Lázaro: casi novela - 3

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espectáculo del mundo, cebo que incesantemente las provocaba.
Cada día le trajo una lección, cada hora el agrio fruto de un anticipado
desengaño.
El tiempo fue pasando por él como la onda sobre el lecho del río,
haciendo la superficie más tranquila, pero agitando el fondo y
profundizando el cauce. Es imposible pintar la invasión lenta y gradual
que hicieron en su alma las cosas y los errores mundanos. Sería más
fácil penetrar en las entrañas de la piedra y sentir la secreta
atracción de la cohesión y la fuerza, o escuchar el latido de la planta
en que la evolución tiende a la vida. Cuando su inteligencia quería
bucear en lo hondo de su pensamiento, le veía poblado de formas extrañas
que le hostigaban con las maldecidas preguntas de la duda. Empezó el
tiempo a educarle en la amarga escuela de la experiencia. Semejantes a
estrellas que se extinguen, fueron nublándose sus esperanzas, y la fe
fue perdiendo lentamente su virginidad, como la nieve del cielo pierde
su blancura puesta en contacto con la tierra.


IV.

Apenas hacía un año que Lázaro estaba en casa de los Algalias, y ya se
había captado todo el afecto que puede inspirar el que sirve a quien le
paga su salario. La duquesa simpatizó con él como simpatiza la debilidad
con la indulgencia. El duque vio, ante todo, en su capellán un hombre
que sabía guardar las distancias, y la niña, querida de sus padres con
ese cariño de los poderosos, quizá algo frío porque no impone
sacrificios, encontró en Lázaro un alma joven, dispuesta a comprender
las impresiones que en los albores de la vida se alzan en el corazón de
la mujer. Los duques veían en el capellán una figura que, sin salirse de
su esfera, contribuía al tinte aristocrático de la casa. La hija, como
más joven menos sujeta a preocupaciones, sólo se daba cuenta de que,
mozo o viejo, noble o plebeyo, había cerca de sí un ser respetable por
su ministerio y digno de estimación por sus prendas. Lo agradable de su
persona, lo más grato aún de su afabilidad y cortesía, atrajeron el
corazón de Josefina hacia el espíritu de Lázaro como el bien atrae al
alma. La inteligencia con que el joven sacerdote iba leyendo cada vez
más claro en las cosas de la vida; el carácter con que indultando el
error insistía en lo juicioso, y su buen corazón, merced a cuyo generoso
impulso sabía hacer dulce la misma severidad, constituían en Lázaro una
personalidad extraña, sencillamente buena, tan digna de estudio en su
candidez como otras por su originalidad o extravagancia.
Josefina, para quien su padre era un socio del Casino que venía a dormir
a casa, y que no hallaba en su madre sino la encargada de satisfacer
frívolos caprichos, ni veía en el aya más que una criada con vestido de
seda, fue poco a poco acercándose a Lázaro, movida simultáneamente de la
necesidad de un amigo para su soledad, de la simpatía que inspiraba el
hombre y el respeto que infundía el clérigo.
Algunas mañanas, cuando el tibio calor primaveral parecía reconcentrarse
en la gran estufa de cristales que, poblada de plantas raras y
hojarascas exóticas, se alzaba en el jardín, Josefina y Lázaro se
encontraban en ella, fijándose la niña en las camelias que podría cortar
para lucirlas a la noche, pensativo el clérigo en sus cavilaciones o
abandonado a sus rezos. Atraídos uno hacia otro, se sentaban en los
escabeles de hierro, olvidándose la mujer del galanteo escuchado la
víspera, y el hombre del libro que le acompañaba. La reseña de un baile
o la noticia de otro, el proyectado enlace de una amiga, un cuento de la
villa, lo que dijo una visita, un pensamiento de caridad, servían de
motivo a las conversaciones. Relegado insensiblemente a segundo término
lo que daba margen al coloquio, el cura y la muchacha conversaban
amigablemente, depurando, casi sin saberlo, lo que de terrenal tenía el
comienzo de su diálogo. Nunca bastardeó aquellos dulces esparcimientos
cosa rayana en lo ridículo; que ni la candidez de la mujer tocaba en la
_sensiblería_, ni la discreción del hombre llegaba a parecer afectación.
Todo era natural hasta tal punto, que si alguna vez traspusieron la
imaginación o el labio los límites de lo conveniente, no entendió la
pureza el desmán ni pudo recogerlo la malicia. Quizá pensando alto
llegaron uno u otro a decir lo que hubiese parecido escabroso a un
tercero; pero la torpeza si de sus bocas salía, brotaba con tal
ingenuidad, que realmente la voluntad era tan irresponsable como la
ignorancia. Josefina vertía sus ideas en el ánimo de Lázaro como la
tierra deja brotar el manantial, confiadamente, sin esfuerzo, y él la
escuchaba más cuidadoso de evitarla los errores que de confirmarla las
verdades.
Andando el tiempo, e intimando el trato, llegaron a sentirse atraídos
por la genial bondad del sacerdote cuantos habitaban la casa; pero
siempre fue Josefina quien, verdaderamente encariñada con el capellán,
parecía gozarse más en frecuentar su compañía. Por su parte Lázaro
empezó a ver en la duquesa, si no una mirada pronta a esquivar la suya,
al menos un oído que su dulce severidad parecía contrariar en algo,
notando que la gran dama, más hipócrita por artificio que por
naturaleza, aunque pensaba con licencia, gustaba de aparentar recato. A
su desmedido afán de brillar en fiestas y saraos, a su gozo en ajar la
vanidad de las amigas, hallaba siempre respetuoso, pero claro correctivo
en la palabra del cura, obrando éste tan discretamente, que sus frases
podían parecer a la duquesa avisos de su propia conciencia. Si el
sacerdote hubiera pecado de autoritario, habríase librado de él
Margarita, sin más que despedirle con cualquier pretexto; mas como era
el ingenio del hombre quien obraba, dejando en la sombra su carácter de
clérigo, poca defensa cabía en ella contra advertencias que era
imposible haber rechazado como ataques. Hasta los criados contenían la
murmuración soez y maliciosa cuando en sus conversaciones se pronunciaba
el nombre de Lázaro, pues no hallando en quien le llevaba sino virtudes
sinceras, tenía la baja lengua que callar, aun estando tan diestra en
maldecir.
Así se deslizaba el tiempo para Lázaro, que, impensadamente tal vez,
desvió sus miradas del espectáculo del mundo para fijarlas en lo que de
cerca le rodeaba. Habíanselo pintado como asiento de todo error, cuando
no es sino el campo de la batalla librada por el bien y el mal; de modo
que al sentir herida la imaginación buscó refugio a sus dolores en la
contemplación de una figura que, cruzando por su pensamiento, semejó la
imagen del consuelo bajando a los infiernos del alma. A cada desengaño,
a cada decepción, Lázaro cerraba los fatigados ojos, prefiriendo la
tristeza de la sombra a los resplandores del mal, y al cerrarlos quedaba
como fotografiada en su pupila la imagen de aquella niña destinada a ser
juntamente el más grato ensueño y la más horrible pesadilla de su vida.
La buscaba sin darse cuenta de ello; la echaba de menos sin sospecharlo;
deseaba verla y hablarla del modo indeterminado y vago con que desea la
dicha el acostumbrado a la amargura. Las mañanas en el jardín, los
paseos en el invernadero, las tardes del lluvioso otoño pasadas tras los
balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por
los empañados vidrios; las horas en que sentado a un extremo de la mesa
veía trasparentarse al fondo de sus pupilas azuladas toda la ternura de
su alma, le hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia
naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas. Se
deleitaba en la contemplación de la mujer como la fría estatua de una
fuente parece recrearse entre las ondas que la ciñen. Placer, peligro,
dicha y dolor, todo lo tenía a su lado; y él, como invadido el espíritu
por sólo un impulso, no sentía más que la admiración de la belleza en
lo que tiene de ideal, sin que nunca llegaran los deseos a hostigarle
con su aliento de fuego. Sentía lo que la pasión tiene de divino, sin
que los vapores impuros de la materia mancillaran aquel placer purísimo;
y cual si sus ojos penetrasen hasta el fondo del alma de la mujer, sin
detenerse a mirar el vaso que encerraba el perfume, gozaba en la
contemplación de un ideal inasequible. Si la ignorancia tenía las alas
cortadas al deseo o la castidad sujetaba a la naturaleza, ni él mismo lo
sabía; que no sintiendo torpeza, no tuvo ocasión de combatirla. Pero en
el silencio de la noche, cuando todos dormían, tras el bullir de las
cenas o el trajín de los bailes, Lázaro con la cabeza entre las manos,
caído a sus pies el libro de rezo y rota la oración en los labios,
sentía el alma movida de esos misteriosos efluvios que nunca engendra la
piedad religiosa, porque solo brotan cuando saboreamos la esperanza de
la propia ventura. Estremecido por el frío volvía en sí. El sueño o el
cansancio le rendían luego, hundiéndole en los abismos de la nada, y su
imaginación descansaba hasta que, al despertar, la esbelta figura de la
niña flotaba de nuevo ante sus ojos, turbando la primer plegaria del
día. En más de una ocasión la Virgen grabada en el devocionario pareció
mover sus líneas y alterar sus rasgos, dando al rostro divino las
facciones de la mujer amada.
Sus alucinaciones, aun tomando forma de impiedades, no llegaron a
mancharse de lujuria; pero su misma voluntad, capaz de dominarlas, iba
dejando de ser lo suficiente poderosa para evitarlas.
Nadie, sin embargo, supo sus sufrimientos. La misma Josefina, ídolo de
aquel culto, no sospechó que bajo la pobre sotana del capellán de sus
padres empezaba a realizarse el misterioso génesis que se cumple cuando
el amor dice cerca de un alma:--«sea hecha la luz.»--
Sencillo, afable, blando con los criados, respetuoso con los señores,
sin salirse de los estrechos límites que su carácter de cura le marcaba,
acabó Lázaro por ser en casa de los duques el más querido de cuantos la
habitaban.
Lo indulgente que con las culpas era, hacía creer a los culpables que
permanecían sus faltas casi ignoradas, y si trataba de corregirlas,
nunca las reprendía ante tercero, sabiendo que nada se remedia empezando
por lastimar el amor propio.
Esta bondad, unida a su carácter religioso, le daba entre las gentes de
los Algalias una consideración a que los mismos duques no podían
sustraerse, viendo hermanados en Lázaro la mansedumbre del sacerdote y
el ingenio superior del hombre. Pero quien más le quería, por ser quien
más íntimamente le trataba, era Josefina, que, sin darse cuenta de ello,
había ido poco a poco, coloquio tras coloquio y confidencia tras
confidencia, abriéndole el seno de su alma sin dar jamás a conocer
aquella inclinación que llegó a sentir, pero que no intentó definir
nunca.


usted

Cuando Félix Aldea fue presentado en casa de los Algalias, el duque le
recibió con la afabilidad que un caballero de su clase se creía obligado
a tener con el hombre puesto en moda por la opinión y la prensa. La
duquesa le agasajó con esas distinciones que guarda la mujer bonita para
quien rinde pleito homenaje a su hermosura, y Josefina, acostumbrada a
la trivial conversación de gomosos insulsos, sintió hacia él profunda
simpatía. Viendo en Félix un muchacho cortés sin afectación, galante
sin lisonja, discreto sin esfuerzo, que sabía hablar de cosas serias sin
hacerse enojoso, ser franco sin parecer hipócrita, y comparándole
involuntariamente con los demás que la cortejaban, resultó de aquel
paralelo que la muchacha llegó a preferirle cuando ya en su alma, sin
que ella lo advirtiera, penetraron las sensaciones que al amor preceden,
al modo que en una habitación cerrada se deslizan las primeras
claridades del día.
Aquella especie de amistad severa y dulce, al mismo tiempo que unía a
Josefina con el cura, la sirvió para una trasformación extraña; pero lo
que Lázaro había provocado en la niña, más que una trasformación era el
desarrollo de cuanto fecundo puede haber en el corazón humano.
Poniéndola en condiciones de distinguir, casi intuitivamente, lo bueno
de lo malo, cumplió la preparación necesaria en ella para apreciar la
diferencia que existía entre hombres como Félix Aldea y caballeretes
como los que hasta entonces había tratado. Con todo lo que de Lázaro
escuchó, de sus instintos, sentimientos, ideas, y juicios, se formó
Josefina una imagen que, sin reflejarse en su fantasía por entero, ni
llegar a personificarse en una figura, prestó a las impresiones la
suficiente cohesión para engendrar la aspiración indeterminada de un
ideal en que se daban juntas y cumplidas las buenas cualidades del cura
y las promesas de futura dicha, ya evocadas en el corazón de la mujer.
Para realizarlas estaba Lázaro incapacitado. Ni por un momento cupo en
Josefina la idea de que coexistieran en él las dos personalidades de
hombre y sacerdote; pero cuanto se desprendía de su trato vino a formar
algo como la fórmula de la ventura soñada, la profecía desinteresada de
bienes que él no podría otorgar, pero que en él estaban visibles a los
sentidos, aunque negados para siempre a la posesión o al goce. Él fue el
primero en guiar a la virgen por los misteriosos senderos que llevan de
la pureza a la ignorancia y de la ignorancia a la curiosidad, haciéndola
salvar con la imaginación el límite marcado a la candidez por la
sospecha, infiltrando, sin saberlo, en el espíritu de la niña esa
inquietud secreta que dan las grandes crisis de la vida. Todo aquello
con que Lázaro la había moralmente seducido, lo superior de su
inteligencia, la atracción sobre ella ejercida, cuanto él discurría y la
daba expresado en frases de sencillez grandiosa, el inconsciente empeño
con que dejó entreabrirse los senos de su alma para que ella viese clara
la poesía del bien y del amor, contribuyeron a que Josefina, llevando a
otro sus miradas, se fingiera un espejismo moral en que objetivó sus
ilusiones, llegando a concebir una entidad en que palpitaron vivas
todas aquellas perfecciones que la sotana del cura hacía estériles.
Lázaro fue el eslabón a cuyo roce salta la chispa de que otro se
aprovecha.
A poco de frecuentar Aldea la casa de los duques, empezó a dibujarse la
índole del afecto que inspiró a cada uno de los tres individuos de la
familia. El duque, en un principio ceremoniosamente obsequioso con la
trivial cortesía del caballero que se complace viendo en su casa al
personaje del día, pensó luego que bien pudiera serle útil en el
porvenir la amistad de aquel hombre nacido apenas a la vida pública, y
objeto ya de tantas conversaciones. Su propio valer y la suerte de su
partido, la fortuna o la casualidad, podían alzarle a una posición en
que su influjo fuese halago para la vanidad, o mina para la codicia. Y
el duque era de los que, llevando previsoramente muy lejos sus ideas,
echan cuentas sobre lo que pueden producirlos amigos. No ignoraba que
todo hombre es útil en algún momento de su vida, y que ese es el
instante que debe aprovecharse. Pensó en la senaduría, y añadió para sus
adentros:--¡Quién sabe!--Desde que tal idea cruzó por su mente, le
empezó a distinguir sobremanera; dejó de llamarle Aldea, y tomó la
costumbre de llamarle Félix.
La duquesa, que al principio no sintió hacia él sino la gratitud innata
de la hermosura para la galantería, fue apreciándole luego como uno de
esos hombres peligrosos con quienes la coquetería de la mujer hace el
papel expuesto de la imprudencia asomada a un abismo. La perspicacia de
la dama, avezada a la lucha de la audacia contra la belleza, adivinó en
él un adversario terrible si llegase a atacarla. Pero nadie notó que
Aldea la cortejase. Sus conversaciones tenían ese carácter de afectada
cordialidad que da barniz de amistad al trato de personas indiferentes;
sus amables futilidades parecían exigencias del círculo que frecuentaba;
sus galanterías imposición trazada por la teatral urbanidad de los
salones. Tal vez a solas se entretuvieron en discreteos peligrosos, pero
nadie llegó a pensar mal; ni la expresión de lo que él decía daba lugar
a sospecha, ni la manera de escucharle ella significaba disimulada
alegría. Tal vez en medio de una fiesta, muellemente sentada la duquesa,
vuelto hacia atrás el rostro, recatándose entre el plumaje de su abanico
y apoyado él en el respaldo del sillón que ella ocupaba, se encontrasen
una sonrisa y una frase, como se encuentran el delito y su precio; pero
el descuido, si lo hubo, de nadie fue notado; quedaron secretos los
latidos que hicieron levantarse el raso a impulso del corazón, y quedó
ignorada la secreta alegría de quien lo hizo palpitar. Quizá si se
acercaron fue impelidos por la embriaguez que se apodera de los nervios
bajo la letal influencia de la viciada atmósfera que forman las mentiras
oídas, los perfumes aspirados y los resplandores que deslumbran; fueron
como la rama que se inclina sobre el río mientras la violencia de la
corriente alza la superficie del agua, sin que pueda notarse si los
tallos la buscan, o es ella la que sube hasta manchar sus hojas.
Nada había en ellos que autorizase al mundo para suponerles unidos por
un lazo más estrecho que el de la superficial amistad engendrada con el
trato del medio social en que vivían. Existían en cambio poderosos
indicios para suponer que, si algún exceso de galantería mostraba Félix
Aldea hacia Margarita de Algalia, no eran enteramente desinteresadas sus
intenciones. Cuando se le veía hablando; embelesado con Josefina, los
ojos recreándose en la contemplación de su belleza, mudo y como absorto
unas veces, animado otras hasta la locuacidad, comprendíase el por qué
de tales dulzuras y complacencias para con la madre de aquel tesoro de
discreción y hermosura. La solicitud con que a la duquesa atendía, se
explicaba por el afán de acercarse a su hija. Tratando de hacerse
agradable a Margarita, parecía solicitar la venia para otros diálogos en
que de antemano era la plática tenida por más dulce y amena, pues
Josefina cada vez se le mostraba más propicia.
Era la vez primera que Josefina escuchaba con gusto las frases galantes
y las palabras cariñosas de un hombre. Cuantos hasta entonces la
cortejaron, no supieron disimular bien el impulso que les animaba; unos
sólo vieron en ella lo que inmoral y descaradamente se llama _un buen
partido_; otros la esperanza de satisfacer con sus amores una vanidad
pueril. Las pretensiones de aquéllos fueron siempre rechazadas con
repugnancia; las de éstos miradas con desprecio. Josefina, incapaz de
querer a nadie interesadamente, no admitía la idea de ser ambicionada
por su oro, y sobrado discreta para confundir pruebas de amor con
requiebros de salón, desoyó igualmente a los que pretendían su mano por
su dinero y a los deseosos de preferencias en que fundar vanidades. Ni
quiso prestarse a ser inerte objeto de un contrato, ni pudo oír con
agrado las frases triviales, mejor o peor dichas, pero siempre falsas,
con que el hombre pretende atraerse sonrisas y provocar miradas que
pueda pregonar como favores. Cuando puesta en contacto con Félix Aldea
apreció su valer y notó su inclinación por ella, se fijó primero, pensó
después, vaciló luego, y finalmente llegó a decirse que aquel hombre
joven y juicioso, hermoso y varonil, obsequioso sin afectación, galante
sin lisonja, era quien mejor merecía, si no su amor, al menos aquella
simpatía que la mujer dispensa como prólogo de más dulces concesiones.
Tal vez creía verle demasiado engolfado en sus aficiones políticas; no
se ocultaba a sus ojos que absorbido por la vida pública, la tranquila
dicha del hogar sería en su existencia lo secundario; pero también
apreciaba claramente la diferencia inmensa entre un hombre que daba el
pensamiento a trabajos de gloria y los figurines movibles que hasta
entonces la rodearon. Cuando, cansado por las luchas del mundo o abatido
por los reveses de la suerte, Félix buscara en el hogar fuerzas y
consuelos, ella, con los brazos abiertos, le brindaría reposo, y con sus
frases de cariño le infundiría esa fe que el temple de las grandes almas
sabe trocar en energía. Cuando la rápida pulsación de la impaciencia
atormentara sus esperanzas, palpitaría también con ellas; la alegría de
los triunfos sería para ambos, y la gloria que se conquistase para él
sólo. Ella se contentaría con un beso el día de las victorias,
endulzaría con una frase las amarguras, y lejos de pensar que el
matrimonio es el _egoísmo de dos_, sus ensueños de ventura se lo hicieron
vislumbrar como la abnegación de uno solo.
Josefina no amaba todavía a Félix. Ni le conocía lo suficiente para
cifrar en él todas sus esperanzas, ni la había tampoco hablado en esos
términos que hacen recíproca la ternura. Sus finezas y palabras amables
no fueron nunca lo suficiente explícitas para provocar respuestas
claras: él no parecía poner empeño en obtenerlas; ella, sin acertar a
desearlas, las temía, pues si las conversaciones con Aldea pudieron
servirla como medida de su valer, no conocía bastante su carácter para
fiarse de él. Su trato le parecía cada vez más ameno, mayor su ingenio;
pero no dejaba de observar que en todas sus conversaciones se quedaba
siempre corto, temeroso de pronunciar palabra en extremo arriesgada,
cuidando de evitar frases que no pudiera recoger. La perspicacia mujeril
la prestó adivinación, y la niña fue advirtiendo que aquel hombre tenía
repartido su corazón entre un amor naciente y otro sentimiento más vivo,
más avasallor y poderoso.
Aldea no perdía ocasión de dar a entender en público su amor por
Josefina: en las recepciones de su casa, en bailes, teatros y saraos se
complacía en mirarla de ese modo que, prodigando expresión a las
pupilas, entera a las gentes de lo que uno calla. No se recataba para
decir a quien quisiera oírselo que con ella sería feliz; a nadie llegó a
permanecer oculta aquella inclinación. La familia de Josefina se enteró
de todo antes que los extraños, y si la madre no procuró evitarlo, el
duque tampoco dio a la cosa gran importancia. Su hija era joven, rica y
hermosa: nada tenía de particular que gustara a los hombres: Félix Aldea
era uno más.
Sólo la interesada reflexionaba sobre su propia situación, y a pesar de
la atracción de que se sentía poseída, procuraba dominarse, ver claro y
leer en el corazón de aquel hombre.
Sin bastante conocimiento del mundo ni experiencia para explorar a Félix
provocando atrevidamente explicaciones francas que pudieran ser
indecorosas; sin coquetería que desconcertándole le hiciera venderse,
Josefina sintió la falta de un alma amiga, leal, inteligente, franca,
que aconsejara su incertidumbre y gobernara su timidez convirtiendo la
misma debilidad en arma poderosa. Aunque obcecada con dificultades y
dudas, a fuerza de pensar en su situación respecto de aquel hombre,
creyó ver determinado y fijo el rasgo que caracterizaba su extraña
situación. Cuando Aldea la tenía en público cerca de sí, hacía marcados,
aunque discretos, esfuerzos porque le vieran enamorado de ella; pero
cuando aparte y juntos podía hablarla sin testigos, callaba, o daba a la
conversación los giros rebuscados de una tranquilidad afectada, huyendo
cobardemente toda explicación. ¿Era esto el miedo natural de quien,
deseando una dicha, vacila en pedirla temiendo escucharla negada o era
un modo de implorar piedad? Con esta duda tropezaba Josefina al fin de
todas sus cavilaciones.


VI.

LLEGÓ el día del santo de la duquesa, y, como de costumbre, se festejó
en familia con una comida, que si tenía sus puntas y ribetes de
pretencioso convite, no carecía de cierto aspecto de intimidad, pues
sólo asistieron a ella los más asiduos amigos de la casa, Félix Aldea
entre ellos, y el joven pero venerable capellán.
Esmeráronse en prepararlo todo los criados, inspeccionándolo
cuidadosamente el mayordomo, y a la hora fijada estaba puesta la mesa
de tal suerte, que juntamente daba muestra de la calidad de los dueños y
del esmero de la servidumbre.
Un manojo de flores, presas en rico vaso de Bohemia, ocupaba el centro:
la cubrían blanquísimos lienzos de letras y escudos primorosamente
bordados; relucía sobre ellos la limpia plata; puestas en trasparentes
platos acusaban las frutas con sus aromas su completa sazón; a las copas
de diversas formas y tamaños esperaban los más preciados vinos, y la
tranquila luz de las lámparas iluminaba aquella lujosa sencillez,
mientras sólo el continuo tic-tac del reloj rompía el silencio del
comedor, como llamando a convidados y dueños. Oíanse por las
habitaciones inmediatas, a un lado el murmullo de la conversación
pausada de los que esperaban, a otro el ruido que producían con sus
últimos preparativos los criados. Poco después fueron tomando asiento
los escogidos que habían de disfrutar con los duques el grato e íntimo
solaz que ofrecía aquella fiesta de familia.
Las personas convidadas eran pocas, pero dignas de ser citadas. Además
de Aldea, puesto no se sabe por qué previsora disposición a la izquierda
de Margarita, estaban cuatro señoras y dos caballeros. La condesa de
Busdonguillo, dama elegantísima al presente, en otros tiempos señorita
cursi de las que pasan las primaveras en el Retiro, los veranos en el
Prado y los inviernos en torno de una camilla con lámpara de petróleo
haciendo flores de trapo o redondeles de _crochet_, mientras alguno de
los presentes cuenta lo que en la corte se dice cuidando de disfrazar la
crónica escandalosa de modo que no dejen de enterarse las niñas de la
casa. Conoció al conde cuando éste acababa de perder a sus padres; se
dejó abrazar varias veces en la penumbra de un pasillo, negándole
siempre otros favores; y un día, entre los enojos de una sesión de celos
y las alegrías de una reconciliación, hizo que su madre dijese al
muchacho: «Pronto nos darán Vds. un buen día.» Poco después de la boda
el conde tiró por un lado, la mujer por otro, y hoy viven en la mejor
armonía, ella disponiendo _sus martes_, y él amueblando casa distinta
cada año a una traviata de moda.
Frente a esta, para mortificarla con el espectáculo de su lujo,
colocaron a la señora de Alzaola, hija de una nobilísima familia que se
vio obligada a casarla con un pollo imberbe, gracias a no se sabe qué
cuentos y calumnias, según los cuales la niña tuvo que ausentarse un año
de la corte para pasarlo en compañía de una tía pobre que vivía en un
cortijo de Andalucía. Cuando, trascurridos dos años, el matrimonio
volvió a Madrid, trajo en su compañía un precioso niño, que murió poco
después de garrotillo mientras su madre estaba en un baile. En la
actualidad la señora de Alzaola es individua de varias juntas de
beneficencia, hace con frecuencia donativos de consideración que
anuncían los periódicos, y suele mandar que paguen a su lavandera con
bonos de los que el Ayuntamiento distribuye a los pobres.
Otra de las invitadas era Pura Menguado, una casi niña, de diez y nueve
años, sobrina de la condesa de Busdonguillo. Tenía el pelo de un negro
azulado por lo intenso, el rostro de una palidez clorótica, los pómulos
salientes, algo caídos los labios, y los ojos de un mirar despreciativo
y lánguido como de heroína de novela que no ha encontrado todavía su
ideal en la tierra. Se levantaba a las tres, almorzaba, iba en coche a
paseo, se vestía a las ocho para comer, volvía a vestirse a las nueve
para ir a la ópera, engalanábase de nuevo para dar una vuelta por algún
salón de buen tono, regresaba a su casa a las cuatro, se empapaba en la
lectura de novelas francesas hasta las ocho, y dormía hasta la hora de
levantarse para repetir las mismas operaciones. Pura, que era renombrada
por su estranjerismo en el vestir, aquel día llevaba un vestido de raso
negro de mangas cortas muy ceñido y muy largo con volantes de ancho
encaje azul, un collar de perlitas, medias de seda negra, zapatos de
raso claro con la punta algo encorvada, y el pelo, recogido a la
_vierge_, salpicado entre los rizos de alfileritos con cabeza de
brillante.
La cuarta señora era la generala viuda de Pillote. Tendría cincuenta
años, pero a media luz representaba treinta y cinco; estaba hacía tiempo
en relaciones con otro general a quien el difunto legó sus placas en
prueba de buena amistad; se dedicaba mucho a las cosas de iglesia,
bacía novenas, y creyendo que esto no podía ya ponerla en ridículo,
vestía imágenes. Después del general, sus pasiones eran las amigas a
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