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La Isabelina - 06

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  --Nada, absolutamente nada. Es liberal por fuerza.
  --Pues sí que es un encanto nuestra excelsa Cristina--dijo Aviraneta.
  --A nosotros los liberales nos conviene pintarla como una mujer
  ideal--dijo Tilly--; si no lo es, peor para ella.
  --¿Y su hermana Luisa Carlota?
  --Yo creo que es por el estilo--contestó Tilly--, quizá más enérgica,
  más ambiciosa.
  --¿Y el infante don Francisco?
  --_Eze ez_ un _calsonasos_--dijo Del Brío.
  --No lo creo yo así--replicó Gamboa--; a mí me parece que no es tan
  tonto como dicen, y creo, además, que es un liberal de verdad.
  Se pasó revista a los comensales de la cena.
  --¿_Zerá sierto_ que el coronel Rivero tiene un _proseso_ por
  _azezinato_?--preguntó Del Brío.
  --No estoy enterado--contestó Gamboa--. Ya sé que ha tenido una causa,
  pero creí que era algo militar.
  --¿No conocen ustedes la historia?--preguntó Aviraneta--. ¿No? Pues la
  cosa pasó en Cádiz, en mil ochocientos treinta y uno. Rivero estaba
  allí de comandante y tenía todo el regimiento comprometido para
  sublevarse con Torrijos. Los conspiradores se reunían en la logia. El
  día señalado, al anochecer, va Rivero a la logia y se encuentra con
  varios oficiales comprometidos, que le dicen que se ha presentado allí
  el brigadier don Antonio del Hierro y Oliver, con su ayudante, y que
  va a volver por la noche. Rivero y sus amigos parlamentan y preparan
  una emboscada, y a la mañana siguiente aparece en la calle el brigadier
  muerto de cuatro tiros, y a pocos pasos de él, un zapatero de la
  vecindad también muerto. La justicia toma el asunto con frialdad y la
  mujer de Hierro, que era una mujer de pelo en pecho, jura denunciar
  a los conspiradores enemigos de su marido, arma un zafarrancho en el
  cuartel, hace que prendan a cinco o seis, y, mientrastanto, un sargento
  comprometido se escapa con la doncella del brigadier, con la caja del
  regimiento y con una maleta de documentos comprometedores.
  --¿Y no lo pescaron?--preguntó uno.
  --¡Ca! Ahora está en París hecho un personaje, de empresario de
  teatros, camino de tener millones.
  --¡Qué _zuerte_!--volvió a decir Del Brío.
  --¿Y de Narváez?¿Qué se sabe?--preguntó Aviraneta--. Estaba pendiente
  de purificación.
  --Lo han nombrado capitán del regimiento de la Princesa, del cuarto de
  línea--dijo Gamboa.
  --Es un hombre de porvenir--exclamó Aviraneta--, tiene mucha fibra y es
  un liberal entusiasta.
  --No quiero nada con él--repuso Del Brío.
  --¿Pues?
  --_Ez_ un bárbaro _zin formaz_ de ninguna _claze_. _Eztaba_ yo de
  _guarnisión_ en Granada y _zolíamos_ ir a jugar a un casino muchos
  _oficialez_ y _algunoz paizanos_, entre _elloz_ uno de los jefes de
  los _realiztaz_. Una noche llevaba yo la banca y _eztaba_ Narváez a
  mi lado. Yo perdía ciento veinte _duroz_, y Narváez, aproximadamente,
  _otroz_ tantos. En _ezto_ entra el jefe de los _realiztaz_ de la
  _siudad_, se acerca, _zaca_ una bolsa verde llena y la pone en la
  _meza_. Narváez coge la bolsa verde, la tira al aire y dice: «Donde
  _eztoy_ yo no apuntan los _realistas_». _Zalimoz_ de ella a palos.
  Ya ven ustedes. ¡Qué tendrá que ver el juego con la política! _Eze_
  Narváez _ez_ un salvaje.
  Pasando revista a los demás comensales se habló del napolitano Ronchi.
  Tilly conocía su historia.
  --La vida de ese tipo es una novela--dijo--. Es un _lazzaroni_ de
  Nápoles, hijo de un prendero, creo que judío. Salió de su tierra y fué
  a Argel de quincallero. Aquí se transformó en charlatán y llegó a ser
  el médico de Cámara y del harén de Su Majestad Argelina. El bey parece
  que una vez le quiso empalar porque rompió un diente a su sultana
  favorita. De Argel marchó a Tánger, siempre de médico, y vino a Madrid,
  hace ocho o nueve años, donde puso una tienda de cambio. Quién le metió
  en Palacio no se sabe; el caso es que Ronchi acompañó a la princesa de
  Nápoles, novia del infante don Sebastián, a Madrid, y desde esta época
  tiene una influencia cada vez mayor con la Reina Cristina. Dicen que ha
  conseguido suplantar en su confianza al barón Antonini, encargado de
  Negocios del Reino de Nápoles. Ronchi protege a una modista, Teresita
  Valcárcel, fina como los corales, que entra todos los días en Palacio.
  Entre ellos y Muñoz están mandando en la Reina Cristina en el momento
  actual.
  Aviraneta, a quien interesaba, sin duda, muchísimo todo esto, hizo más
  preguntas a Tilly. Gamboa escuchaba la relación con marcado disgusto.
  Llegaron a la Puerta del Sol. Para Chamizo era tarde, y se fué a casa
  pensando en la sociedad abigarrada y extraña que aparecía en Madrid.
  
  
   LIBRO QUINTO
   INTRIGAS Y OBSCURIDADES
  
  
   I.
   EL COMADRÓN TEÓSOFO
  
  SOLÍA pasar Chamizo largas temporadas sin ver a Aviraneta. No andaba
  con él, porque no quería comprometerse. Don Eugenio le enviaba alguna
  que otra vez un libro, una botella de vino, o algo de comer, con una
  carta burlona. También intentó darle dos o tres bromas pesadas.
  Una tarde, después de comer, estaba el ex fraile leyendo en su cuarto,
  cuando entró la patrona, doña Puri, y le dijo:
  --Don Venancio.
  --¿Qué pasa?
  --Que aquí está el señor Bordoncillo, con su secretario.
  --No le conozco a ese señor; dígale usted que no estoy.
  --Dice que trae una carta de un amigo de usted y que le tiene que
  hablar de cosas importantes.
  --Bueno; pues que pase.
  El señor Bordoncillo era un hombre bajito, de unos cincuenta años,
  melenudo, de bigote y perilla grises, con los ojos un poco bizcos y muy
  brillantes, el cráneo estrecho y piriforme, la boca sin dientes. Vestía
  perfectamente andrajoso, unos pantalones llenos de flecos, un chaleco
  lleno de grasa y un gabán negro lleno de caspa; usaba cuello de camisa
  grande y mugriento, corbata roja, unas botas destrozadas y un sombrero
  de copa como un tubo. El secretario era por el estilo de él, pero aún
  más raído y un tanto jorobado.
  El señor Bordoncillo entró en el cuarto de Chamizo, seguido de su
  secretario. Se sentó en el único sillón con la mayor familiaridad, y se
  desembozó la bufanda, dejando en el ambiente un olor fuerte a tabaco.
  --Lea usted--dijo al ex fraile, y le alargó una carta.
  Era ésta de Aviraneta, y decía así:
   «Mi querido amigo don Venancio: El dador de la adjunta es el señor
   Bordoncillo, profesor de obstetricia y de ciencias ocultas. El
   señor Bordoncillo es hombre eximio, de gran profundidad de ideas,
   y con el cual yo, por mi incultura, no puedo alternar debidamente.
   Usted, con sus conocimientos filosóficos e históricos, sabrá
   comprender a este hombre ilustre, hoy perseguido por enemigos
   poderosos, y elevarse a la altura de sus lucubraciones. Muy suyo,
   AVIRANETA.»
  Al principio no comprendió el ex fraile que la cosa era broma; pero al
  poco tiempo de hablar con el señor Bordoncillo vió que se trataba de un
  iluso, de un chiflado.
  --¿Ha leído usted la carta?--le preguntó el hombre mirándole
  atentamente.
  --Sí.
  --¿Y qué me contesta usted?
  --Nada. ¿Qué quiere usted que le conteste? ¿Por qué dice el señor
  Aviraneta que es usted profesor de obstetricia?
  --Porque lo soy.
  --¡Ah! Usted se dedica a asistir a partos.
  --Sí, señor; tengo esa noble profesión, que algunos intentan
  ridiculizar llamándonos comadrones, parteros y otras palabras
  igualmente absurdas. Mi secretario González es herbolario.
  --¿Y trabaja usted?
  --Poco, muy poco; pero dejemos esa cuestión. No es como profesor de
  obstetricia que vengo a visitarle a usted, ni a ofrecerle mis servicios.
  --¡Oh! Lo supongo, lo supongo--dijo Chamizo.
  El señor Bordoncillo le advirtió que sabía que el ex fraile había
  abandonado los antros de la superstición, por lo cual le felicitaba;
  después se acercó a él y le dijo con gran misterio:
  --Soy un perseguido. Vea usted cómo me tienen--y abrió el chaleco y le
  mostró que no llevaba camisa.
  --¿Qué le pasa a usted?
  --Es muy largo de contar; otro día en que esté en mejor situación de
  ánimo se lo contaré. Hay poderes, señor mío, que quieren arrebatarme
  la libertad, arrebatarme el albedrío para hacerme contra mi voluntad
  consejero de la Corona. Que lo diga mi secretario.
  --Es cierto, es cierto--murmuró el secretario.
  --¡Pero hombre, eso no es tan malo!--le dijo Chamizo.
  --No me entiende usted--dijo Bordoncillo--. ¿Y mi obra? ¿Cómo yo acabo
  mi obra, si me secuestran, si me monopolizan?
  --¿Y qué obra quiere usted hacer? ¿Algún trabajo de obstetricia?
  --Un tratado de obstetricia del mundo.
  --¿Y cree usted que no tendría usted algún poco de tiempo...?
  --Necesito toda la vida, caballero, y aun no basta. Quieren distraerme.
  Quieren impedirme trabajar. Vivo mal, señor mío. Vivo mal. Estoy a la
  merced de un Tubal Caín.
  --¿Quién es Tubal Caín?--preguntó Chamizo asombrado.
  --Es un herrero de la Ronda de Atocha, que es masón y que me desprecia.
  ¡A mí! ¡Un Tubal Caín! ¡Qué vergüenza para el mundo! Su mujer, a la
  que yo llamo la ciudadana Minerva, me hace el puchero, un puchero
  miserable; lo que usted oye; y su criado, a quien yo llamo Ierófilo,
  me saca la lengua cuando me ve... Así vivo yo. ¡Qué ironía! Me están
  asesinando. González, mi secretario, lo sabe.
  El secretario movió la cabeza gravemente, y cerró los ojos en señal de
  asentimiento.
  --Me han hecho quemar más de diez libras de papel--siguió diciendo el
  comadrón teósofo.
  --¡Diez libras de papel!
  --Sí; diez libras de papel escrito por mí. ¡Por mí! Una gnosis, una
  mística y mi gran obra sobre los Adelfos y los Filadelfos.
  --¿Y por qué ha quemado usted eso?
  --Para no producir más víctimas. Ya ha habido bastantes. Más de una
  docena de hombres han muerto por esa cuestión.
  El señor González volvió a cerrar los ojos gravemente y a hacer un
  signo de afirmación.
  --¿Tan importante es?--preguntó Chamizo.
  --¡Importante! Es la síntesis de toda la filosofía espiritualista.
  Los descubrimientos de los templarios, de los alumbrados, de
  los filaletas, de los masones, de los martinistas, de los
  teofilántropos, de los Rosa-Cruz, de los caballeros Kadosch, todas
  estas ramas de las ciencias ocultas se condensan en mi sistema
  filosófico-religioso-social-antropológico-obstétrico. ¿Y qué necesito
  para desarrollarlo? Papel y un poco de comida y una persona segura
  que rechace los ofrecimientos de los monarcas que quieran captarme.
  Nada más. Usted puede ser esta persona. Usted puede asociarse a mi
  gloria. El señor Aviraneta me ha dicho que usted me cedería su casa.
  Este cuarto está bien. González podría vivir ahí. Parece que tiene
  usted algunos libros. ¡Uf!--dijo con desdén--. ¡Literatura latina!
  ¡Paganismo, paganismo!
  Chamizo le dijo que el señor Aviraneta se había equivocado al referirse
  a él, que no era capaz de rechazar los ofrecimientos del monarca porque
  estaba comprometido con la reina.
  --No me diga usted más, todo lo comprendo--dijo el señor Bordoncillo
  con una risa sardónica--. Está usted también vendido al Becerro de Oro.
  No me diga usted más, todo lo comprendo; pero para que vea usted quién
  soy, vea usted y tiemble.
  Y el señor Bordoncillo sacó un cartel de cartón de debajo del abrigo,
  con unas letras que decían
   V G M C K,
  y se lo colgó en el cuello. Luego sacó una cinta de tres colores, azul,
  amarillo y verde, y se la puso en el pecho.
  --Ya me comprende usted--dijo tocando la cinta con el índice, adornado
  por una uña con ribete perfectamente negro--; azul el cielo, amarillo
  el sol, verde la tierra--luego el comadrón teósofo se llevó la mano a
  la garganta e hizo--: ¡Aj..., aj...!--como si se le hubiera metido una
  espina y no pudiera sacarla.
  --Sí, sí; supongo que le comprendo a usted, pero yo nada puedo hacer
  por usted--repitió Chamizo.
  --¿Nada?
  --Nada.
  --¡Oh Jacobo Boeme! ¡Oh Cagliostro! ¡Oh Swedenborg! ¡Oh Martínez
  Pascualis! ¡Oh Saint-Martin, el filósofo desconocido! ¡Ved cómo tratan
  al filósofo mayor de todos los tiempos! González, usted será testigo de
  esta ofensa.
  --¡Hombre! Yo no creo que le he ofendido a usted en nada--exclamó
  Chamizo.
  --No me ha ofendido este falso hermano. ¿Cómo me va a ofender él a mí?
  ¡El a mí! Imposible. ¡A mí, iniciado en los misterios de Eleusis, en
  los misterios de Isis! No, González, no me puede ofender un Chamizo.
  No, González. Un Chamizo no me puede ofender. Yo soy caballero de la
  Orden de la Apocalipsis, gran maestre de la del Diamante, venerable de
  los Invisibles, caballero del León y de la Serpiente. Yo pertenezco
  al rito de los Perfectos iniciados de Egipto, a la Sociedad Alpha y
  Omega, a la Orden de la Medusa y de Melusina, a los caballeros de la
  Pura Verdad y de la Manzana Verde. Yo soy del rito sofisiano, del
  Escorpión Azul, del Cocodrilo Rosa, de la Serpiente Blanca; soy de los
  adoradores de Mitra, de los caballeros de Astarté, de los Magos de
  la torre astronómica de Babilonia, de los elegidos de Hiram y de la
  desembocadura del Nilo. ¿Y me pregunta si me ha ofendido, González? No.
  González, no. La gente vulgar no me puede ofender.
  --Está bien. Me está usted molestando con sus tonterías. ¡Váyase usted!
  --¿Me echa?
  --Sí: váyase usted.
  --Yo soy un sublime perfecto--exclamó el comadrón, irguiéndose sobre
  las puntas de los pies.
  --A mí me parece usted un perfecto majadero. ¡A la calle!
  --¿A la calle? ¡Me dice a mí a la calle, González!
  --Sí; le digo a usted, a la calle.
  --Me vengaré, González. Me vengaré--gritó el señor Bordoncillo--.
  Blandiré la gleba y la palanca. Yo tomaré el compás y administraré
  justicia. ¡Tiemble usted, señor Chamizo! ¡Tiemble usted! Tengo en mis
  manos las fuerzas ocultas de la Naturaleza...
  Mientras el señor Bordoncillo seguía diciendo fantasías, Chamizo les
  fué llevando a él y a su secretario por el corredor de la casa de doña
  Puri hasta la puerta de la escalera; abrió y les echó fuera.
  Cuando Chamizo le vió por primera vez a Aviraneta, le dijo que no le
  mandara gente como el comadrón-teósofo, porque alborotaba toda la casa
  y le desacreditaba.
  --¡Pero, hombre, un personaje tan pintoresco! Yo creí que le divertiría
  a usted.
  Aviraneta se rió mucho cuando le contó lo ocurrido y prometió no
  enviarle ningún otro personaje por el estilo.
  
  
   II.
   LAS PASIONES HIERVEN
  
  EL verano de 1833 fué de grandes agitaciones y jaleos populares.
  Aviraneta, según dijo, estuvo perseguido por la policía; don Bartolomé
  José Gallardo y sus amigos anduvieron también escondidos; se gritó
  muchas veces «¡Abajo el Ministerio!»; se repartieron palos entre
  carlistas y cristinos y comenzaron las noticias de las sublevaciones a
  favor de Don Carlos, dirigidas por el Cura Merino, el Locho, don Santos
  Ladrón y otros mil. Toda España ardía de un costado a otro.
  En otoño del mismo año los madrileños presenciaron el desarme de los
  voluntarios realistas en la plaza de la Leña, en donde se lucieron el
  coronel Bassa y el capitán Narváez. El que, según la voz popular, tomó
  parte en el desarme de los voluntarios fué Luis Candelas, el ladrón,
  poco antes escapado de la cárcel de Segovia. Candelas iba sustituyendo
  a José María, el Tempranillo, en la curiosidad y en la admiración de
  la gente del pueblo desde que el bandido andaluz se había acogido a
  indulto.
  Aviraneta conocía a Candelas y un día se lo mostró a Chamizo en la
  calle.
  Don Eugenio debió de hacer por entonces alguna maniobra con la policía
  de Zea, porque comenzó de nuevo a mostrarse en público. Había vuelto a
  su casa de la calle del Lobo y nadie se metía con él. Chamizo seguía
  con sus traducciones y otros trabajos.
  A mediados de noviembre la marejada política aumentó; todos los días
  había tiros, palos, gritos de «¡Viva la Constitución!» «¡Muera Zea!»
  «¡Mueran los frailes!»
  Los carlistas decían que el triunfo lo consideraban como seguro, que
  todos los aristócratas, los empleados de Palacio y los alabarderos eran
  suyos; que Luis Felipe iba a reconocer a Don Carlos; en fin, cantaban
  victoria. Los liberales aseguraban que de un día a otro se proclamaría
  la Constitución de 1812; que lord Villiers, el nuevo embajador de
  Inglaterra, partidario acérrimo de los liberales, sostenía al Gobierno,
  y que, en breve, podrían entrar en España Mina, Méndez Vigo, don
  Francisco Valdés, Mendizábal...
  Había detalles cómicos. En las tabernas de los Barrios Bajos se hablaba
  de que el fantasma de Fernando VII aparecía en El Escorial en paños
  menores, y todo el mundo tomaba la noticia a chacota y servía la farsa
  para denigrar al difunto rey.
  El Café Nuevo, de la calle de Alcalá, era un hervidero; solía estar
  aquello al rojo blanco.
  Un día de a mediados de noviembre, Gallardo convidó a Chamizo a comer
  a la fonda de Perona, en agradecimiento de haberle encontrado el ex
  fraile un volumen raro que hacía tiempo andaba buscando el bibliófilo.
  Al entrar en la fonda se encontraron allí a Paquito Gamboa, al capitán
  Nogueras y a Aviraneta, que comían en compañía de un joven desconocido.
  --¡Hola, Viborilla; no, Aviranetilla!--le dijo Gallardo.
  --¡Hola, Gallardete!--le contestó Aviraneta--, ¿qué tal va esa bilis de
  bibliófilo?
  --Bien. Y ese veneno de intrigante, ¿cómo marcha?
  --Así, así.
  Aviraneta y Gallardo se dedicaban con frecuencia a insultarse y a
  morderse. Gallardo recurría en sus sátiras a la erudición; pero era
  un recurso que no siempre daba resultado, porque con frecuencia sus
  alusiones no se entendían.
  Después de comer se acercaron Gallardo y Chamizo a la mesa de
  Aviraneta y tomaron café juntos. Gallardo habló prodigando los fuegos
  artificiales de su conversación.
  El joven desconocido que estaba con ellos era un hombre de unos
  veinticinco años, chato, de barba negra y con un aire extraño y
  decidido.
  Desde que se acercaron Gallardo y Chamizo el joven no habló, y poco
  después se levantó y se marchó, dando la mano a los militares y a
  Aviraneta y haciendo a Gallardo y a Chamizo una ligera inclinación de
  cabeza.
  --¿Quién es?--preguntó Gallardo.
  --Es un fraile.
  --¡Bah!
  --Como lo oye usted. Es un fraile liberal que ha venido a vernos de
  parte de nuestros amigos isabelinos de Barcelona.
  --Y, ¿cómo se fía usted de los frailes?--preguntó el bibliófilo.
  --Amigo don Bartolo. Esto me demuestra que no ha sido usted mas que un
  conspirador de camama--dijo Aviraneta.
  --¡Aviranetilla! ¡Aviranetilla! ¡Qué malo es este condenado! ¿Por qué
  dice usted eso?
  --Porque si hubiera usted conspirado de verdad, sabría usted que no hay
  elementos mejores para la conspiración que los frailes. En la guerra de
  la Independencia casi todos los movimientos los prepararon los frailes;
  antes de la revolución de Cabezas de San Juan, uno de los agentes
  liberales más activos fué un fraile carmelita, el padre Mata, que había
  estado en Londres con Mina y recorrió todas las ciudades de España
  donde había logias montado en un caballo normando; la restauración
  de mil ochocientos veintitrés la hicieron los frailes; en Méjico he
  conspirado con su ayuda y aquí sigo viendo que todavía es la gente de
  más arrestos.
  --Bien, yo no me fiaría de ellos. Este mismo tiene un aire solapado y
  una mirada falsa.
  --El fraile, como todo, tiene su especialidad--replicó Aviraneta con
  sorna--; yo no le confiaría a éste una mujer guapa, ni una viuda, no;
  pero para una conspiración esta gente es irremplazable.
  --Sí, sí; fíese usted.
  El bibliófilo hablaba así, principalmente, por despecho, por ver que el
  fraile no había prestado oídos a su charla.
  En esto entraron en la fonda unos cuantos jóvenes escritores que iban
  capitaneados por Espronceda y por Larra. Llegaron hablando alto. Un
  periodista calvo, barbudo, que malgastaba su ingenio acre en charlar en
  los cafés, saludó a Aviraneta y a Gallardo.
  --¿Hay cuchipanda romántica?--le dijo con sorna Gallardo.
  --Sí; pensamos comer, en vez de cabeza de cerdo, cabeza de clásico.
  
  
   III.
   UNA PROPOSICIÓN DE PAQUITO GAMBOA
  
  SALIERON de la fonda y Paquito Gamboa acompañó a Chamizo hasta su casa.
  Al llegar al portal le dijo:
  --¿Le puedo considerar a usted como aliado, amigo don Venancio?
  --¿Aliado? Según para qué.
  --Para una empresa política.
  --Hombre, ya sabe usted que yo no soy político.
  --No importa. Yo le explicaré a usted el asunto. Si acepta, entra en la
  combinación, y si no, me da usted palabra de guardar el secreto por lo
  menos durante un mes.
  --Está dada, y si quiere usted, durante un año. Subamos a mi cuarto y
  hablaremos con libertad.
  Subieron a la habitación del ex claustrado, que estaba llena de libros
  viejos, de estampas y de papeles.
  --Cómo se nota aquí al sabio don Venancio--dijo Gamboa.
  --¡Bah! Ríase usted. El sabio no necesita de tanto papel. Esto es un
  vicio.
  Chamizo desocupó el sillón, lleno de libros, para que se sentara
  Gamboa, y él se sentó en la cama.
  --¿Usted no ha oído hablar de una intriga palaciega, de la cual es el
  centro el infante don Francisco?--preguntó Gamboa.
  --No.
  --Pues varios caballeros y damas de Palacio han tenido la idea de
  asociar a la infanta Luisa Carlota y a su marido don Francisco a la
  regencia de España.
  --¿Y para qué? ¿Con qué objeto?--preguntó Chamizo.
  --El motivo principal es que la reina está enamorada de Muñoz.
  --Eso se dice.
  --Se dice y es verdad. Para este caso se ha pensado en una regencia
  triple. La cosa no tiene nada de absurda.
  --No, no.
  --La infanta Luisa Carlota y su marido, que saben por Celia y por mí la
  influencia que va teniendo Aviraneta entre la juventud, van a llamarlo
  un día de estos para hablar con él.
  --¿Pero Aviraneta tiene verdadera influencia?--preguntó Chamizo.
  --Sí; sí la tiene. Ahora está proyectando una sociedad de partidarios
  de Isabel II, no sé en qué forma. Yo quisiera que usted intentase
  convencer a don Eugenio de que la solución de la triple regencia, la
  reina con los dos infantes, no es tan ilógica como a primera vista
  parece.
  --Bueno, probaré.
  --Lo tendremos en cuenta. Vaya usted mañana a comer con nosotros a
  casa de Celia. Puede usted ir allí cuando quiera. Es necesario que nos
  unamos las personas discretas. Yo hablaré al infante don Francisco a
  ver si puede darle a usted un empleo.
  Dejándole halagado por esta dulce esperanza, se marchó Gamboa. Al día
  siguiente, Chamizo fué a comer a casa de Celia, y ella le conquistó
  y le hizo prometer que seguiría sus consejos, con lo cual no le iría
  mal.
  
  
   IV.
   EL CONDE DE TORENO EN
   EL CALLEJÓN DEL GATO
  
  UNOS días después de la muerte del rey, el padre Mansilla apareció en
  la Casa del Jardín a visitar a su amigo Tilly.
  --Se ha presentado en mi casa un médico, el doctor Torrecilla, con una
  pretensión bastante rara--le dijo.
  --¿Cuál es?
  --Este señor es conocido de doña Celia y quiere saber dónde vive
  Aviraneta, para hablar con él.
  --¿Y cómo se ha dirigido a usted?
  --Por doña Celia. Este Torrecilla me ha dicho que hay una persona
  importante, que ha venido del extranjero, que quiere conferenciar con
  Aviraneta. ¿Usted sabe dónde vive don Eugenio?
  --No; pero lo averiguaré en seguida.
  --¿Usted se encarga entonces de la gestión?
  --Sí; yo me encargaré, sin ningún inconveniente.
  Tilly fué a buscar al capitán Nogueras y averiguó que Aviraneta
  estaba viviendo en una casa de huéspedes de la calle de Segovia.
  Inmediatamente fué a ver al doctor Torrecilla a su casa.
  --Me han avisado que usted quiere ver a Aviraneta--le dijo--. Como
  Aviraneta está hoy perseguido, si usted quiere decirme de qué se
  trata...
  --Se va a perder tiempo--interrumpió el doctor Torrecilla--. Soy amigo
  de Eugenio, estoy al tanto de sus trabajos y tengo un encargo urgente
  para él.
  --¿No quiere usted que le diga concretamente de qué se trata?
  --Sí; vale más que se lo diga usted, porque si no vamos a tardar mucho
  tiempo en idas y venidas. Se trata de que el conde de Toreno está en
  Madrid. Yo le he visitado porque está enfermo de tercianas. El conde
  quiere ver a Aviraneta y hablar con él.
  --Bueno, yo se lo diré. ¿Adónde le tengo que traer la contestación;
  aquí, a su casa?
  --Mire usted, yo, por mi profesión, no tengo tiempo disponible. El
  conde está en una humilde casa de huéspedes del callejón del Gato,
  número 6, piso segundo; sé hace llamar por su nombre y su primer
  apellido, José Queipo. Si Aviraneta quiere ir a verle, que vaya; si
  pone algún inconveniente, usted se presenta al conde y le dice: «Vengo
  de parte del doctor Torrecilla con este recado de Aviraneta». ¿Estamos?
  --Muy bien.
  Fué Tilly a la calle de Segovia y se lo encontró a Aviraneta en un
  quinto piso haciendo listas de afiliados a la Isabelina, de Madrid y de
  provincias. Le contó lo que había pasado y cómo Toreno quería tener una
  entrevista con él.
  --¿Usted va a ser el encargado de la negociación, querido Uno?
  --Sí.
  --Pues dígale usted al conde que yo, particularmente, no puedo pactar
  con él, porque estoy ligado con otras seis personas que forman el
  Directorio Isabelino. Pregúntele a Toreno si me autoriza para que cite
  su nombre a nuestra Junta, y mándeme usted en seguida la contestación.
  En caso afirmativo, vaya usted a la librería de viejo de la calle de la
  Paz, y al chiquillo de la librería le dice usted: «Vete a casa de don
  Eugenio y dile que sí». En caso negativo, nada.
  --Está bien, amigo Tres.
  Fué Tilly al callejón del Gato y entró en un portal obscuro y húmedo.
  Subió por una escalera sombría y llamó en el piso segundo. Preguntó
  por el señor Queipo y le pasaron a un gabinete pequeño, que tenía en
  el fondo una alcoba con puertas con cortinillas. Tilly pensó que desde
  allí le estaban observando. Efectivamente, se abrieron aquellas puertas
  y aparecieron el conde de Toreno, el doctor Torrecilla y un amigo de
  los dos, don Mariano Valero Arteta.
  El conde era un hombre más bien feo que guapo, abotagado, rojizo. Tenía
  una mirada brillante y audaz; vestía con mucho atildamiento, como un
  completo _dandy_, y hablaba un castellano en el que se traslucía el
  asturiano y al acostumbrado a vivir en Francia.
  --Este señor--dijo el doctor Torrecilla al conde--es el que ha quedado
  encargado de avistarse con Aviraneta.
  --¿Qué le ha dicho a usted?--preguntó el conde con viveza.
  --Me ha indicado--dijo Tilly--que él no puede hacer nada solo y
  que quiere saber si usted le da autorización para comunicar sus
  ofrecimientos al Directorio Isabelino.
  --Bien; no tengo inconveniente en que exponga mis ofrecimientos a
  los demás miembros de su Sociedad, pero sin compromiso para ellos de
  ninguna clase; hubiera deseado tener una conferencia con alguno de los
  jefes isabelinos.
  --Se lo diré a Aviraneta--indicó Tilly.
  --Mi objeto en esta conferencia se reducía a ofrecer mis servicios a la
  asociación, al paso que podría ilustrarles con los antecedentes que he
  adquirido en París relativos a la marcha absolutista que piensa seguir
  el Ministerio Zea.
  Don Mariano Valero instó a Tilly para que dijese a Aviraneta que el
  conde de Toreno estaba animado de los mejores sentimientos y resuelto a
  arrostrar toda clase de peligros, a fin de lograr que se dotase al país
  de una Constitución lo más liberal posible.
  Al marcharse Tilly, el conde de Toreno preguntó con gran interés a
  Valero por él.
  --¿Quién es este joven?--le dijo.
  --No le conozco apenas--contestó Valero.
  --¡Qué tipo más distinguido! Este hombre hará carrera.
  Tilly salió del callejón del Gato, fué a la calle de la Paz, a la
  
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