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La Isabelina - 05

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  por la calle Mayor. Aviraneta y Tilly volvieron hacia él corriendo. El
  cochero, al ver que se acercaban dos hombres, azotó los caballos y el
  coche pasó como una exhalación.
  --Ha cambiado de camino.
  Zea Bermúdez se les escapaba.
  Se avisó a los dos grupos y la gente se marchó cada cual a su casa.
  
  
   V.
   EN LA BUÑOLERÍA
  
  ESTABA lloviznando; Aviraneta y Tilly fueron por la calle de Esparteros
  a cobijarse a los portales de Provincia, y de aquí, a los arcos de la
  Plaza Mayor.
  Aviraneta hablaba a gusto con Tilly.
  Se entendían los dos perfectamente. Dieron una vuelta por la plaza, que
  estaba a obscuras. En un extremo de la plaza, en la esquina de la calle
  de Ciudad Rodrigo, había una buñolería abierta.
  --¿Quiere usted que entremos aquí?--preguntó Aviraneta.
  Entraron. Era el local un sitio negro, lleno de una muchedumbre mal
  encarada y andrajosa. En un rincón había una cocina ahumada con un
  zócalo de azulejos blancos, y dentro de la chimenea, dos grandes
  calderos, donde el buñolero, un hombre rubio, gordo, con una elástica
  que debía ser blanca, pero que era negra, aparecía sudoroso entre
  resplandores de llamas friendo churros y buñuelos. Un olor acre de
  aceite frito irritaba la garganta.
  Aviraneta y Tilly se sentaron a una mesa y pidieron chocolate con
  buñuelos.
  --¿Qué le ha parecido a usted todo esto?--preguntó Aviraneta.
  --Todavía no tengo opinión. Lo mismo puede ser el exabrupto de usted
  un acierto que un desacierto. Si usted consigue que su gente acepte la
  colaboración de estos jóvenes oficiales...
  --No lo conseguiré.
  --Entonces se ha comprometido usted inútilmente.
  --Es lo que yo supongo también. ¿Y qué efecto ha hecho mi discurso?
  --Un efecto tremendo de sorpresa. Todo el mundo preguntaba: «¿Quién
  es ese hombre?» Y algunos palaciegos dijeron que debía usted ser un
  carbonario y que a gente así no se debía permitir la entrada en sitios
  donde se reúnen personas discretas.
  --¿Así que he pasado por un insensato?
  --Por un completo insensato.
  --¿Y para usted?
  --Hombre, yo ya sabe usted que creo que la fortuna es _donna_ y que hay
  que violentarla. Muchas veces un loco o un iluso van mucho más lejos
  que el primero de los maquiavélicos.
  Era esta cuestión suscitada por Tilly, la única que en aquel momento
  podía distraer a Aviraneta de sus preocupaciones, y se enzarzaron los
  dos en una larga discusión.
  Tilly había llegado a pensar que el maquiavelismo era ilusorio.
  --El maquiavelismo falla, porque tampoco es lo práctico--dijo--. Es lo
  práctico en teoría, y nada más.
  --No, no, amigo Uno.
  --Maquiavelo engaña, parece un genio de la práctica y es más bien un
  teórico de la práctica. Yo creo que el arte de conspirar, el arte de
  crear pueblos y de sublevarlos no tiene reglas, como no las tiene el
  arte de esculpir, ni el de escribir, ni el de pintar.
  --Sin embargo...
  --No lo creo. Sobre el impulso, sobre la intuición, no se pueden dar
  reglas como sobre la manera de hacer relojes. En política se necesita
  el genio, la ocasión, el momento, y una porción de condiciones más que
  no están en la mano del hombre.
  Aviraneta no estaba conforme y presentaba argumentos.
  Esta mecánica de la política les apasionaba a los dos, y discutieron a
  César, a Catilina, a Carlos V, a Catalina de Médicis, a Robespierre, a
  Napoleón y a Talleyrand.
  Estaban enfrascados en su conversación cuando se les acercó un
  desharrapado completamente borracho.
  --¡Salud, señores!--les dijo con una voz aguardentosa--. Veo que son
  ustedes gente de labia que no se avergüenzan de reunirse con los pobres.
  --Ni con los ricos tampoco--le contestó burlonamente Aviraneta.
  --Así me gusta a mí la gente. ¡Terne!--exclamó el borracho--. Porque
  aquí lo que hace falta, sabe usted, es que mismamente _haiga_
  hombres... eso... y no andarse con andróminas ni con tiquis miquis...
  ¿Es verdad o no es verdad, tú, Manco?
  --¡Sí, es verdad! Como la Biblia--exclamó un ciudadano tan astroso como
  el primero, a quien le faltaba una mano.
  --Vamos, que aquí hace falta resolución... para que usted me
  comprenda..., y yo lo digo esto aquí, en este cafetín, o buñolería,
  o cáfila, o como se le quiera llamar..., y lo diré en las Cortes...,
  y en Francia también si se tercia..., y a este respectiva me tendrán
  siempre a su lado los buenos... que si no no le encontrarán al hijo de
  la señora Petra en su tienda de la calle del Bastero..., pero si hay
  resolución...
  --Que no la habrá...--dijo el Manco con sorna.
  --Tú cállate, Manco, que estoy hablando yo, y porque me hayas
  _convidao_ a un _soldao_ de Pavía en la taberna de aquí al _lao_ no
  tienes derecho a interrumpirme... porque yo digo y sostengo que si hay
  resolución... pues lo hay _tóo_... Constitución... y Cámaras... y ¡viva
  la angélica! Porque, ¿qué se necesita en España?
  --Muchas cosas creo que se necesitan--dijo Tilly indiferente.
  El hijo de la señora Petra movió la cabeza con violencia de un lado a
  otro, como si hubiera oído la mayor estupidez del mundo.
  --No, señor..., no, señor--dijo--. Veo que usted no comprende
  mismamente el sentido, o la alegoría, que voy exponiendo...; aquí lo
  que se necesita ¿me entiende usted?, es que _haiga_ resolución... que
  _haiga_ resolución.
  --Bien, hombre, bien. Ya se lo hemos oído a usted muchas veces--dijo
  Tilly--. Resolución, ¿para qué?
  --Toma, ¡para qué! Resolución para _tóo_.
  Tilly volvió al borracho la espalda y el hombre se fué vacilando a
  sentarse a su banco.
  --¡Qué extraña pedantería la de esta gente!--exclamó Tilly.
  --Sí, quieren ser sabios; pero hay que reconocer que el consejo del
  hijo de la señora Petra de la calle del Bastero parece una indicación
  del Destino--exclamó Aviraneta--. ¡Resolución! ¡Resolución! No estaría
  mal que la hubiera.
  Tilly sacó el reloj. Eran las cuatro de la mañana.
  --Voy a ver a mi gente--dijo Aviraneta--. ¿Usted qué va a hacer?
  --Yo me voy a dormir. Si su gente aprueba el movimiento, avíseme usted.
  --Si se acepta le avisaré a usted; pero no tengo esperanza.
  Aviraneta y Tilly se estrecharon la mano, y el uno marchó hacia la
  Montaña del Príncipe Pío y el otro hacia casa de Calvo de Rozas.
  
  
   VI.
   VACILACIONES
  
  AVIRANETA, al salir de la buñolería, fué a casa de Calvo de Rozas y le
  explicó lo que le habían propuesto Urbina y los oficiales jóvenes. No
  dijo nada de la intentona de la noche.
  --Eso es muy grave--exclamó Calvo de Rozas alarmado--. Eso es muy
  serio. Hay que celebrar junta en seguida.
  Calvo de Rozas y Aviraneta examinaron y discutieron la proposición.
  Aviraneta quería convencer a su compañero. Calvo estaba indeciso.
  Aviraneta expuso varios proyectos para apoderarse de Madrid; se
  consultó el plano de la villa, la lista de los legionarios afiliados a
  la Isabelina, el anuario militar, para ver qué jefes podrían ser amigos
  y cuáles enemigos declarados.
  Podían contar con mil quinientos hombres armados, a más de los
  militares que siguiesen a Urbina y a los otros oficiales.
  Aviraneta trabajaba en tener de su parte a Calvo de Rozas, porque con
  Romero Alpuente, Flórez Estrada y Olavarría no contaba gran cosa;
  tampoco esperaba nada de Palafox.
  Calvo de Rozas no se convenció, y no quiso salir de su estribillo de
  que había que reunir la Junta.
  --Vamos a perder mucho tiempo--dijo Aviraneta.
  --No; Romero Alpuente, Flórez Estrada y Olavarría hoy duermen aquí en
  mi casa. A las ocho se les llamará.
  --Bueno. Entonces voy a dormir un rato en este sofá--dijo Aviraneta.
  --Sí; duerma usted si puede.
  Aviraneta dejó el sombrero de copa en el suelo, se quitó las botas,
  se envolvió en la capa, y a los cinco minutos estaba profundamente
  dormido. El león o el gato que había en él escondió las garras, y la
  vulpeja soñó nuevas aventuras.
  Calvo de Rozas se pasó las horas de la madrugada paseando delante de
  Aviraneta y contemplándole asombrado.
  --¡Qué hombre!--murmuraba--. ¡Qué tranquilidad!
  A las ocho se llamó a Romero Alpuente, a Flórez Estrada y a Olavarría.
  Romero y Flórez se presentaron de bata con sus gorros blancos de
  dormir, los dos tosiendo, con la nariz húmeda.
  Se le despertó a Aviraneta, que se encontró con los dos viejos y se
  echó a reír.
  --Creí que estaba soñando--dijo, y añadió para adentro--: con gente así
  no se puede hacer nada.
  Se habló de la reunión de la noche anterior, y se puso a discusión el
  ofrecimiento de los militares.
  --Yo creo que la cosa es muy factible--dijo Aviraneta--y que tiene
  todas las garantías de éxito que puede ofrecer un plan de esta clase.
  La Guardia Real quiere tomar la iniciativa. Nosotros, con nuestros
  mil quinientos hombres de las centurias dominamos Madrid. Entre los
  cristinos hay gente que nos secunda.
  Expuesto el proyecto por Aviraneta, Olavarría lo apoyó. El había
  presenciado la revolución de Bruselas en 1830, y, según dijo, allí se
  contaba con menos elementos que en Madrid en aquel momento. Calvo de
  Rozas afirmó que consideraba viable el plan; Flórez Estrada y Romero
  Alpuente se alarmaron.
  --La cosa es gravísima--decía éste con su aire de buitre viejo,
  paseándose por el cuarto con su bata y su gorro de dormir--; gravísima.
  --¡Eso no se puede intentar sin consultar con Palafox!--exclamó varias
  veces Flórez Estrada.
  Después de una larga discusión, se acordó que Calvo de Rozas y Flórez
  Estrada fueran a consultar con Palafox.
  Almorzaron todos allí en la casa, y, después de almorzar, Calvo y
  Flórez Estrada tomaron una berlina, puesta a disposición de los
  conspiradores por un rico bilbaíno muy liberal que se llamaba también
  Olavarría y que era pariente lejano del que figuraba en la Isabelina.
  --Yo estaré aquí hasta la una--dijo Aviraneta a los comisionados--. A
  la una iré al café de Venecia para no hacer esperar a Urbina y a sus
  amigos. Allí me envían ustedes la contestación, si no la pueden traer
  antes aquí.
  --Bueno. Está bien.
  Se metieron en el coche Calvo de Rozas y Flórez Estrada, y a la media
  hora volvieron con Palafox y con Beraza, el masón.
  Palafox, que era hombre sin ningún talento, a quien gustaba darse aires
  de gran político, echó un pequeño discurso.
  «--Señores--dijo--: Mis dignos colegas los señores Calvo de Rozas y
  Flórez Estrada me han comunicado la proposición que hicieron ayer
  algunos militares a un miembro de nuestra Sociedad. Entiendo, señores,
  que el dar oídos a esa proposición constituye una gran imprudencia
  y una gran torpeza. Primeramente, al alterar el orden, se creería
  que trabajábamos por los carlistas y nuestras cabezas rodarían en
  el patíbulo; después produciríamos una reacción en el Gobierno,
  precisamente en este momento en que se intenta hacer avanzar las
  instituciones políticas españolas. En resumen, señores, yo no me presto
  de ninguna manera y por ningún concepto a tomar parte en esta sedición,
  y si se acuerda en el Directorio el hacerla, el intentarla, que no se
  cuente conmigo para nada».
  Flórez Estrada y Romero Alpuente se adhirieron en seguida al parecer
  del duque de Zaragoza, y los demás se callaron sin hacer observaciones.
  El duque, triunfante, se volvió de nuevo a su casa.
  Olavarría y Aviraneta fueron juntos a la Puerta del Sol.
  --¿Qué le han parecido a usted las razones de Palafox?--preguntó
  Olavarría.
  --Fatales--contestó Aviraneta--. Es un tonto complicado con un
  palaciego. Pensar de antemano en las consecuencias de un movimiento,
  como si ya hubiera fracasado, es una majadería.
  --Con esta gente no vamos a ningún lado.
  --Revoluciones con generales de salón y con señores con gorro de
  dormir, imposible--contestó Aviraneta--. Bueno, me voy a ver a esos
  militares.
  --¡Adiós, Aviraneta!
  --¡Adiós!
  Aviraneta entró en el café de Venecia, que se encontraba lleno de gente
  y de humo; había dos mesas ocupadas por militares jóvenes, y en un
  rincón estaba Tilly. La cuestión de Aviraneta no era la única que se
  debatía, pues había otra que apasionaba más a un grupo de oficiales
  jóvenes, y era un desafío concertado entre Gamundi y el teniente
  Pierrard con un sargento y un alférez de los voluntarios realistas.
  El desafío se iba a verificar al mediodía en los altos del
  Observatorio, en el antiguo Cerrillo de San Blas.
  En otras mesas se jugaba al dominó con un gran estrépito, y de la sala
  de billar llegaba el ruido del choque de las bolas.
  Aviraneta se sentó en el grupo en que se encontraban Urbina y sus
  amigos, y contó rápidamente lo que había ocurrido en casa de Calvo de
  Rozas y lo que había dicho Palafox.
  --Es un disparate--saltó Urbina--. Pierden la mejor ocasión.
  --Es verdad--replicó el teniente Pierrard, que se levantó con sus
  padrinos para ir a batirse--. Ahora era el momento de dar el golpe
  revolucionario y de restablecer la libertad para siempre.
  --Yo lo creo también así--aseguró Aviraneta--. Pero no tengo medios.
  --Sea usted el jefe--exclamó Urbina--. Le seguiremos.
  --Hasta la muerte--gritó Gamundi.
  Otros militares se agruparon alrededor de la mesa para ofrecerse.
  --Muchas gracias, señores--replicó Aviraneta--, pero yo no tengo
  prestigio para eso. Nuestras fuerzas organizadas están a las órdenes
  del general Palafox. ¿Me seguirían a mí, si yo intentara suplantar al
  general? Es muy dudoso.
  --De todas maneras, usted cuenta con nosotros. Hable usted, vea usted.
  Si hay alguna posibilidad, haremos lo que sea de nuestra parte.
  --Sí: cuente usted con nosotros, con todos.
  Los militares estrecharon la mano de Aviraneta y se fueron. Don Eugenio
  se sentó en la misma mesa de Tilly y le explicó lo que había ocurrido.
  --¡Qué ocasión más admirable se pierde!--exclamó Tilly--. No se debía
  dejar escapar.
  --¡Qué quiere usted! La negativa de Palafox nos imposibilita para todo.
  --¿Por qué no habla usted a los comandantes de las centurias?
  --¡Si no sé dónde están! ¿No ve usted que hemos dado la dirección
  militar a Palafox? Hoy Palafox ha pensado en una movilización cuyo plan
  sólo él lo tiene.
  --¡Qué lástima!--volvió a murmurar Tilly.
  --Amigo, ¿qué quiere usted? Este culto por el prestigio, por la
  tradición, nos mata. Yo he organizado las fuerzas de la Isabelina y
  cuando he terminado la organización he tenido que entregar esta fuerza
  en manos de Palafox, que no hará mas que tonterías o algo práctico para
  su interés personal. Vamos a almorzar. Le convido a usted a la fonda de
  Genies... Luego haremos todas las gestiones que se puedan.
  Almorzaron Tilly y Aviraneta y tomaron un coche. Fueron a ver a
  Nogueras, pero no estaba. No encontraron a ninguno de los comandantes
  de las centurias. Unicamente vieron a unos cuantos isabelinos en el
  Café Nuevo.
  --¿Dónde está la gente nuestra?--les preguntó Aviraneta.
  --Unos están en los cafés. A otros los ha mandado el general Palafox
  a los claustros de la Soledad, del Buen Suceso, de la Victoria y a la
  Aduana. Están a la expectativa por si estalla un movimiento realista
  para que se preparen inmediatamente. Los demás se encuentran en las
  casas con las armas en la mano dispuestos a echarse a la calle.
  --¿En qué caso?
  --En el caso de que los carlistas se pronuncien por Don Carlos.
  --¿Ve usted?--dijo Aviraneta a Tilly--. No hay manera de disponer de la
  gente. ¡Si yo llego a ser el dueño de las centurias en el día de hoy!
  --¿Y sus carbonarios?--preguntó Tilly.
  --¡Son tan pocos! Y estarán probablemente en la calle. Vamos a casa de
  un amigo, chispero del barrio de Maravillas. Quizá haya alguno allí.
  Fueron al taller del _Majo_. Estaban de tertulia Cobianchi, el
  joyero; Antonio Farigola, un antiguo oficial; Ramón Adán, y Román,
  el _Terrible_, el hijo del señor Martín el librero. Todos estos eran
  republicanos exaltados y consideraban como jefe al abogado González
  Brabo, a quien tenían por un Dantón. Uno de ellos había propuesto el
  deshacerse de Zea Bermúdez y de los absolutistas enviándoles cartas
  explosivas, como la que se le envió años antes al general Eguía y le
  dejó manco.
  Aviraneta explicó la situación y los carbonarios parecieron no darle
  gran importancia. Ya una revolución liberal no les interesaba; querían
  la República, por lo menos.
  --¿Ve usted?--dijo Aviraneta a Tilly al salir del taller del _Majo_--.
  Con estos no se puede hacer nada.
  Volvieron a la Puerta del Sol, se acercaron a la sombrerería de Aspiroz
  y se encontraron a Olavarría y al masón Beraza, el del aire frailuno.
  --De la torpeza de hoy nos hemos de arrepentir--exclamó Olavarría--. La
  gente está decidida. Ese Palafox es un imbécil.
  Pasaron varios grupos por la calle. Aviraneta no conocía a ninguno de
  los que iban en ellos.
  --¿Quiénes son?--preguntó al sombrerero.
  --Son los cristinos, que deben tener una organización militar, porque
  de cuando en cuando aparecen coroneles y militares de uniforme que
  hablan con ellos. Estos cristinos--añadió--están muy levantiscos y
  dicen que si Zea no ata a los carlistas corto, derribarán a Zea.
  Parecía que Madrid entero se decidía por la Reina Cristina. Aviraneta
  y Tilly se metieron entre la gente y oyeron sus conversaciones.
  --¡Qué tontería han hecho sus amigos!--exclamó Tilly--. Con esta
  agitación de la masa, un regimiento y los mil quinientos isabelinos, la
  cosa estaba hecha.
  Aviraneta hizo un ademán resignado. En esto, en la Puerta del Sol, se
  encontraron a Gamundi.
  --¿Qué han hecho ustedes?--le preguntó Aviraneta.
  --Gran día--dijo el militar--. Pierrard y yo hemos dado dos hermosas
  estocadas en el Cerrillo de San Blas. Gran día. Primero, duelo; ahora,
  gresca, y a la noche, orgía. Esa es la vida. Ahora viene nuestra gente
  hacia aquí después de dejar las armas en casa.
  Efectivamente, comenzaron a llegar por la calle de Alcalá, la de
  la Montera, la de Carretas y la Carrera de San Jerónimo, grupos de
  jóvenes, la mayoría bien vestidos, muchos, de levita y sombrero de copa.
  «¡Viva la Reina!» «¡Viva Isabel II!», se oía a cada paso, y alguno que
  otro grito de: «¡Abajo el Ministerio!» Entre la gente se señalaba con
  el dedo a Espronceda, a Larra, a Patricio de la Escosura y algunos
  otros escritores que se lucían en medio de la multitud.
  Tilly y Aviraneta iban a despedirse, cuando un chico se les acercó
  corriendo. Era el de la librería de la calle de la Paz.
  --¡Don Eugenio!
  --¡Hola, Bartolillo!--exclamó Aviraneta--. ¿Qué ocurre?
  --De parte del capitán Nogueras que se escape usted y no vaya usted a
  su casa.
  --¿Pues?
  --Porque la policía le anda buscando.
  --Bueno. Toma este sombrero de copa--dijo Aviraneta, quitándoselo de la
  cabeza y dándoselo al chico--. Guárdalo en la tienda.
  Al mismo tiempo sacó una gorrita pequeña y se la encasquetó.
  --¿Quiere usted venir a mi rincón?--preguntó Tilly.
  --No, no; gracias. Tengo otro sitio más próximo. ¡Vaya, adiós, amigo
  Uno! Dentro de poco pasaré por allí.
  --¡Adiós, compañero Tres!
  Y los amigos se separaron.
  
  
   VII.
   LA CENA EN CASA DE CELIA
  
  UNA semana después de la muerte del rey, Chamizo se encontró a Paquito
  Gamboa, que le convidó a cenar a casa de su tío.
  Le citó en el café del Príncipe, a las ocho de la noche. Estaba
  esperando el ex fraile, cuando se presentaron Gamboa y Aviraneta.
  --¿Qué hace usted?--le preguntó Chamizo a don Eugenio, porque hacía
  días que no le veía.
  --Ya no vivo con mi hermana.
  --¿No? ¿Por qué?
  --He tenido que largarme de allá, porque la policía de Zea Bermúdez ha
  empezado a molestarme.
  --¿Y dónde vive usted ahora?
  --Estoy con una familia amiga. Ya le diré el sistema que tengo para
  comunicarme con la gente, porque apenas salgo a la calle.
  Estuvieron un rato en el café, y fueron después a una casa grande de
  la calle de Trujillos, en el barrio de las Descalzas, donde vivía doña
  Celia.
  Don Narciso y Celia se habían instalado en Madrid con verdadero lujo.
  De su estancia en el extranjero habían traído hábitos de confort,
  apenas conocidos en la corte mas que por gente muy rica.
  En la casa había varios salones alfombrados, con tapices, con muebles
  muy suntuosos y con algunas obras de arte.
  Pasaron Chamizo, Aviraneta y Gamboa a un saloncito, donde estaba Celia
  con sus invitados, y tras de un rato de charla entraron en el comedor.
  Eran quince o veinte los reunidos.
  El anfitrión, don Narciso Ruiz de Herrera; su mujer, doña Celia;
  Paquito Gamboa, la marquesa de Albalate, Aviraneta, Fidalgo, con
  su hermana Estrella; el coronel Rivero, Nogueras, un napolitano
  llamado Ronchi, director de Loterías; el secretario del embajador de
  Inglaterra, lord Williers; Tilly, el cura Mansilla, el padre Chamizo,
  el capitán Messina, el capitán Del Brío y el teniente Gamundi.
  El comedor presentaba un hermoso aspecto. Se hallaba iluminado con
  una gran araña de cristal y por dos candelabros, llenos de bujías,
  colocados sobre la mesa. Celia estaba elegantísima, con un traje verde
  pálido, que hacía destacarse su cabeza fina, adornada con una cabellera
  de un rubio obscuro; la marquesa de Albalate iba de blanco, y Estrella
  Fidalgo, que era una mujercita redondita y muy viva, en _jeune fille en
  rose_. Los hombres vestían de frac, excepto los militares, que iban de
  uniforme, y Mansilla, que llevaba sotana.
  El anfitrión, pálido, demacrado, con el pelo entrecano, los ojos
  negros, vivos, el bigote lleno de cosmético, parecía una rata. Gamboa
  miraba disimuladamente a Celia, y ésta hablaba con el coronel Rivero y
  con Tilly; el capitán Messina piropeó a Estrella; Aviraneta y Ronchi
  obsequiaron a la marquesa de Albalate; el padre Chamizo charló con
  Gamundi, y Mansilla, con el secretario de lord Williers y con dos
  militares.
  Todos eran del bando cristino. La cena fué espléndida y muy bien
  servida. Felicitaron a la dueña de la casa y se habló por los codos.
  De sobremesa, don Narciso contó una historia melodramática de los
  carbonarios de Roma, en la que había intervenido, con muchos detalles;
  Aviraneta estuvo amenísimo y chispeante; Messina explicó su evasión de
  la Ciudadela de Barcelona, y el napolitano Ronchi habló de su vida y de
  sus aventuras en Argel y Marruecos, en su lengua chapurrada, con mucha
  gracia.
  Ronchi era un hombre grueso, moreno, con la cara redonda y unos pelos
  negros de punta sobre la frente. Tenía algo de polichinela, y una
  gesticulación tan cómica, que hacía reír aunque hablara en serio.
  El caballero Ronchi dijo que no creía en la Medicina, a la que
  consideraba como un empirismo sin base; pero en cambio consideraba la
  craneoscopia del doctor Gall como una ciencia.
  --El viejo refrán de «Dime con quién andas y te diré quién eres», yo lo
  sustituyo de esta manera craneoscópica: «Enséñame tu cabeza y te diré
  quién eres.»
  El padre Chamizo y el cura Mansilla negaron la certeza de esta máxima,
  y Ronchi gritó:
  --Pruebas, pruebas. ¿Quién de ustedes quiere que le examine la cabeza?
  A las damas no les hago el ofrecimiento. Sería un poco duro para mi
  encontrarles la prominencia del amor físico o de la infidelidad, y
  denunciarlo ante el público.
  --Vamos a ver--dijo Gamboa--. Ahí va mi cabeza.
  Ronchi palpó la cabeza del oficial y dijo:
  --Prominencia del cerebelo, grande...; hay sentido del amor y de la
  reproducción; el órgano del afecto y de la amistad, bien desarrollado;
  el del valor y el orgullo, también... Esta no es una cabeza
  filosófica..., pero hay sentido artístico.
  --Está bien--dijeron todos.
  Gamboa se rió, porque Ronchi le conocía y obraba sobre seguro.
  --A ver Aviraneta. Aviraneta debe tener una cabeza curiosa para un
  frenólogo--indicó Gamboa.
  --¡Aviraneta! ¡Aviraneta!--dijeron todos.
  --Vaya, señores, no hay que impacientarse--repuso don Eugenio, y se
  acercó a Ronchi.
  Ronchi le saludó y le cogió la cabeza entre las dos manos.
  --Señores--dijo el napolitano--. Esta es una cabeza.
  Todo el mundo se echó a reír.
  --No hay que reírse--replicó él con un ademán de charlatán que habla
  en la plaza pública--. Yo ruego al respetable público que la examine
  con detención. ¿Qué vemos en este cráneo, señores? Primero, mirad este
  abombamiento de las sienes. ¿Qué significa este signo? Este signo
  significa, señores, el valor, el valor personal, que está acusadísimo
  en este cráneo. Ahora, reparad en esta prominencia que hay encima de
  la oreja. Este signo es el signo de la crueldad y de la inclinación
  sanguinaria. Este caballero que posee este cráneo es un hombre cruel
  y sanguinario. Ahora ved el abultamiento que hay delante del oído: es
  la señal de la astucia y de la malicia; observad lo alta que es la
  cabeza: indicio de firmeza de carácter, y lo señalada que está la línea
  del orgullo. En lo demás, vulgar, completamente vulgar; el sentido del
  amor, de la amistad y del afecto, sin relieve; el sentido poético y
  religioso, nulo. Esta no es una cabeza filosófica, no es una cabeza
  artística, este es un _condottiere_... En fin, caballero--concluyó
  diciendo el napolitano inclinándose de una manera ceremoniosa y
  bufonesca ante Aviraneta--, craneoscópicamente es usted un hombre
  peligroso.
  Aviraneta correspondió a la reverencia y dijo:
  --Eso dice también Zea Bermúdez, pero yo no lo creo.
  Se miraron unos a otros riendo de la alusión política de Aviraneta, que
  se sabía que estaba perseguido.
  Se abandonó la craneoscopia, que a algunos no hacía gracia, sin duda
  porque la encontraban derivaciones antirreligiosas, y se habló de
  cuestiones del momento.
  --¿Saben ustedes el epitafio que se ha hecho a Fernando VII?--preguntó
  el cura Mansilla.
  --No.
  --Pues oíganlo ustedes. Es breve y compendioso:
   Murió el rey, y lo enterraron.
   --¿De qué mal? De apoplejía.
   --¿Resucitará algún día
   diciendo que le engañaron?
   --Eso no; que le sacaron
   las tripas y el corazón.
   ¡Si esa bella operación
   la hubieran ejecutado
   antes de ser coronado,
   más valiera a la nación!
  Este epitafio, recitado por un eclesiástico, se aplaudió
  estrepitosamente y escandalizó a Chamizo. Días antes, una cosa así
  hubiera hecho temblar a todo el mundo.
  Acababan de recitar estos versos, cuando entraron en el comedor de casa
  de doña Celia dos oficiales jóvenes, Ramón Narváez, vestido de paisano,
  y Fernandito Muñoz, con uniforme de guardia de Corps.
  La señora de la casa estuvo muy amable con los dos, sobre todo con el
  segundo. Pasaron todos a un saloncito a fumar y a charlar, y a la una
  de la noche se fueron los invitados a la calle.
  Hacía una noche soberbia y fueron juntos hablando Aviraneta, Gamboa,
  Tilly, el capitán Del Brío y Chamizo.
  --¿Saben ustedes lo de Fernandito Muñoz?--preguntó Gamboa.
  --No. ¿Qué pasa?
  --Que la reina está loca por él.
  Del Brío soltó una blasfemia.
  --¡Qué _zuerte_!--exclamó con su acento andaluz--. _Eze_ llega a
  general.
  --Si no llega a rey--repuso Tilly.
  --Y aquí, en confianza. ¿Qué clase de mujer es María Cristina? ¿Ustedes
  la conocen de cerca?--preguntó Aviraneta.
  --Yo he hablado una vez con ella--dijo Tilly.
  --¿Y qué le ha parecido a usted?
  --Pues es una mujer guapetona; pero no tiene ninguna majestad. Habla
  de una manera afectada, pensando mucho lo que dice, y parece que está
  representando un papel.
  --A mí me ha parecido una mujer basta, ordinaria--aseguró Gamboa con
  cierta saña--, una tía de estas a las que les gustan los hombres guapos.
  --Una mujer caliente de corazón--agregó Tilly.
  --Sí, es el tipo de la italiana gorda, fondona, un poco abandonada, que
  se pasaría la mayor parte de la vida en la mesa y en la cama.
  --¿Pero al menos es inteligente?--preguntó Aviraneta.
  --Poca cosa.
  --¿Y liberal?
  
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