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La Tribuna - 12

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  enfriaba a ojos vistas: a cada paso mostraba más cautela, adoptaba
  mayores precauciones, descubría más su carácter previsor y el interés de
  esconder su trato con la muchacha como se oculta una enfermedad
  humillante. Mostrábase aún tierno y apasionado en las entrevistas; pero
  se negaba obstinadamente a acompañar a Amparo dos pasos más allá de la
  puerta.
  Todo lo referido, notó desde su cama la paralítica, y hallábase
  sumamente inquieta y quejosa, por varias razones, entre otras, porque
  desde que Amparo gastaba cuanto ganaba en botas nuevas y enaguas
  bordadas, ella se veía privada de algunas comodidades y golosinas que no
  le escatimaban antes. Malo era que su hija se perdiese y malo también
  que, tratando con señores, en vez de traer dinero a casa, se empeñase, y
  tuviese que pasarse las noches haciendo pitillos de encargo para poder
  comer. ¡Y mucho de flores! ¡Y mucho de chambras con puntillas! ¡Qué
  necesidad!
  Confidente de estas lamentaciones era Chinto, que solía venir a pasarse
  con la tullida largas horas al salir del trabajo, desde que supo cuán
  propicia se mostrara un tiempo a su pretensión matrimonial. Aún volvía
  la vieja a la carga de tiempo en tiempo, y hablaba de Chinto a su hija;
  él no sería fino ni buen mozo, pero era un burro de carga, un lobo para
  el trabajo y un infeliz. Autorizada, sin duda, por tan buenas
  intenciones, la paralítica disponía de Chinto cual de un yerno. Una vez,
  cuando empezó a escasear el dinero, rogole «que fuese por seis cuartos
  de azúcar para la cascarilla a la tienda de la esquina, que ya le
  pagaría». El mozo salió y volvió con un cucurucho de papel de estraza
  henchido de azúcar moreno; del pago no se habló más. Otro día se encargó
  de tomar un décimo para el próximo sorteo; la vieja, por tranquilizar su
  conciencia de empedernida jugadora, le dijo que si «le caía» partirían
  como buenos amigos. Poco a poco, y ayudando a ello lo muy distraída que
  Amparo andaba, volvió Chinto a amarrarse al antiguo yugo, a obedecer
  ciegamente a la despótica voz de la tullida; hízole los recados, le
  arregló el cuarto, le trajo remedios, le dio unturas. Y no quiere decir
  esto que la pobre mujer se propusiese deliberadamente explotar al mozo,
  sino que, a su edad y en su estado, ciertos cuidados y mimos son tan
  necesarios como el aire respirable.
  Curioso espectáculo en verdad el que ofrecía Chinto, descolorido, flaco,
  casi harapiento, cuidando de aquella mujer que no era su madre, que
  siempre le había tratado con dureza; y mientras él mondaba las patatas
  para el caldo del día siguiente, o mullía el jergón de la impedida,
  Amparo regresaba, a la plateada luz de la luna de verano, que prolongaba
  sobre la carretera de la Olmeda la sombra de los majestuosos árboles, de
  alguna cita en lugares escondidos, en los solitarios huertos, o en el
  desierto camino del cerro de Aguasanta.
  
  
  -XXXIII-
  Las hojas caen
  
  Aconteció que, cuando ya se aproximaba el otoño, la paralítica llamó a
  Amparo a la cabecera de su lecho, con tono y ademanes desusados,
  murmurando sordamente:
  --Acércate aquí, anda.
  Amparo se acercó con la cabeza baja. La madre extendió la mano, le cogió
  violentamente la barbilla para que alzase el rostro, y con voz aguda y
  terrible gritó:
  --¿Y ahora?
  Calló la hija. Constábale que la persona que la interrogaba así había
  vivido largos años orgullosa de su matrimonio legítimo, de su honestidad
  plebeya, de su marido trabajador, de que en la Fábrica los citasen a
  entrambos por modelo de familia unida, de que en cierta ocasión el jefe
  hubiese proferido palabras honrosas para ella, llamándole mujer «formal
  y de bien». Sí, Amparo lo sabía, y por eso callaba. Repetidas veces la
  paralítica le diera consejos, haciendo funestos vaticinios, que se
  cumplían al fin. Incorporada a medias sobre la cama, concentrando en los
  ojos la vida furiosa de su cuerpo, repitió la madre, con desprecio y con
  ira:
  --¿Y ahora?
  Amparo permaneció pálida e inmóvil. La tullida sintió un hormigueo en la
  palma de la mano, y la estampó ruidosamente en la mejilla de su hija,
  que se tambaleó, retrocedió escondiendo el rostro, y se fue a sentar en
  la silla más próxima.
  --¡Sinvergüenza, raída, eso de mí no lo aprendistes!--vociferó la
  enferma, algo desahogada ya después del bofetón. No respondió nada la
  oradora, que diera entonces de buen grado su popularidad, y hasta el
  advenimiento de la ideal república, por hallarse siete estados debajo de
  tierra. No obstante, se sorbió estoicamente las lágrimas abrasadoras que
  asomaban a sus ojos, y, abatida, reconociendo y acatando la autoridad
  maternal, balbució:
  --Me ha dado palabra de casamiento.
  --¡Y te lo creíste!
  --No sé por qué no...--exclamó la muchacha con acento más firme ya--. Yo
  soy como otras, tan buena como la que más... hoy en día no estamos en
  tiempos de ser los hombres desiguales... hoy todos somos unos, señora...
  se acabaron esas tiranías.
  Meneó la cabeza la paralítica, con la tenaz desconfianza de los viejos
  indigentes que nunca vieron llover del cielo torreznos asados.
  --El pobre, pobre es--pronunció melancólicamente...--. Tú te quedarás
  pobre, y el señorito se irá riendo...--Y a esta idea, sintiendo renacer
  su furor chilló--: Sácateme de delante, indina, que te mato: si te
  dieron palabras, que te las cumplan.
  Amparo se agachó, y salió temblando. A solas, recobró energía, y calculó
  que tal vez hacía mal en desesperarse; acaso su mala ventura sería un
  lazo más que acabase de unir a Baltasar con ella para siempre. Sí, no
  podía suceder de otro modo, a menos que tuviese entrañas de tigre.
  Esperó con afán el domingo, día de cita en el merendero de la gaseosa.
  Madrugó, llegó mucho antes que Baltasar. El otoño iba despojando a la
  parra de su pomposo follaje recortado, y los nudosos sarmientos parecían
  brazos de esqueleto mal envueltos en los jirones de púrpura de las pocas
  hojas restantes. Algún racimo negreaba en lo alto. En unas tinas viejas
  arrimadas al banco de piedra, había botellas vacías que semejaban
  embarcaciones náufragas varadas en un arenal. Amparo sentía mucho frío
  cuando Baltasar llegó.
  Sentose este al lado de la muchacha, que le presentó un paquete de sus
  cigarrillos predilectos, emboquillados, bastante largos, liados con gran
  esmero. Baltasar tomó uno y lo encendió, chupándolo nerviosamente con
  rápidas aspiraciones. Toda mujer prendada de un hombre llega a conocer
  por sus movimientos más leves, por los actos que distraída y casi
  mecánicamente ejecuta, el talante de que está. Amparo sabía que cuando
  Baltasar fumaba así, no se distinguía por lo jocoso y afable. Como la
  luz del sol no hallaba obstáculos para filtrarse al través de la
  deshojada parra, el rostro del mancebo, bañado de claridad, parecía duro
  y anguloso; su bigote, blondo a la sombra, tenía ahora un dorado
  metálico; sus ojos zarcos miraban con glacial limpidez. La pobre
  Tribuna, tan intrépida cuando peroraba, se halló del todo cortada y
  recelosa, y creyó sentir que le anudaban la garganta con un dogal.
  Esperó en vano una expansión, una caricia dulce y apasionada, que no
  vino. Baltasar se callaba cosas muy buenas, y seguía taciturno. De
  cuando en cuando el soplo de las ráfagas otoñales desprendía una de las
  postreras hojas de vid, que caía arrugada y amarillenta sobre la mesa de
  granito, entre los dos amantes, produciendo un ruidito seco. ¡Pin! En
  los oídos de Baltasar resonaba la voz de doña Dolores, exclamando:
  «¿Chico, no sabes que las de García... ¡pásmate!, ganan el pleito en el
  Supremo? Lo sé de fijo por el mismo abogado de aquí». ¡Pin, pin! Y
  Amparo, a su vez, escuchaba frases coléricas: «Si te dieron palabras,
  que te las cumplan». ¡Pinnn!... Una hoja purpúrea descendía con
  lentitud.... «Baltasarito, hijo, van a cogerse ciento y no sé cuántos
  miles de duros, si ganan».
  Al fin, Baltasar fue el primero que rompió el silencio.... Habló del
  trabajo que le costaba venir, de lo necesario que era el recato, de que
  tendrían que verse menos.... Decía todo esto con acento duro, como si
  Amparo fuese culpable respecto de él en algo. La cigarrera le escuchaba
  muda, con los labios blancos, mirando fijamente al rostro de Baltasar,
  que tenía la expresión distraída del mal pagador que no quiere recordar
  su deuda. Y era lo peor del caso que, por más que la Tribuna quería
  echar mano de su oratoria, que le hubiera venido de perlas a la sazón,
  no encontraba frases con que empezar a tratar del asunto más importante.
  Al fin, como viese con asombro levantarse a Baltasar diciendo que le
  esperaba el coronel para asuntos del servicio, ella también se alzó
  resuelta, y le dio la noticia clara y brutalmente, sin ambages ni
  rodeos, sintiendo hervir dentro del pecho una cólera que centuplicaba su
  natural valor.
  Un relámpago de sorpresa cruzó por las pupilas trasparentes y yertas de
  Sobrado; mas al punto se plegó su delgada boca, y diríase que le habían
  cerrado el semblante con llave doble y selládolo con siete sellos. Era
  otro Baltasar distinto del mancebo gracioso, halagüeño y felino de las
  horas veraniegas. Amparo notó que representaba diez años más.
  --Ahora--dijo, plantándose delante de él--es justo que me cumplas la
  palabra.
  --Ahora...--repitió él con voz lenta--. La palabra....
  --¡De casarte conmigo! Me parece que me sobra derecho para pedir....
  --Mujer...--contestó Baltasar reposadamente, sacudiendo la ceniza del
  pitillo--, no todas las cosas salen a medida del deseo. Las
  circunstancias le obligan a uno a mil transacciones, que.... Yo
  quisiera, lo mismo que tú, que fuese mañana, pero ponte en mi caso....
  Mi madre... mi padre... mi familia....
  --¡Tu familia, tu familia! ¿Pues no dijiste que ella era una cosa y tú
  otra? ¿Le echo yo alguna mancha a tu familia, por si acaso? ¿Soy hija de
  algún ajusticiado, o de algún capitán de gavilla? ¿No estamos en tiempos
  de igualdá? ¿No es mi madre tan honrada como la tuya, repelo?
  --No es eso... yo no te digo que....
  --¿Pues qué dices entonces, que te quedas ahí callado? ¿Tienes algo que
  echarme en cara? ¿No me gano yo la vida trabajando honradamente, sin
  pedírtelo a ti ni a nadie? ¿Te he pedido algo, te he pedido algo? ¿Ando
  yo con otros?
  --¿Quién te dice semejante cosa? Pero sucede que hoy por hoy lo que tú
  deseas, es decir, lo que deseamos, es imposible.
  --¡Imposible!
  --Por algún tiempo no más.... No me hallo todavía en situación de
  prescindir de mi familia... cuando alcance una graduación superior y
  pueda vivir con el sueldo....
  --¿No eres ya capitán?
  --Graduado, pero la efectividad.... En fin, te lo repito, hazte cargo;
  en las circunstancias por que atravieso no cabe una determinación
  semejante. Sería menester estar loco. Y digo más, créeme, hija; tenemos
  que ser muy prudentes para no comprometernos.
  --¡No comprometernos!--gimió con amargura la muchacha--. ¡No
  comprometernos! ¿Pero tú te has figurado--pronunció, reponiéndose y
  recobrando su impetuoso carácter--que yo soy tonta? ¿Piensas que me
  puedes meter el dedo en la boca? ¿Qué compromiso ni qué... repelo, te
  viene a ti de todo esto? ¡La comprometida, la engañada y la perdida soy
  yo!
  Y dejose caer en el banco de piedras, y apoyando la frente en la fría
  mesa de granito, rompió en convulsivos sollozos.
  --No grites, hija--murmuró Baltasar, aproximándose--. No llores... que
  pueden oírte y es un escándalo. Amparo, mujer, vamos, no hay motivo para
  esos gritos.
  La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero
  sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a
  Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez
  y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del
  cielo sin comunicarles calor. Él quiso hacer dos o tres zalamerías a la
  muchacha para conjurar la tormenta; pero su ademán era violento, sus
  movimientos automáticos. Amparo lo rechazó, y se colocó por segunda vez
  delante de él en actitud agresiva.
  --Habla claro... ¿nos casamos o no?
  --Ahora no puede ser, ya te lo he dicho--contestó él sin perder su
  continente flemático.
  --¿Y cuándo?
  --¡Qué sé yo! El tiempo, el tiempo dirá. Pero has de tener calma,
  hija... un poco de calma.
  --Pues abur, hasta que me pagues lo que me debes--exclamó ella en voz
  vibrante, sin cuidarse de que la oyesen desde la casa o desde el camino
  los transeúntes--. Yo no soy más tu juguete, para que lo sepas: no me da
  la gana de andarme escondiendo, de ir con estas noches de frío a
  Aguasanta y a mil sitios así por darte gusto.
  Avanzó tres pasos más, y poniendo la mano en el hombro del oficial:
  --El día menos pensado...--pronunció--, cuando te vea en _las Filas_ o
  en la calle Mayor... me cojo de tu brazo delante de las señoritas,
  ¿oyes?, y canto allí mismo, allí... todo lo que pasa. Y cuando venga la
  nuestra... o te hacemos pedazos, o cumples con Dios y conmigo.
  ¿Entiendes, falsario?
  Y en voz queda, con acento de religioso terror:
  --¿Tú no tienes miedo a condenarte? Pues si mueres así... más fijo que
  la luz, te condenas. Y si viene la federal... que Dios la traiga y la
  Virgen Santísima... te mato, ¿oyes?, para que vayas más pronto al
  infierno.
  Diciendo así, diole un empujón, y le volvió la espalda, saliendo con
  paso rápido, la frente alta, la mirada llameante, a pesar del peregrino
  desfallecimiento, de la desusada conmoción interior que le avisaba de
  que ahorrase tales escenas. Al salir la Tribuna, una ráfaga más fuerte
  desparramó por la mesa muchas hojas de vid, que danzaron un instante
  sobre la superficie de granito, y cayeron al húmedo suelo.
  --¿Lo hará?--meditó Baltasar a sus solas--. ¿Me vendrá a marear en
  público? Tengo para mí que no.... Estos genios vivos y prontos son del
  primer momento: pasado ese, se quedan como malvas. Quia... no lo hace.
  Sin embargo, me convendría salir de Marineda una temporada....
  Al pensar esto, miraba maquinalmente a las hojas secas, que valsaban con
  lánguido y desmayado ritmo.
  --Pero ¿y Josefina? Si las noticias de mamá son ciertas, no va a ser
  posible abandonar una proporción que tal vez no vuelva a encontrar en mi
  vida. ¡Qué mil diablos! Y esa chica era guapa.... ¡Lo que es guapa! ¡Qué
  tonterías! ¿Por qué se buscará uno estos conflictos? ¡Yo que tengo
  juicio para diez!
  Impaciente, tiró el cigarro que estaba concluyendo. Un átomo de fuego
  brilló entre las hojas, que crujieron encogiéndose, y a poco la colilla
  se apagó.
  
  
  -XXXIV-
  Segunda hazaña de la Tribuna
  
  Frío es el invierno que llega; pero las noticias de Madrid vienen
  calentitas, abrasando. La cosa está abocada, el italiano va a abdicar
  porque ya no es posible que resista más la atmósfera de hostilidad, de
  inquina, que le rodea. Él mismo se declara aburrido y harto de tanto
  contratiempo, de la grosería de sus áulicos, de la guerra carlista, del
  vocerío cantonal, del universal desbarajuste. No hay remedio, las
  distancias se estrechan, el horizonte se tiñe de rojo, la federal
  avanza.
  La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que esta vuelve herida y
  maltrecha de su primer salida en busca de aventuras; mas no por eso se
  ha desprestigiado. Sin embargo, los momentos en que empezó a conocerse
  su desdicha fueron para Amparo de una vergüenza quemante. Sus pocos
  años, su falta de experiencia, su vanidad fogosa, contribuyeron a hacer
  la prueba más terrible. Pero en tan crítica ocasión no se desmintió la
  solidaridad de la Fábrica. Si alguna envidia excitaba antaño la
  hermosura, garbo y labia irrestañable de la chica, ahora se volvió
  lástima, y las imprecaciones fueron contra el eterno enemigo, el hombre.
  ¡Estos malditos de Dios, recondenados, que sólo están para echar a
  perder a las muchachas buenas! ¡Estos señores, que se divierten en hacer
  daño! ¡Ay, si alguien se portase así con sus hermanas, con sus hijitas,
  quién los oiría y quién los vería echársele como perros! ¿Por qué no se
  establecía una ley para eso, caramba? ¡Si al que debe una peseta se la
  hacen pagar más que de prisa, me parece a mí que estas deudas aún son
  más importantes, demontre! ¡Sólo que ya se ve: la justicia la hay de dos
  maneras: una a rajatabla para los pobres, y otra de manga ancha, muy
  complaciente, para los ricos!
  Algunas cigarreras optimistas se atrevieron a indicar que acaso Sobrado
  se casaría, o por lo menos reconocería lo que viniese.
  --Sí, sí... ¡esperar por eso, papalanatas! ¡Ahora se estará sacudiendo
  la levita y burlándose bien!
  --No sabes... yo no quiero que ella lo oiga, ni lo entienda--decía la
  Comadreja a Guardiana--, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la
  de García.
  --¡Bribón!--exclamaba Guardiana--. ¡Y quién lo ve, tan juicioso como
  parece!
  --Pues conforme te lo digo.
  --Amparo tampoco debió hacerle caso.
  --Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.
  --¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones?--replicó la
  muchacha--. Pues si no hubiese más que.... ¡Madre querida de la Guardia!
  No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se
  los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que
  la honradez.... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja
  embobar.
  --Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.
  --A mí también. Lástima, sí.
  Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante
  oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el
  mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus
  facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto
  de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso
  brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era
  su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del
  corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República
  federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de
  libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo
  señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada
  por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura
  socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda,
  máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se
  retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces
  pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios!
  ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los
  ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los
  sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían
  en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros
  los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del
  mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan
  que llevar a la boca!
  Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la
  silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a
  pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a
  la entrada del taller, silencioso y grave.
  --¡Qué cuenta tan larga...--proseguía la oradora, animándose al ver el
  mágico y terrible efecto de sus palabras...--, qué cuenta tan larga
  darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda!
  Digo yo, y quiero que me digan, por qué nadie me contesta a esto, ni
  puede contestarme: ¿hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una
  de pobres y otra de ricos?, ¿hizo a unos para que se paseasen,
  durmiesen, anduviesen majos, y hartos, y contentos, y a otros para sudar
  siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morir como perros sin
  que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es esta,
  retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo; unos siembran y
  otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis
  manos lavadas y me bebo el vino....
  --Pero el que lo tiene, lo tiene--interrumpía la conservadora Comadreja.
  --Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de
  que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos
  iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre
  unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de
  los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.
  --El que está debajo, mujer, debajito se queda.
  --¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la
  _Comun_... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se
  sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos de hacer aquí, si
  no nos pagan.
  --¿Y allá, qué hicieron?
  Amparo bajó la voz.
  --Prender fuego... a todos los edificios públicos....
  Un murmullo de indignación y horror salió de la mayor parte de las
  bocas.
  --Y a las casas de los ricos... y....
  --¡Asús!, ¡fuego, mujer!
  --Y afusil... y afusil... ar....
  --¿Afusilar... a quién, mujer, a quién?
  --A... a los prisioneros, y al arzobispo, y a los cur....
  --¡Infames!
  --¡Tigres!
  --¡Calla, calla, que parece que la sangre se me cuajó toda!... ¿Y quién
  hizo eso? ¡Pues vaya unas barbaridás que cuentas!
  --Si yo no las cuento para decir que... que esté bien hecho eso de... de
  prender fuego y afusilar.... ¡No, caramba!, ¡no me entendéis, no os da
  la gana de entenderme! Lo que digo es que... hay que tener hígados, y no
  dejarse sobar ni que le echen a uno el yugo al cuello sin defenderse....
  Lo que digo es, que cuando no le dan a uno por bien lo suyo, lo muy
  suyo, lo que tiene ganado y reganado.... Cuando no se lo dan, si uno no
  es tonto... lo pide... y si se lo niegan... lo coge.
  --Eso, clarito.
  --Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es
  que nos abonen lo nuestro.
  --No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia
  de unos zampar y ayunar otros.
  --Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.
  --Ni yo.
  --Ni yo.
  --Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien
  determinadas a armar el gran cristo....
  --¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?
  --Bueno.
  --Pues venir temprano... tempranito.
  A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del
  Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que,
  más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían
  vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando
  esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron
  el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para
  conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron
  allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando
  tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la
  portería. Sordos rumores, voces ahogadas, imprecaciones que presto
  hallaban eco, corrían por el concurso, que se iba animando, y
  comunicándose ardimiento y firmeza. En primera fila, al extremo del
  zaguán, estaba Amparo, pálida y con los ojos encendidos, la voz ya algo
  tomada de perorar, y, sin embargo, llena de energía, incitando y
  conteniendo a la vez la humana marea.
  --Calma--decíales con hondo acento--, calma y serenidá... Tiempo habrá
  para todo: aguardar.
  Pero algunos gritos, los empellones, y dos o tres disputas que se
  promovieron entre el gentío, iban empujando, mal de su grado, a la
  Tribuna hacia la vetusta escalera del taller, cuando en este se
  sintieron pasos que conmovían el piso, y un inspector de labores, con la
  fisonomía inquieta del que olfatea graves trastornos, apareció en el
  descanso. Empezaba a preguntar, más bien con el ademán que con la boca:
  «¿Qué es esto?», a tiempo que Amparo, sacando del bolsillo un pito de
  barro, arrimolo a los labios y arrancó de él agudo silbido. Diez o doce
  silbidos más, partiendo de diferentes puntos, corearon aquella romanza
  de pito, y el inspector se detuvo, sin atreverse a bajar los escalones
  que faltaban. Dos o tres viejas desvenadoras se adelantaron hacia él,
  profiriendo chillidos temerosos, y tocándole casi, y se oyó un sordo
  «¡muera!». Sin embargo, el funcionario se rehízo, y cruzándose de
  brazos, se adelantó, algo mudada la color, pero resuelto.
  --¿Qué sucede?, ¿qué significa este escándalo?--preguntó a Amparo, a
  quien halló más próxima--. ¿Qué modo es este de entrar en los talleres?
  --Es que no entramos hoy--respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron
  la frase--: No se entra, no se entra.
  --No entran... ¿pues qué pasa?
  --Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.
  --No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia
  seca!--clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el
  remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al
  inspector.
  --¿Pero qué piden ustedes?
  --¿No oyes, hijo? Jos-ti-cia-berreó una desvenadora al oído mismo del
  empleado.
  --Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen--exclamó
  enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía
  tempestuoso.
  --Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que....
  --No nos da la gana.
  --¡Que baile el can-can!
  --¡Muera!
  Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.
  --No pedimos nada que no sea nuestro--explicó Amparo con gran sosiego--.
  Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un
  cuarto.... Nuestro dinero, y abur.
  --Voy a consultar con mis superiores--respondió el inspector,
  retirándose entre vociferaciones y risotadas.
  Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a
  consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».
  --Si nos pagan--declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca--, es
  que nos tienen miedo. ¡Alante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.
  --Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite--gruñó la voz oscura de la
  vieja--. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la
  necesidá y los trabajitos que uno pasa!
  --Orden y unión, ciudadanas...--repetía Amparo con los brazos
  extendidos.
  Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un
  viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo
  contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces
  comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida
  de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba
  con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la
  Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico
  carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.
  --¿Qué recado nos trae?--gritaron al inspector las sublevadas.
  --Oíganme ustedes.
  --Cuartos, cuartos, y no tanta parolería.
  --Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no
  puedo perder el tiempo.
  --Se pagará... hoy mismo... un mes de los que se adeudan.
  Hondo murmullo atravesó por la multitud llegando a las últimas filas.
  «¿Él pagan, sí o no? pagan.... ¡Un mes...! ¡Un mes, para poca salú... no
  consentir... todo, todo junto!». Amparo tomó la palabra.
  --Como usted conoce, ciudadano inspector... un mes no es lo que se nos
  debe, y lo que nos corresponde, y a lo que tenemos derechos inalienables
  e individuales.... Estamos resueltas, pero resueltas de verdá, a
  conseguir que nos abonen nuestro jornal, ganado honrosamente con el
  sudor de nuestras frentes, y del que sólo la injusticia y la opresión
  más impía se nos pueden incautar....
  --Todo eso es muy cierto, pero ¿qué quieren ustedes que hagamos? Si la
  Dirección nos hubiese remitido fondos, ya estarían satisfechos los dos
  meses.... Por de pronto se les ofrece a ustedes uno, y se les advierte
  que despejen el local en buen orden y sin ocasionar disturbios.... De lo
  contrario, la guardia va a proceder al despejo....
  --¡La guardia!, ¡que nos la echen!, ¡que venga! ¡Acá la guardia!
  
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