Lázaro: casi novela - 2

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para el porvenir, y juzgando la vida tal cual se la habían pintado,
pensando que todo era males, tristezas y desdichas, se preparaba a
entrar en ella inquieto, temeroso, como soldado bisoño pronto a escuchar
el primer paso de ataque tocado por las cornetas de su batallón.
Tratábale su tío afablemente; por respeto o adulación al Prelado,
hacían lo mismo cuantos le rodeaban, y merced a su protección entraba
Lázaro en la carrera a que le habían destinado, escudado contra las
privaciones, con el porvenir preñado de fortunas, y el alma llena de
presentimientos. Le habían pintado su misión de suerte que, impresionada
la imaginación, veía en el sacerdocio el apostolado de toda idea
generosa. Pero, a pesar de esto, cuando solo, con su libro de horas bajo
el brazo, se le veía cruzar los anchos corredores o sentarse bajo las
umbrías del huerto, parecía que dentro de su alma bullían y a sus
miradas se asomaban vagos temores por su vida futura y dudas sobre la
suerte que le estaba reservada. La santa casa que habitaba era, a su
parecer, un puerto de refugio contra el oleaje infernal de la malicia
humana. Por todo aquello que sus libros devotos le aconsejaban huir,
venía en conocimiento de cuan ciertas deben ser las palabras con que se
le avisaban los peligros mundanales, y por la interminable y fatigosa
excitación a la virtud, podía apreciar cuan hondas y frecuentes son las
simas del pecado. A medida que iba considerando las tentaciones que
podrían rodearle, los riesgos que tendría que prever y males que evitar,
su inteligencia miraba con deleite la perspectiva de días de horrible
pero santa y gloriosa lucha, preparación a la inmortalidad.
Considerado por cuantos cerca de él andaban como la persona más allegada
a Su Ilustrísima, los sacerdotes y demás gente de Iglesia que tenía
ocasión de frecuentar, guardaban buen cuidado de no dejarle ver cosa que
pudiera enojar al obispo. Todo era ante él virtud, resignación y
humildad; de modo que teniendo constantemente ante los ojos la divina
palabra de los libros y el mejor ejemplo en los hechos de los hombres,
pensó que en contra de la agitación del mundo estaba aquella santa
tranquilidad, que el torpe bullir de las pasiones se contrabalanceaba
por un santo estoicismo religioso, y que nada podía haber tan digno ni
respetable para la humanidad como la voz de esos hombres que con la
imagen de Cristo en una mano y señalando con la otra al cielo, dicen al
desgraciado: «Cree y espera.» Su poética melancolía era el
presentimiento de los dolores de la lucha. Parecía que su alma adivinaba
las heridas que habría de sufrir más tarde, y sólo en la fe, ingénita en
su espíritu, fomentada luego por cuanto le rodeaba, era donde el pobre
Lázaro podía hallar reposo a la misteriosa agitación de sus ideas.
Nacido en una aldea donde la hermosa y virginal Naturaleza le decía
continuamente:--«Admira,»--sin escuchar más voz que la del cura que de
continuo repetía: «Cree;» con el sano ejemplo de la honrada vida de su
padre, y sin haber sufrido las desgracias que pervierten al hombre,
Lázaro iba allegando fuerzas y atesorando virtudes para verterlas luego
como un maná divino sobre el rebaño de fieles que Dios le deparase. Si
alguna vez caían sobre su turbada pupila los fatigados párpados, como
deslumbrada la vista que admiraba de continuo el panorama espléndido de
una vida toda virtud y caridad, al hundir la mirada en los abismos de su
alma, encontraba, semejante a un resplandor en el fondo de una sima, la
luz que le guiaba a sus destinos.
Dos épocas distintas puede decirse que atravesó Lázaro mientras estuvo
en casa de su tío.
Durante la primera le dominaron los recuerdos confusos del pueblo con
sus faenas y labores; acordábase de las conversaciones en que la tierra
era la preocupación de todo el año, y empeñándose mentalmente en
resucitar sus impresiones, se esforzaba en reconstruir, con
reminiscencias vagas y sensaciones olvidadas, aquellos días que no
habían de volver jamás; las lluvias primaverales que hacían entrever los
carros repletos de doradas gavillas; el estío con las llanuras serpeadas
por surcos que parecían encender el aire en la irradiación de sus
terruños abrasados; el otoño con sus frutas mal sujetas a la cargada
rama, convidando al paladar a refrescarse con su azucarado jugo; las
tardes con sus vientecillos impregnados de perfumes, y las calladas
noches envueltas en misterios, poblaban su pensamiento de ensueños
indecisos. Lejos, muy lejos de él estaba cuanto podía recordarle tiempos
pasados, y como tales más dichosos; el hogar ennegrecido por el humo de
los troncos a cuya sombra jugueteó de pequeñuelo; la fuente donde las
mozas, entretenidas en mirarle, dejaban rebosar en sus cántaros el
agua; y en un altillo del cementerio, con su cruz de piedra que dora
cada tarde el último rayo de la luz solar, la tumba de su madre.
En la segunda fase de aquella etapa de su vida, todo era esperanzas:
habíanle trazado con sombrías tintas el plano de la revuelta arena del
mundo.--«Aquí abajo no hay, le dijeron, sino males y perfidias; pero tú
serás de los que tienen por misión encadenar el dolor a la esperanza de
la dicha.» A pesar de no considerar completos los ejemplos que se le
ofrecían, todo lo que aprendía, sus vigilias y desvelos, cuanto
intelectualmente se asimilaba, venía a compendiarse en una palabra de
amor divino, que le hubiera hecho fijar los labios en la escrófula del
enfermo, si esto bastara para curarla, entusiasmo capaz de llevarle a
los campos de la guerra para acallar con su rezo la maldición del
desgraciado y dar alas al alma del creyente moribundo.
Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una
eminencia dominábala ciudad, viendo a lo lejos tejados y azoteas,
escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le
traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal.
Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de
redención o amparo. Si su memoria, protestando de aquel falso sistema
del mundo, le recordaba que no todo era malo en la tierra, que él había
visto a su padre dar trigo a los labriegos pobres o socorrer a los
necesitados, que en la tierra existían cariño, afabilidad y amor, que él
mismo había llevado hasta los apartados caseríos consejos de paz y de
justicia, todo se desvanecía ante la influencia maléfica del _pulvis
eris_ que le habían inculcado en el alma.
Fue Lázaro después al seminario; tuvo su celda estrecha y triste;
aprendió mal latín y peor griego, no para admirar el genio de los
grandes poetas paganos, sino para embotar su inteligencia en casuismos
teológicos; se apacentó dócilmente con filosofía escolástica; le dieron
los libros de los Padres de la Iglesia; le dijeron el criterio que había
de seguir para que no cayera en la peligrosa pendiente de pensar;
marcaron a su entendimiento las lindes que no debía traspasar, y como si
el pensamiento del hombre fuese ave cuyo Vuelo depende de voluntad
ajena, le impusieron la idea, el dogma y el sentido de cuanto debía
creer y proclamar. En su cerebro había de dar cabida, le repugnase o no,
a lo que otros concibieron; su esfuerzo tenía que hacerse mantenedor de
proposiciones que apenas le era dado examinar; debía admitir la verdad
sin examinarla, creerla sin que le fuese demostrada. «_Node sólo pan
vive el hombre, sino también de la palabra de Dios_,» le dijeron; y la
palabra de Dios era un enigma, todo lo más una promesa. Le fue negada la
interpretación o el examen de los libros sagrados; y para colmo de
absurdo, sostuviéronle que en aquel misterio impenetrable que constituye
la esencia de todo lo dogmático, están la imposible demostración de la
verdad y el encanto de su divina poesía, porque _la fe es substancia de
las cosas que se esperan, argumento de las cosas que no aparecen[1]._
Entonces, falta de apoyo su inteligencia, sin que pudiera todavía
discernir lo bueno de lo malo, ni estimar como nulo lo falso e
inapreciable lo cierto, fue desfilando ante su mirada por las páginas de
sus manoseados infolios, la interminable procesión de ideas, teorías y
concepciones que se le daban como infalibles certezas. Fue viendo que
el hombre, envilecido desde su nacimiento por una culpa ajena, no puede
redimirse de ella; supo que el alma, capaz del crimen, está hecha a
semejanza de Dios; leyó que la misericordia celeste puede ser también
cruel, haciendo eternos los castigos, y que la voluntad divina es capaz
de trastornar las leyes eternas de la materia y la energía.
Contraria pero simultáneamente a la frase «Eres polvo,» le dijeron que
el hombre es el rey de la tierra; las aguas de los mares y las arenas
del desierto son llanuras francas a su actividad y su valor; las fieras
de brutal poder, esclavas de su inteligencia; los metales, que como
venas de fuerza y riqueza serpean por las entrañas de los montes,
tesoros escondidos para que el trabajo los descubra y el sudor los
fecunde; y hasta la mujer, arcilla divinamente modelada con los rasgos
de la amante y la madre, es suya también, _carne de su carne, hueso de
su hueso_. Pero con todo, y a pesar de ello, le afirmaron que él ideal
de la vida no es la existencia en el seno de la Naturaleza, ni la
fecunda guerra del trabajo ni la pasión de la verdad o del arte, sino la
muda y estática contemplación de lo divino, el celibato estéril, el
claustro, la pobreza, el ayuno, el desprecio de sí mismo y el ansia de
llegar a la muerte como a puerta mágica desde cuyo umbral se perciben
los eternos albores del paraíso de los justos.
Sobre este conjunto de ideas, por cima de toda consideración superior a
cuanto le rodeaba, estaban para Lázaro la santidad y grandeza de la
misión aceptada, sin que llegara a alzarse un punto en su espíritu la
idea de que el bien fuese independiente y extraño de la fe. Así llegó a
cumplir los veinticinco años. Su inteligencia, como vaso forjado según
las concepciones de los que dirigieron su educación, fue molde en que
se vaciaron ideales ajenos. Cuanto en sí encierran las tendencias de los
pasados siglos, cuanto en lo antiguo sirvió de turquesa para dar forma y
ser a la sociedad, echó en su inteligencia hondas raíces. Educado para
las batallas del presente, tuvo por armas las convicciones de antaño,
fuertes por lo sinceras, pero quebradizas por lo viejas.
Llegada la época de abandonar el Seminario, el obispo le llamó a su
despacho, y le habló de esta, suerte:
«Vamos a separarnos. Cuando escribí a mi hermano encargándome de tu
porvenir, no creí que fuese tan fácil poner a un hombre en camino de
hacerse artífice de su propia fortuna; pero tu aplicación, e ingenio han
llevado las cosas de modo que aquí, de hoy en adelante, no harás más que
perder tiempo. Si con nosotros te quedaras; no pasarías de pobre cura de
pueblo; tal vez llegases algún día a predicar en nuestra catedral; pero
nada más. Yéndote a la corte, como deseo, tus méritos darán a tu carrera
continuación tan lisonjera como halagüeños han sido los comienzos. Poco
me agrada separarme de tí; pero dos consideraciones hago: que aquí te
traje, no para satisfacción mía, sino por conveniencia tuya; y que en
las luchas de la tierra, en la revuelta marejada de encontrados
intereses, donde has de intervenir, puedes ser en alto grado útil a la
santa causa de la Iglesia.
»Vas a cambiar de género de vida, de hábitos y costumbres, hasta de
ambiente respirable, que no son iguales las auras puras de estos campos
cercanos, al aire viciado de la ciudad. Aquí, por más que haya doblez y
engaño, no son la maldad tan refinada ni la hipocresía tan astuta; allí
la cortesanía hace el daño más hondo y más disimulada la torpeza.
Vivirás entre hombres que antes aprenden a averiguar el pensamiento
ajeno que a expresar el propio, rozándote con gentes que procuran hacer
a la mentira hurón de la verdad, y que tratarán de adquirir tu confianza
engañando a otros, como luego te engañarán a ti para provecho de
tercero. Anda en todo pecho la falsía, en todo cerebro la comedia:
muchos la representan de tal suerte, que toman en serio su papel, y ni
aun la muerte da fin a la farsa, pues otros fingen que les han creído, y
la lisonja llega hasta el epitafio, manchando hasta los mármoles.
Desconfía de cuanto te rodee y mantente en guardia casi más que contra
las maldades ajenas, contra tus propias debilidades. Dios ha puesto en
ti fe y razón; aquélla, como faro eterno a que caminas y te alumbra;
ésta, como apoyo y sostén para cuando dudes; mas ten cuenta que si tu fe
vacila, antes te será causa de desdicha que de consuelo y esperanza.
Lee los libros que te en las manos sin cuidarte de profundizar en sus
páginas más de lo que ellas te descubran; que el libro, como el vino,
fortalece si no se abusa de él, embriaga si se prodiga. La ciencia es a
la paz del alma lo que el agua a la semilla; con poca se fecunda y con
sobrada se anega. Tu misión hasta hoy ha sido aprender la que habías de
huir mañana: desde ahora vivirás entre el mal, evitando que logre
corromperte. La tarea de tu vida es consolar al que sufre, alentar al
que espera, perdonar al que yerra, labrar en tu corazón puerto donde
busquen amparo los náufragos del mundo. No hay en la tierra misión más
noble, que la nuestra. Si la virtud pudiera ser orgullosa, nos sería
dado envanecernos; pero hemos, de unir a la bondad la mansedumbre, y por
altivo nos está vedado el orgullo, como por pueril la vanidad.
»Ya ves, Lázaro, qué hermosa perspectiva se te ofrece a la vista.--La
vida es combate de pasiones, que unas a otras se hieren y lastiman: tú
serás de esos hombres que por vocación de caridad se mezclan en la
pelea, llevando en su alma la mina inagotable de la piedad y en sus
labios el manantial perenne de la esperanza. Así como unos curan las
dolencias del cuerpo, otros cuidan de la pureza del espíritu: serás, de
ellos, y mientras el tuyo permanezca incólume, jamás te faltarán
palabras con que infundir a tus hermanos la fe que te aliente. Cree y te
creerán, que nunca inspiró la sinceridad desconfianza. Si la misión es
difícil, no ha de ocultársete que la tentación es temible: ya lo irás
viendo; pero si algo divino y fuerte hay en el hombre, es la voluntad. A
todo has de sobreponerte, temiendo más la propia indulgencia: que la
ajena censura. Sé hasta rencoroso contigo por tus culpas, débil hasta
la exageración con las del prójimo; que el hombre debe ser tan avaro de
virtudes como pródigo de perdones. Si la persecución te maltrata o la
ironía te hostiga, recibe a la primera con mansedumbre y a la segunda
con piedad; pues si la maldad debe hallarnos pacientes, el sarcasmo ha
de inspirarnos lástima. Merézcate siempre más conmiseración quien se
burle de lo bueno que quien practique lo malo. Por las funciones de
nuestro ministerio habrás de hablar al oído de la esposa, y en el tuyo
depositará la virgen sus secretos: di a aquélla que lo sacrifique todo a
la paz de la casa, y a ésta que todo lo posponga a la paz del alma. Al
hereje responderás con la palabra de la verdad, tratándole como amigo
perdido que hay que reconquistar, no como enemigo que es preciso vencer,
y rezarás por la salvación de quien persista en el error, pues ya que la
religión no sea patrimonio de todos, séalo al menos la piedad. No
mortifiques al moribundo con el recuerdo de sus delitos aquí abajo;
habíale de sus esperanzas allá arriba. Fe, perdón, mansedumbre: tal es
tu lema; el corazón tu escudo, tu premio el reino de los cielos. Si de
la violencia que te hicieren hubieses de morir, muere con valor, mas no
con aquella calma que puede ser cinismo, sino con esa serenidad que
reflejando el tranquilo fondo del alma, sirve a los demás de un ejemplo
que equivale a un consuelo.
»Mas no fuera bueno que te marchases sin tener seguro puerto de llegada.
He arreglado todo de manera que entrarás en la corte por tal puerta, que
muchos desearían tu posición como término a sus ambiciones. Vas de
capellán a casa de los duques de Algalia, señores tan poderosos como
buenos. De tus deberes para con ellos nada te digo, que la humildad de
sacerdote no ha de echar en olvido la dignidad de hombre, y tengo por
cierto que antes de poco no sabrán qué mirar con más cariño: si su
venerable eclesiástico o su discreto y leal amigo. Partirás en breve, y
sabe Dios hasta cuándo. Acuérdate alguna vez de mí, y siempre de lo que
te debes a ti mismo. Recibe mi bendición, y ojalá te dé ella todos los
bienes que la voluntad te desea.»
* * * * *
De allí a pocos días partió Lázaro, y aunque alentado por sus esperanzas
no dejó de darle mucho en qué pensar la visible contradicción existente
entre los discretos consejos que acababa de escuchar y, la vida no muy
austera de su tío, sin que acertase a comprender cómo siendo bueno lo
que aconsejaba, no era completamente idéntico lo que practicaba.


III.

Ere por aquel tiempo en la corte la casa de los duques de Algalia una de
las más ricas y afamadas por aristocráticas. Su blasón no se había
desdorado aún por completo con el roce de las costumbres modernas; sus
estados no eran todavía presa de ninguna junta de acreedores, y hubiesen
podido añadirse al escudo nobiliario algunos rehiletes gallardamente
puestos en atrevida becerrada.
Cuanto esplendoroso puede dar la vida contemporánea, cuanto grande son
susceptibles de engendrar el refinamiento del gusto y la sobra del oro,
se reflejaba en la morada de los duques de Algalia.
Cada uno de sus salones era una pequeña capilla consagrada a la
elegancia; el palacio entero un suntuoso templo del buen gusto y la
moda, enriquecido con detalles dignos de un museo, en que andaban
revueltos lo antiguo y lo nuevo, formando ese consorcio extraño, pero
armónico, que ofrece la reunión de lo bueno, por distintos que sean los
caracteres que revista. No había pieza mal alhajada ni rinconcillo
descuidado. Aparte el esmero con que se había atendido al regalo
material del cuerpo, la ornamentación indicaba por doquiera el destino
de las habitaciones: el gran salón de recepciones estaba decorado con el
fastuoso gusto del monarca de Versalles; el comedor de ceremonia
cubierto de tapices flamencos; el de familia, con grandes bodegones
firmados por manos maestras; el despacho del duque, todo de ébano
incrustado de bronce; los aposentos de la hija, tapizados de alegres y
sencillas pero valiosas telas; y los de la duquesa exornados con tal
gusto y riqueza, que ni el gabinete de raso negro con flecos de
multicolores sedas, ni la sala de baño con jaspe y ónix argelinos, ni el
tocador de azulados cortinajes, hubieran sido mejores si los eligiese el
arte para albergar a la belleza. Al verlos parecía que para aquellos
pavimentos y muebles era indispensable una gran dama en quien fuese aún
mayor la distinción que la hermosura; que pisase con menudos pies, como
ligera sombra, las aterciopeladas alfombras y se recostase en los
divanes casi sin que los flexibles muelles cediesen al suave peso de su
cuerpo.
Y así era en efecto: que ni en la nobleza toda, ni en toda la alta
banca, había dama más digna de disfrutar aquellas grandezas que la
duquesa Margarita, noble hasta las puntas de sus larguísimas pestañas
negras, y elegante hasta el claro fondo de sus ojos azules. Era una
figura airosa, pero de movimientos lánguidos, como de gata friolera, y
actitudes sobriamente voluptuosas, como de estatua griega; el traje más
modesto realzaba mejor su hermosura, y con un vestido completamente
negro, un grueso ramo de amarillentas rosas en el entreabierto escote,
sencillamente recogido el pelo, libres de pendientes las diminutas
orejas, y sin guantes las aristocráticas manos, no había hombre capaz de
contemplarla un segundo sin darse la enhorabuena por haber nacido. Resta
añadir, para mayor encanto de golosos, que Margarita de Oropendia,
duquesa de Algalia, aunque tuviese más, sólo representaba treinta años,
y era relativamente virtuosa.
El duque, algo apabullado por los excesos de la buena vida, un tanto
muerta la mirada por el mucho trasnochar o la afición a los naipes, era
todavía un hombre bien plantado, elegante, de educación británicamente
escrupulosa en lo que a la etiqueta se refiere, y hasta instruido. No
ignoraba, por ejemplo, que Luis XVI fue decapitado, y murió de resultas,
ni que Carlos I de Inglaterra tuvo parecida suerte, hechos que con
frecuencia citaba para probar lo temibles que son las muchedumbres
cuando, según su frase, se desbocan. Lo que mejor caracterizaba al duque
era el ardiente deseo de ver satisfecha una aspiración constante de su
vida, una exigencia de su imaginación que participaba de la seriedad de
la ambición y la ridiculez del capricho: ser senador. La senaduría era a
sus ojos el complemento de su nobleza; sería una ocupación, un pretexto
para darse importancia, una satisfacción de su vanidad. Y si además de
ser senador pudiera serlo de por vida... ¡Senador vitalicio! Soñaba con
sentarse por derecho propio en los escaños rojos de la Alta Cámara, ir
en coche hasta la plaza de los Ministerios, apearse lejos del zaguán
para cruzar entre filas de curiosos, que murmurasen, «ese es el duque de
Algalia;» entrar luego en el salón de conferencias, andar solo por los
rincones como quien medita un plan, estrechar la mano a los ministros,
acoger las peticiones de los pretendientes, diciendo «veremos,» o «haré
lo que pueda;» y salir después de una votación exclamando: «¡Los deberes
políticos!» «Mi conciencia!» «¡El partido!» «¡Las instituciones!...»
Esto basta para apreciar que el duque tenía todavía fijas en el magín
raíces de ideas viejas; pero, a pesar de todo, podía considerársele como
demagogo comparado con su hechicera consorte.
La duquesa era el prototipo de la dama aristocrática, que sólo en las
cuestiones del amor y de la moda transige con el progreso. Religiosa por
superstición, devota por fe heredada, hipócrita por el qué dirán, e
intransigente por decoro, adoraba la misa en que estrenaba un traje, la
Semana Santa en que, tan guapa como el año anterior, pedía para los
pobres, o la novena que autorizaba una cita. Cuando rezaba se complacía
en bajar y subir la expresiva mirada, como jugueteando con los párpados,
gozándose en dar alternativamente luz y sombra a los que la rodeaban. En
sus relaciones con el gran mundo, tenía ese tacto supremo que sabe
mortificar sin ofender, que consiste en admirar a las gentes virtuosas
sin comprometerse a imitarlas ni indisponerse jamás con los que pecan.
Vivía entre el _beau monde_, formaba parte integrante de la _high life_;
el pueblo la atacaba los nervios; huía de la multitud por miedo al mal
olor, y si en otros tiempos la hubiesen llamado _ciudadana_, habríase
muerto del susto. La palabra _Revolución_ no evocaba a sus ojos más
figura que la de María Antonieta prisionera en la Conserjería, y en la
más sencilla agitación política veía carreras, tiros, desaguisados y
atropellos. Para ella, ser de origen humilde no era una falta, pero sí
una mancha, y trabajar le parecía muy honrado, pero loca la pretensión
de querer elevarse encalleciéndose las manos.
El duque transigía, en cierto modo, con el espíritu moderno: había
comprado bienes nacionales, lo cual le hacía relativamente liberal; era
individuo de varios consejos de administración de sociedades de crédito;
viajaba con billetes de libre circulación; defendía las instituciones;
hablaba del turno pacífico, y se llamaba conservador. No admitiría nunca
que un artista pudiese ser su igual; pero él, por benevolencia, protegía
las artes cuando no le salía muy caro. Daba al trabajo mucha
importancia, no hacía nunca nada, admitía las concesiones al talento, y
se explicaba el otorgamiento de un título a quien supiera enriquecerse
en la Bolsa o en los altos negocios del Estado.
La hija de este matrimonio era un progreso vivo sobre sus padres: entre
un rico tonto, apergaminado, achacoso, y un advenedizo de buena estampa,
pero pobre, plebeyo y listo, prefería bailar con el segundo, y en sus
ambiciones de muchacha optaba por vivir acompañada de un hombre a quien
quisiera, antes que por la boda con un heredero escrofuloso de
respetabilísima alcurnia. Tales ideas hicieron, sin duda, que ella no se
enojase cuando empezó a mirarla amorosamente cierto individuo, que por
aquellos días atrajo a sí los elogios del país entero: un joven que en
una reunión política había, con un discurso de extrema izquierda,
conmovido la opinión y entusiasmado a las gentes, hasta tal punto, que,
corriendo su nombre de boca en boca, hizo el duque que se le
presentaran, no por rendir tributo al mérito, sino por tener en sus
salones al hombre puesto en moda. De esta suerte, sin que ninguno de
entrambos lo buscara, llegaron a conocerse y tratarse Félix Aldea y
Josefina de Algalia.
Así estaban las cosas cuando, en pleno invierno, es decir, en la época
de más fiestas, bailes y recepciones, el mayordomo de los duques fue una
mañana, por orden de sus amos, a la estación del camino de hierro a
esperar al nuevo capellán que había de sustituir al anciano sacerdote
muerte pocas semanas antes. Adivinole por los hábitos al bajar de un
wagón, y acercándose a él, previos saludos y frases que puede figurarse
quien desee más detalles, le llevó al palacio en un simón, y presentole
a los señores. Recibido por éstos como exigía la hidalguía en tan
grandes personas, y en él lo respetable de su ministerio, le acompañaron
hasta la habitación que le estaba destinada, le enseñaron la capilla,
encargaron al mayordomo y al administrador que le respetasen y
sirviesen, y sin más conversación quedó instalado Lázaro en casa de los
duques de Algalia.
Al separarse estos del joven sacerdote, preguntó la mujer al
marido:--¿Qué te parece?--
--Muy joven,--contestó el duque;--pero no habíamos de estar más tiempo
sin capellán, y cuando el obispo le recomienda, bueno será.--
¡Capellán! Este era el puesto que había de desempeñar. Nadie le había
dicho todavía que era como un criado más en la cocina o un caballo nuevo
en las cuadras, un simple artículo de lujo. Debía decir la misa los días
que la duquesa no quisiese salir de casa. No se hace especial mención
del duque, porque éste era de los católicos que no practican.
Tan poca y breve ocupación dejaba a Lázaro todo el día libre; de modo
que siendo grande su curiosidad por conocer el nuevo centro en que
vivía, y fáciles los medios de satisfacerla, pronto empezó a observar y
pensar sobre cuanto veía, desentrañándolo y analizándolo todo.
Al cambiar de medio social, al sentirse sacado de su esfera, al verse
solo de repente en el torbellino del mundo, cada mirada produjo en él
una observación y cada observación un juicio que, chocando
frecuentemente con sus propias ideas, las destruía o alteraba. Creyente
sincero y de entendimiento poderoso, fue estudiando, fijándose en todo,
y apoyado como en fuerte palanca en su ideal, comparó y juzgó las cosas
de la vida.
Traía en su alma esa profunda fe que, a semejanza de ciertas piedras
preciosas, va siendo más rara cada día. Sus preocupaciones tenían por lo
ingenuas algo de sagradas, y libre de toda mira interesada, venía a
nueva existencia, trayendo para examinarla, aunque con el espíritu de
otros siglos, la más recta imparcialidad. Tranquilo, puesto el ánimo en
Dios y la esperanza en el deseo de saber, tendió la vista en torno suyo;
pero como ave obligada a volar demasiado alto, sus ojos se deslumbraron,
sintió el vértigo que da la altura, y le faltó aire para sus pulmones
oprimidos.
Como llegan tardía y débilmente al oído los ecos de la tormenta lejana
que va aproximándose por instantes, sintió Lázaro ir llegando a su alma
vagos presentimientos de dudas y temores, misteriosos anuncios de un
porvenir preñado de lágrimas e insomnios.
¿Qué era aquello? ¿Qué sombras comenzaban a turbarle? ¿Qué temores iban
girando en derredor de su imaginación como fieras que se pasean en torno
de su presa? ¿Era que empezaba a aspirar el hedor de los pantanosos
lodazales de la tierra, o acaso que, sintiendo el yugo opresor de la
materia, tenía ya su espíritu la nostalgia de la inmortalidad?
Era que cuanto había aprendido y creía, estaba en contradicción con la
realidad. Llevaba dentro de sí una llama que no podía brillar en aquel
nuevo ambiente. Sus estudios fueron ancha base a tantas cavilaciones; el
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