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La Tribuna - 05

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  Lo gracioso del caso está en que, siendo el paisanillo tan útil, por
  mejor decir, tan indispensable, no hubo criatura más maltratada,
  insultada y reñida que él. Sus más leves faltas se volvían horribles
  crímenes, y por ellos se le formaba una especie de consejo de guerra.
  Llovían sobre él a todas horas improperios, burlas y vejaciones. La
  explotación del hombre por el hombre tomaba carácter despiadado y feroz,
  según suele acontecer cuando se ejerce de pobre a pobre, y Chinto se
  veía estrujado, prensado, zarandeado y pisoteado al mismo tiempo. Le
  habían calificado y definido ya: era un mulo.
  Acertó un día Chinto a volver unas miajas más tarde de lo acostumbrado,
  y acercose a la cama de la tullida para vaciar sus faltriqueras, donde
  danzaban los cuartos de la colecta diaria. Encontrábase allí Amparo, y
  le dio al punto en la nariz un desusado tufillo. Por sorprendente que
  parezca la noticia, la acuidad del sentido del olfato es notable en las
  cigarreras: diríase que la nicotina, lejos de embotarles la pituitaria,
  les aguza los nervios olfativos, hasta el extremo de que si entra
  alguien en la fábrica fumando, se digan unas a otras con repugnancia:
  «¡Puf, huele a hombre!». Así es que Amparo solía apartarse de Chinto
  --aunque sea inverosímil--repelida por el olor de las malas colillas que
  chupaba en secreto; pero lo que a la sazón percibía era peor que el
  tabaco; así es que pegó un salto.
  --¡Vete de ahí--le gritó--; vete, maldito, que nos apestas! Anda,
  pellejo, despabílate.
  Chinto la consideraba atónito, con los brazos colgantes, abriendo cuanto
  podía los ojos, cual si por ellos oyese.
  --Que te largues; ¡repelo contigo!, que no se aguanta ese olor:
  confundes a la gente.
  --¿A qué apestas, demontre?--preguntó la tullida--. Serán esos puros del
  estanquillo.
  --¡No, señora, que es a vino!--exclamó Amparo.
  --¡A vino!--clamó la impedida alzando los brazos tan escandalizada como
  si ella sólo catase el agua, porque en el pueblo los viejos, con
  sinceridad completa, se otorgan a sí propios el derecho de «echar un
  trago» que niegan a los mozos--. ¡A vino! ¡Tú quiéreste perder,
  condenado!
  --Yo... pero yo... quiérese decir que yo...--balbució Chinto abrumado
  por el peso de su culpa.
  --¡Aún tendrás valor para contar mentira!--chilló la enferma--. ¡Llégate
  acá, bruto! (Chinto se llegó compungido.) Echa el aliento. (Chinto lo
  echó.) Más fuerte, más fuerte... (Y la tullida asió de los indómitos
  pelos al paisano y le obligó, mal de su grado, a carearse con ella.)
  ¡Puf!, ¡pues es verdá y muy verdá! ¿Dónde te metiste? ¿Andas ya
  arrastrado por las tabernas, bribón?
  --Yo... no, no fue cosa mala ninguna... no fue perrita, ni licor....
  Fue....
  --Cuenta la verdá, borrachón de los infiernos, como si estuvieses
  difunto en el tribunal del devino Señor....
  --No fue nada más sino que encontré un amigo de allí... de la Erbeda,
  que cayó soldado... y allí... me convidó, me dijo así:--¿Quieres una
  chiquita?--. Y yo... allí, le dije:--Bueno--. Y él me llevó allí... a
  casa de....
  --¡Calla, calla y recalla ya, que siquiera sabes lo que dices, con la
  mona que traes a cuestas!... ¡Como otra vez te vea yo así perdido de
  vino, he de decirle a Rosendo que te arree una tunda con la correa de la
  caja, que te has de chupar los dedos; chiquilicuatro, mocoso, viciosón!
  Convidarte, ¿eh? Me convides. ¡Quien te da vino, no te da pan; mulo!
  ¡Anda afuera, que me mareas la cabeza toda!
  Amparo ejecutó el decreto materno empujando a Chinto por los hombros a
  las tinieblas exteriores del portal, y Chinto resignado optó por
  acostarse. Lo único que sentía confusamente era no poder ver a la
  muchacha un rato. Ahora le entretenía casi tanto mirar a Amparo, como
  antes contemplar la rueda del amolador y la bahía. Admirábale a él, rudo
  y tardío de eloquio como suele serlo el aldeano, la facilidad y rapidez
  con que la pitillera se expresaba, la copia de palabras que sin esfuerzo
  salían de su boca. Si lo que experimentaba Chinto era enamoramiento,
  podía llamarse el enamoramiento por pasmo. Ello es que se le venían con
  frecuencia suma impulsos de tratar a Amparo como a las chiquillas de su
  aldea, las tardes de gaita; de pellizcarla, de soltarle un pescozón
  cariñoso, de echarle la zancadilla, de darle un varazo suave con la
  recién cortada vara de mimbre. Pero tan osados pensamientos no llegaban
  a realizarse nunca. Amparo sí que solía empujar a Chinto, y no por vía
  de halago, bien lo sabe Dios, sino de pura rabia que le tuvo siempre. Si
  pudiese leer en el alma del paisano, adivinar cómo le hervía la sangre
  al acercarse a ella, le hubiera cobrado asco amén del odio inveterado
  ya.
  Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula
  de los huesos, Chinto era un ilota. Alguna duquesa confinada en oscuro
  pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los
  señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo
  en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso
  y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo. Le
  entraban irritaciones sordas a la vista de objetos dejados por él, un
  par de zapatos viejos y torcidos, una faja de lana roja pendiente de una
  percha, una colilla negra y pegajosa, caída en el suelo. Y fortificaba
  su antipatía el que Chinto, con la desconfianza socarrona propia del
  paisano, lejos de resolverse a aceptar los ideales políticos de Amparo,
  a su modo, daba a entender que le parecía huero y vano todo el bullicio
  federal. Con risa entre idiota y maliciosa, solía decir a veces a la
  muchacha:
  --Andas metiéndote en cuentos.... Aún han de venir a buscarte los
  civiles, para te llevar a la cárcel....
  
  
  -XIII-
  Tirias y troyanas
  
  También en la Fábrica observaba Amparo que las paisanas eran las menos
  federales, las menos calientes, llenas de escepticismo y de picardía,
  decían, meneando la cabeza, que a ellas la república «no las había de
  sacar de pobres». Alguna tenía sus puntas y ribetes de reaccionaria; y
  en conjunto, todas profesaban el pesimismo fatalista del labrador,
  agobiado siempre por la suerte, persuadido de que si las cosas se mudan,
  será para empeorarse. No se arrancaba de ellas la más leve chispa de
  fuego patriótico; empeñábanse en no exaltarse sino cuando viesen que
  iban a menos las contribuciones y a más los frutos de la tierra. Así es
  que en la Fábrica gozaban de detestable reputación, y eran tachadas de
  ávidas, tacañas y apegadas al dinero, y acusadas de cebarse en la
  ganancia abandonando su casa por un ochavo, al par que las de Marineda
  se jactaban de rumbosas, y se preciaban de mejores madres. No obstante,
  pronunció la revolución tres palabras áureas que a todas sacaron de
  quicio: «¡No más quintas!». Hasta las mismas aldeanas abrieron
  ansiosamente el corazón y el alma para beberse la dulce promesa.
  ¡Si la república fuese, como decían diariamente los periódicos favoritos
  del taller, la supresión del impuesto de sangre, vamos, merecía bien que
  una mujer se dejase hacer pedazos por ella! En el taller de cigarrillos,
  aunque dominaban las mocitas solteras, bastaba hablar de quintas para
  que se moviese una tempestad de federalismo.
  --Miren ustedes--decía Amparo--que eso de que arranquen a una de sus
  brazos al hijo de sus entrañas y lo lleven a que los cañones lo
  despedacen por un rey, ¡clama al cielo, señores! Por lo mismo queremos
  la república republicana, la santa república democrática federativa. Con
  ella Marineda será capital, y Vilamorta también, y hasta Aldeaparda será
  capital hecha y derecha. Sólo Madrí, que a ese se le acaba la ganga, ya
  no nos chupará la sustancia; se va a hacer una cosa magnífica, que se
  llama descentralizar; y veremos cómo después se le baja el orgullo a la
  Corte. ¡Si es inicuo y absolutista lo que está pasando! Aquí no nos
  mandan, voy a poner por caso, sino tabaco de segunda, filipino para eso,
  espérelo usted un mes o dos. Las regalías y las conchas se hacen en
  Madrid... ¡como si nuestros dedos no fuesen de carne humana! ¿Somos aquí
  esclavas, o algunas torponas que no sabemos perficionar la labor? Y
  luego allí, paguita siempre corriente, consignas a barullo....
  ¡Ciudadanas, es preciso sacudir el yugo tiránico con nobleza y energía
  cuando venga lo que se aguarda!, ¿eh chicas?
  A las dos formas de gobierno que por entonces contendían en España, se
  las representaba el auditorio de Amparo tal como las veía en las
  caricaturas de los periódicos satíricos: la Monarquía era una vieja
  carrancuda, arrugada como una pasa, con nariz de pico de loro, manto de
  púrpura muy estropeado, cetro teñido en sangre, y rodeada de bayonetas,
  cadenas, mordazas e instrumentos de suplicio; la República, una moza
  sana y fornida, con túnica blanca, flamante gorro frigio, y al brazo
  izquierdo el clásico cuerno de la abundancia, del cual se escapaba una
  cascada de ferro-carriles, vapores, atributos de las artes y las
  ciencias, todo gratamente revuelto con monedas y flores. Cuando la
  fogosa oradora soltaba la sin hueso, pronunciando una de sus
  improvisaciones, terciándose el mantón y echando atrás su pañuelo de
  seda roja, parecíase a la República misma, la bella República de las
  grandes láminas cromolitográficas; cualquier dibujante, al verla así, la
  tomaría por modelo.
  Y la muchacha iba ascendiendo a personaje político. En la ciudad
  comenzaban a conocerla, y hasta oyó una vez, al pasar por la calle
  Mayor, que murmuraban en un corrillo de hombres: «Esa es la cigarrera
  guapa que amotina a las otras». En su barrio todos la embromaban: el
  mancebo de la barbería pronunciaba un festivo «¡Viva la República!»
  siempre que Amparo cruzaba ante su puerta; y la señora Porreta murmuraba
  con voz cascajosa y opaca: «Salú y liquidación sosial». Si alguien cree
  que fue rápida la metamorfosis de la niña callejera en agitadora y
  oradora demagógica, tenga en cuenta que más prontamente aún que la
  Fábrica de tabacos de Marineda, se gaseó la nación hispana. Ni visto ni
  oído. Contaba la Gloriosa menos de un año, y ya nadie sabía a qué santo
  encomendarse, ni a dónde íbamos a parar, ni dónde dar de cabeza.
  Abundaban las manifestaciones pacíficas, acabando siempre como el
  rosario de la aurora. En la frontera, agitación carlista; el Gobierno
  interna que te internarás, y los internados acá, volviendo a meterse en
  España media legua más allá, mientras en Madrid se fabricaban
  activamente, y sin gran reserva, fornituras, arneses y mantillas, que en
  los ángulos lucían una corona y las iniciales C. VII, y en Vitoria
  recorrían las calles grupos de jóvenes con boina blanca y garrote en
  mano, victoreando a las mismas iniciales. A bien que en Puerto Rico la
  guarnición aclamaba otras cosas, y en Écija mil republicanos protestaban
  contra «la presencia en España del intruso Antonio de Borbón», y en las
  cercanías de Barcelona los payeses, armados de azadas y bieldos,
  perseguían a un alcalde y le obligaban a encastillarse en las Casas
  Consistoriales. A todo esto, el poder, representado por el regente
  Serrano, al cual se tributaban honores casi regios, estaba realmente en
  las vigorosas manos de Prim, que olfateando la ruina de la Gloriosa,
  como el marino vislumbra en el remoto horizonte el huracán, sin
  entretenerse en fruslerías demagógicas, sólo pensaba en traer un
  monarca, llamado a sosegar el país. España estaba próxima a la gran
  lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo contra las
  ciudades; magna lid que tenía en la Fábrica de Marineda su
  representación microscópica.
  Todas las mañanas, en efecto, al entrar las operarias en los talleres,
  al encontrarse en el camino, solían, urbanas y rurales, invectivarse
  ásperamente y dirigirse homéricos insultos, ni más ni menos que si
  fuesen las avanzadillas de los dos partidos enemigos que presto iban a
  encender la guerra civil. El pretexto de las riñas era que las de
  Marineda mostraban asombrarse de que las campesinas, viniendo quizá de
  tres leguas de distancia, estuviesen ya allí cuando apenas asomaba el
  día, y hacían rechifla de tal diligencia.
  --¡Vaya, que es buen madrugar de Dios, hijas!
  --¿Venides a caballo del Sol?
  --¡Andar, lamponas! ¡Dejáis la cama por hacer y el chiquillo por mamar!
  ¡Madrastras!
  --¡Ni os peinades tan siquiera!... ¡Andáis arañando en el pelo con los
  dedos por llegar seis minutos antes, ansiosas de judas!
  --¡Tú dormiste en el camino, avariciosa! Imposible que a tu casa
  llegases. Tanto madrugar, y tanto madrugar, y luego no hacedes ni medio
  cigarro, en tó el día, que mismo no sabedes menear los dedos, que mismo
  los tenedes que parecen chorizos, que mismo Dios os hizo torponas, que
  mismo....
  Aquí ya la sorna y flema de las interpeladas tocaba a su fin, y
  respondían coléricas, pero entre dientes:
  --¿Y luego? Cada uno se vale como puede, y vusté tendrá otras rentas, y
  más otros señoríos... y ganaralo de otra manera diferente, y Dios sabe
  cómo será... que yo no lo sé ganar sino trabajando, _hija_.
  --Yo lo gano con tanta honra como usté... y no injuriar a nadie.
  --Calle usté, que empezó. Yo no le dijen cosa mala.
  --¡Avarientas, rañas, ahorcádevos por un ochavo!
  --¡Sinvergüenzas!--replicaban furiosas las campesinas.
  --¡Servilonas, carlistas!--contestaban las ciudadanas, ya en actitud
  agresiva.
  --¡Malvadas, que echades contra Dios!--rugían las insultadas. Y en medio
  del tumulto se oía el agudísimo ¡ayyy!, de una mujer, a la cual manos
  furibundas intentaban arrancar de un solo tirón la trenza entera de sus
  cabellos. Por espacio de diez segundos imperaban la confusión y el
  desorden, y había empujones, pellizcos convulsivos, arañazos, violentos
  repelones; pero apenas iban aproximándose a las cercanías de la Fábrica,
  donde el severo reglamento prohibía los escándalos, cesaba el griterío,
  comenzaba el torrente femenil a precipitarse dentro del patio, y
  restablecíase la paz, ya que no la serenidad interior, en la fiel imagen
  abreviada de la nación española.
  
  
  -XIV-
  Sorbete
  
  Josefina García estaba aquella noche muy compuesta y emperejilada en el
  paseo de _las Filas_, y la acompañaban las de Sobrado. Cuanto se ponía
  Josefina ajustábase siempre a los últimos decretos de la moda, no sin
  cierta exageración y nimiedad, que olía a figurín casero. Era esa la
  condición del cuerpo de Josefina semejante a la de la cola que los
  escultores usan para vaciar sus estatuas, que recibe toda forma que se
  le quiera imprimir. Josefina entraba dócil en los moldes impuestos por
  la moda, sin rebelarse ni protestar jamás. Tenía su físico algo de
  impersonal, una neutralidad que le permitía variar de peinado y de
  adorno sin mudar de tipo. Mediana de estatura, su rostro prolongado y
  sus agradables facciones no ofrecían rasgos característicos. Sus ojos,
  ni chicos ni grandes, ni eran feos, pero sí dominantes y escudriñadores
  más de lo que a su edad y doncellez convenía; su sonrisa, entre
  reservada y cándida, demasiado permanente en los labios, para que no
  tuviese visos de fingida y afectada; su talle, modelado por el corsé,
  sería pobre de formas si hábiles artificios del traje, como un volante
  sobre los hombros, o en la cadera, no reforzasen sus diámetros. Sin
  aliño y despeinada, Josefina debía parecer poca cosa; ayudada por el
  tocado, adquiría cierta postiza morbidez. En realidad, era un fruto
  prematuramente caído del árbol, una doncella núbil antes de tiempo; a
  los trece, cuando tocaba habaneras, tenía ya las coqueterías, los celos,
  los caprichos de la mujer, y ahora aquella flor rápida y precoz se había
  deshojado, y en vez de la lozanía seductora de la juventud, notábase en
  Josefina la tiesura y empaque de una señora formal y los remilgos de una
  lugareña. Figurábase que la distinción, el buen tono, consistían en
  contrahacer los menores movimientos, ajustándolos a una pauta
  preestablecida; que había un modo elegante y otro cursi de reír, de
  estornudar, de abanicarse; que hasta existían opiniones distinguidas y
  bien vistas, y opiniones que ya no se llevaban; y que en todo, lo más
  selecto y fino eran las medias tintas, la insustancialidad, lo insípido,
  inodoro e incoloro. Hablando de cosas superficiales, no le faltaba
  cierta charla vivaz, semejante al trinar del jilguero; pero apenas se
  tocaban asuntos serios, creíase obligada, por su papel de niña elegante
  y casadera, a encogerse de hombros, hacer cuatro dengues y mudar de
  conversación. Tal cual era Josefina, muchas señoritas la imitaban,
  porque, según se decía, «sacaba las novedades»; y aunque tachándola de
  exagerada y rara, a veces, con el rabillo del ojo observaban las
  innovaciones de indumentaria que lucía, para reproducirlas al punto.
  Aquel año comenzaba a imperar el traje corto, revolución tan importante
  para el atavío femenino, como la de Setiembre para España; las avanzadas
  en ideas se habían apresurado a cercenar sus faldas, mientras las
  conservadoras no se resolvían a suprimir la cuarta de tela con que
  barrían las inmundicias del piso. Josefina, que en materia de vestir era
  radical, llevaba la moda nueva en todo su rigor, con túnica de seda
  negra adornada de bellotas de pasamanería, cayendo sobre redonda falda
  de glasé azul. Un velo de rejilla formaba a su rostro la misteriosa
  aureola de un confesionario, y los _cuernos_ de su peinado bajaban con
  gracia y simetría hacia la nariz. Por la espalda y en la cintura, un
  lazo negro muy pronunciado servía para abultar lo que entonces quería la
  _voluble diosa_ que abultase. Echaba la señorita los codos atrás con
  objeto de destacar el busto, actitud que escrupulosamente copiaba la
  segunda de Sobrado, Clara. Lola, que iba en medio, era la única a poner
  el cuerpo como Dios se lo dio. La luz de la luna, que se alzaba
  iluminando el paseo de _las Filas_ y el mar, la hora y la temperatura
  envidiable de una noche de verano, incitaban a amantes efusiones, o
  siquiera a galanteos, y hasta el ruido de la concurrencia se brindaba a
  ser cómplice de tiernas palabras pronunciadas a media voz; así lo
  comprendía Baltasar, que acompañaba a las muchachas, inamovible al lado
  de Josefina, y haciendo, sin escrúpulo, que sus hermanas llevasen la
  cesta. A lo lejos, el blando murmullo de las olas, que parecían un lago
  de plata, decía cosas embriagadoras y poéticas; cantaba un idilio
  intraducible al humano lenguaje. La conversación del grupo era, no
  obstante, por todo extremo, vulgar.
  --Está desanimado el paseo. ¿Verdad, Sobrado?
  --Animadísimo lo encuentro yo. ¿Por qué dice usted eso?...--Y los ojos
  de Baltasar buscaron los de Josefina, y una mirada se cruzó entre ambos.
  --¡Qué cosas tiene usted! Vaya, falta gente: usted no lo notará, pero sí
  falta.
  --Yo, intervino Lola, me aburro con tanto dar y dar vueltas.... En
  cualquier sitio me divertiría más. No hubiera salido hoy, si no fuese
  por la Octava de San Hilario.... Pero ni aun la Octava estuvo a mi
  gusto; faltó muchísima gente de la que acostumbra alumbrar.... ¿Sabéis
  porqué?
  --No--dijo maquinalmente Josefina.
  --Sí--declaró Baltasar--, porque fueron a esperar al muelle a los
  delegados de Cantabria.
  --Los delegados... ¿de qué?--preguntó Josefina jugando con el abanico.
  --De Cantabria.... Vienen a firmar la unión del Norte...--explicó
  Lola--. ¡A mí me gustaría ver el desembarque! Si hubiese tenido con
  quien ir.
  --Yo fui.... ¡Qué lástima!--dijo Baltasar.
  --Chica.... ¡Vaya una idea!--exclamó Josefina soltando menudas
  carcajaditas--. Yo huyo de esas confusiones.... Me aterra pensar que
  pueden gentes sin educación apachucarme, pisarme.... ¡Qué fastidio! Y al
  fin poco tendrá que ver.... Diga usted, Sobrado, ¿se ha divertido usted
  mucho?
  --No por cierto.... ¡Diversión! ¿Qué diversión ha de ser? Pero es
  curioso.... ¡Hubo vivas, y mueras, y un silbido vergonzante, y abrazos,
  y apretones de manos!
  --¡Bien por el que silbó!--dijo Lola batiendo palmas--. ¡A eso quería yo
  ir, a silbar con la llave de la puerta!
  --Dice el tío Isidoro--intervino Clara--que si esto sigue así van a
  tener que cerrarse los comercios y se concluirá la industria.
  --¡Y también se cerrarán las iglesias!--recalcó Lola con más calor
  aún--. ¡Malditos revoltosos! ¡A silbar, a silbar debió ir todo el mundo!
  --¡Psss! ¡Por Dios!--suplicó Josefina--. Estamos llamando la
  atención.... Luego dirán que nos metemos en política.
  --Pues yo me meto... ¿y qué? Ahora todo el mundo se mete--afirmó Lola.
  --¡Ay... yo no! Qué ridiculez, ¿eh, Sobrado? Yo no entiendo de eso.
  --¿No tiene usted opiniones, polla?
  --No... es decir, no me gustan los alborotos; ¡cuando hay trifulca el
  teatro está tan soso!... Ni queda humor para vestirse y salir.
  --Vamos, usted debe tener sus preferencias.... ¿Será usted carlista?
  --¡Ay, no!... ¡La Inquisición me da un miedo!...--dijo riendo.
  --¿Republicana?
  --¡Qué horror! ¡Cosa más cursi...!
  --Moderada, ea. Es usted moderada, de fijo.
  --Tal vez, tal vez, algo moderada.... La pobre Reina me da mucha
  lástima.
  --Bueno, ahora ya sé que es usted moderada y lo voy a divulgar por ahí
  para que la prendan a usted por conspiradora.
  --No, por Dios, que no sueñen que hablamos de estas cosas.... Se reirían
  de mí y dirían que parecemos un club. ¿No sabe usted alguna noticia?
  ¿Qué me cuenta usted del prestidigitador que trabaja en el teatro?
  --¿El húngaro? ¡Bah! Como todas esas funciones.... Muy pesado, mucho
  cubilete y los pistoletazos de cajón....
  --¡Pistoletazos! Los odio: me asustan atrozmente. En viendo que preparan
  la pistola, ya estoy tapándome los oídos: las chicas se ríen y mamá me
  dice siempre: «Niña, que te miran...». Pero yo no puedo....
  --¡Mejor! Si la miran a usted, ¿qué más quieren los espectadores?
  --declaró Baltasar cediendo a la destreza con que Josefina traía el
  diálogo al terreno personal.
  Mientras pasaba este coloquio, las madres, que venían detrás, se
  sentaron en un banco, sin que su plática, por versar sobre asuntos de
  muy otra especie cediese en animación a la de la gente joven. Un
  momento, al pasar por delante de ellas, Lola se volvió a preguntarles no
  sé qué; al mismo tiempo Josefina tocó levemente en el codo a Baltasar,
  el cual se inclinó, y por movimiento simultáneo cayeron los brazos de
  ambos y sus manos se unieron el espacio de un segundo, depositando la
  mano varonil en la femenina un papelito blanco, tamaño como una
  mariposa. Susurraban las acacias, llenaba el aire el misterioso silabeo
  de las conversaciones de última hora, y el amoroso gemido del mar,
  besando el parapeto, completaba la sinfonía.
  Ni se escapó el detalle del papel al ojo avizor de la viuda ni a la
  vigilante atención de doña Dolores, quien puso torcido y avinagrado
  gesto, levantándose al punto y anunciando que era hora de retirarse. Al
  tiempo que regresaban las dos familias, desde _las Filas_ a la calle
  Mayor, la señora de Sobrado meditaba una épica pequeñez, una tontería
  trascendental y feroz que le sirviese para dar despachaderas a las de
  García y quedarse sola con sus hijas. Y como llegasen cerca de las
  puertas del café de la Aurora, que dejaban pasar la luz amarilla y cruda
  del gas, ocurriósele, por fin, la liliputiense estratagema, y con felina
  amabilidad dijo la viuda:
  --Y ahora, ¿qué se hacen? Nosotros pensábamos entrar a tomar un
  refresco.... ¿Nos acompañarán ustedes? Un sorbetito, cualquier cosa....
  --¡Jesús... pues no faltaba más!--contestó la viuda, abochornada como
  persona a quien ofrecen de mala gana y por fórmula un obsequio que
  cuesta dinero--. Nosotras tenemos que hacer, y nos retiramos.
  --¡Baltasar!--gritó doña Dolores a su hijo, que iba delante con las
  muchachas--. ¡Baltasarito, entra aquí, que vamos a tomar sorbete!...
  --Vengan ustedes, señoritas--murmuró el teniente, creyendo que se
  trataba de convidar a la familia García.
  --No, estas señoras no quieren nada--se apresuró a advertir la madre,
  clavando a su hijo a la puerta del café con una mirada elocuentísima.
  A pesar del aplomo de buen género que creía Josefinita poseer, se vieron
  a la claridad del gas sus ojos preñados de lágrimas de orgullo y su tez
  encendida, como si la abofeteasen. Dijo un seco «adiós» a Clara y Lola;
  a Baltasar y a doña Dolores ni palabra. Cogiose del brazo de la viuda y
  pronto se confundieron en la oscuridad del fin de la calle sus espaldas,
  erguidas con dignidad propia de espaldas de destronadas reinas. Baltasar
  se volvió hacia su madre.
  --Pero, mamá...--pronunció.
  --¡Chsss!--murmuró ella en voz baja, casi al oído del mancebo...--. Eres
  un bolo, que te comprometes en público con ellas, y tienen medio perdido
  su asunto. Van a quedar en la calle, chiquillo.... He confesado a la
  infeliz de la madre y no pudo negármelo.... Yo ya lo sabía por un
  abogado. Va muy mal todo eso.... Niñas, sentaos--añadió dirigiéndose a
  Lola y Clara--. Mozo, cuatro medios de leche y barquillos....
  --Yo no tomo...--dijo Baltasar.
  --Mozo, tres medios no más.... Pues mira como andas, porque esa mocosa
  con su gesto de todo me fastidia, te va a envolver.... La tendrás que
  mantener, y a las cuñaditas, y a la viuda....
  --Pero si no pienso... usted todo lo abulta. Sólo que las cosas hechas
  así de este modo se comentan y dan que hablar.... ¿No se empeñó usted
  misma en que las acompañase?
  --Con permiso de ustedes--dijo el mozo colocando en la mesa tres vasos
  de leche amerengada coronados de canela, y un cestito de paja lleno de
  barquillos. Clara y Lola se pusieron a chupar su refresco, comprendiendo
  que no debían oír el diálogo de su madre y hermano.
  --Que las acompañases, sí... porque no me figuraba yo que iba a resultar
  tal compromiso.... Si pierden el pleito, ni sé cómo pagarán las
  costas.... Han de acudir al bolsillo del prójimo; acuérdate de lo que te
  digo; como si todo el mundo tuviese ahí el dinero a disposición....
  --Pues yo--declaró Baltasar--no vuelvo a meterme en otra.... Mire usted
  bien las cosas antes, porque esto de andar así, hoy tomo y mañana dejo,
  es ridículo y le pone a uno en evidencia. Dirá la gente que cazamos...
  que cazo un dote.... ¡Ya ve usted!
  --¡Dios quiera que los cazados no seamos nosotros!--tartamudeó doña
  Dolores con las mejillas horriblemente sumidas por los esfuerzos de
  absorción que practicaba, a fin de convertir su barquillo en bomba
  ascendente de la leche garrapiñada.
  
  
  -XV-
  Himno de Riego, de Garibaldi. Marsellesa
  
  Era Baltasar un hijo, no de este siglo, sino de su último tercio, lo
  cual es más característico y peculiar. Calificábanle las señoras de
  atento; sus compañeros, de muchacho corriente y agradable; su tío, de
  chico listo y con el cual se podía departir acerca de asuntos de
  comercio. Su temperatura moral no subía ni bajaba a dos por tres; no se
  le conocía ardor ni entusiasmo por ninguna cosa; la fiebre de la mocedad
  no le había causado una hora de franca y declarada calentura. Ni juego,
  ni bebida, ni mujeres le sacaban de quicio. En política era naturalmente
  doctrinario. Su madre le juzgaba mozo de gran porvenir y altos destinos,
  porque dejándole la paga para gastos menudos y diversiones, Baltasar
  ahorraba y nunca se halló sin blanca en el bolsillo del chaleco.
  Destinado a la carrera militar, más por vanidad de su familia que por
  vocación, no era, sin embargo, cobarde, pero sí yerto; prefería los
  ascensos a la gloria, y a la gloria y a los ascensos reunidos anteponía
  una buena renta que disfrutar sin moverse de su casa ni estar a merced
  del ministro de la Guerra. Secretamente, con cautela suma (porque
  Baltasar respetaba la opinión pública y todo lo que hay que respetar
  para vivir con sosiego), la ley y norte de su vida era el placer,
  siempre que no riñese con el bienestar. Tenía vanidad, pero vanidad
  encubierta y en cierto modo solitaria. A sus creencias, vacilantes y
  endebles, no quería tocar, como si fuesen un diente próximo a caerse y
  con el cual evitase morder cortezas duras. Vivía a su gusto y talante,
  sin meterse en más libros de caballerías. Físicamente tenía Baltasar
  mediana estatura, la tez fina y blanca, y de un rubio apagado el ralo
  cabello; pero la parte inferior de su fisonomía era corta y poco noble;
  la barbilla chica y sin energía, la boca delgada de labios, como la de
  
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