostrarle las insaciables fauces, semejantes a esos reptiles
asquerosos que después de aplastados vuelven a revivir y arrastrarse.
Habitaba el capellán en casa de los Algalias un cuarto, casi una celda,
de humilde aspecto, que los señores quisieron inútilmente amueblarle con
mayor regalo. Frente a un balcón, abierto sobre las arboledas del
jardín, tenía una cama de hierro pintada de verde, y a su cabecera un
Crucifijo de torpe talla, de lacia y triste figura; un reclinatorio al
pié del lecho; dos estantes de caoba deslucida llenos de libros, y una
mesa también cargada de ellos hasta el punto de parecer rebosar,
desparramándose por las sillas inmediatas; un modestísimo aguamanil de
loza con su jofaina de lo mismo; un armario de pino barnizado, donde se
guardaba la sotana de los domingos; una exquisita limpieza en todo, y
una apariencia de profunda calma: tal era el cuarto, cuyas vidrieras se
abrían antes que ninguna otra de las de la casa, y las que hasta más
tarde estaban iluminadas por la lámpara que ayudaba el tenaz trabajo de
sus largas veladas.
Aparte la impresión de apacible melancolía que aquella estancia causaba,
lo más chocante de ella era la multitud de libros esparcidos por todos
lados. Parecía que el dueño de aquel cuarto trataba de resolver un
problema, y que en alguna de sus infinitas páginas esperaba encontrar la
solución. No había fase ni aspecto del espíritu humano que no estuviese
representado allí. Lázaro buscaba la verdad en todas partes; en los
grandes escritores paganos, como en los Padres de la Iglesia; en los
heresiarcas más ilustres y los ortodoxos más severos; en los
mantenedores del sentimiento religioso y en los descreídos pensadores
modernos. Se enorgullecía con las certezas de la ciencia, y sonreía ante
las promesas de las religiones; examinaba los piadosos engaños y las
verdades demostradas. Todo quería abarcarlo, cielo y tierra, presente y
pasado, buscando con perseverante tenacidad las causas de las cosas, o
el origen de las ideas, lo mismo en los tomos amarillentos y
apergaminados de los siglos muertos, que en los volúmenes modernos,
húmedos todavía, con su olor a tinta de imprenta y sus cubiertas de
colores.
Solo, inteligente, ávido de saber y con tiempo libre, Lázaro estudió y
observó cada vez con más ansia. Todas las perspectivas en que puede
dilatar su mirada el entendimiento humano fueron presentándole
dificultades e incertidumbres, y en confuso desorden invadieron su
espíritu impresiones contrarias, dándose al mismo tiempo a su razón
ideas justas y apreciaciones erróneas. De cada sistema recogió una
palabra distinta, y de ninguno la verdad: unos le atormentaban con sus
fraseologías de tecnicismos ingeniosos que dan nombre de cosas reales a
creaciones del espíritu, afirmando lo que no demuestran; otros le decían
que el hombre es fuerza y materia nada más, un reloj con cuerda para
cierto número de años, que suele por su genio adelantarse al tiempo en
que vive, que se retrasa por la ignorancia, que puede arreglarse cuando
se descompone, pero que al fin se rompe; unos todo lo fundan en ideas,
otros todo lo basan en hechos. Y cuando tales pensamientos le absorbían,
parecía que una vocecilla burlona, desde un rincón de su cerebro, se le
acercaba al oído, aconsejándole que arrojase los libros y se dejara de
filosofías y estériles monólogos, que no habían de darle un grano de
trigo ni una gota de agua. Él, sin embargo, seguía en sus estudios, y
como el buzo baja con su escafandra a las profundidades del Océano,
penetraba en los mares sociales, con la buena fe por apoyo y la
sinceridad por guía.
Entonces cada paso fue un desengaño: vio que la vida es lucha de
egoísmos contrarios, donde el oro sirve de absolución para la infamia y
salvo-conducto para la nulidad; el mundo una batalla en que se cuentan
las preseas, no según lo que se trabaja, sino con arreglo a lo que se
posee. Adquirir es el talismán que todo lo resuelve; no tener, el delito
que a nadie se perdona; no haber tenido, una mancha que jamás se borra.
En las puertas del mundo la impudencia ha escrito este letrero: «Posee,
y lo demás te será dado con hartura.»
Algunas veces Lázaro creía ir convenciéndose de que la tierra era el
asiento del mal, como le habían dicho sus maestros: todo, al parecer, le
incitaba para inclinarse a esta opinión. Mezclado con su amor a la
humanidad, empezaba a sentir desprecio hacia el hombre, ser extraño,
ridículo y sublime al mismo tiempo, que con frecuencia es malo, pero que
algunas veces es peor. Veía que, como la fruta pasa pronto de la madurez
a la corrupción, el hombre pasa rápidamente de la experiencia al
egoísmo, y se fue persuadiendo de que la experiencia es inútil, porque
siempre llega tarde. Si pensaba en sí propio, sentía humildad; si
estudiaba al prójimo, le poseía el orgullo. Todo eran dudas continuas,
enlazadas cual esas olas mutuamente engendradas, y en que ninguna es la
postrera.
Al analizar el presente, todo le parecía negro; mas al estudiar la vida
de otras épocas, miraba bajo distintas formas reproducidas las mismas
dificultades, pero siempre disminuidas, hechas cada vez más soportables,
y supo que ese trabajo de los siglos, aspiración y tarea de la
humanidad, es el progreso. Vio que el mundo mejoraba con el tiempo, que
el mal disminuía, y que sus antiguos maestros le habían pintado como
perdurablemente malo lo que es eternamente perfectible. Aunque los
estudios y las cavilaciones le amargaran, en el fondo de su alma quedaba
siempre, como en la caja de Pandora, un bálsamo dulcísimo, la esperanza;
y entonces la vocecilla burlona, cual si tuviera empeño en trocar sus
ideales por ídolos, le decía:--«La esperanza es el manjar más sabroso de
la tierra, pero es también el menos nutritivo.»--
Fruto de tantos desvelos, Lázaro llegó a saber mucho, pero todo podía
reducirse a dos puntos: uno relativo al mundo, otro concerniente a sí
mismo. Supo que el mal y el bien no radican uno en la tierra y otro en
el cielo, sino que ambos están aquí abajo, dentro de nosotros mismos, en
gérmenes dispuestos a brotar y florecer o podrirse, según los instintos,
la educación, el tiempo o la voluntad del hombre. Y supo, en cuanto así,
que en la tierra hay algo muy parecido a la felicidad: el amor. Un libro
que nadie puede leer dos veces en la vida, pero que realmente existe y a
él le estaba negado. Su alma debía ser un muerto que tuviese por sudario
una sotana.
Las doctrinas de los que le educaron lo ordenaban así. Por cima del
decálogo casi divino que debía practicar, los hombres habían escrito
este mandato:--«No te amarán.»--
--¡No te amarán!!, se repetía Lázaro continuamente, y cada vez le
parecía más injusto. Su inocencia protestaba con la impetuosidad de la
ira o con la amarga laxitud del desaliento, pero siempre tenía que
confesarse vencida. Su conciencia era un siervo puesto en la alternativa
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Lázaro: casi novela - 5
  • Parts
  • Lázaro: casi novela - 1
    Total number of words is 4794
    Total number of unique words is 1898
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    48.8 of words are in the 5000 most common words
    57.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 2
    Total number of words is 4855
    Total number of unique words is 1855
    34.4 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 3
    Total number of words is 4786
    Total number of unique words is 1723
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    54.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 4
    Total number of words is 4737
    Total number of unique words is 1769
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    56.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 5
    Total number of words is 4708
    Total number of unique words is 1773
    31.0 of words are in the 2000 most common words
    45.5 of words are in the 5000 most common words
    53.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 6
    Total number of words is 4761
    Total number of unique words is 1834
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    48.0 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 7
    Total number of words is 3984
    Total number of unique words is 1642
    30.6 of words are in the 2000 most common words
    44.6 of words are in the 5000 most common words
    52.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.