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La Tribuna - 11
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la vida, los prosaicos menesteres que en los barrios opulentos se
cumplen a sombra de tejado, salían allí a luz y a vista del público.
Pañales pobres se secaban en las cancillas de las puertas; la cuna del
recién nacido, colocada en el umbral, se exhibía tan sin reparo como las
enaguas de la madre.... Y no obstante, el barrio no era triste; lejos de
eso, los árboles vecinos, el campo y mar colindantes, lo hacían por todo
extremo saludable; el paso de los coches lo alborotaba; los chiquillos,
piando como gorriones, le prestaban por momentos singular animación;
apenas había casa sin jaula de codorniz o jilguero, sin alelíes o
albahaca en el antepecho de las ventanas; y no bien lucía el sol, las
barricas de sardinas arenques, arrimadas a la pared y descubiertas,
brillaban como gigantesca rueda de plata.
Tampoco faltaban allí comercios que, acatando la ley que obliga a los
organismos a adaptarse al medio ambiente, se acomodaban a la pobreza de
la barriada. Tiendecillas angostas, donde se vendían zarazas catalanas y
pañuelos; abacerías de sucio escaparate, tras de cuyos vidrios un galán
y una dama de pastaflora se miraban tristemente viéndose tan mosqueados
y tan añejos, y las cajas _tremendas_ de fósforos se mezclaban con
garbanzos, fideos amarillos, aleluyas y naipes; figones que brindaban al
apetito sardinas fritas y callos; almacenes en que se feriaban cucharas
de palo, cestería, cribas y zuecos: tal era la industria de la cuesta de
San Hilario. Allí se tuvo por notable caso el que un objeto adquirido se
pagase de presente, y el crédito, palanca del moderno comercio,
funcionaba con extraordinaria actividad. Todo se compraba al fiado:
cigarrera había que tardaba un año en poder abonar los chismes del
oficio. Reinaba en el barrio cierta confianza, una especie de comadrazgo
perpetuo, un comunismo amigable: de casa a casa se pedían prestados, no
solamente enseres y utensilios, sino «una sed» de agua, «una nuez» de
manteca, «un chisquito» de aceite, «una lágrima» de leche, «un nadita»
de petróleo. Avisábanse mutuamente las madres cuando un niño se
escapaba, se descalabraba o hacía cualquier diablura análoga; y como el
derecho de azotar era recíproco, las infelices criaturas venían a estar
en potencia propincua de ser vapuleadas por el barrio entero.
Pronto se acostumbró la madre de Amparo a su nueva vecindad: tenía la
cama próxima a la ventana, y nadie pasaba por allí sin detenerse a
conversar un rato.... Las pescaderas le referían sus lances, y la
tullida compraba desde su lecho sardinas, pedía agua, oía chismes sin
número, forjándose en cierto modo la ilusión de que tomaba el aire
libre.... Por lo que hace a Amparo, fue presto la reina del barrio:
reíanse los marineros, abierta la boca de oreja a oreja, dilatando sus
anchos semblantes de tritones, cuando la veían pasar; los carabineros
del Resguardo le echaban flores.... Casi todos manifestaron sentimiento
al saber que «andaba» con un oficial, un señorito de allá del barrio de
Abajo.
-XXXI-
Palabra de casamiento
Desde que tuvo secretos que confiar, por natural instinto Amparo se
arrimó a la Comadreja más que a Guardiana. Esta andaba no sé cómo, medio
enferma, con la paletilla caída, según decía; y por más que se la
levantó una saludadora con los rezos y ensalmos de costumbre, la
paletilla seguía en sus trece, y la muchacha tristona, pensando en cómo
quedarían sus pequeños si se muriese ella. Hallaba Amparo en el
semblante de Guardiana no sé qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que
le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al
paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando
curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta
por compañera. Ana, viuda a la sazón de su capitán mercante, que andaba
allá por Ribadeo, se prestó gustosa a ser, en cierto modo, la dueña
guardadora de la Tribuna. Por su parte Baltasar se apoderó de Borrén.
Estaban aún los dos enamorados en el período comunicativo.
--¿Te dio palabra de casarse contigo?--preguntaba Ana a su amiga.
--No cuadró que yo se la pidiese.... Una vez, con disimulo, le indiqué
algo.... ¡Si no fuese por la familia! ¡La madre, sobre todo, que es así!
Y Amparo cerraba el puño.
--¡Bah! Ve tomando paciencia once añitos, como yo.... ¡Y si después lo
consigues!...
--No, pues si no quiere casarse... me parece que le doy despachaderas.
Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza
tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en
cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que
fuesen, paraban en caer como ella había caído. Organizose una especie de
sociedad compuesta de cuatro personas, Amparo, Ana, Borrén y Baltasar;
cada vez que celebraba sesión este círculo, ya se sabía que la Comadreja
«cargaba» con el ronco y galanteador Borrén. Entreteníale con pesadas
bromas, con todo género de indirectas y burletas, subrayadas por la risa
de sus labios flacos, por el fruncimiento de su hocico de roedor. Ana
sabía, como acostumbraba saberlo todo, la historia de Borrén, o por
mejor decir, su carencia de historia; y este carácter inofensivo del
incansable faldero daba asunto a la Comadreja para crucificarlo a puras
chanzas, para clavarle mil alfileres, para abrasarlo. La travesura de
pilluelo vicioso que distinguía a Ana le sirvió para olfatear la
horrible timidez, el pánico extraño que afligía a aquel hombre tan
pródigo de requiebros, tan aficionado al aroma del amor, y tan incapaz,
por carácter, de gustarlo, como los soñadores que contemplan la luna de
descolgarla del firmamento. ¡Pobre Borrén! Desde el sarcasmo hasta la
mal rebozada injuria, todo lo devoró con resignación que podría llamarse
angelical, si virtudes de este linaje negativo no fuesen más dignas del
limbo que del cielo.
Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados
por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las
tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en
la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento
calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente
codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a
la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad.
Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba
que lo comprometía dejándose ver a su lado.
En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este
género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con
una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la
patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía
llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como
bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas,
y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados
de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de
trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había
en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad
los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico
pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que
copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un
rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la
hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo
desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a
madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger
para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta
mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo
comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que
tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes,
hallándose reunida la _partie carrée_ en la huerta a pretexto de fresas,
ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y
gulusmeada de babosas y caracoles.
--Don Enrique--exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén--, ¿cuántas ha cogido
usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las
probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.
--¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo.... Le
digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.
--¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos....
¡Uuuuy!
--¿Qué pasa?--exclamó solícito Borrén.
--¡Un babosón!--chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y
disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó
apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con
la mano.
Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo
que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía
Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos,
y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el
follaje.
--¡Eh... dejar algunas!--les gritaba inútilmente Ana.
Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba
sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos
lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar
estaba por todo extremo obediente y cortés.
--¿Conque no fue usted a las _Flores de María_?
--No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo;
estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y
todo; y yo no pienso poner los pies en él.
--Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que
uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró
usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?
--¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.
--Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por
oírla.
--Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años.... Esa fresa es mía
--exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la
dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.
--¿Y a su casa... tampoco va usted?
--Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de
la de García, y no de ti? ¡De nosotros!--añadió con expresión de
contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la
envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y
después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se
aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de
fresas despachurradas.
--Ya me duelen los riñones de andar a gatas--dijo--. Podíamos
merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.
--Por mí...--murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una
servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo.
Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de
moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso,
único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar
tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales
del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se
desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger
tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después,
levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería,
ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en
las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y
echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda,
empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue
acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando
pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y
extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta
espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la
asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir
más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De
repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un
grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.
Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del
color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió
precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a
la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el
fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea,
mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después
estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando
que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y
quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del
desmayo.
--Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca--dijo Amparo.--No, a la mía,
a la mía.... El cuerpo me pide cama.
--Duermes conmigo.
--No, a mi casita--insistió la abatida Comadreja--. Si va conmigo una
fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.
--Toma mi mantón siquiera--porfió la Tribuna.
--Bueno, venga.... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.
Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto
de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que
conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con
ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que
decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de
moralista, bien puede un hombre blanco que viste uniforme y peina
barbas, encontrar que ciertos papeles son desairados y tontos. Una cosa
es hablar, acompañar, animar, y otra.... Por lo menos así pensaba
Borrén, que más tenía de sandio rematado que de perverso. Y no obstante
su flaqueza, no supo resistir a la segunda ojeada, coercitiva al par que
suplicante, de su amigo. Bebió la hiel hasta las heces, y echó tras la
Comadreja pisando aturdidamente coles y maíz tierno.
--Espere usted, Anita, que la acompaño--murmuraba--. Espere usted...
puede ocurrírsele a usted algo.
Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese
Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con
los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy
arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera
se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.
--¿Se le ocurre a usted alguna cosa?--preguntó él medio desvanecido aún,
con ronquera que rayaba en afonía.
--Nada--respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén
sus ojuelos verdes--: Don Enrique--añadió--, ¿sabe usted lo que venía
pensando?
--Diga usted....
--Que es usted una alhaja.
--¿Por qué me dice usted eso, bella Anita?--pronunció ya afablemente
Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había
recobrado su aplomo.
--Porque... que uno se marche cuando enferma.... ¡Pero usted! ¡Pero qué
hombres!--articuló con ira--. ¡Si aunque se acabase la casta... no se
perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco
gusto ver gente.
--Iré con usted por si....
--¿Usted?--murmuró ella entre irónica y desdeñosa--. ¿Para qué? Abur,
abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.
Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin
saber lo que le pasaba.
Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no
apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en
despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el
cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de
topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un
instante de temor.
--Me voy a mi casa--dijo levantándose.
--¡Amparo... ahora no!--pronunció con suplicantes inflexiones en la voz
Baltasar--. No te marches, que estamos en el paraíso.
La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en
verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso,
hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados,
los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su
rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear
tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus
abultados ojos negros.
--¿Por qué quieres escaparte, vamos?--interrogó él con dulce
autoridad--. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no
tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se
me ocurra. Ya lo sabes.--Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro
con su anhelosa respiración--: ¿Me voy al paseo?--preguntó.
Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así:--No
se vaya usted de ningún modo.
--Me tratas tan mal....
--¿Usted qué quiere que haga?
--Que te portes mejor....
--Pues hablemos claros--exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose
en el brocal del pozo.
La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como
un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.
--Di, hermosa....
--Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen
los demás con las muchachas de mi esfera.
--No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.
--Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar,
y de hablar, pero después....
Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.
--Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una
hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo.... Conque... ya
puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano
de esposo.
--¿Y por qué?--preguntó con soberano desparpajo el oficial.
--¿Y por qué?--repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.
--No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con.... Hoy no
hay clases....
--¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de
una hija del pueblo?
--¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra
--repuso Baltasar impaciente.
--¿Me promete usted casarse conmigo?--murmuró la inocentona de la
oradora política.
--¡Sí, vida mía!--exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban,
pues estaba resuelto a decir amén a todo.
Pero Amparo retrocedió.
--¡No, no!--balbució trémula y espantada--. No basta hablar así... ¿me
lo jura usted?
Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló;
pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló
un:
--Lo juro.
Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del
aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del
mar.
--¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con
ahogada voz, articuló el perjurio.
--¿Delante de la cara de Dios?--prosiguió Amparo ansiosa.
De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso
como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero
temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta
de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico
olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus
escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.
Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como
un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo
y sombrío, no pasaba nadie.
-XXXII-
La Tribuna se forja ilusiones
En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro,
se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese
la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio
apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su
trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir
acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en
buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual
iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos
indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a
una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la
mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y
Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo
alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida
les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un
mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy
soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos
del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de
Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente
ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de
cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las
sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la
luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color
juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello. Duró
este inventario minucioso algún tiempo, al cabo del cual, Baltasar,
habiendo aprendido de memoria estas y otras particularidades, y hablado
con la Tribuna de todo lo que se podía hablar con ella, empezó a
encontrar más largas las horas. Restringió las visitas al merendero,
limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba _a
mano_ los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando
al pitillo recién acabado nubes de humo. No sabiendo qué hacer, quiso
enseñar a Amparo cómo se fumaba, a lo cual ella se prestó con
repugnancia, alegando que las cigarreras no fuman, que casualmente están
«hartas de ver tabaco», y que este sólo era bueno para ponerse parches
en las sienes cuando duele la cabeza. Discurriendo medios de
entretenerse, Baltasar trajo a Amparo alguna novela para que se la
leyese en voz alta; pero era tan fácil en llorar la pitillera así que
los héroes se morían de amor o de otra enfermedad por el estilo, que
convencido el mancebo de que se ponía tonta, suprimió los libros. En
suma, Baltasar y Amparo se hallaron como dos cuerpos unidos un instante
por la afinidad amorosa, separados después por repulsiones invencibles,
y que tendían incesantemente a irse cada cual por su lado.
Para colmo de aburrimiento, reparó Baltasar que, al paso que él aspiraba
a ocultar diestramente su aventura, Amparo, que ya tenía puesta toda su
esperanza en las falaces palabras y en el compromiso creado por el
mancebo, se desvivía porque los viesen juntos, porque la publicidad
remachase el clavo con que imaginaba haberle fijado para siempre. Quería
ostentarlo, como Ana ostentaba su capitán mercante; quería que la
familia de Sobrado supiese lo que sucedía y rabiase, y que la de García,
la orgullosa damisela, se enterase también de que Baltasar la dejaba por
la Tribuna; así como suena. Quemadas ya las naves, a Amparo le convenía
hacer ruido, tanto como a Baltasar guardar silencio. De esta diversa
disposición de ánimo nacieron las primeras disputas, leves y cortas aún,
de los dos amantes, reyertas que al principio sirvieron de diversión a
Baltasar, porque, a veces, hasta la contrariedad distrae. Al menos,
mientras duraban, no venía el importuno bostezo a descoyuntar las
mandíbulas. Peor sería hablar de política, conversación que Baltasar
había prohibido y a la cual la Tribuna se manifestaba más aficionada de
algún tiempo a esta parte.
No era del todo sistemática la conducta de Amparo al buscar publicidad
en sus amoríos; su carácter la impulsaba a ello. Superficial y
vehemente, gustábanle las apariencias y exterioridades; la lisonjeaba
andar en lenguas y ser envidiada, nunca compadecida. El día que dio sus
pendientes de oro para la Rita, no le quedaba en casa un ochavo, y por
pueril orgullo dijo a todas que tenía dinero, amenguando así el valor de
su noble rasgo. Ahora, durante sus relaciones con Baltasar, trabajaba
más que nunca y se vestía lo mejor posible, para hacer creer que el
señorito de Sobrado era con ella dadivoso. Se regocijaba interiormente
de que la sostuviesen sus ágiles dedos, mientras el barrio le envidiaba
larguezas que no recibía: es más, que rechazaría con desdén si se las
ofrecieran. Su vanidad era doble: quería que el público tuviese a
Baltasar por liberal, y que Baltasar no la tuviese a ella por
mercenaria. Y Baltasar, si pagaba la gaseosa, los pastelillos, alguna
vez las entradas del teatro, en lo demás se mostraba digno heredero y
sucesor de doña Dolores Andeza de Sobrado. Nunca pensó o nunca quiso
pensar (que hasta a esto del pensar sobre una cosa suele determinarse la
voluntad libremente) en lo que comería aquella buena moza, si sería
caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para
presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal
saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El
cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de
elaborarlo?
Entre tanto, Amparo disfrutaba viendo la rabia de sus rivales en la
Fábrica, la sonrisilla de Ana, las indirectas, los codazos, la atmósfera
de curiosidad que se condensaba en torno de su persona, llegando a tanto
su desvanecimiento, que se hacía a sí propia regalos misteriosos para
que creyese la gente que procedían de Sobrado; se prendía en el pecho
ramilletes de flores, y hasta llegó a adquirir una sortija de plata con
un corazón de esmalte azul, por el retegustazo de que pensasen ser
fineza de Baltasar. Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba
con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía
mirar disimuladamente la sortija.... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos
todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las
ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus
deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y
todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las
cosas quedarse como estaban.... Lo malo era que nos mandase ese rey
italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad.... Pero
iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república.
Con estos pensamientos entretenía las horas de trabajo en la Fábrica. A
cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida
esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de
portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo
mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del
hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle,
cuando las viese, con afabilidad suma. Por lo que hace a recibirlas de
visita... eso, según y conforme dispusiese su marido; pero, ¿qué trabajo
cuesta un saludo? A Ana le había de enseñar su casa. ¡Su casa! ¡Una casa
como la de Sobrado, con sillería de damasco carmesí, consola de caoba,
espejo de marco dorado, piano, reloj de sobremesa y tantas bujías
encendidas! Y Amparo, cerrando los ojos, creía sentir en el rostro el
frío cierzo de la noche de Reyes.... Cuando entraba descalza en el
portal de Sobrado a cantar villancicos, ¿pensó que se enamorase nunca de
ella Baltasar? Pues así como había sucedido esto, _lo otro_....
No obstante, dentro de la Fábrica misma hubo escépticas que auguraron
mal de los enredos en que se metía Amparo. ¡Casarse, casarse! Pronto se
dice; pero del dicho al hecho.... ¿Regalos? ¡Vaya unos regalos para un
hijo de Sobrado! ¡Sortijas de plata, ramos de a dos cuartos! ¡Bah, bah!
Ya se sabía en lo que paraban ciertas cosas. Aunque sordos, estos
rumores no fueron tan disimulados que no llegasen a la interesada, y
unidos a otras pequeñeces que ella observaba también, empezaron a
clavarle en el alma el dardo de los más crueles recelos. Baltasar
cumplen a sombra de tejado, salían allí a luz y a vista del público.
Pañales pobres se secaban en las cancillas de las puertas; la cuna del
recién nacido, colocada en el umbral, se exhibía tan sin reparo como las
enaguas de la madre.... Y no obstante, el barrio no era triste; lejos de
eso, los árboles vecinos, el campo y mar colindantes, lo hacían por todo
extremo saludable; el paso de los coches lo alborotaba; los chiquillos,
piando como gorriones, le prestaban por momentos singular animación;
apenas había casa sin jaula de codorniz o jilguero, sin alelíes o
albahaca en el antepecho de las ventanas; y no bien lucía el sol, las
barricas de sardinas arenques, arrimadas a la pared y descubiertas,
brillaban como gigantesca rueda de plata.
Tampoco faltaban allí comercios que, acatando la ley que obliga a los
organismos a adaptarse al medio ambiente, se acomodaban a la pobreza de
la barriada. Tiendecillas angostas, donde se vendían zarazas catalanas y
pañuelos; abacerías de sucio escaparate, tras de cuyos vidrios un galán
y una dama de pastaflora se miraban tristemente viéndose tan mosqueados
y tan añejos, y las cajas _tremendas_ de fósforos se mezclaban con
garbanzos, fideos amarillos, aleluyas y naipes; figones que brindaban al
apetito sardinas fritas y callos; almacenes en que se feriaban cucharas
de palo, cestería, cribas y zuecos: tal era la industria de la cuesta de
San Hilario. Allí se tuvo por notable caso el que un objeto adquirido se
pagase de presente, y el crédito, palanca del moderno comercio,
funcionaba con extraordinaria actividad. Todo se compraba al fiado:
cigarrera había que tardaba un año en poder abonar los chismes del
oficio. Reinaba en el barrio cierta confianza, una especie de comadrazgo
perpetuo, un comunismo amigable: de casa a casa se pedían prestados, no
solamente enseres y utensilios, sino «una sed» de agua, «una nuez» de
manteca, «un chisquito» de aceite, «una lágrima» de leche, «un nadita»
de petróleo. Avisábanse mutuamente las madres cuando un niño se
escapaba, se descalabraba o hacía cualquier diablura análoga; y como el
derecho de azotar era recíproco, las infelices criaturas venían a estar
en potencia propincua de ser vapuleadas por el barrio entero.
Pronto se acostumbró la madre de Amparo a su nueva vecindad: tenía la
cama próxima a la ventana, y nadie pasaba por allí sin detenerse a
conversar un rato.... Las pescaderas le referían sus lances, y la
tullida compraba desde su lecho sardinas, pedía agua, oía chismes sin
número, forjándose en cierto modo la ilusión de que tomaba el aire
libre.... Por lo que hace a Amparo, fue presto la reina del barrio:
reíanse los marineros, abierta la boca de oreja a oreja, dilatando sus
anchos semblantes de tritones, cuando la veían pasar; los carabineros
del Resguardo le echaban flores.... Casi todos manifestaron sentimiento
al saber que «andaba» con un oficial, un señorito de allá del barrio de
Abajo.
-XXXI-
Palabra de casamiento
Desde que tuvo secretos que confiar, por natural instinto Amparo se
arrimó a la Comadreja más que a Guardiana. Esta andaba no sé cómo, medio
enferma, con la paletilla caída, según decía; y por más que se la
levantó una saludadora con los rezos y ensalmos de costumbre, la
paletilla seguía en sus trece, y la muchacha tristona, pensando en cómo
quedarían sus pequeños si se muriese ella. Hallaba Amparo en el
semblante de Guardiana no sé qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que
le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al
paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando
curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta
por compañera. Ana, viuda a la sazón de su capitán mercante, que andaba
allá por Ribadeo, se prestó gustosa a ser, en cierto modo, la dueña
guardadora de la Tribuna. Por su parte Baltasar se apoderó de Borrén.
Estaban aún los dos enamorados en el período comunicativo.
--¿Te dio palabra de casarse contigo?--preguntaba Ana a su amiga.
--No cuadró que yo se la pidiese.... Una vez, con disimulo, le indiqué
algo.... ¡Si no fuese por la familia! ¡La madre, sobre todo, que es así!
Y Amparo cerraba el puño.
--¡Bah! Ve tomando paciencia once añitos, como yo.... ¡Y si después lo
consigues!...
--No, pues si no quiere casarse... me parece que le doy despachaderas.
Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza
tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en
cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que
fuesen, paraban en caer como ella había caído. Organizose una especie de
sociedad compuesta de cuatro personas, Amparo, Ana, Borrén y Baltasar;
cada vez que celebraba sesión este círculo, ya se sabía que la Comadreja
«cargaba» con el ronco y galanteador Borrén. Entreteníale con pesadas
bromas, con todo género de indirectas y burletas, subrayadas por la risa
de sus labios flacos, por el fruncimiento de su hocico de roedor. Ana
sabía, como acostumbraba saberlo todo, la historia de Borrén, o por
mejor decir, su carencia de historia; y este carácter inofensivo del
incansable faldero daba asunto a la Comadreja para crucificarlo a puras
chanzas, para clavarle mil alfileres, para abrasarlo. La travesura de
pilluelo vicioso que distinguía a Ana le sirvió para olfatear la
horrible timidez, el pánico extraño que afligía a aquel hombre tan
pródigo de requiebros, tan aficionado al aroma del amor, y tan incapaz,
por carácter, de gustarlo, como los soñadores que contemplan la luna de
descolgarla del firmamento. ¡Pobre Borrén! Desde el sarcasmo hasta la
mal rebozada injuria, todo lo devoró con resignación que podría llamarse
angelical, si virtudes de este linaje negativo no fuesen más dignas del
limbo que del cielo.
Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados
por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las
tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en
la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento
calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente
codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a
la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad.
Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba
que lo comprometía dejándose ver a su lado.
En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este
género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con
una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la
patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía
llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como
bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas,
y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados
de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de
trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había
en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad
los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico
pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que
copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un
rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la
hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo
desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a
madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger
para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta
mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo
comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que
tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes,
hallándose reunida la _partie carrée_ en la huerta a pretexto de fresas,
ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y
gulusmeada de babosas y caracoles.
--Don Enrique--exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén--, ¿cuántas ha cogido
usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las
probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.
--¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo.... Le
digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.
--¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos....
¡Uuuuy!
--¿Qué pasa?--exclamó solícito Borrén.
--¡Un babosón!--chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y
disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó
apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con
la mano.
Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo
que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía
Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos,
y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el
follaje.
--¡Eh... dejar algunas!--les gritaba inútilmente Ana.
Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba
sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos
lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar
estaba por todo extremo obediente y cortés.
--¿Conque no fue usted a las _Flores de María_?
--No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo;
estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y
todo; y yo no pienso poner los pies en él.
--Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que
uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró
usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?
--¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.
--Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por
oírla.
--Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años.... Esa fresa es mía
--exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la
dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.
--¿Y a su casa... tampoco va usted?
--Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de
la de García, y no de ti? ¡De nosotros!--añadió con expresión de
contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la
envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y
después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se
aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de
fresas despachurradas.
--Ya me duelen los riñones de andar a gatas--dijo--. Podíamos
merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.
--Por mí...--murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una
servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo.
Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de
moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso,
único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar
tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales
del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se
desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger
tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después,
levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería,
ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en
las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y
echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda,
empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue
acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando
pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y
extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta
espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la
asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir
más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De
repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un
grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.
Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del
color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió
precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a
la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el
fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea,
mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después
estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando
que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y
quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del
desmayo.
--Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca--dijo Amparo.--No, a la mía,
a la mía.... El cuerpo me pide cama.
--Duermes conmigo.
--No, a mi casita--insistió la abatida Comadreja--. Si va conmigo una
fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.
--Toma mi mantón siquiera--porfió la Tribuna.
--Bueno, venga.... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.
Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto
de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que
conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con
ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que
decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de
moralista, bien puede un hombre blanco que viste uniforme y peina
barbas, encontrar que ciertos papeles son desairados y tontos. Una cosa
es hablar, acompañar, animar, y otra.... Por lo menos así pensaba
Borrén, que más tenía de sandio rematado que de perverso. Y no obstante
su flaqueza, no supo resistir a la segunda ojeada, coercitiva al par que
suplicante, de su amigo. Bebió la hiel hasta las heces, y echó tras la
Comadreja pisando aturdidamente coles y maíz tierno.
--Espere usted, Anita, que la acompaño--murmuraba--. Espere usted...
puede ocurrírsele a usted algo.
Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese
Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con
los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy
arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera
se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.
--¿Se le ocurre a usted alguna cosa?--preguntó él medio desvanecido aún,
con ronquera que rayaba en afonía.
--Nada--respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén
sus ojuelos verdes--: Don Enrique--añadió--, ¿sabe usted lo que venía
pensando?
--Diga usted....
--Que es usted una alhaja.
--¿Por qué me dice usted eso, bella Anita?--pronunció ya afablemente
Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había
recobrado su aplomo.
--Porque... que uno se marche cuando enferma.... ¡Pero usted! ¡Pero qué
hombres!--articuló con ira--. ¡Si aunque se acabase la casta... no se
perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco
gusto ver gente.
--Iré con usted por si....
--¿Usted?--murmuró ella entre irónica y desdeñosa--. ¿Para qué? Abur,
abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.
Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin
saber lo que le pasaba.
Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no
apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en
despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el
cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de
topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un
instante de temor.
--Me voy a mi casa--dijo levantándose.
--¡Amparo... ahora no!--pronunció con suplicantes inflexiones en la voz
Baltasar--. No te marches, que estamos en el paraíso.
La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en
verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso,
hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados,
los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su
rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear
tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus
abultados ojos negros.
--¿Por qué quieres escaparte, vamos?--interrogó él con dulce
autoridad--. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no
tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se
me ocurra. Ya lo sabes.--Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro
con su anhelosa respiración--: ¿Me voy al paseo?--preguntó.
Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así:--No
se vaya usted de ningún modo.
--Me tratas tan mal....
--¿Usted qué quiere que haga?
--Que te portes mejor....
--Pues hablemos claros--exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose
en el brocal del pozo.
La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como
un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.
--Di, hermosa....
--Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen
los demás con las muchachas de mi esfera.
--No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.
--Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar,
y de hablar, pero después....
Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.
--Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una
hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo.... Conque... ya
puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano
de esposo.
--¿Y por qué?--preguntó con soberano desparpajo el oficial.
--¿Y por qué?--repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.
--No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con.... Hoy no
hay clases....
--¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de
una hija del pueblo?
--¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra
--repuso Baltasar impaciente.
--¿Me promete usted casarse conmigo?--murmuró la inocentona de la
oradora política.
--¡Sí, vida mía!--exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban,
pues estaba resuelto a decir amén a todo.
Pero Amparo retrocedió.
--¡No, no!--balbució trémula y espantada--. No basta hablar así... ¿me
lo jura usted?
Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló;
pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló
un:
--Lo juro.
Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del
aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del
mar.
--¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con
ahogada voz, articuló el perjurio.
--¿Delante de la cara de Dios?--prosiguió Amparo ansiosa.
De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso
como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero
temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta
de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico
olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus
escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.
Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como
un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo
y sombrío, no pasaba nadie.
-XXXII-
La Tribuna se forja ilusiones
En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro,
se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese
la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio
apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su
trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir
acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en
buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual
iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos
indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a
una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la
mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y
Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo
alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida
les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un
mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy
soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos
del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de
Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente
ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de
cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las
sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la
luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color
juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello. Duró
este inventario minucioso algún tiempo, al cabo del cual, Baltasar,
habiendo aprendido de memoria estas y otras particularidades, y hablado
con la Tribuna de todo lo que se podía hablar con ella, empezó a
encontrar más largas las horas. Restringió las visitas al merendero,
limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba _a
mano_ los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando
al pitillo recién acabado nubes de humo. No sabiendo qué hacer, quiso
enseñar a Amparo cómo se fumaba, a lo cual ella se prestó con
repugnancia, alegando que las cigarreras no fuman, que casualmente están
«hartas de ver tabaco», y que este sólo era bueno para ponerse parches
en las sienes cuando duele la cabeza. Discurriendo medios de
entretenerse, Baltasar trajo a Amparo alguna novela para que se la
leyese en voz alta; pero era tan fácil en llorar la pitillera así que
los héroes se morían de amor o de otra enfermedad por el estilo, que
convencido el mancebo de que se ponía tonta, suprimió los libros. En
suma, Baltasar y Amparo se hallaron como dos cuerpos unidos un instante
por la afinidad amorosa, separados después por repulsiones invencibles,
y que tendían incesantemente a irse cada cual por su lado.
Para colmo de aburrimiento, reparó Baltasar que, al paso que él aspiraba
a ocultar diestramente su aventura, Amparo, que ya tenía puesta toda su
esperanza en las falaces palabras y en el compromiso creado por el
mancebo, se desvivía porque los viesen juntos, porque la publicidad
remachase el clavo con que imaginaba haberle fijado para siempre. Quería
ostentarlo, como Ana ostentaba su capitán mercante; quería que la
familia de Sobrado supiese lo que sucedía y rabiase, y que la de García,
la orgullosa damisela, se enterase también de que Baltasar la dejaba por
la Tribuna; así como suena. Quemadas ya las naves, a Amparo le convenía
hacer ruido, tanto como a Baltasar guardar silencio. De esta diversa
disposición de ánimo nacieron las primeras disputas, leves y cortas aún,
de los dos amantes, reyertas que al principio sirvieron de diversión a
Baltasar, porque, a veces, hasta la contrariedad distrae. Al menos,
mientras duraban, no venía el importuno bostezo a descoyuntar las
mandíbulas. Peor sería hablar de política, conversación que Baltasar
había prohibido y a la cual la Tribuna se manifestaba más aficionada de
algún tiempo a esta parte.
No era del todo sistemática la conducta de Amparo al buscar publicidad
en sus amoríos; su carácter la impulsaba a ello. Superficial y
vehemente, gustábanle las apariencias y exterioridades; la lisonjeaba
andar en lenguas y ser envidiada, nunca compadecida. El día que dio sus
pendientes de oro para la Rita, no le quedaba en casa un ochavo, y por
pueril orgullo dijo a todas que tenía dinero, amenguando así el valor de
su noble rasgo. Ahora, durante sus relaciones con Baltasar, trabajaba
más que nunca y se vestía lo mejor posible, para hacer creer que el
señorito de Sobrado era con ella dadivoso. Se regocijaba interiormente
de que la sostuviesen sus ágiles dedos, mientras el barrio le envidiaba
larguezas que no recibía: es más, que rechazaría con desdén si se las
ofrecieran. Su vanidad era doble: quería que el público tuviese a
Baltasar por liberal, y que Baltasar no la tuviese a ella por
mercenaria. Y Baltasar, si pagaba la gaseosa, los pastelillos, alguna
vez las entradas del teatro, en lo demás se mostraba digno heredero y
sucesor de doña Dolores Andeza de Sobrado. Nunca pensó o nunca quiso
pensar (que hasta a esto del pensar sobre una cosa suele determinarse la
voluntad libremente) en lo que comería aquella buena moza, si sería
caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para
presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal
saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El
cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de
elaborarlo?
Entre tanto, Amparo disfrutaba viendo la rabia de sus rivales en la
Fábrica, la sonrisilla de Ana, las indirectas, los codazos, la atmósfera
de curiosidad que se condensaba en torno de su persona, llegando a tanto
su desvanecimiento, que se hacía a sí propia regalos misteriosos para
que creyese la gente que procedían de Sobrado; se prendía en el pecho
ramilletes de flores, y hasta llegó a adquirir una sortija de plata con
un corazón de esmalte azul, por el retegustazo de que pensasen ser
fineza de Baltasar. Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba
con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía
mirar disimuladamente la sortija.... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos
todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las
ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus
deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y
todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las
cosas quedarse como estaban.... Lo malo era que nos mandase ese rey
italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad.... Pero
iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república.
Con estos pensamientos entretenía las horas de trabajo en la Fábrica. A
cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida
esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de
portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo
mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del
hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle,
cuando las viese, con afabilidad suma. Por lo que hace a recibirlas de
visita... eso, según y conforme dispusiese su marido; pero, ¿qué trabajo
cuesta un saludo? A Ana le había de enseñar su casa. ¡Su casa! ¡Una casa
como la de Sobrado, con sillería de damasco carmesí, consola de caoba,
espejo de marco dorado, piano, reloj de sobremesa y tantas bujías
encendidas! Y Amparo, cerrando los ojos, creía sentir en el rostro el
frío cierzo de la noche de Reyes.... Cuando entraba descalza en el
portal de Sobrado a cantar villancicos, ¿pensó que se enamorase nunca de
ella Baltasar? Pues así como había sucedido esto, _lo otro_....
No obstante, dentro de la Fábrica misma hubo escépticas que auguraron
mal de los enredos en que se metía Amparo. ¡Casarse, casarse! Pronto se
dice; pero del dicho al hecho.... ¿Regalos? ¡Vaya unos regalos para un
hijo de Sobrado! ¡Sortijas de plata, ramos de a dos cuartos! ¡Bah, bah!
Ya se sabía en lo que paraban ciertas cosas. Aunque sordos, estos
rumores no fueron tan disimulados que no llegasen a la interesada, y
unidos a otras pequeñeces que ella observaba también, empezaron a
clavarle en el alma el dardo de los más crueles recelos. Baltasar
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