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La Tribuna - 11

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  la vida, los prosaicos menesteres que en los barrios opulentos se
  cumplen a sombra de tejado, salían allí a luz y a vista del público.
  Pañales pobres se secaban en las cancillas de las puertas; la cuna del
  recién nacido, colocada en el umbral, se exhibía tan sin reparo como las
  enaguas de la madre.... Y no obstante, el barrio no era triste; lejos de
  eso, los árboles vecinos, el campo y mar colindantes, lo hacían por todo
  extremo saludable; el paso de los coches lo alborotaba; los chiquillos,
  piando como gorriones, le prestaban por momentos singular animación;
  apenas había casa sin jaula de codorniz o jilguero, sin alelíes o
  albahaca en el antepecho de las ventanas; y no bien lucía el sol, las
  barricas de sardinas arenques, arrimadas a la pared y descubiertas,
  brillaban como gigantesca rueda de plata.
  Tampoco faltaban allí comercios que, acatando la ley que obliga a los
  organismos a adaptarse al medio ambiente, se acomodaban a la pobreza de
  la barriada. Tiendecillas angostas, donde se vendían zarazas catalanas y
  pañuelos; abacerías de sucio escaparate, tras de cuyos vidrios un galán
  y una dama de pastaflora se miraban tristemente viéndose tan mosqueados
  y tan añejos, y las cajas _tremendas_ de fósforos se mezclaban con
  garbanzos, fideos amarillos, aleluyas y naipes; figones que brindaban al
  apetito sardinas fritas y callos; almacenes en que se feriaban cucharas
  de palo, cestería, cribas y zuecos: tal era la industria de la cuesta de
  San Hilario. Allí se tuvo por notable caso el que un objeto adquirido se
  pagase de presente, y el crédito, palanca del moderno comercio,
  funcionaba con extraordinaria actividad. Todo se compraba al fiado:
  cigarrera había que tardaba un año en poder abonar los chismes del
  oficio. Reinaba en el barrio cierta confianza, una especie de comadrazgo
  perpetuo, un comunismo amigable: de casa a casa se pedían prestados, no
  solamente enseres y utensilios, sino «una sed» de agua, «una nuez» de
  manteca, «un chisquito» de aceite, «una lágrima» de leche, «un nadita»
  de petróleo. Avisábanse mutuamente las madres cuando un niño se
  escapaba, se descalabraba o hacía cualquier diablura análoga; y como el
  derecho de azotar era recíproco, las infelices criaturas venían a estar
  en potencia propincua de ser vapuleadas por el barrio entero.
  Pronto se acostumbró la madre de Amparo a su nueva vecindad: tenía la
  cama próxima a la ventana, y nadie pasaba por allí sin detenerse a
  conversar un rato.... Las pescaderas le referían sus lances, y la
  tullida compraba desde su lecho sardinas, pedía agua, oía chismes sin
  número, forjándose en cierto modo la ilusión de que tomaba el aire
  libre.... Por lo que hace a Amparo, fue presto la reina del barrio:
  reíanse los marineros, abierta la boca de oreja a oreja, dilatando sus
  anchos semblantes de tritones, cuando la veían pasar; los carabineros
  del Resguardo le echaban flores.... Casi todos manifestaron sentimiento
  al saber que «andaba» con un oficial, un señorito de allá del barrio de
  Abajo.
  
  
  -XXXI-
  Palabra de casamiento
  
  Desde que tuvo secretos que confiar, por natural instinto Amparo se
  arrimó a la Comadreja más que a Guardiana. Esta andaba no sé cómo, medio
  enferma, con la paletilla caída, según decía; y por más que se la
  levantó una saludadora con los rezos y ensalmos de costumbre, la
  paletilla seguía en sus trece, y la muchacha tristona, pensando en cómo
  quedarían sus pequeños si se muriese ella. Hallaba Amparo en el
  semblante de Guardiana no sé qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que
  le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al
  paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando
  curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta
  por compañera. Ana, viuda a la sazón de su capitán mercante, que andaba
  allá por Ribadeo, se prestó gustosa a ser, en cierto modo, la dueña
  guardadora de la Tribuna. Por su parte Baltasar se apoderó de Borrén.
  Estaban aún los dos enamorados en el período comunicativo.
  --¿Te dio palabra de casarse contigo?--preguntaba Ana a su amiga.
  --No cuadró que yo se la pidiese.... Una vez, con disimulo, le indiqué
  algo.... ¡Si no fuese por la familia! ¡La madre, sobre todo, que es así!
  Y Amparo cerraba el puño.
  --¡Bah! Ve tomando paciencia once añitos, como yo.... ¡Y si después lo
  consigues!...
  --No, pues si no quiere casarse... me parece que le doy despachaderas.
  Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza
  tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en
  cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que
  fuesen, paraban en caer como ella había caído. Organizose una especie de
  sociedad compuesta de cuatro personas, Amparo, Ana, Borrén y Baltasar;
  cada vez que celebraba sesión este círculo, ya se sabía que la Comadreja
  «cargaba» con el ronco y galanteador Borrén. Entreteníale con pesadas
  bromas, con todo género de indirectas y burletas, subrayadas por la risa
  de sus labios flacos, por el fruncimiento de su hocico de roedor. Ana
  sabía, como acostumbraba saberlo todo, la historia de Borrén, o por
  mejor decir, su carencia de historia; y este carácter inofensivo del
  incansable faldero daba asunto a la Comadreja para crucificarlo a puras
  chanzas, para clavarle mil alfileres, para abrasarlo. La travesura de
  pilluelo vicioso que distinguía a Ana le sirvió para olfatear la
  horrible timidez, el pánico extraño que afligía a aquel hombre tan
  pródigo de requiebros, tan aficionado al aroma del amor, y tan incapaz,
  por carácter, de gustarlo, como los soñadores que contemplan la luna de
  descolgarla del firmamento. ¡Pobre Borrén! Desde el sarcasmo hasta la
  mal rebozada injuria, todo lo devoró con resignación que podría llamarse
  angelical, si virtudes de este linaje negativo no fuesen más dignas del
  limbo que del cielo.
  Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados
  por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las
  tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en
  la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento
  calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente
  codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a
  la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad.
  Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba
  que lo comprometía dejándose ver a su lado.
  En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este
  género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con
  una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la
  patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía
  llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como
  bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas,
  y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados
  de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de
  trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había
  en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad
  los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico
  pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que
  copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un
  rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la
  hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo
  desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a
  madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger
  para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta
  mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo
  comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que
  tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes,
  hallándose reunida la _partie carrée_ en la huerta a pretexto de fresas,
  ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y
  gulusmeada de babosas y caracoles.
  --Don Enrique--exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén--, ¿cuántas ha cogido
  usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las
  probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.
  --¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo.... Le
  digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.
  --¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos....
  ¡Uuuuy!
  --¿Qué pasa?--exclamó solícito Borrén.
  --¡Un babosón!--chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y
  disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó
  apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con
  la mano.
  Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo
  que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía
  Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos,
  y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el
  follaje.
  --¡Eh... dejar algunas!--les gritaba inútilmente Ana.
  Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba
  sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos
  lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar
  estaba por todo extremo obediente y cortés.
  --¿Conque no fue usted a las _Flores de María_?
  --No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo;
  estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y
  todo; y yo no pienso poner los pies en él.
  --Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que
  uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró
  usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?
  --¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.
  --Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por
  oírla.
  --Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años.... Esa fresa es mía
  --exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la
  dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.
  --¿Y a su casa... tampoco va usted?
  --Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de
  la de García, y no de ti? ¡De nosotros!--añadió con expresión de
  contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la
  envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y
  después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se
  aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de
  fresas despachurradas.
  --Ya me duelen los riñones de andar a gatas--dijo--. Podíamos
  merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.
  --Por mí...--murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una
  servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo.
  Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de
  moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso,
  único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar
  tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales
  del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se
  desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger
  tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después,
  levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería,
  ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en
  las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y
  echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda,
  empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue
  acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando
  pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y
  extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta
  espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la
  asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir
  más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De
  repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un
  grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.
  Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del
  color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió
  precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a
  la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el
  fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea,
  mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después
  estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando
  que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y
  quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del
  desmayo.
  --Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca--dijo Amparo.--No, a la mía,
  a la mía.... El cuerpo me pide cama.
  --Duermes conmigo.
  --No, a mi casita--insistió la abatida Comadreja--. Si va conmigo una
  fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.
  --Toma mi mantón siquiera--porfió la Tribuna.
  --Bueno, venga.... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.
  Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto
  de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que
  conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con
  ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que
  decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de
  moralista, bien puede un hombre blanco que viste uniforme y peina
  barbas, encontrar que ciertos papeles son desairados y tontos. Una cosa
  es hablar, acompañar, animar, y otra.... Por lo menos así pensaba
  Borrén, que más tenía de sandio rematado que de perverso. Y no obstante
  su flaqueza, no supo resistir a la segunda ojeada, coercitiva al par que
  suplicante, de su amigo. Bebió la hiel hasta las heces, y echó tras la
  Comadreja pisando aturdidamente coles y maíz tierno.
  --Espere usted, Anita, que la acompaño--murmuraba--. Espere usted...
  puede ocurrírsele a usted algo.
  Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese
  Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con
  los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy
  arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera
  se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.
  --¿Se le ocurre a usted alguna cosa?--preguntó él medio desvanecido aún,
  con ronquera que rayaba en afonía.
  --Nada--respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén
  sus ojuelos verdes--: Don Enrique--añadió--, ¿sabe usted lo que venía
  pensando?
  --Diga usted....
  --Que es usted una alhaja.
  --¿Por qué me dice usted eso, bella Anita?--pronunció ya afablemente
  Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había
  recobrado su aplomo.
  --Porque... que uno se marche cuando enferma.... ¡Pero usted! ¡Pero qué
  hombres!--articuló con ira--. ¡Si aunque se acabase la casta... no se
  perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco
  gusto ver gente.
  --Iré con usted por si....
  --¿Usted?--murmuró ella entre irónica y desdeñosa--. ¿Para qué? Abur,
  abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.
  Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin
  saber lo que le pasaba.
  Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no
  apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en
  despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el
  cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de
  topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un
  instante de temor.
  --Me voy a mi casa--dijo levantándose.
  --¡Amparo... ahora no!--pronunció con suplicantes inflexiones en la voz
  Baltasar--. No te marches, que estamos en el paraíso.
  La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en
  verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso,
  hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados,
  los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su
  rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear
  tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus
  abultados ojos negros.
  --¿Por qué quieres escaparte, vamos?--interrogó él con dulce
  autoridad--. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no
  tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se
  me ocurra. Ya lo sabes.--Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro
  con su anhelosa respiración--: ¿Me voy al paseo?--preguntó.
  Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así:--No
  se vaya usted de ningún modo.
  --Me tratas tan mal....
  --¿Usted qué quiere que haga?
  --Que te portes mejor....
  --Pues hablemos claros--exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose
  en el brocal del pozo.
  La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como
  un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.
  --Di, hermosa....
  --Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen
  los demás con las muchachas de mi esfera.
  --No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.
  --Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar,
  y de hablar, pero después....
  Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.
  --Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una
  hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo.... Conque... ya
  puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano
  de esposo.
  --¿Y por qué?--preguntó con soberano desparpajo el oficial.
  --¿Y por qué?--repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.
  --No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con.... Hoy no
  hay clases....
  --¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de
  una hija del pueblo?
  --¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra
  --repuso Baltasar impaciente.
  --¿Me promete usted casarse conmigo?--murmuró la inocentona de la
  oradora política.
  --¡Sí, vida mía!--exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban,
  pues estaba resuelto a decir amén a todo.
  Pero Amparo retrocedió.
  --¡No, no!--balbució trémula y espantada--. No basta hablar así... ¿me
  lo jura usted?
  Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló;
  pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló
  un:
  --Lo juro.
  Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del
  aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del
  mar.
  --¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con
  ahogada voz, articuló el perjurio.
  --¿Delante de la cara de Dios?--prosiguió Amparo ansiosa.
  De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso
  como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero
  temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta
  de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico
  olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus
  escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.
  Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como
  un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo
  y sombrío, no pasaba nadie.
  
  
  -XXXII-
  La Tribuna se forja ilusiones
  
  En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro,
  se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese
  la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio
  apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su
  trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir
  acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en
  buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual
  iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos
  indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a
  una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la
  mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y
  Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo
  alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida
  les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un
  mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy
  soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos
  del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de
  Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente
  ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de
  cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las
  sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la
  luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color
  juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello. Duró
  este inventario minucioso algún tiempo, al cabo del cual, Baltasar,
  habiendo aprendido de memoria estas y otras particularidades, y hablado
  con la Tribuna de todo lo que se podía hablar con ella, empezó a
  encontrar más largas las horas. Restringió las visitas al merendero,
  limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba _a
  mano_ los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando
  al pitillo recién acabado nubes de humo. No sabiendo qué hacer, quiso
  enseñar a Amparo cómo se fumaba, a lo cual ella se prestó con
  repugnancia, alegando que las cigarreras no fuman, que casualmente están
  «hartas de ver tabaco», y que este sólo era bueno para ponerse parches
  en las sienes cuando duele la cabeza. Discurriendo medios de
  entretenerse, Baltasar trajo a Amparo alguna novela para que se la
  leyese en voz alta; pero era tan fácil en llorar la pitillera así que
  los héroes se morían de amor o de otra enfermedad por el estilo, que
  convencido el mancebo de que se ponía tonta, suprimió los libros. En
  suma, Baltasar y Amparo se hallaron como dos cuerpos unidos un instante
  por la afinidad amorosa, separados después por repulsiones invencibles,
  y que tendían incesantemente a irse cada cual por su lado.
  Para colmo de aburrimiento, reparó Baltasar que, al paso que él aspiraba
  a ocultar diestramente su aventura, Amparo, que ya tenía puesta toda su
  esperanza en las falaces palabras y en el compromiso creado por el
  mancebo, se desvivía porque los viesen juntos, porque la publicidad
  remachase el clavo con que imaginaba haberle fijado para siempre. Quería
  ostentarlo, como Ana ostentaba su capitán mercante; quería que la
  familia de Sobrado supiese lo que sucedía y rabiase, y que la de García,
  la orgullosa damisela, se enterase también de que Baltasar la dejaba por
  la Tribuna; así como suena. Quemadas ya las naves, a Amparo le convenía
  hacer ruido, tanto como a Baltasar guardar silencio. De esta diversa
  disposición de ánimo nacieron las primeras disputas, leves y cortas aún,
  de los dos amantes, reyertas que al principio sirvieron de diversión a
  Baltasar, porque, a veces, hasta la contrariedad distrae. Al menos,
  mientras duraban, no venía el importuno bostezo a descoyuntar las
  mandíbulas. Peor sería hablar de política, conversación que Baltasar
  había prohibido y a la cual la Tribuna se manifestaba más aficionada de
  algún tiempo a esta parte.
  No era del todo sistemática la conducta de Amparo al buscar publicidad
  en sus amoríos; su carácter la impulsaba a ello. Superficial y
  vehemente, gustábanle las apariencias y exterioridades; la lisonjeaba
  andar en lenguas y ser envidiada, nunca compadecida. El día que dio sus
  pendientes de oro para la Rita, no le quedaba en casa un ochavo, y por
  pueril orgullo dijo a todas que tenía dinero, amenguando así el valor de
  su noble rasgo. Ahora, durante sus relaciones con Baltasar, trabajaba
  más que nunca y se vestía lo mejor posible, para hacer creer que el
  señorito de Sobrado era con ella dadivoso. Se regocijaba interiormente
  de que la sostuviesen sus ágiles dedos, mientras el barrio le envidiaba
  larguezas que no recibía: es más, que rechazaría con desdén si se las
  ofrecieran. Su vanidad era doble: quería que el público tuviese a
  Baltasar por liberal, y que Baltasar no la tuviese a ella por
  mercenaria. Y Baltasar, si pagaba la gaseosa, los pastelillos, alguna
  vez las entradas del teatro, en lo demás se mostraba digno heredero y
  sucesor de doña Dolores Andeza de Sobrado. Nunca pensó o nunca quiso
  pensar (que hasta a esto del pensar sobre una cosa suele determinarse la
  voluntad libremente) en lo que comería aquella buena moza, si sería
  caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para
  presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal
  saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El
  cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de
  elaborarlo?
  Entre tanto, Amparo disfrutaba viendo la rabia de sus rivales en la
  Fábrica, la sonrisilla de Ana, las indirectas, los codazos, la atmósfera
  de curiosidad que se condensaba en torno de su persona, llegando a tanto
  su desvanecimiento, que se hacía a sí propia regalos misteriosos para
  que creyese la gente que procedían de Sobrado; se prendía en el pecho
  ramilletes de flores, y hasta llegó a adquirir una sortija de plata con
  un corazón de esmalte azul, por el retegustazo de que pensasen ser
  fineza de Baltasar. Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba
  con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía
  mirar disimuladamente la sortija.... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos
  todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las
  ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus
  deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y
  todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las
  cosas quedarse como estaban.... Lo malo era que nos mandase ese rey
  italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad.... Pero
  iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república.
  Con estos pensamientos entretenía las horas de trabajo en la Fábrica. A
  cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida
  esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de
  portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo
  mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del
  hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle,
  cuando las viese, con afabilidad suma. Por lo que hace a recibirlas de
  visita... eso, según y conforme dispusiese su marido; pero, ¿qué trabajo
  cuesta un saludo? A Ana le había de enseñar su casa. ¡Su casa! ¡Una casa
  como la de Sobrado, con sillería de damasco carmesí, consola de caoba,
  espejo de marco dorado, piano, reloj de sobremesa y tantas bujías
  encendidas! Y Amparo, cerrando los ojos, creía sentir en el rostro el
  frío cierzo de la noche de Reyes.... Cuando entraba descalza en el
  portal de Sobrado a cantar villancicos, ¿pensó que se enamorase nunca de
  ella Baltasar? Pues así como había sucedido esto, _lo otro_....
  No obstante, dentro de la Fábrica misma hubo escépticas que auguraron
  mal de los enredos en que se metía Amparo. ¡Casarse, casarse! Pronto se
  dice; pero del dicho al hecho.... ¿Regalos? ¡Vaya unos regalos para un
  hijo de Sobrado! ¡Sortijas de plata, ramos de a dos cuartos! ¡Bah, bah!
  Ya se sabía en lo que paraban ciertas cosas. Aunque sordos, estos
  rumores no fueron tan disimulados que no llegasen a la interesada, y
  unidos a otras pequeñeces que ella observaba también, empezaron a
  clavarle en el alma el dardo de los más crueles recelos. Baltasar
  
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