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La Isabelina - 07

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  librería de viejo del señor Martín, y le dijo a Bartolillo:
  --Vete a casa de don Eugenio y dile que sí.
  Unos días después Aviraneta contó a Tilly el resultado de la
  negociación, que fué negativo.
  Aviraneta congregó a sus consejeros, y, al parecer, todos estuvieron
  contentos en rechazar a Toreno.
  Olavarría aseguró que el conde venía de París arruinado por negocios
  bursátiles y que no traía otro plan que el de buscar un asidero
  cualquiera.
  --Si fuera hombre de fiar--parece que dijo--, él con los elementos con
  que contamos haría la revolución; pero corremos el peligro de servirle
  de escabel para alcanzar el ministerio, y que cuando no nos necesite
  nos pegue un puntapié. Toreno es hombre astuto y nos dominará.
  Romero Alpuente afirmó que si se aceptaban los ofrecimientos del
  conde, él se retiraría de la Junta. Según él, Toreno venía a España,
  como enviado de Luis Felipe, a embrollar la política española, pues el
  monarca francés había perdido con Fernando VII el mejor aliado con que
  contaba, y temía que se realizase en España una revolución radical que
  hiciese renacer el fuego de las cenizas del republicanismo francés, que
  acababa por entonces de sofocar en su país.
  Flórez Estrada se expresó de idéntica manera. Aviraneta fué el único
  que dijo que creía que no era prudente rechazar los ofrecimientos de un
  hombre de tanta importancia. Aviraneta escribió a Torrecilla dándole
  la negativa. Toreno no la echó en saco roto, y guardó gran rencor a
  Aviraneta.
  El mismo día Toreno salía desterrado para Asturias por orden de Zea
  Bermúdez.
  
  
   V.
   LAS RAZONES DE LA TRIPLE REGENCIA
  
  EL padre Mansilla subía en sus relaciones e iba escalando la alta
  sociedad. El confesonario le servía de mucho. No descuidaba tampoco
  la oratoria. Había adoptado en sus sermones una manera insinuante,
  casuística, que le daba gran éxito.
  Casi todos los días Mansilla tenía largas conferencias con Tilly, y
  presentaba a su amigo en las casas más importantes, sobre todo en
  aquellas que tomaban un matiz liberal.
  Una mañana les mandó aviso Aviraneta de que por la tarde iría a
  visitarles a la Casa del Jardín.
  Mansilla y Tilly le recibieron amablemente, y constituyeron en broma el
  primer Triángulo del Centro.
  --¿Qué hay, Tres?--dijo Tilly.
  --Vengo a ver si me sacan ustedes de una duda, ustedes que frecuentan
  la alta sociedad.
  --Vamos a ver...
  --Creo que les dije hace tiempo que un tal Maestre nos trajo para la
  Isabelina unas listas de los comprometidos en un movimiento liberal
  anterior.
  --Sí.
  --Pues bien; por estas listas venimos a ponernos en relación en
  Cataluña con un fraile, el padre Puch o Puig, a quien le conocen por
  el nombre del Dominico de Vich. El tal dominico, según parece, goza de
  gran prestigio, y ha organizado un Directorio Isabelino rapidísimamente
  en Barcelona. Tiene ya cinco o seis mil hombres afiliados.
  --¿Tantos?
  --Sí; eso dice. El Directorio barcelonés se muestra lleno de
  impaciencia, y quiere que se apresure el levantamiento liberal. Ha
  escrito ya varias comunicaciones, y ayer se recibió una carta cifrada
  del Directorio, en la que se nos dice que tardamos mucho en Madrid
  en organizar nuestros trabajos, y que ellos se han puesto al habla
  con un miembro de la familia real, con un Borbón que se compromete
  a marchar al frente de los revolucionarios y acabar con los manejos
  carlistas. Añade el escrito que en el primer correo sale un comisionado
  del Directorio de Barcelona a ponerse al habla con nosotros. Yo me he
  quedado asombrado pensando qué persona real puede ser... He leído la
  carta a los demás y se han quedado en ayunas, como yo.
  --¿Nadie ha sospechado nada?--preguntó Tilly sonriendo.
  --Nadie. ¿Es que usted sabe algo?
  --Sí; creo que Dos también lo sabe. ¿Verdad?
  ---Sí, también--dijo Mansilla.
  --¿Y quién es ese personaje que va a aliarse con los revolucionarios?
  --El infante don Francisco.
  --¿Está usted seguro?
  --Segurísimo.
  --¿Pero no es un hombre negado?
  --¿Hombre, eso qué importa? Carlos III fué un buen rey, y era un tonto.
  -¿Y qué pretende don Francisco?
  --Ser el regente. Muchos cristinos lo saben ya, comenzando por Zea
  Bermúdez, que sospecha la intención.
  --Me deja usted asombrado. ¡Qué malos informes tenemos! Es la desdicha
  de España, de que no se puede hacer nada mas que con carcamales. Si
  yo hubiera podido hacer solo la Isabelina hubiese hecho otra cosa con
  gente joven...
  --Hemos hecho el Triángulo del Centro--dijo Tilly--, y esto marchará.
  --El número Uno y Dos van a dejar pronto atrás al número Tres--replicó
  Aviraneta.
  --Pero no le abandonaremos--replicó Mansilla.
  --¿Y a ustedes qué les parece que debía hacer la Isabelina con relación
  al infante don Francisco?
  --Yo, como usted, me pondría de acuerdo con el infante--dijo Tilly.
  --Creo lo mismo--agregó Mansilla.
  --No va a ser posible--replicó Aviraneta--. Mis gentes no aceptan.
  Les parecerá un contubernio, y desde el momento que encuentren una
  palabreja de estas no saldrán de ahí. No discurren. Romero Alpuente
  dirá unas cuantas frases a estilo de Robespierre, y se acabó...
  --Yo intentaría convencerles. Si no se puede, entablaría relaciones
  subterráneas.
  --Lo averiguarán.
  --No; usted es bastante inteligente para dorarles la píldora.
  --¡Hum! ¡Qué sé yo!
  --Ya sabe usted lo que decía madame Pompadour.
  --No sé lo que decía.
  --Que todo el secreto de la política consiste en mentir a tiempo.
  --Es que el ambiente es tan pequeño...
  --Pues yo me inclino hacia ese lado--dijo Tilly--. El conde de Parcent,
  que hace de cabeza de ese partido, trata de atraerme a su bando, y
  yo me dejo conquistar. Creo que no vulnero con eso mi pacto con el
  Triángulo del Centro.
  --De ningún modo--repuso Aviraneta--; está usted en su derecho. ¿Y
  usted, Mansilla?
  --Mi política es ser amigo personal de esos señores y no ser partidario
  de ninguno.
  --Muy bien--murmuró Aviraneta--. ¿Si se enteran ustedes de algo me lo
  dirán en seguida?
  --Sí. No tenga usted cuidado.
  --Yo les comunicaré lo que acuerden los míos.
  Dos días después volvió Aviraneta a la Casa del Jardín y se encontró
  solo con Tilly.
  --¿Sabe usted algo?--preguntó Aviraneta.
  --Que son ellos. Parcent tiene relaciones con los isabelinos de
  Barcelona. Su secretario, un capitán, De los Ríos, anda reclutando
  gente.
  --¿Qué pretenden?
  --La pretensión es muy sencilla, y hasta lógica. Quieren constituír
  una Regencia Triple con María Cristina, la infanta Luisa Carlota y don
  Francisco.
  --Pero, ¿con qué objeto? ¿Por qué motivo?
  --Hombre, motivos hay muchos; pero el principal es que la Reina
  Cristina está enamorada hasta las cachas de Muñoz. Ya no es una reina
  ni una señora distinguida, es una mujer desatada, una hembra en celo.
  --Yo creí que era un devaneo propio de esta familia de Borbón, que es
  un tanto rijosa.
  --¡Ca! Es una cosa seria... Es el amor de una mujer de treinta años,
  napolitana y ardiente, que ha estado casada con un hombre viejo,
  impotente y gotoso.
  --Como subraya usted, amigo Uno.
  --Si la cosa va como parece, todo hace creer que el descrédito de María
  Cristina va a ser enorme. ¡El hijo del estanquero de Tarancón y de la
  tía Eusebia en la alcoba de la reina! La cosa es fuerte. Para impedir
  el descrédito se ha pensado en esta solución de la Regencia Triple, y
  si Cristina se enmuñozase de tal manera que perdiera todo el prestigio
  personal, entonces se intentaría sustituírla completamente en la
  Regencia por la infanta Luisa Carlota.
  --Todo esto que me dice usted es nuevo para mí--dijo Aviraneta--.
  ¿Usted cree de verdad en los amores de Cristina?
  --Sí, sí; es un hecho. Pregúnteselo usted a Fidalgo. Todas las
  camaristas lo saben. El otro día le vieron a Muñoz con un brillante
  gordo en la pechera; era de los que usaba Fernando VII.
  --¿Y esto empezó antes o después de la muerte del marido?
  --Yo creo que antes. Ahí han andado en el lío la modista Teresita
  Valcárcel, la querida de Ronchi, y otra muchacha camarista, Mari-Juana,
  que está enredada con Colasito Franco, que es un guardia de Corps,
  amigo de Muñoz. La reina ha andado rondándole a Muñoz.
  --Hemos vuelto a los tiempos de María Luisa.
  --Sí; nos gobernarán, como entonces, una reina italiana y un guardia de
  Corps. Veremos a ver qué sale de eso.
  --Usted, Tilly, no suelte el hilo de la intriga. Estamos en un momento
  muy interesante.
  --No tenga usted cuidado.
  
  
   VI.
   LOS INFANTES
  
  SEIS o siete días después estaba el padre Chamizo en casa de doña
  Celia, cuando se presentó un palaciego amigo de don Narciso Ruiz de
  Herrera, un tal García Alonso, y dijo:
  --Ahora acabo de dejar a Eugenio Aviraneta, después de llevarle a
  Palacio a presencia de los infantes.
  --¿Qué ha pasado?
  --Pues siguiendo las instrucciones de Sus Altezas me avisté con el
  capitán Nogueras y le dije que necesitaba verme con Aviraneta. Puso
  el capitán algunos obstáculos, pero, por último, me dijo que le
  encontraría en su misma casa, a las tres de la tarde. Volví a esta
  hora, le expliqué de qué se trataba; me pidió un plazo de veinticuatro
  horas para consultarlo con sus amigos, y hoy he estado de nuevo en casa
  de Nogueras y en una berlina particular he llevado a don Eugenio a
  Palacio.
  --¿Y qué ha ocurrido allí?
  --Nada de extraordinario. Aviraneta y yo hemos sido introducidos en
  el saloncito pequeño dorado. Doña Carlota y don Francisco estaban
  arrimados a la chimenea, en donde ardía una hermosa llama. Después de
  la correspondiente presentación y frases de rúbrica, el infante, con su
  aire sencillo y franco, le preguntó:
  --¿Conque tú eres Aviraneta?
  ---Para servir a Su Alteza.
  ---Tienes una fama de conspirador terrible.
  --Son habladurías de por ahí.
  --Ya sé que trabajas mucho en favor de mi sobrina Isabel.
  --Hago lo que puedo, como súbdito que soy de Su Majestad.
  --¿Tienes muchos compañeros que te ayuden?
  --Bastantes.
  --Son gentes decididas, según me han dicho.
  --Sí. Es gente de corazón.
  Aquí se mezcló la infanta con su aire enérgico y decidido.
  --¿Cuántos sois en Madrid? ¿Más de mil?
  --Más de mil... Pronto llegaremos a cinco mil.
  --¿Trabajáis también en Barcelona?
  --En Barcelona y en otras ciudades de España.
  --¿Por qué trabajáis y para quién?
  --Trabajamos para asegurar la libertad en España y a favor de la Reina
  Isabel.
  --¿Y de nadie más?
  --De nadie más. De la Reina abajo, por nadie.
  --Me habían informado mal. ¿Estáis satisfechos de Zea Bermúdez?
  --No, señora; lo tenemos por un absolutista.
  --Sabrás--dijo la infanta--que en Cataluña se está formando un partido
  numeroso contra Zea para derribarlo del Poder y establecer una Regencia
  que gobierne la monarquía durante la menor edad de mi sobrina Isabel.
  ¿Tus amigos de Barcelona piensan secundar este plan?
  --Señora: mis amigos de Barcelona se han organizado y preparado para
  desbaratar las intrigas carlistas. No creo que entre ellos haya nadie
  que intente trabajar en favor de una Regencia.
  --Pues, no lo dudes--replicó la infanta con viveza--; tus amigos serán
  acaso los primeros en proclamarla.
  Después hablaron en voz baja y no llegó hasta mí su conversación. Luego
  oí de nuevo que decía la infanta:
  --Nosotros desearíamos que pasases a Barcelona y con tu influencia
  activaras los planes y deseos de aquellas gentes, y que la cosa se
  hiciese sin mucho ruido ni efusión de sangre.
  --Doy a Vuestra Alteza las gracias--contestó Aviraneta--por la
  confianza que tiene en mí; pero debo manifestarle que estoy unido con
  otras personas y que tengo que consultar con ellas.
  --Nos despedimos de los infantes--concluyó diciendo García Alonso--,
  bajamos a la plaza de Oriente, tomamos la berlina y le dejé a Aviraneta
  en la Puerta del Sol.
  --¿Y eso ha sido todo?
  --Eso ha sido todo.
  Esta relación dió a Chamizo, a doña Celia y a Gamboa una porción de
  datos desconocidos. Aviraneta había formado una Sociedad con más de
  cinco mil asociados en Madrid y con ramificaciones en provincias. Había
  varios directores y él.
  Se hicieron comentarios acerca de la actitud de Aviraneta, temiendo que
  éste y sus amigos intentasen acercarse a María Cristina para instruírla
  del insidioso plan de Regencia preconizado por los infantes, plan que a
  la Reina, probablemente, no podría hacer mucha gracia.
  A los tres o cuatro días, Paquito Gamboa dijo a Chamizo que ya se
  había aclarado el misterio de la Sociedad de Aviraneta. Se llamaba la
  Confederación de los Isabelinos o Isabelina, y tenía un Directorio
  formado por Calvo de Rozas, Palafox, Flórez Estrada, Romero Alpuente,
  Beraza, Juan Olavarría y Aviraneta. Cada uno era jefe de una sección
  especial. La organización militar no se conocía bien. Se sabía que la
  fuerza estaba dirigida por el general Palafox y tenía sus legiones y
  sus centurias. A juzgar por la forma de estar constituída, la Isabelina
  era una Sociedad carbonaria.
  --La cosa es más seria de lo que parece--dijo Gamboa--. El Gobierno
  sabe la existencia de la Sociedad y la teme. Dos individuos de la
  Isabelina han ido esta mañana a visitar al ministro don Javier de
  Burgos, a pactar con él, pero no se han podido poner de acuerdo.
  Unos días después, el mismo Gamboa dijo al ex claustrado que le habían
  dicho que la Isabelina tenía un Comité de acción misterioso que se
  llamaba la Junta del Triple Sello, formado por un masón, un comunero y
  un carbonario. Esta Junta era la encargada de las obras secretas, de
  los asesinatos y de las ejecuciones.
  
  
   VII.
   LOS HILOS DE LA INTRIGA
  
  UNAS semanas después estaba Aviraneta en su piso alto de la calle
  de Segovia, en compañía del capitán Nogueras, cuando se presentó un
  caballero de unos treinta años, muy bien portado.
  Llamó y preguntó a la patrona:
  --¿Don Eugenio de Aviraneta?
  --No sé si estará. ¿A quién tengo que anunciarle?
  --Diga usted al señor Aviraneta que hay aquí una persona que quiere
  hablarle de parte de un dominico de Vich.
  --¿De un fraile?
  --Sí.
  --Don Eugenio no es muy amigo de frailes--murmuró la patrona para sus
  adentros--, ni yo tampoco.
  Dió el recado a Aviraneta y éste exclamó:
  --Que pase en seguida ese caballero.
  Recorrió un largo pasillo el enviado de Barcelona y entró en un
  cuarto en donde estaban Aviraneta y Nogueras. Era un cuarto grande,
  blanqueado, con una estufa de hierro al rojo. Tenía las puertas y las
  contraventanas de cuarterones, y un balcón tan alto sobre la calle de
  Segovia, que el asomarse a él daba el vértigo.
  El reciénvenido saludó a Aviraneta y a Nogueras con una inclinación de
  cabeza.
  --Vengo de Barcelona--dijo--con una contraseña del Dominico de Vich.
  --Siéntese usted--le indicó Aviraneta.
  El hombre vió la puerta que había quedado abierta, la cerró él mismo y
  se sentó en seguida.
  --¿Supongo que estamos en una casa de confianza?--preguntó.
  --De entera confianza. Este caballero es el capitán Nogueras, amigo mío
  y afiliado a la Isabelina.
  --Yo me llamo Salvador, y traigo esta contraseña del padre Puig, que
  debe corresponder con la otra mitad que ha debido remitirle y que
  componen las dos una tarjeta.
  Nogueras fué al fichero y sacó de allí un trozo de cartulina cortado
  de una manera caprichosa, que se confrontó con el que traía Salvador.
  Venían bien.
  Era el enviado de Barcelona un hombre pálido, de bigote negro, fino,
  vestido de obscuro, con unas maneras frías, humildes e insinuantes, y
  un aire reservado y misterioso. Se le hubiera tomado a primera vista
  por un enfermo; pero observándolo mejor se veía que no lo estaba. Tenía
  una palidez de hombre que no ve el sol; era un tipo de obscuridad, de
  covachuela, de iglesia o de convento. Su sonrisa le desenmascaraba;
  era una sonrisa cínica, de un hombre débil, servil y bajo.
  --Puede usted hablar, señor Salvador--indicó Aviraneta al enviado.
  --El Dominico de Vich--dijo éste--, es hombre que, como ustedes, ha
  organizado los elementos avanzados de Cataluña. El Dominico se puso en
  relación con nosotros, los Europeos Reformados, que constituímos una
  Venta carbonaria en Barcelona, e hizo que nos asociáramos con él.
  --¿Tiene mucho prestigio, al parecer?
  --Sí, mucho; tiene el prestigio del hábito y el de haber sido un
  guerrillero de la guerra de la Independencia.
  --¿Ha sido guerrillero?
  --Sí.
  --¿Y son ustedes muchos afiliados en la Isabelina de Barcelona?
  --Muchos. De gente influyente, casi todos los liberales, empezando por
  el general Llauder. Tenemos tres o cuatro mil hombres en la capital
  preparados, armados, y otros tantos o más en la provincia.
  --Han ido ustedes pronto.
  --E iremos lejos, porque nosotros los carbonarios no tenemos el
  propósito de contentarnos con esta idea ñoña del Gobierno de Isabel II.
  Iremos a la República.
  --Si les sigue alguien. Es querer marchar muy de prisa--replicó
  Aviraneta.
  --Allí se hacen las cosas más de prisa que aquí. Ahora ocurre que el
  Directorio que preside el Dominico, y que se ha puesto en relación con
  ustedes, ha tenido ofertas de otro grupo liberal de Madrid.
  --¿De otro grupo liberal de Madrid? No es posible--exclamó Aviraneta.
  --No hay otro grupo Isabelino mas que el nuestro--afirmó Nogueras.
  --Hay otro--replicó Salvador--, y está dirigido por el conde de Parcent.
  --¡Bah! Eso no es nada--repuso Aviraneta.
  --No, no, no tan de prisa, caballero. Ese grupo cuenta ya con
  mucha fuerza; tiene en sus filas una porción de militares jóvenes
  de la Guardia Real y Guardias de Corps, tiene muchos palaciegos y
  aristócratas, y está, además, patrocinado por la infanta Luisa Carlota
  y por el infante don Francisco.
  --¿Y qué objeto tiene ese grupo? ¿Qué se propone?--dijo Aviraneta
  fingiendo ignorarlo.
  --Este grupo aspira a derribar del Poder a Zea Bermúdez y a instaurar
  una Regencia Triple formada por María Cristina, la infanta Luisa
  Carlota y el infante don Francisco de Paula. El Dominico de Vich ha
  oído las proposiciones de este nuevo grupo, y por ahora no ha decidido
  nada. El Dominico quiere tener una entrevista con usted para que le
  oriente en la política de Madrid, y, sobre todo, quiere ponerse de
  acuerdo con ustedes en esta cuestión grave de la Regencia.
  --Yo, la verdad--dijo Aviraneta--, no veo la utilidad de modificar la
  Regencia. Esta nueva idea me parece perturbadora.
  --A mí me parece lo mismo--aseguró Nogueras.
  --Pero, aun así, la consultaremos con el Directorio--añadió Aviraneta.
  --Es posible que la idea no sea oportuna--replicó Salvador--; como
  teníamos la duda, por eso me han enviado a mí aquí. El Dominico lo que
  quiere saber es si el ofrecimiento de esta gente palaciega que sigue al
  infante don Francisco y al conde de Parcent es aprovechable, o no.
  --Es muy lógica la actitud de ustedes--exclamó Aviraneta--. Yo no la
  reprocho. Espero que nos pondremos en todo de acuerdo.
  --Yo lo dudo--repuso Salvador.
  --¿Por qué?--preguntó Aviraneta.
  --Aquí la cuestión principal--dijo Salvador--es que ustedes parece que
  están dispuestos a esperar, y en Barcelona no se puede esperar. Los
  patriotas de allí acosan al Directorio y están dispuestos a elegir
  nuevos jefes y a abandonar a los antiguos si éstos no dan la voz de
  marcha y derriban al momento a Zea Bermúdez.
  --Eso también quisiéramos hacerlo nosotros lo más rápidamente
  posible--replicó Aviraneta--. La cuestión es poder.
  --Naturalmente--dijo Nogueras.
  --Bien; pero allí hay una inquietud cada vez mayor. El Dominico quiere
  calmar a la gente dándole la esperanza de que, aguardando lo necesario,
  el movimiento será secundado en las demás capitales; pero la gente se
  cansa de esta espera.
  --Esa es una cuestión irresoluble--murmuró Aviraneta--, en estos
  asuntos, el impaciente no tiene más remedio que dejarlo.
  --Yo creo, señor Aviraneta--dijo Salvador--, que lo mejor sería que
  usted mismo fuera a Barcelona para ver si puede tranquilizar aquella
  agitación y aconsejar calma a los impacientes explicándoles lo que pasa
  aquí.
  --Yo consultaré con el Directorio y veré qué resuelven.
  --También quisiéramos que se viera usted con el general Llauder, en
  Barcelona, y, a cambio de la protección de aquí de Madrid, le arrancara
  la promesa de tener dominados a los carlistas. Llauder, como sabe
  usted, es voluble; allí le llaman el Meteoro.
  --Consultaré eso también con el Directorio.
  Hablaron después de cosas indiferentes, y Salvador se marchó de casa.
  --¿Qué le ha parecido a usted este ciudadano?--preguntó Nogueras.
  --No me gusta este tipo. Esa palidez, esos labios delgados.
  --¡Eso qué importa!
  --A mí me parece un hombre vil, serpentino, que sería peligroso si
  fuera inteligente y valiente; pero creo que no es ni una cosa ni otra.
  A Aviraneta le quedó la impresión de que Salvador era un hombre
  enigmático, lleno de duplicidad y de misterio.
  Aviraneta no había estado en Barcelona, no conocía a los políticos
  catalanes, no podía contrastar la manera de ser y la actitud del
  enviado con otras conocidas.
  La proposición de Salvador y el asunto de la Regencia Triple alborotó
  al Directorio Isabelino. Nadie quería la colaboración de la infanta
  Luisa Carlota, ni la de su marido. A ella se la tenía por una italiana
  ambiciosa e intrigante; a él, por un tonto. Respecto a la cuestión de
  enviar un delegado a Barcelona, se aceptó la proposición y se dispuso
  que fuera Aviraneta.
  
  
   LIBRO SEXTO
   UN VIAJE FRACASADO
  
  
   PREPARATIVOS
  
  AL día siguiente iba don Venancio camino del Rastro cuando se encontró
  con Aviraneta.
  --¡Hola, padre! ¿Qué hay?--le preguntó.
  --Ahora no se le ve a usted--le dijo Chamizo--. ¡Claro, como frecuenta
  usted los palacios!...
  --¿Cómo lo sabe usted?
  --Amigo, aquí todo se sabe. Se sabe adónde ha ido usted, con quién ha
  hablado usted...
  Aviraneta quiso enterarse de dónde le había llegado la noticia al ex
  claustrado, y pronto supuso que de casa de Celia.
  Después contó a su modo la entrevista que había tenido con los
  infantes, y dijo que éstos y los amigos de la Isabelina querían que
  fuera a todo trance a Barcelona, viaje que no le hacía mayormente mucha
  gracia.
  --¿Por qué no encarga usted la comisión a otro?--le preguntó Chamizo.
  --Es imposible; no tengo más remedio que decir como Maquiavelo cuando
  su República quiso enviarle de comisionado a Roma: «Si yo voy, ¿quién
  se queda? Si yo me quedo, ¿quién va?»
  --Es usted un vanidoso, señor don Eugenio.
  --Tiene uno motivos para ello.
  --Sí; ya sé que anda usted maquinando; pero el mejor día esto se le
  pone muy mal. Se está usted metiendo en muchos fregados. Además, usted
  con su soberbia es capaz de cualquier cosa cuando le excitan por
  vanidad, por fanfarronería.
  --¿Quiere usted venir conmigo, don Venancio?
  --¿Adónde?
  --A Barcelona.
  --¿A qué voy a ir a Barcelona?
  --Puede usted encontrar allí libros viejos.
  --No, no quiero ir, y eso que hay una persona que se alegraría mucho
  que fuera con usted.
  --¿Quién?
  --Doña Celia, la señora casada con el tío de Gamboa.
  --Es algo más que la mujer del tío de Paquito.
  --Lengua viperina.
  --¿Y por qué se alegraría esta señora que viniera usted conmigo?
  --¿No ve usted que es amiga de los infantes? Pues quiere que yo le haga
  a usted observaciones, que le persuada... Yo le he dicho: «Aviraneta es
  impersuadible, tiene demasiada vanidad para eso».
  --Así que usted también está intrigando... ¡Ay!, ¡ay!
  --Yo, no. Yo todo lo que hago está a la luz del sol.
  --Sí; pero ya tiene usted su partido, el partido celista o celiático.
  Celia le dará buenas comidas...
  --Excelentes.
  --¡Oh santo varón idealista que se vende por un buen asado o por una
  salsa en su punto!...
  --Yo no me vendo. Eso se queda para ustedes los políticos. Yo soy amigo
  de mis amigos...
  --Ya lo sé. Es una broma. Quiero que pueda usted tener una ocasión de
  triunfo con Celia. Venga usted conmigo a Barcelona. Yo le convido.
  Cuando le diga a ella que ha venido conmigo para vigilar mis pasos, le
  da a usted el festín de Baltasar.
  --¿Habla usted en serio?
  --Sí, señor.
  --¿El viaje no me costaría nada?
  --Nada.
  --Bueno; si yo voy, iré sin solidaridad alguna. Si a usted le llevan a
  la cárcel y le quieren agarrotar por masón o por conspirador, yo diré
  que no tengo nada que ver.
  --¡Ah!, claro. No somos amigos; a lo más, conocidos.
  --Así, acepto.
  --De acuerdo. Con que si quiere prepararse, ande usted. Es posible que
  en Barcelona encuentre usted ediciones raras para dar dentera a don
  Bartolo Gallardete.
  --Bueno. ¿Y cuál es su objeto al llevarme a mí?
  --Ninguno utilitario. Tener un compañero de viaje en la diligencia y
  en Barcelona para charlar con él. Usted es un hombre ameno.
  --Bien; pero yo no estoy más de una semana en Barcelona.
  --No llegaremos a tanto.
  Dijo Aviraneta que se marchaba al café del Príncipe, donde estaba
  citado con un palaciego para volver a Palacio a verse de nuevo con don
  Francisco de Paula.
  --Ya se nota que está usted orgulloso--le dijo Chamizo--; así son los
  revolucionarios de vanos y de majaderos.
  --Pues figúrese usted cómo estaría si fuera fraile--contestó Aviraneta.
  Se dirigieron ambos al café del Príncipe y se sentaron delante del
  cristal.
  Al poco tiempo apareció el señor García Alonso. Tomaron café y el
  palaciego y Aviraneta se levantaron.
  --Espéreme usted aquí una hora, don Venancio--dijo don Eugenio.
  Salieron los dos a la calle y entraron en una elegante berlina.
  Chamizo le esperó leyendo un ejemplar en griego de _El sueño de
  Luciano_. A la hora u hora y cuarto apareció Aviraneta. Salieron
  Chamizo y él del café y fueron marchando por la calle del Príncipe, la
  Puerta del Sol y la calle Mayor.
  Aviraneta tenía que dejar un recado en una casa grande próxima a la
  Almudena.
  Pasaron el postigo, viejo y roto, que era lo único que quedaba de la
  primitiva Puerta de la Vega del Madrid antiguo, y se sentaron en unas
  piedras. Estuvieron contemplando los cerros de la Casa de Campo, las
  casuchas próximas al Manzanares, las ropas puestas a secar y la gran
  vega, que comenzaba a ponerse verde. El cielo brillaba muy azul, con
  algunas nubes blancas.
  --¿Qué ha habido con los infantes?--preguntó el ex fraile.
  --Hemos tenido una conferencia. Hay un detalle que me ha escamado. Al
  entrar en la habitación de los infantes, en la antecámara había dos
  señores que parecían aguardar audiencia; uno viejo, muy elegante; el
  otro, más joven; pero me han dado la impresión de que me observaban
  mucho. Al terminar mi visita y al salir a la antecámara, los dos
  caballeros ya no estaban, cosa que me chocó, pues si esperaban
  audiencia no es lógico que se marcharan tan pronto.
  --Sí, es raro. Quizá iban a ver alguna camarista.
  --También es posible; pero allí no hubieran hecho antesala.
  --¿Y qué ha habido con los infantes?
  --Los infantes me han recibido como la primera vez, de pie, delante
  de la chimenea. La cosa ha pasado así. Don Francisco, con su aire de
  bobalicón me ha dicho:
  --«¡Hola, Aviraneta! ¿Supongo que tendrás todo dispuesto para el viaje
  a Barcelona?»
  --Alteza, todavía, no. Espero sus órdenes.
  --Pues es necesario que te apresures, porque urge tu presencia allí.
  
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