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La Tribuna - 03

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  terminados los villancicos y poniendo en la escalera a músicos y
  danzantes.
  
  
  -VI-
  Cigarros puros
  
  Hizo Borrén, la recomendación a su prima, que se la hizo al contador,
  que se la hizo al jefe, y Amparo fue admitida en la Fábrica de cigarros.
  El día en que recogió el nombramiento hubo en casa del barquillero la
  fiesta acostumbrada en casos semejantes, fiesta no inferior a la que
  celebrarían si se casase la muchacha. Hizo la madre decir una misa a
  Nuestra Señora del Amparo, patrona de las cigarreras; y por la tarde
  fueron convidados a un asiático festín el barbero de enfrente, Carmela,
  su tía, y la señora Porreta la comadrona: hubo empanada de sardina,
  bacalao, vino de Castilla, anís y caña a discreción, rosoli, una enorme
  fuente de papas de arroz con leche.
  Privado de la ayuda de Amparo, el barquillero había tomado un aprendiz,
  hijo de una lavandera de las cercanías. Jacinto, o _Chinto_, tenía
  facciones abultadas e irregulares, piel de un moreno terroso, ojos
  pequeños y a flor de cara: en resumen, la fealdad tosca de un villano
  feudal. Sirvió a la mesa, escanció, y fue la diversión de los
  comensales, por sus largas melenas, semejantes a un ruedo, que le comían
  la frente; por su faja de lana, que le embastecía la ya no muy quebrada
  cintura; por su andar torpe y desmañado, análogo al de un moscardón
  cuando tiene las patas untadas de almíbar; por su puro dialecto de las
  Rías Saladas, que provocaba la hilaridad de aquella urbana reunión. El
  barbero, que era _leído, escribido_ y muy redicho; la encajera, que la
  daba de fina, y la comadrona, que gastaba unos chistes del tamaño de su
  panza, compitieron en donaire burlándose de la rusticidad del mozo.
  Amparo ni lo miró, tan ridículo le había parecido la víspera cuando
  entró llorando, trayéndolo medio arrastro su madre: Carmela fue la única
  que le habló humanamente, y le dijo el nombre de dos o tres cosas, que
  él preguntaba sin lograr más respuesta que bromas y embustes. Así que
  todos manducaron a su sabor, echaron las sobras revueltas en un plato,
  como para un perro, y se las dieron al paisanillo, que se acostó ahíto,
  roncando formidablemente hasta el otro día.
  Amparo madrugó para asistir a la Fábrica. Caminaba a buen paso, ligera y
  contenta como el que va a tomar posesión del solar paterno. Al subir la
  cuesta de San Hilario, sus ojos se fijaban en el mar, sereno y franjeado
  de tintas de ópalo, mientras pensaba en que iba a ganar bastante desde
  el primer día, en que casi no tendría aprendizaje, porque al fin los
  puros la conocían, su madre le había enseñado a envolverlos, poseía los
  heredados chismes del oficio, y no le arredraba la tarea. Discurriendo
  así, cruzó la calzada y se halló en el patio de la Fábrica, la vieja
  _Granera_. Embargó a la muchacha un sentimiento de respeto. La magnitud
  del edificio compensaba su vetustez y lo poco airoso de su traza; y para
  Amparo, acostumbrada a venerar la Fábrica desde sus tiernos años,
  poseían aquellas murallas una aureola de majestad, y habitaba en su
  recinto un poder misterioso, el Estado, con el cual sin duda era ocioso
  luchar, un poder que exigía obediencia ciega, que a todas partes
  alcanzaba y dominaba a todos. El adolescente que por vez primera huella
  las aulas experimenta algo parecido a lo que sentía Amparo.
  Pudo tanto en ella este temor religioso, que apenas vio quién la
  recibía, ni quién la llevaba a su puesto en el taller. Casi temblaba al
  sentarse en la silla que le adjudicaron. En derredor suyo, las operarias
  alzaban la cabeza, ojos curiosos y benévolos se fijaban en la novicia.
  La maestra del partido estaba ya a su lado, entregándole con solicitud
  el tabaco, acomodando los chismes, explicándole detenidamente cómo había
  de arreglarse para empezar. Y Amparo, en un arranque de orgullo, atajaba
  a las explicaciones con un «ya sé cómo» que la hizo blanco de miradas.
  Sonriose la maestra y le dejó liar un puro, lo cual ejecutó con bastante
  soltura; pero al presentarlo acabado, la maestra lo tomó y oprimió entre
  el pulgar y el índice, desfigurándose el cigarro al punto.
  --Lo que es saber, como lo material de saber, sabrás...--dijo alzando
  las cejas--. Pero si no despabilas más los dedos... y si no le das más
  hechurita.... Que así, parece un espanta-pájaros.
  --Bueno--murmuró la novicia confusa--: nadie nace aprendido.
  --Con la práctica...--declaró la maestra sentenciosamente, mientras se
  preparaba a unir el ejemplo a la enseñanza--. Mira, así... a modito....
  No valía apresurarse. Primero era preciso extender con sumo cuidado,
  encima de la tabla de liar, la envoltura exterior, la epidermis del
  cigarro, y cortarla con el cuchillo trazando una curva de quince
  milímetros de inclinación sobre el centro de la hoja para que ciñese
  exactamente el cigarro; y esta capa requería una hoja seca, ancha y
  fina, de lo más selecto: así como la dermis del cigarro, el _capillo_,
  ya la admitía de inferior calidad, lo propio que la tripa o cañizo. Pero
  lo más esencial y difícil era rematar el puro, hacerle la punta con un
  hábil giro de la yema del pulgar y una espátula mojada en líquida goma,
  cercenándole después el rabo de un tijeretazo veloz. La punta aguda, el
  cuerpo algo oblongo, la capa liada en elegante espiral, la tripa no tan
  apretada que no deje respirar el humo ni tan floja que el cigarro se
  arrugue al secarse, tales son las condiciones de una buena tagarnina.
  Amparo se obstinó todo el día en fabricarla, tardando muchísimo en
  elaborar algunas, cada vez más contrahechas, y estropeando malamente la
  hoja. Sus vecinas de mesa le daban consejos oficiosos: había discordia
  de pareceres: las viejas le encomendaban que cortase la capa más ancha,
  porque sale el cigarro mejor formado y porque «así lo habían hecho ellas
  toda la vida»; y las jóvenes, que más estrecha, que se enrolla más
  pronto. Al salir de la Fábrica, le dolía a Amparo la nuca, el espinazo,
  el pulpejo de los dedos.
  Poco a poco fue habituándose y adquiriendo destreza. Lo peor era que la
  afligía la nostalgia de la calle, no acertando a hacerse a la prolija
  jornada de trabajo sedentario. Para Amparo la calle era la patria, el
  paraíso terrenal. La calle le brindaba mil distracciones, de balde
  todas. Nadie le vedaba creer que eran suyos los lujosos escaparates de
  las tiendas, los tentadores de las confiterías, las redomas de color de
  las boticas, los pintorescos tinglados de la plaza; que para ella
  tocaban las murgas, los organillos, la música militar en los paseos,
  misas y serenatas; que por ella se revistaba la tropa y salía precedido
  de sus maceros con blancas pelucas el Excelentísimo Ayuntamiento. ¿Quién
  mejor que ella gozaba del aparato de las procesiones, del suelo sembrado
  de espadaña, del palio majestuoso, de los santos que se tambalean en las
  andas, de la Custodia cubierta de flores, de la hermosa Virgen con manto
  azul sembrado de lentejuelas? ¿Quién lograba ver más de cerca al capitán
  general portador del estandarte, a los señores que alumbraban, a los
  oficiales que marcaban el paso en cadencia? Pues, ¿y en Carnaval? Las
  mascaradas caprichosas, los confites arrojados de la calle a los
  balcones, y viceversa, el entierro de la sardina, los cucuruchos de
  dulce de la piñata, todo lo disfrutaba la hija de la calle. Si un
  personaje ilustre pasaba por Marineda, a Amparo pertenecía durante el
  tiempo de su residencia: a fuerza de empellones la chiquilla se colocaba
  al lado del infante, del ministro, del hombre célebre; se arrimaba al
  estribo de su coche, respiraba su aliento, inventariaba sus dichos y
  hechos.
  ¡La calle! ¡Espectáculo siempre variado y nuevo, siempre concurrido,
  siempre abierto y franco! No había cosa más adecuada al temperamento de
  Amparo, tan amiga del ruido, de la concurrencia, tan bullanguera,
  meridional y extremosa, tan amante de lo que relumbraba. Además, como
  sus pulmones estaban educados en la gimnasia del aire libre, se deja
  entender la opresión que experimentarían en los primeros tiempos de
  cautiverio en los talleres, donde la atmósfera estaba saturada del olor
  ingrato y herbáceo del Virginia humedecido y de la hoja medio verde,
  mezclado con las emanaciones de tanto cuerpo humano y con el fétido vaho
  de las letrinas próximas. Por otra parte, el aspecto de aquellas grandes
  salas de cigarros comunes era para entristecer el ánimo. Vastas
  estanterías de madera ennegrecida por el uso, colocadas en el centro de
  la estancia, parecían hileras de nichos. Entre las operarias, alineadas
  a un lado y a otro, había sin duda algunos rostros jóvenes y lindos;
  pero así como en una menestra se destaca la legumbre que más abunda, en
  tan enorme ensalada femenina no se distinguían al pronto sino greñas
  incultas, rostros arados por la vejez o curtidos por el trabajo, manos
  nudosas como ramas de árbol seco.
  El colorido de los semblantes, el de las ropas y el de la decoración se
  armonizaba y fundía en un tono general de madera y tierra, tono a la vez
  crudo y apagado, combinación del castaño mate de la hoja, del amarillo
  sucio de la vena, del dudoso matiz de los serones de esparto, de la
  problemática blancura de las enyesadas paredes, y de los tintes sordos,
  mortecinos al par que discordantes, de los pañuelos de cotonía, las
  sayas de percal, los casacos de paño, los mantones de lana y los
  paraguas de algodón. Amparo se perecía por los colores vivos y fuertes,
  hasta el extremo de pasarse a veces una hora delante de algún escaparate
  contemplando una pieza de seda roja: así es que los primeros días, el
  taller con su colorido bajo le infundía ganas de morirse. Pero no tardó
  en encariñarse con la Fábrica, en sentir ese orgullo y apego
  inexplicables que infunde la colectividad y la asociación, la
  fraternidad del trabajo. Fue conociendo los semblantes que la rodeaban,
  tomándose interés por algunas operarias, señaladamente por una madre y
  una hija que se sentaban a su lado. Medio ciega ya y muy temblona de
  manos, la madre no podía hacer más que _niños_, o sea la envoltura del
  cigarro; la hija se encargaba de las puntas y del corte, y entre las dos
  mujeres despachaban bastante, siendo muy de notar la solicitud de la
  hija y el afecto que se manifestaban las dos, sin hablarse, en mil
  pormenores, en el modo de pasarse la goma, de enseñarse el mazo
  terminado y sujeto ya con su faja de papel, de partir la moza la comida
  con su navaja, y de acercarla a los labios de la vieja.
  Otra causa para que Amparo se reconciliase del todo con la Fábrica, fue
  el hallarse en cierto modo emancipada y fuera de la patria potestad
  desde su ingreso. Es verdad que daba a sus padres algo de las ganancias,
  pero reservándose buena parte; y como la labor era a destajo, en las
  yemas de los dedos tenía el medio de acrecentar sus rentas, sin que
  nadie pudiese averiguar si cobraba ocho o cobraba diez. Desde el día de
  su entrada vestía el traje clásico de las cigarreras: el mantón, el
  pañuelo de seda para solemnidades, la falda de percal planchada y con
  cola.
  
  
  -VII-
  Preludios
  
  Tardó Chinto en aclimatarse: mucho tiempo pasó echando de menos la
  aldea. Dos cosas ayudaron a distraer su morriña: un amolador, que se
  situaba bajo los soportales de la calle de Embarcaderos, y el mar.
  Cuantos momentos tenía libres el paisanillo, dedicábalos a la
  contemplación de alguno de sus dos amores. No se cansaba jamás de ver
  los altibajos de la pierna del amolador, el girar sin fin de la rueda,
  el rápido saltar de las chispas y arenitas al contacto del metal, ni de
  oír el _¡rsss!_ del hierro cuando el asperón lo mordía. Tampoco se
  hartaba de mirar al mar, encontrándolo siempre distinto: unas veces
  ataviado con traje azul claro, otras, al amanecer, semejante a estaño en
  fusión; por la tarde, al ocaso, parecido a oro líquido, y de noche,
  envuelto en túnica verde oscura listada de plata. ¡Y cuando entraban y
  salían las embarcaciones! Ya era un gallardo bergantín, alzando sus dos
  palos y su cuadrado velamen; ya una graciosa goleta, con su cangreja
  desplegada, rozando las olas como una gaviota; ya un paquete, con sus
  alas de espuma en los talones y su corona de humo en la frente; ya un
  fino laúd; ya un elegante esquife; sin nombrar las lanchas pescadoras,
  los pesados lanchones, los galeones panzudos, los botes que volaban al
  golpe acompasado de los remos.... Si Chinto no fuese un animal, podría
  alegar en su abono que el Océano y el voltear de una rueda son imágenes
  apropiadas de lo infinito; pero Chinto no entendía de metafísicas.
  Más adelante, al reparar en Amparo, se halló mejor en el pueblo. Si algo
  se burlaba de él la despabilada chiquilla, al fin era una muchacha, un
  rostro juvenil, una voz fresca y sonora. Entre el señor Rosendo y su
  triste laconismo; la tullida y su tiranía doméstica; Pepa la comadrona,
  que lo asustaba de puro gorda, y lo crucificaba a chistes, o Amparo,
  desde luego se declararon por esta sus simpatías. Todas las tardes, con
  el cilindro de hojalata terciado al hombro, iba a buscarla a la salida
  de la Fábrica. Esperaba rodeado de madres que aguardaban a sus hijas, de
  niños que llevaban la comida a sus madres, de gente pobre, que rara vez
  hacía gasto de barquillos, como no fuese por la exorbitante cantidad de
  un octavo o un cuarto. No obstante, Chinto no faltaba un solo día a su
  puesto.
  Algo variado en su exterior estaba el aprendiz. Patizambo como siempre,
  era en sus movimientos menos brutal. La vida ciudadana le había enseñado
  que un cuerpo humano no puede tomarse todo el espacio por suyo, antes
  necesita ceñirse a que otros cuerpos transiten por los mismos lugares
  que él. Chinto dejaba, pues, más hueco, se recogía, no se balanceaba
  tanto. La blusa de cutí azul dibujaba sus recias espaldas, descubriendo
  cuello y manos morenas; ancho sombrerón de detestable fieltro gris
  honraba su cabeza, monda y lironda ya por obra y gracia del barbero.
  Una hermosa tarde estival aguardaba a Amparo muy ufano, porque en los
  bolsillos de la blusa le traía melocotones, adquiridos en la plaza con
  sus ahorros. Como un cuarto de hora llevaban de ir saliendo las
  operarias ya, y la hija del barquillero sin aparecer. Gran animación a
  la puerta, donde se estableciera un mercadillo; no faltaba el puesto de
  cintas, dedales, hilos, alfileres y agujas; pero lo dominante era el
  marisco, cestas llenas de mejillones cocidos ya, esmaltados de negro y
  naranja; de erizos verdosos y cubiertos de púas, de percebes arracimados
  y correosos, de argentadas sardinas, y de mil menudos frutos de mar,
  bocinas, lapas, almejas, calamares que dejaban pender sus esparcidos
  tentáculos como patas de arañas muertas. Semejante cuadro, cuyo fondo
  era un trozo de mar sereno, un muelle de piedras desiguales, una ribera
  peñascosa, tenía mucho de paisaje napolitano, completando la analogía
  los trajes y actitudes de los pescadores que no muy lejos tendían al sol
  redes para secarlas. De pie, en el umbral del patio, un ciego se
  mantenía inmóvil, muerta la cara, mal afeitadas las barbas que le
  azuleaban las mejillas, lacio y en trova el grasiento pelo, tendiendo un
  sombrero abollado, donde llovían cuartos y mendrugos en abundancia.
  Miraba Chinto a la bahía con la boca abierta, y cuando al fin salió
  Amparo, no pudo verla: ella en cambio le divisó desde lejos, y veloz
  como una saeta, varió de rumbo, tomando por la insigne calle del Sol,
  que componen media docena de casas gibosas y dos tapias coronadas de
  hierba y alelíes silvestres. Corrió hasta alcanzar el camino del
  Crucero, y dejándolo a un lado, atravesó a la carretera y a la cuesta de
  San Hilario, donde refrenó el paso creyéndose en salvo ya. ¡También era
  manía la del zopenco aquel, de no dejarla a sol ni a sombra, y darle
  escolta todas las tardes! ¡Y como su compañía era tan divertida, y como
  él hablaba tan graciosamente, que no parece sino que tenía la boca llena
  de engrudo, según se le pegaban las palabras a la lengua! Así discurría
  Amparo, mientras bajaba hacia la Puerta del Castillo, defendida todavía,
  como _in illo tempore_, por su puente levadizo y sus cadenas
  rechinantes.
  Al propio tiempo subían unas señoras, con las cuales se cruzó la
  cigarrera. Iban casi en orden hierático; delante las niñas de corto,
  entre quienes descollaba Nisita, ya espigada, provista de una gran
  pelota; luego el grupo de las casaderas, Josefina García, Lola Sobrado,
  luciendo sus mantillas y sus colas recientes; los flancos de este
  pelotón los reforzaban Baltasar y Borrén, y como Baltasar no se había de
  poner al ladito de su hermana, tocábale ir cerca de Josefina. Cerraban
  la marcha la viuda de García y doña Dolores, ésta carilarga y
  erisipelatosa de cutis, la viuda sin tocas ni lutos, antes muy
  empavesada de colores alegres.
  Los destellos del sol poniente, muriendo en las aguas de la bahía,
  alumbraron a un tiempo a Baltasar y a Amparo, haciendo que mutuamente se
  viesen y se mirasen. El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su
  tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los
  últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha, morena, de
  rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que
  servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego. Ambos se miraron
  en un instante, instante muy largo, durante el cual se creyeron
  envueltos en la irradiación de una atmósfera de luz, calor y vida. Al
  dejar de contemplarse, fuese que el esplendor del ocaso es breve y se
  extingue luego, fuese por otras causas íntimas y psicológicas,
  imaginaron que sentían un hálito frío y que empezaba a anochecer. Oyose
  la palabra ronca de Borrén el inaguantable.
  --¿La has visto?
  --¿A quién?--balbució el teniente Baltasar, que fingía considerar con
  suma atención la punta de sus botas, por no encontrarse con la ojeada
  investigadora de Josefina.
  --¿A la chiquilla del barquillero... a la cigarrera?
  --¿Cuál? ¿Era esa que pasaba?--contestó al fin aceptando la situación.
  --Sí, hombre, ésa.... ¿Qué tal? ¿Tengo buen ojo?
  --Yo también la conocí--pronunció Josefina, cuya voz de tiple ascendía
  al tono sobreagudo.
  --A mí no me ha saludado...--añadió Borrén--. No me conoció tal vez... y
  eso que yo la metí en la Granera... yo la recomendé. ¡Bien dije siempre
  que había de ser una chica preciosa! Lo que es de otra cosa no
  entenderé, hombre; pero de ese género.... ¿Qué les pareció a ustedes?
  --¿A mí?--murmuró Josefina entre dientes y con agresivo silbido de
  vocales--. No me pregunte usted, Borrén.... Esas mujeres ordinarias me
  parecen todas iguales, cortadas por el mismo patrón. Morena... muy
  basta.
  --¡Ave María, Josefina!--dijo escandalizada Lola Sobrado--. No tuviste
  tiempo de verla: es hermosa y reúne mucha gracia. Fíjate otra vez en
  ella... si vuelve a pasar, te daré al codo.
  --No te molestes... no merece la pena; es el tipo de una cocinera como
  todas las de su especie.
  Baltasar hallaba incómoda la conversación y buscaba un pretexto para
  cambiarla. Atravesaban por delante de un campo cubierto de hierba
  marchita, especie de landa estéril cercada por lienzos de muralla de las
  fortificaciones. Había allí una parada de borricos de alquiler, que
  aguardaban pacíficamente, con las orejas gachas, a sus acostumbrados
  parroquianos, mientras los burreros y espoliques, sentados en el
  malecón, jugaban con sus varas, departían amigablemente, y picando con
  la uña un cigarro de a cuarto, abrumaban a ofrecimientos a los
  transeúntes.
  --¿Un burro, señorito? ¿Un burro precioso? ¿Un burro mejor que los
  caballos? ¿Vamos a Aldeaparda? ¿Vamos a la Erbeda?
  Acercose Baltasar a las niñas de corto, y dijo a Nisita:
  --¿Una vuelta por el campo?
  A la chiquilla se la encandilaron los ojos, y soltando la pelota, echó
  los brazos al teniente con sonrisa zalamera. Baltasar la aupó,
  colocándola sobre los lomos de un asnillo, que aún tenía puestas jamugas
  de dorados clavos. Y tomando la vara de manos del alquilador, comenzó a
  arrear... «¡Arre, burro!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!».
  Amparo, al llegar a la entrada de _las Filas_, sintió detrás de sí una
  respiración anhelosa y como el trotar de una acosada alimaña montés, y
  casi al mismo tiempo emparejó con ella Chinto, sudoroso y jadeante. La
  perseguida se volvió desdeñosamente, fulminando al perseguidor una
  mirada de despide-huéspedes.
  --¿Para qué corres así, majadero?--díjole en desabrido tono--. ¿Si
  creerás que me escapo? Cuidado que....
  --Allí...--contestó él echando los bofes, tal era su
  sobrealiento...--allí... porque no te vinieses sin compaña... allí...
  ¡yo me entretuve con el vapor de la Habana, que salía... más bonito,
  conchas!, ¡humo que echaba! ¿Por dónde viniste que no te vi?
  --Por donde me dio la gana, ¡repelo! Y ya te aviso que no me vuelvas a
  pudrir la sangre con tus compañías.... ¿Soy yo aquí alguna niña pequeña?
  Anda a vender barquillos, que ahí en el paseo hay quien compre, y en la
  Fábrica maldito si sacas un real en toda la tarde....
  
  
  -VIII-
  La chica vale un Perú
  
  Mal que le pese a Josefina y a todas las señoritas de Marineda, las
  profecías de Borrén se han cumplido. No se equivoca un inteligente como
  él al calificar una obra maestra. Sucede con la mujer lo que con las
  plantas. Mientras dura el invierno, todas nos parecen iguales; son
  troncos inertes; viene la savia de la primavera, las cubre de botones,
  de hojas, de flores, y entonces las admiramos. Pocos meses bastan para
  trasformar al arbusto y a la mujer. Hay un instante crítico en que la
  belleza femenina toma consistencia, adquiere su carácter, cristaliza por
  decirlo así. La metamorfosis es más impensada y pronta en el pueblo que
  en las demás clases sociales. Cuando llega la edad en que
  invenciblemente desea agradar la mujer, rompe su feo capullo, arroja la
  librea de la miseria y del trabajo, y se adorna y aliña por instinto.
  El día en que «unos señores» dijeron a Amparo que era bonita, tuvo la
  andariega chiquilla conciencia de su sexo: hasta entonces había sido un
  muchacho con sayas. Ni nadie la consideraba de otro modo: si algún
  granuja de la calle le recordó que formaba parte de la mitad más bella
  del género humano, hízolo medio a cachetes, y ella rechazó a puñadas,
  cuando no a coces y mordiscos, el bárbaro requiebro. Cosas todas que no
  le quitaban el sueño ni el apetito. Hacía su tocado en la forma sumaria
  que conocemos ya; correteaba por plazas, caminos y callejuelas; se metía
  con las señoritas que llevaban alguna moda desusada, remiraba
  escaparates, curioseaba ventaneros amoríos, y se acostaba rendida y sin
  un pensamiento malo.
  Ahora... ¿quién le dijo a ella que el aseo y compostura que gastaba no
  eran suficientes? ¡Vaya usted a saber! El espejo no, porque ninguno
  tenían en su casa. Sería un espejo interior, clarísimo, en que ven las
  mujeres su imagen propia y que jamás las engaña. Lo cierto es que
  Amparo, que seguía leyéndole al barbero periódicos progresistas, pidió
  el sueldo de la lectura en objetos de tocador. Y reunió un ajuar digno
  de la reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una lendrera de boj; dos
  paquetes de horquillas, tomadas de orín; un bote de pomada de rosa;
  medio jabón _aux amandes amères_, con pelitos de la barba de los
  parroquianos, cortados y adheridos todavía; un frasco, casi vacío, de
  esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez. Amalgamando tales
  elementos logró Amparo desbastar su figura y sacarla a luz, descubriendo
  su verdadero color y forma, como se descubre la de la legumbre enterrada
  al arrancarla y lavarla. Su piel trabó amistosas relaciones con el agua,
  y libre de la capa del polvo que atascaba sus poros finos, fue el cutis
  moreno más suave, sano y terso que imaginarse pueda. No era tostado, ni
  descolorido, ni encendido tampoco; de todo tenía, pero con su cuenta y
  razón, y allí donde convenía que lo tuviese. La mocedad, la sangre rica,
  el aire libre, las amorosas caricias del sol, habíanse dado la mano para
  crear la coloración magnífica de aquella tez plebeya. La lisura de ágata
  de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca,
  el rosa trasparente del tabique de la nariz; el terciopelo castaño del
  lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello áureo que
  desciende entre la mejilla y la oreja y vuelve a aparecer, más apretado
  y oscuro, en el labio superior, como leve sombra al difumino cosas eran
  para tentar a un colorista a que cogiese el pincel e intentase
  copiarlas. Gracias sin duda a la pomada, el pelo no se quedó atrás y
  también se mostró cual Dios lo hizo, negro, crespo, brillante. Sólo dos
  accesorios del rostro no mejoraron, tal vez porque eran inmejorables:
  ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un _tipo
  moreno_. Tenía Amparo por ojos dos globos, en que el azulado de la
  córnea, bañado siempre en un líquido puro, hacía resaltar el negror de
  la ancha pupila, mal velada por cortas y espesas pestañas. En cuanto a
  los dientes, servidos por un estómago que no conocía la gastralgia,
  parecían treinta y dos grumos de cuajada leche, graciosísimamente
  desiguales y algo puntiagudos, como los de un perro cachorro.
  Observándose, no obstante, en tan gallardo ejemplar femenino rasgos
  reveladores de su extracción: la frente era corta, un tanto arremangada
  la nariz, largos los colmillos, el cabello recio al tacto, la mirada
  directa, los tobillos y muñecas no muy delicados. Su mismo hermoso cutis
  estaba predestinado a inyectarse, como el del señor Rosendo, que allá en
  la fuerza de la edad había sido, al decir de las vecinas y de su mujer,
  guapo mozo. Pero, ¿quién piensa en el invierno al ver el arbusto
  florido? Si Baltasar no rondó desde luego las inmediaciones de la
  Fábrica, fue que destinaron a Borrén por algún tiempo a Ciudad Real, y
  temió aburrirse yendo solo.
  
  
  -IX-
  La Gloriosa
  
  Ocurrió poco después en España un suceso que entretuvo a la nación siete
  años cabales, y aún la está entreteniendo de rechazo y en sus
  consecuencias, a saber: que en vez de los pronunciamientos chicos
  acostumbrados, se realizó otro muy grande, llamado Revolución de
  Setiembre de 1868.
  Quedose España al pronto sin saber lo que le pasaba y como quien ve
  visiones. No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba
  la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban
  hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban
  marina, ejército, progresistas y unionistas. González Bravo y la Reina
  estaban ya en Francia cuando aún ignoraba la inmensa mayoría de los
  españoles si era el Ministerio o los Borbones quienes caían «para
  siempre», según rezaban los famosos letreros de Madrid. No obstante, en
  breve se persuadió la nación de que el caso era serio, de que no sólo la
  raza Real, sino la monarquía misma, iban a andar en tela de juicio, y
  entonces cada quisque se dio a alborotar por su lado. Sólo guardaron
  reserva y silencio relativo aquellos que al cabo de los siete años
  habían de llevarse el gato al agua.
  Durante la deshecha borrasca de ideas políticas que se alzó de pronto,
  observose que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se
  inclinaron a la tradición monárquica, mientras las poblaciones fabriles
  y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron la república. En la costa
  cantábrica, el Malecón y Marineda se distinguieron por la abundancia de
  comités, juntas, _clubs_, proclamas, periódicos y manifestaciones. Y es
  de notar que desde el primer instante la forma republicana invocada fue
  la federal. Nada, la unitaria no servía: tan sólo la federal brindaba al
  pueblo la beatitud perfecta. ¿Y por qué así? ¡Vaya a saber! Un escritor
  ingenioso dijo más adelante que la república federal no se le hubiera
  ocurrido a nadie para España si Proudhon no escribe un libro sobre el
  principio federativo y si Pi no le traduce y le comenta. Sea como sea, y
  valga la explicación lo que valiere, es evidente que el federalismo se
  improvisó allí y doquiera en menos que canta un gallo.
  La Fábrica de Tabacos de Marineda fue centro simpatizador (como ahora se
  dice) para _la federal_. De la colectividad fabril nació la
  confraternidad política; a las cigarreras se les abrió el horizonte
  republicano de varias maneras: por medio de la propaganda oral, a la
  sazón tan activa, y también, muy principalmente, de los periódicos que
  
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