Lázaro: casi novela - 1

Total number of words is 4794
Total number of unique words is 1898
34.0 of words are in the 2000 most common words
48.8 of words are in the 5000 most common words
57.6 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.

LÁZARO
CASI NOVELA
por
JACINTO OCTAVIO PICÓN



MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FE
Carrera de S. Jerónimo, 2
SEVILLA
LIBRERÍA DE HIJOS DE FE
Sierpes, núm. 104
1882
MADRID: 1882.--Imp. de D.A.P. Dubrull, Flor Baja, 22
_Porque es necesario que esto corruptible
se vista de incorruptibilidad: y esto
que es mortal se vista de inmortalidad._
(SAN PABLO: Epist. I. I. a los corintios,
cap. XV, vers. 53.)


LÁZARO.


I.

A mediados del siglo pasado, en una plaza de Madrid, formando rinconada
con un convento, claveteada la puerta, fornido el balconaje y severo el
aspecto de la fachada, se alzaba una casa con honores de palacio, a
cuyos umbrales dormitaban continuamente media docena de criados y un
enjambre de mendigos que, contrastando con la altivez del edificio,
ostentaban al sol todo el mugriento repertorio de sus harapos. Algunos
años después, un piadoso testamento legó la finca a la comunidad vecina,
y en nuestro siglo descreído y rapaz, la desamortización incluyó en los
bienes nacionales aquella adquisición que los pobres frailes debían a
las legítimas gestiones de un confesor o al tardío arrepentimiento de un
moribundo. Un radical de entonces, que luego se hizo, como es costumbre,
hombre conservador y de orden, la compró por un pedazo de pan; y tras
servir sucesivamente como depósito de leñas, mesón de arrieros, colegio
de niños, café cantante y _club_ revolucionario, vino a albergar una
sociedad de baile en la planta baja, una oficina en el principal, y no
sé cuántas habitaciones de pago dominguero en el interior de ambos
pisos.
Aquella era la casa de los Tumbagas de Almendrilla. Nada queda de las
grandezas de tan ilustre raza, y aun se teme que por falta de
puntualidad en satisfacer derechos de lanzas y medias anatas, haya
caducado el título que ostentaron, y cuyo origen se pierde en la noche
de los tiempos.
Como el de griegos y romanos, es incierto el origen de los Tumbagas de
Almendrilla; pero eso mismo realza la antigüedad de su ralea, pues las
cosas, las instituciones y los hombres parece que adquieren importancia
con andar su nacimiento envuelto entre dudas y perplejidades de erudito.
Dicho sea de paso, ninguno se ha propuesto poner en claro cuál fue la
cuna de tan ilustres varones; pero si tal hubiese sucedido, nada habría
sacado en limpio, pues, llegando la indagación a ciertas épocas, se para
como ante muro de piedra o cortadura de monte, sin que se pueda
averiguar lo que hay de cierto sobre que el primer Tumbaga fuese uno de
los que acompañaron a Túbal en su venida a España.
Fundándose en raíces de palabras, cuyos tallos nadie conoce, dicen
algunos que el origen de la raza no va más allá de la primera colonia
fenicia, y hay quien afirma que lo de Almendrilla viene de un enorme
peñón, así llamado, que sobre la cabeza de los moros dejó caer un
Tumbaga desde las fragosidades en que D. Pelayo rechazó a los hijos del
África. Ello es que en la época de los godos y al empezar la
reconquista, había ya Tumbagas de Almendrilla, y los habrá siempre, a no
ser que en las páginas de este relato muera el solo individuo que queda
de tan nobilísima estirpe.
En vano se ha querido manchar el blasón de aquella ilustre casa. No es
cierto que en tiempos del apocado Mauregato fuese un Tumbaga quien
intervino en el famoso tributo de las cien doncellas. No está probado
tampoco que cuando Sancho el Bravo se sublevó contra su padre, por
creerle chiflado y a manera de espiritista, fuese un Tumbaga quien le
alentó en la criminal rebelión. Son, en cambio, innumerables, y se
convencerá de ello el que pueda, los beneficios, hazañas, hechos
gloriosos o útiles que los Tumbagas de Almendrilla han realizado en pro
de la patria española, dando pruebas de valor, tacto, arrojo y otras mil
cosas escritas en caracteres ilegibles, almacenadas para solaz de
ratones y pesadumbre de tablas de biblioteca.
Reinando Isabel I, un Tumbaga ideó poner cruces en las torres de la
Alhambra. Bajo Carlos de Gante, cuando la nobleza castellana se hizo de
turbulenta cortesana y de independiente palaciega, trocando hierros y
armaduras por rasos y brocados, un Tumbaga fue el primero que se
presentó en la corte llevando sobre los guantes de gamuza las armas de
su escudo bordadas con sedas de colores. En los tiempos del prudente y
piadosísimo Felipe II, no hubo auto de fe que achicharrara maldecidos y
perniciosos herejes a que no asistiera cerca del monarca un Tumbaga. Y
mientras Felipe III ocupó el trono, para mayor gloria de nuestro nombre
y terror de nuestros enemigos, otro Tumbaga ilustró su apellido
sirviendo los amorosos caprichos de Uceda, que era entonces como servir
al Rey mismo. Felipe IV y la Calderona no tuvieron confidente más fiel
que Pedro de Tumbaga; y los bosquecillos del Pardo, las enramadas del
Retiro, conservan todavía añosos troncos bajo los cuales el orgulloso
magnate esperó, calado por el agua del cielo, a que el autor de _La vida
por su dama_ cortase la sabrosa plática que en los camarines de aquellos
palacios tenía con la famosa comedianta.
En reinados posteriores, los Tumbagas ocuparon puestos donde bien
pudieran haber sido útiles a la Religión o al Rey: uno mandaba en las
procesiones el piquete de honor; acompañaba otro, espada en mano, al
Santísimo Sacramento; daba éste la guardia al Santo Sepulcro;
encargábase aquél, durante el verano, del mando de las falúas de paseo
en los estanques de los Sitios Reales. Todos dejaron escrito en la
historia de su casa algún rasgo notable de tan azarosa, pero gloriosa
vida. Ni Carlos III hubiese podido ajustar el patriótico Pacto de
familia, ni las fiestas reales de tiempo de Carlos IV hubieran tenido
tanto lustre, a no mediar en las negociaciones y toreos un Tumbaga.
Durante el cautiverio de Fernando el Deseado, mientras el populacho,
inconsciente y salvaje, preparaba motines como el _Dos de Mayo_, los
Tumbagas rodeaban al Rey, dispuestos a perder la vida en su servicio,
aunque contenidos por la tradición, que les imponía antes el sacrificio
del patriotismo que el de la propia lealtad.
El escudo de aquellos ínclitos varones es honroso jeroglífico, vivo
recuerdo de triunfos, honores, distinciones y victorias. Tres cabezas de
moro en campo verde no recuerdan, como algunos pretenden, la salvaje
hazaña de haber vencido a tres sectarios de Mahoma, sino la graciosa
broma de un Tumbaga que en cierto baile de trajes se presentó vestido de
berberisco con dos amigos. Un gallo, desplegadas las alas y apoyado en
sola una pata, recuerda que quien primero puso en su casa veleta de esta
clase fue un Tumbaga; y el mote de la cinta que dice _Yo solo_, no
indica que algún Tumbaga hiciese algo que merezca ser tenido por
gloriosamente egoísta, sino que uno de tan envidiable estirpe fue quien
intervino en las diferencias que separaron a Fernando VII de Pepa la
Naranjera.
La familia no se ha extinguido, y muy lejos de la corte, entre las
sinuosidades de un valle que en vano pugnan por fecundar riachuelos
exhaustos de agua en el verano, y ricos en todo el año de guijarros, hay
una casa de labranza, donde viven los últimos Tumbagas, ignorados del
mundo y casi ignorantes de lo que su nombre fue en otro tiempo. Los
olivos de áspero y dislocado tronco, los naranjos sobre cuyo verde
oscuro resaltan las encendidas notas de sus frutos, y las robustas
encinas que asientan como garras gigantescas sus raíces desnudas en la
seca tierra, pueblan las vertientes de los cerros coronados de calvos y
cenicientos peñascos. A largas distancias, como escondiéndose en las
desigualdades del campo, se alzan cortijos y granjas, cercadas por
tapias de cascote; el viento mueve blandamente la alta copa de alguna
palmera que parece centinela avanzado de otros climas, y en el oscuro
centro de los bosquecillos de adelfas y granados entonan los ruiseñores
sus cantos de amor y sus gorjeos de alegría.
De tales encantos rodeada se alza la casa del tío Tumbaga, labriego
querido y respetado en la comarca, como pudiera serlo cualquiera de sus
antepasados cuando se cubría ante el Rey, y a quien más que el olivar o
las tierras de pan llevar que constituyen su hacienda, envidian las
mozas el hijo que Dios y su mujer, de común acuerdo, le dieron, a los
nueve meses justos de matrimonio, allá por el año de mil ochocientos
cincuenta y tantos.
No más que diez y siete primaveras tenía el mozo, y ya traía revueltas
las faldas del lugar, sin que él hiciera nada por atraerse el cariño de
las chicas. Decían unos que si ellas le miraban con buenos ojos, era por
la esperanza de ser algún día dueñas de las riquezas de su padre, y
alguien añadía que la brillante perspectiva de ser sobrina de Su
Ilustrísima era lo que volvía locas a las beldades de las cercanías,
pues Su Ilustrísima, es decir, el Obispo de la diócesis, era hermano del
Tumbaga, y, por tanto, tío de Lázaro.
La causa de que dos hijos de un mismo padre tuvieran tan distinta
suerte, que hizo al uno ser sucesor de todo el Apostolado y al otro
humilde campesino, es por demás sencilla. Cuando el padre murió, sin
dejarles más herencia que aquellos pocos terrones y algunas onzas de oro
ocultas en un puchero enterrado en el huerto, tuvieron Diego y Antolín
una conferencia, en la cual convinieron que debía uno de ellos procurar
hacer carrera y conseguir medro, continuando otro al frente de las
tierras a que habían quedado reducidos los antiguos estados de la
nobilísima familia. De este modo, si la fortuna ayudaba al primero,
podría luego proteger al segundo; y, en caso contrario, éste tendría
siempre refugio que ofrecer al que intentaba restaurar el brillo de su
casa y el renombre de su estirpe. Hiciéronlo así, y años después de la
separación supo Diego que Antolín cantaba en una iglesia de Sevilla su
primera misa. La protección de quien quiso dispensársela, y su buena
fortuna, le empujaron de tal suene, que a los cincuenta años llegó
Acolín a canónigo de una basílica, y veinticuatro meses después era
preconizado obispo, con gran regocijo suyo y de su ama de gobierno.
Llegó la nueva a conocimiento de Diego, que, exento de envidia, tuvo con
ella mucha alegría, y pasados algunos días, llegó también la siguiente
carta, primera que Antolín escribía con timbre del obispado:
«Querido y nunca olvidado hermano:
»Por la ayuda de Dios Nuestro Señor, más que por mi propio esfuerzo, y
también por favor de Su Santidad y del Rey (Q. D. G.), me he sentado
hace una semana en la silla episcopal de esta diócesis, por cuyos
fieles pido en mis oraciones. Ya ves cómo ha llegado para nosotros a
lucir la fortuna, y qué bien hicimos en disponer las cosas de manera que
han venido a dar este resultado. Excuso decirte que cuanto soy y valgo
pongo a tu servicio; mas como no se trata de vanos ofrecimientos, sino
de firmes y leales propósitos, bueno será que empecemos luego a disponer
lo que mejores frutos pueda dar en el porvenir. Por tus pocas y tardías,
pero extensas cartas, he venido haciéndome cargo de que tu hijo Lázaro
es listo como él solo. Tratemos, pues, de sacarle de entre esas breñas,
démosle educación conveniente, instruyéndole en las buenas doctrinas del
santo temor de Dios, y hagamos cuanto en nuestra mano esté para que,
como yo he llegado a ser pastor de los rebaños de Cristo, alcance él
mayores honras. Me encargo de todo. Envíamele sin cuidarte de más, y
decídete a hacer el sacrificio de la separación en obsequio a su
felicidad. Adiós, Diego; recibe para tí y los tuyos, con mi bendición de
Prelado, mi abrazo de cariñosísimo hermano.
«ANTOLÍN.»
Leer el pobre viejo esta carta, sentir sus ojos húmedos por el llanto y
temblarle los labios de emoción, todo fue uno. Restregose los párpados
con el curtido revés de la encallecida mano, llamó al mozo, leyole la
carta, y sin titubear un punto, le dijo:
--Dentro de dos días te vas del pueblo.
¡Pobre padre! Con la mejor intención del mundo y la mayor abnegación,
pensando que cuanto su hermano proponía era lo más conveniente, decidió
quedarse solo, añadiendo a su viudez la orfandad en que la partida del
muchacho había de dejarle. No paró mientes en lo terrible de aquella
soledad; no consideró que para custodiar las trojes, vigilar a los
segadores y cuidar de la aceituna, le faltaría en lo sucesivo su activo
celo. Atendió solamente al porvenir de Lázaro, y de grado o por fuerza,
hízole montar en una mula, y salir en ella, no a correr mundo como sus
antepasados a Flandes en busca de aventuras o a Italia persiguiendo
honores, sino a presentarse al bueno del obispo, para que éste modelara,
cual si fuera de arcilla, aquella alma que aún no había despertado a la
vida.
¡Qué largas y qué tristes iban a ser las veladas de invierno pasadas
junto al hogar en que él atizaba el fuego, manteniendo con su donaire la
conversación! ¡Qué monótonas habían de parecerle las noches de verano!
¡Qué callado el silencio cuando no se oyera resonar junto al fresco
brocal del pozo, ni bajo el emparrado de la puerta, el rasguear de
aquella guitarra que parecía tener alma y quejarse cuando él la tocaba!
Todo lo pensó y midió el pobre campesino; pero poniendo antes los
razonamientos del interés que los del cariño egoísta, vio que sería
torpeza dejar pasar de largo a la fortuna cuando cruzaba ante el umbral
de la casa.
Hiciéronse los preparativos, y una mañana partió a la capital de la
provincia, prometiendo a su padre tenerle al corriente de cuanto le
acaeciera.
Dejando atrás montes y llanos, cortijos y caseríos, viajando hoy en
compañía de arrieros, durmiendo mañana sobre los arcones de la paja en
las ventas, llegó Lázaro a su destino más cansado de cuerpo que
esperanzado de ánimo.
Eran las ocho de una mañana luminosa y alegre, cuando se apeaba nuestro
héroe en el zaguán de la casa, llamada pomposamente Palacio Episcopal.
Recibiéronle criados y familiares; hízosele esperar a que Su
Ilustrísima terminara la misa que cotidianamente rezaba, y entráronle,
atravesando pasillos y corredores, en una habitación cuyo aspecto
parecía pedir señores de casacón y damas con faldas de medio paso.
Cuanto había en ella olía a siglo pasado. En los muros, tapizados de un
verde oscuro rameado de otro más claro, veíanse algunas cornucopias
enormes con figurillas grabadas en el cristal. Un par de cuadros
religiosos, de dudoso dibujo, ocupaban el testero principal, y bajo
ellos, rodeado de taburetes cojos, había un sofá raído y destrozado por
el roce continuo con pedigüeños impacientes o canónigos de gran peso.
Sobre una mesa de ébano, con señales de haber tenido en otro tiempo
incrustaciones, había un crucifijo de marfil rajado y amarillento, con
sus gotas de sangre abermellonada y sus clavos de plata. Un San
Cristóbal gigantesco, mal trazado y de peor color que dibujo, guardaba
la puerta de entrada, en cuyo dintel dormitaba con la mayor vigilancia
un familiar dispuesto a troncharse el espinazo cada vez que Su
Ilustrísima pasaba por allí. Sobre el hueco de un balcón había un
cuadro, acaso del Españoleto, que representaba a Santa María Egipciaca
tendida en las arenas del desierto, enteramente desnuda, muy hermosa y
más incitante de lo que fuera oportuno en sitio frecuentado por gentes
de Iglesia. A un extremo, ante una mesita cubierta de expedientes y
cartas, escribía con pluma de ganso y tintero de loza, un clérigo flaco
y apergaminado, como si viviera en perpetua cuaresma. Y, finalmente, de
una percha pendían varios manteos, raídos y apolillados unos, de nuevo y
luciente paño otros.
En aquella estancia dejaron solo a Lázaro. Ni él reparó en los clérigos,
ni ellos se dieron cuenta de la presencia del labriego. Pasó un cuarto
de hora abstraído el chico en sus cavilaciones, dormitando el guardián,
y raspando borrones el que escribía, hasta que, tras ruido de puertas
que se abrieron y cerraron, entró en la habitación el obispo.
Era alto, seco, nervioso, de mirada inteligente y dura, y de tez morena
oscurecida por el paño de la mal rapada barba. Vestía una sotana morada,
ya deslucida por el uso. Llevaba en el pecho una cruz y en el dedo un
anillo de gruesas amatistas. Le seguían, como doble sombra negra, otros
dos eclesiásticos, y era al mismo tiempo, sin que una cualidad dominara
a la otra, antipático y respetable.
Acogió a Lázaro con benignidad, queriendo dar a sus facciones esa
afabilidad de semblante con que pretende hacerse simpático quien sabe
que no lo es, y echándole el brazo derecho sobre los hombros, le llevó
hasta su cuarto, diciendo a los que le rodeaban:--Llamaré cuando os
necesite.
Pasaron de aquella sala a otra, donde lo severo de la ornamentación no
excluía la comodidad y el regalo, y allí, arrellanado el tío en un
sillón de cuero, sentado apenas el chico en el borde de una silla,
miráronse mutuamente algunos segundos, tratando cada cual de explorar
las intenciones del otro.
--Tu padre y yo--dijo al fin el Prelado--hemos convenido en sacarte del
pueblo, y procurar, por cuantos medios haya a nuestro alcance, darte una
educación que pueda labrarte un porvenir que compense nuestros
sacrificios al par que tus esfuerzos. La posición en que, a Dios
gracias, me encuentro, ha de servirnos de mucho, y si te aplicas, creo
que podremos salir adelante. Listo eres, según me dicen; sé además
trabajador, y el resto lo obtendrás con exceso. Aquí te quedas
preparándote para entrar en el Seminario. Nada ha de faltarte; ni
maestros, ni consejos, ni ejemplos. ¡Quiera el Señor que seas un día
Príncipe de la Iglesia! Otros de más humilde origen han llegado a tan
alta jerarquía, y no habrá milagro en que les iguales. Está preparado tu
alojamiento, y yo cuidaré de que nada te falte.


II.

Desde aquel día disfrutó Lázaro cuantas comodidades podían gozarse en el
Palacio Episcopal, siendo tratado como convenía a su parentesco con el
reverendo prelado. Diéronle un cuarto que, aunque no bueno, era de lo
mejor que había en el edificio; tenía unas cuatro varas en cuadro,
blanqueados los muros, la cama hecha con colchones de vieja y
apelotonada lana, y las sábanas más ásperas que cutis de setentona. Le
pusieron a la cabecera del lecho la imagen de un santo difícil de
identificar, pero santo al fin, y al lado de una gran ventana, que se
abría sobre el ancho panorama del campo, colocaron una mesa cargada de
libros, y un tintero de cobre. Por deferencia a Su Ilustrísima, le
sirvieron de maestros los más instruidos canónigos del cabildo. Puso él
de su parte cuanto pudo; ayudó en gran manera su clara inteligencia, y
pocos meses después empezaba su imaginación a adivinar nuevos
horizontes, llenos de promesas gloriosas, en la senda a que se le
destinaba. Los libros que leía, las lecciones que escuchaba, dejaban en
su espíritu profunda huella; y el pobre muchacho, traído del campo hasta
la morada del obispo, trasladado de pronto desde la libre existencia de
los prados y montes al severo recinto por donde vagaban, como espectros
atezados, los familiares de su tío; obligado a cambiar de género de
vida, rodeado siempre de rostros en que parecía delito la sonrisa, sin
nadie a quien poder trasmitir las primeras impresiones que, como bandada
de pájaros no avezados al vuelo, se alzaban en su alma, fue poco a poco
haciéndose reservado y triste; sintió anublado su espíritu por las
sombras que la soledad engendra, y sólo halló para sus cavilaciones
puerto de refugio en la esperanza del porvenir. Aquellos libros que le
obligaban a estudiar, y aquellos hombres que había de tratar por fuerza,
le pintaban el mundo como una sola jornada de la vida humana, como una
prueba para el temple del alma; la tierra como valle de lágrimas, en que
son mentira los aromas del campo y las alegrías del corazón.--Aquí
abajo--le dijeron--todo es falso, impuro y deleznable. Las dichas
terrenales son cantos de sirena, que arrastran al mal; cuanto se sufre y
se padece son méritos que en el mundo se hacen para que sean premiados
arriba, y en este breve tránsito, donde los pies se hieren en los
guijarros de todos los caminos, debe la esperanza refugiarse en los
cielos, que allí aguardan al alma la inmortalidad y a la virtud el
premio de sus luchas. Pero fuera de esa esperanza y de lo que ha de
hacerse por mirarla cumplida, en el mundo no hay nada; fuera del mal, la
tentación y el error, todo es mentira. El desprecio de la Naturaleza y
del hombre es la ley suprema de la conciencia; la contemplación de lo
divino el solo cuidado del entendimiento; la fe en Dios o la confianza
en los que le representan, la única luz que alumbra la pasajera pero
densa tiniebla de la vida.
De esa idea del mal difundido en el mundo como el aire en los espacios,
y de esa esperanza del bien puesto tras la existencia como la luz del
día tras la oscuridad de la noche, nacían el horror a lo terrenal y
humano, brotando la conmiseración y la piedad hacia los que sufren y
padecen. De ahí toda la vida de la religión, toda la esencia de sus
doctrinas, toda la fuerza de sus dogmas, toda su idea del universo
mundo.
Sobre cuanto existe, Dios, fuente inagotable de dulzuras eternas, fuerza
en constante trabajo, que jamás disminuye ni merma, causa insondable,
secreto impenetrable; misterio tanto más grande, cuanto mayor sea la
inteligencia humana. Luego, en la tierra, colocado entre las amargas
olas de los mares y las punzantes malezas de los campos, el hombre,
sintiendo siempre sobre la cabeza el perdurable martirio de la duda, y
bajo sus pies un erial rebelde al trabajo, manchado y envilecido por el
primer pecado. Pero entre Dios y el hombre, como eslabón que une el bien
al mal teniéndolos distantes, la religión, manto de la deidad suprema en
cuyos pliegues se cobija la humanidad, al modo que entre las anchas
ramas de la encina se guarecen los gusanillos de la selva. Y, por fin,
como última consecuencia de este sistema, postrer hijuela de esta
concepción del universo, el hombre de Dios, el sacerdote que tiene por
misión tender la mano al que vacila, sostener al que cae, infundir fe al
que duda, perdonar al que peca, defender al que sufre, sojuzgar al
altivo, y abriendo a todos los brazos con amor, decir cómo el Hijo del
Hombre: «Amáoslos unos a los otros; practicad la virtud, y lo demás os
será dado con exceso.»
Esto enseñaban a Lázaro, y así lo admitía él.
--Sí,--se decía;--Dios y el hombre.... El cielo y la tierra.... El bien
y el mal.... Entre ambos la religión, el sacerdote, el soldado de las
grandes peleas, el profeta que anuncia la aurora del porvenir, el eterno
apóstol que, repitiendo la frase de San Pablo, dice a todos los pueblos
de la tierra: «Hermanos, sois llamados a la libertad.»
Como el áspero mármol que la mano del artista desbasta, esculpe y modela
haciendo surgir de la brutal materia la forma encantadora, fue Lázaro
trasformándose por el estudio, abriendo cada día con mayor avidez los
ojos a la luz de la fe, sintiendo penetrar dulcemente en su alma un algo
indefinible que caía sobre su corazón como el rocío del cielo sobre el
brote de la planta.
Bien veía o creía ver algunas veces cierta disparidad entre lo que
sentía y lo que le rodeaba; pero no se paraba a aquilatar las cosas muy
despacio, embebecida su inteligencia en las novedades que a su
entendimiento se ofrecían. La transición de las costumbres campesinas al
refinamiento mental de su presente vida, era demasiado inopinada y
brusca para que dejara de parar mientes en ella.
Además pronto se dio cuenta de que no eran pocos los sagrados textos que
parecían olvidados en derredor de Su Ilustrísima. Preceptos más sanos
que aire de monte quedaban sin cumplimiento, o se obedecían por pura
fórmula a veces y otras había manifiesta oposición entre lo mandado por
autoridades de continuo invocadas, y lo que en la morada episcopal se
practicaba.
Por de pronto, el Rdo. Antolín, si no era rico, no daba muestras de
aborrecer la riqueza: su pobreza tenía algo de problemática. Sin contar
las mesadas que del Estado cobraba, las ricas vestiduras de que estaban
atestados sus cajones, y los vaso y alhajas de metales preciosos, las
gentes señalaban en los alrededores de la ciudad alguna finca, escondida
entre macizos de árboles, donde Su Ilustrísima podía, como en cosa
propia, hacer lo que mejor le pareciese.
Lázaro observaba que la caridad cristiana aparece en los Evangelios muy
diferente, de la que se ejercía en torno suyo, que no eran siempre la
humildad y la mansedumbre los móviles de los amigos íntimos del obispo,
y que algunas veces se vela asomar cobardemente a los labios de los
familiares cierta sonrisa reveladora de hipocresía y envidia.
La facilidad con que se recibía en aquella santa morada cuanto dinero
daban para limosnas los caritativos fieles, se trocaba en formalidades y
retrasos cuando las monedas habían de pasar a la faltriquera de los
pobres, pareciendo aquello despacho de banquero donde se toma sin
vacilar el oro ajeno y en donde todo son al devolverlo garantías,
molestias y dilaciones. Nada oyó el futuro sacerdote en desdoro de su
tío; pero, con frecuencia, las gentes que cruzaban las antesalas y
corredores del palacio no parecían salir completamente satisfechas de la
entrevista con el Prelado: y era lo extraño que si nunca se retiraban
descontentos la dama encopetada o el canónigo influyente, solía verse
descorazonado y abatido al pobre párroco de aldea o al cura de misa y
olla cuyos grasientos y raídos manteos pregonaban descaradamente la
miseria. Jamás notó Lázaro cosa que disonara en el tranquilo concierto
de aquella existencia casi monacal, donde todo estaba dispuesto y
regulado de antemano, como en ceremonia palaciega; pero semejante al
sordo ruido de vientos lejanos, creyó escuchar algunos días el rumor de
murmuraciones engendradas en las porterías, robustecidas en las
antecámaras y detenidas por el miedo ante las puertas del despacho
donde trabajaba el bueno del obispo.
Levantábase Lázaro a la hora del alba, oía una misa, tomaba chocolate, y
ayudaba en algo a su anciano tío. No tenía otra cosa que hacer hasta la
comida, que se hacía siempre a la una, con puntualidad cronométrica.
Lázaro se quedó ensimismado y pensativo en más de una ocasión,
reflexionando lo distintas que eran las privaciones que imaginó sufrir y
la regalada vida que le daban. Todo aquello de comer como los anacoretas
yerbas salvajes o salta-montes del campo, era, por lo visto, pura
fábula, tradición olvidada. Al presente, y gracias a un cocinero lleno
de buenas cualidades, en la mesa de Su Ilustrísima hubiera podido darse
por alegre y satisfecho el más descontentadizo; en todo lo que a la
culinaria se refiere, era el obispo ardiente partidario del progreso.
Tratábase a cuerpo de rey constitucional; los mejores caldos de la
cosecha, los más preciados sólidos del mercado iban a sus despensas, ya
por encargo propio o por atención ajena; el pavo mejor cebado y el
gazapillo más tierno eran para él; las frutas que se le presentaban
parecían regalos para las aras de la antigua Ceres, y era raro el día en
que la piadosa mano de alguna devota no preparase para Su Ilustrísima un
platito de dulce espolvoreado de canela, aroma a que, como buen andaluz,
era muy aficionado. Una reparadora siesta era el epílogo de la oración
con que a Dios se daban gracias por tantos beneficios. Se trabajaba otro
poco por la tarde, se cenaba concienzudamente tras el rosario, y un
sueño tranquilo reinaba a las once en todos los ámbitos del edificio,
donde la calma de este género de vida no se veía turbada sino en las
vísperas de las grandes festividades de la Iglesia.
Lázaro notaba que todo esto no eran mortificaciones ni martirios, pero
también se decía que aquello no era vivir en el mundo y sus luchas, y
que siendo buenas cuantas gentes le rodeaban, no podía ser detestable la
vida. ¡Cuan diferente se le ofrecía el espectáculo del mundo que
empezaba un paso más allá de aquellos respetados muros! Cierto que de
puertas adentro todo era reposo y santidad; pero ¡cuántos horrores y
amarguras le esperaban al poner la planta en esa sociedad donde cada día
es un combate y cada hora una herida! Hacía el pobre chico proyectos
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Lázaro: casi novela - 2
  • Parts
  • Lázaro: casi novela - 1
    Total number of words is 4794
    Total number of unique words is 1898
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    48.8 of words are in the 5000 most common words
    57.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 2
    Total number of words is 4855
    Total number of unique words is 1855
    34.4 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 3
    Total number of words is 4786
    Total number of unique words is 1723
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    54.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 4
    Total number of words is 4737
    Total number of unique words is 1769
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    56.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 5
    Total number of words is 4708
    Total number of unique words is 1773
    31.0 of words are in the 2000 most common words
    45.5 of words are in the 5000 most common words
    53.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 6
    Total number of words is 4761
    Total number of unique words is 1834
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    48.0 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Lázaro: casi novela - 7
    Total number of words is 3984
    Total number of unique words is 1642
    30.6 of words are in the 2000 most common words
    44.6 of words are in the 5000 most common words
    52.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.