La Isabelina - 04

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y temían su tendencia demagógica; pero no los consideraban peligrosos,
porque los creían sin organización.
Lo mismo unos que otros, y con ellos los carlistas, afirmaban que el
ministerio de Zea era insustituíble. Naturalmente, todos necesitaban
tiempo para prepararse.
Aviraneta y Tilly, para entenderse y ponerse de acuerdo, buscaron
intermediarios. Aviraneta hizo que un antiguo amigo suyo, Fidalgo,
empleado en Palacio, fuera uno de éstos. Cuando Tilly tenía que decir
algo a Aviraneta se lo comunicaba a Fidalgo, y éste mandaba aviso a
don Eugenio, a la sombrerería de Aspiroz, de la calle de la Montera,
esquina a la Puerta del Sol.
Respecto al padre Mansilla, no era sospechoso de liberalismo y se
le podía escribir sin miedo. Mansilla solía contestar con clave,
dirigiendo las cartas algunas veces al padre Chamizo.
A pesar de la forma discreta con que se hizo el armamento de los
cristinos y de los isabelinos, el ministro debió darse cuenta de sus
manejos y sospechó si por debajo de la gente de los Carrascos habría
otros elementos más peligrosos para la paz.
Un día, en un parte del superintendente de policía, se dijo que en
la plazuela de San Ildefonso, encima de una botica, se verificaban
alistamientos de cristinos, que estaban formando la sexta y séptima
compañía del segundo batallón. Se añadía que varios de los alistados,
entre ellos un fabricante de naipes de la calle de Toledo, frente a San
Isidro, y dos oficiales indefinidos, habían celebrado una conferencia
con otros individuos sospechosos en el café de la Estrella.
Con estos indicios, Zea distribuyó su policía por todo Madrid y cogió
de madrugada a un paisano armado con fusil, bayoneta, canana y diez
cartuchos de bala. Era de la Isabelina, pero se lo calló. Interrogado,
dijo que era cristino y que se había alistado en casa de un carpintero
de la calle del Postigo de San Martín, esquina a la de la Sartén;
añadió que se decía que en la plaza de San Ildefonso distribuían las
armas un oficial del regimiento de Farnesio llamado García Ampudia,
y un tal Arroyo, y que a otros puntos iba Domingo Gallego, criado de
don Rufino García Carrasco, y un capitán de la clase de indefinidos
apellidado Tominaiza.
El paisano encontrado con armas fué puesto en libertad.
Así, por debajo de los cristinos, iban laborando los isabelinos.
Llegó el 30 de junio de 1833, fecha fijada para la jura de la princesa.
Con este motivo se temió que hubiera alborotos aquel día y los
siguientes. Aviraneta y Tilly se comunicaron los acuerdos de sus
partidos, y la Junta cristina y la isabelina se mantuvieron en sesión
permanente.
Palafox trató de hacer una movilización de los isabelinos por vía de
ensayo, y fué enviando centurias con sus comandantes a distintos puntos
estratégicos, y allí donde había festejos, para que los realistas no
intentaran deslucirlos y hacerlos fracasar.
Al volver los grupos a la Puerta del Sol y al entrar en los cafés, hubo
gritos y vivas.
--¡Viva la reina!--gritaban los cristinos y los isabelinos.
--¡Viva!
Y después, cuando no había policía cerca, los isabelinos vociferaban:
--¡Viva la Constitución! ¡Mueran los frailes! ¡¡Mueran los carlistas!!


LIBRO CUARTO
LA MUERTE DEL REY


I.
LAS PRIMERAS NOTICIAS

A medida que pasaba el tiempo, la situación política se iba haciendo
más obscura. Los amigos de Aviraneta afirmaban que las revueltas no se
harían esperar. Por otra parte, los realistas daban como seguro que
el día de San José sería el del trueno gordo para la degollación de
liberales, masones y cristinos. En las Vistillas y Puerta de Moros y en
el barrio de Lavapiés los paisanos aclamaban a Carlos V.
Todos los días aparecían pasquines, la mayoría mal escritos, que
acababan con vivas a Don Carlos o a Isabel, y con un «¡Mueran los
masones!», o un «¡Abajo los _flaires_!»
Los voluntarios realistas estaban ya como licenciados, y no se les
permitía salir a la calle de uniforme. Zea Bermúdez, el jefe del
Gobierno, quería dominar la situación, y pensó en quitar las armas a
los cristinos, de quienes se decía que se preparaban militarmente, y en
desarmar a los voluntarios realistas.
El proyecto era excelente, pero de difícil realización. Todos los
días había palos en las calles. Los realistas, cuando atacaban a los
cristinos, decían que habían gritado: «¡Viva la Constitución!», y los
liberales, cuando zurraban a los realistas, que habían prorrumpido en
vivas a Carlos V.
Se dijo que iba a haber una gran conmoción popular, y que la señal
la daría la ascensión de un globo. Estas señales con globos se
relacionaban, no se sabe por qué, con el carbonarismo.
Unos días después de la jura de la princesa, al pasar por la Puerta
del Sol el padre Chamizo, se encontró con Aviraneta, que marchaba en
compañía de algunos amigos.
Había en la plaza gente mal encarada, armados con garrotes y bastones.
--¡Viva la reina!--gritaban los cristinos.
--¡Viva!--vociferaban todos.
--¡Mueran los carlistas! ¡Mueran los frailes!
--Nos están ustedes dando un trágala--le dijo Chamizo a Aviraneta.
--Esto va de broma.
Lo cierto fué que no pasó nada de particular.
El mes de septiembre se agravó la enfermedad del rey y se temió por
instantes por su vida. El 29 del mismo mes declararon los médicos de
cámara que su estado era muy grave.
Tenía Aviraneta en Palacio un amigo que le daba noticias del curso de
la enfermedad del monarca. Era éste Fidalgo, hermano de dos camaristas
de la reina, llamadas Blanca y Estrella, que tenían relaciones con dos
oficiales, el capitán Messina y el teniente Pierrard.
Aviraneta recibió una mañana el aviso de Fidalgo, diciéndole que el rey
estaba en la agonía.
--Voy a casa de los amigos a darles la noticia--le dijo a Chamizo, y le
preguntó después--: ¿Usted conoce al capitán Nogueras?
--Sí.
--Pues vaya usted a su casa, a la calle de Toledo, esquina a la de las
Maldonadas, y dígale lo que ocurre. A él le interesa mucho, por estar
esperando el destino...
El padre Venancio fué a la calle de Toledo, y entró en casa de
Nogueras. Le recibió su patrona, la señora Nieves, una pobre mujer,
que le dijo que el capitán, su pupilo, llevaba una vida muy mala.
Estaba enredado con una prendera de la calle de los Estudios, a la que
llamaban Concha la Lagarta, una mujer más mala que un dolor, según ella.
Cuando don Venancio dijo a la señora Nieves que despertara al capitán
para darle una noticia, ella se opuso; alegó que su pupilo se había
acostado por la mañana; pero cuando le aseguró que era noticia
importante, de la que dependía su destino, entró en la alcoba a llamar
a Nogueras.
Salió Nogueras en mangas de camisa y en chanclas. Era el capitán un
hombrecito flaco y cetrino, con la nariz picuda y unos anteojos muy
gruesos. Aviraneta lo había definido diciendo: «Nogueras es un cínife,
una chinche, un piojo, sabio y burocrático».
El ex claustrado contó al capitán lo que pasaba, y se fué después a
casa a trabajar en sus traducciones.
Por la tarde, estaba Chamizo en el balcón tomando el fresco, cuando
apareció Aviraneta en la calle.
--Mientras usted está aquí tranquilamente--le dijo--, el pueblo arde de
un extremo a otro. Baje usted.
Bajó Chamizo a la calle y preguntó:
--¿Qué ha pasado?
--El rey ha muerto a las cinco de la tarde. A las cinco y diez minutos
tenía yo la noticia en la sombrerería de Aspiroz. Los amigos andan
de observación. Por ahora los realistas están achicados y encogidos.
¿Quiere usted que vayamos por ahí a tomar el pulso al pueblo?
--Vamos.
A las seis, la noticia de la muerte del rey era general. La gente
andaba por las calles sorprendida y perpleja, reuniéndose en grupos,
hablando y haciendo cábalas; todo el mundo creía que iba a ocurrir
algo, aunque no se figuraban qué.
Pasaron el ex fraile y el conspirador por Lorenzini y la Fontana, y
después por los cafés de la calle de Alcalá, el de la Estrella, el de
Los Dos Amigos y el Café Nuevo. En éste se hablaba a gritos contra el
rey muerto.


II.
LA TABERNA DE LA BIBIANA

AVIRANETA y Chamizo fueron a cenar a una casa de comidas de la calle de
las Tres Cruces, la casa de la Bibiana. Estaban allí reunidos Nogueras,
del Brío, Gamundi y algunos otros jóvenes de la Isabelina, casi todos
militares indefinidos y bullangueros.
Entre ellos se destacaba un hombre de más de cuarenta años, que
parecía hecho de alambre, seco como la yesca, negro, amojamado, con
los ojos brillantes y los movimientos violentos. Era uno de los pocos
carbonarios de la Sociedad Isabelina. A su lado estaba un periodista
hambrón, melenudo, barbudo, vestido con una vieja levita de miliciano.
Toda la caterva liberal entró en un cuarto grande que comunicaba con
la cocina. Dos quinqués de petróleo iluminaban este comedor, que tenía
una mesa larga de pino y un armario con botellas. Gamundi y del Brío
se fueron, y volvieron al poco rato con dos muchachas, la _Pinta_ y
la _Cascarrabias_, con las que estaban amancebados y a las que habían
llevado a comer.
Eran dos manolas, las dos a cuál más desvergonzadas en el hablar.
Vestían mantilla con cenefa de terciopelo, peineta grande, pañuelo
de color al pecho, y guardapiés. La _Pinta_ era rubia, y la
_Cascarrabias_, morena, medio gitana.
Del Brío hacía buena pareja con su manola, porque era un jaque andaluz,
presumido y fanfarrón; pero Gamundi ya no estaba tan bien en este
ambiente.
Gamundi era el hijo de un guerrillero de Mina y había vivido, en su
juventud, en Inglaterra. Era de pequeña estatura, rubio y un poco
zambo, con un gran bigote dorado y patillas cortas. Aviraneta le
llamaba el Zambete.
--¡Hola, Zambete!--le decía.
--¡Hola, Vinagrete!--le contestaba él en broma.
Tenía Gamundi los ojos azules, llorosos, con el blanco con rayas rojas;
la nariz, grande, llena de venas moradas, y la cara, inyectada. Era un
borracho inveterado, hombre bueno, valiente y atrevido.
Con las mujeres tenía una galantería inofensiva y aparatosa. El culto
de Baco le había hecho olvidar otros cultos paganos. La _Cascarrabias_,
su querida, le insultaba constantemente.
--¡Desaborío! ¡Arrastrao! ¡Escarríao!--le decía.
Gamundi oía esto como quien oye llover.
Se habló en la cena de mujeres y de juego y se bromeó con las manolas.
--Como habrá usted notado--le dijo de pronto Gamundi,
confidencialmente, al padre Chamizo--, yo soy hombre sin ningún talento.
--No, no.
--Sí, no tengo ningún talento. Corazón, sí; aquí hay un corazón firme,
capaz de sacrificarme por un amigo. No me pida usted más. No pretenda
usted que haga cuentas o que sepa declinar: _Musa musae_. Eso, no. Está
en contra de mis aptitudes.
Al concluír la cena, Gamundi se levantó, y, tomando una actitud
gallarda, dijo, con un arranque sentimental y oratorio, que para él no
había mas que dos religiones: la de la patria y la de la mujer.
--Olvidas la botella--le dijo uno.
--No la olvido--gritó Gamundi, agarrando una por el cuello y llenando
el vaso--. ¡Escuadrones! ¡Adelante! ¡Viva España! ¿Quién ha dicho
retroceder? Que lo fusilen por la espalda. No... No hay cuartel para
los realistas. Sangre y exterminio. No debe quedar una botella, no debe
quedar un realista.
--Has hablado bien--dijo Nogueras, el piojo sabio--, pero estás
borracho.
--Por eso he hablado bien. Bueno, cantemos el _Himno de Riego_. Me
rebosa el liberalismo.
¡Soldados, la patria
nos llama a la lid!
--¡Gamundi, a callar!--gritó Aviraneta.
Aviraneta tenía sobre aquellos militares gran ascendiente. Gamundi
hizo un gesto de resignación cómica, apretando con los dedos un labio
contra otro, como si quisiera impedir que se le despegaran.
Aviraneta y Nogueras dijeron lo que había que hacer al día siguiente.
Chamizo se levantó para marcharse.
Aquellos endiablados calaveras siguieron bebiendo y haciendo ruido. El
periodista trajo una guitarra y se puso a cantar. Los demás llevaban el
compás dando palmadas y golpeando con el puño en la mesa.
--Arza ahí... ¡Olé!
Del Brío se levantó e invitó a bailar el fandango a la _Cascarrabias_.
Lo hicieron los dos muy bien, y como del Brío era, sin duda, maestro
se subió a la mesa y bailó un zapateado al compás de las palmadas y de
los golpes con el puño. Mientrastanto, Gamundi dormía un momento con la
barba apoyada en una botella y con los ojos abiertos.
Salieron de la casa de la Bibiana a eso de las ocho de la noche y
fueron hacia la Puerta del Sol.
--¿Quiere usted venir, don Venancio?--dijo Aviraneta.
--¿Adónde?
--A una reunión liberal que vamos a tener aquí en una casa de la calle
del Arenal.
--Yo tengo que ir a trabajar.
--¡Bah!, por un día.
--Iría si yo fuera liberal, pero no lo soy.
--Bueno; como usted quiera.
En esto se les acercó un sujeto de unos cincuenta años, que Aviraneta
presentó al ex claustrado. Era don Martín Puigdullés, coronel de
carabineros, llegado de la emigración, una mala cabeza, que el Gobierno
perseguía para llevarlo a un presidio de Africa.
El señor Puigdullés iba con una mujer de mantón bastante zarrapastrosa.
--¿Qué hay de nuevo, Aviraneta?--preguntó Puigdullés.
--Ya sabe usted: la muerte del rey.
--¿Va usted a la reunión?
--Sí. ¿Cómo sabe usted que hay reunión?
--La idea ha partido de nuestro grupo del café de la Fontana. Estábamos
Gallardo, Fuente Herrero y yo con otros patriotas, cuando a Gallardo
se le ha ocurrido el proyecto. Se le ha avisado a todo el mundo; se
ha enviada recado a los Carrascos, y éstos han contestado que están
conformes, y que la reunión se verificará en una casa de la calle del
Arenal, cerca del palacio de Oñate.
--¿Usted va ir, Puigdullés?
--No, porque me prenderían en seguida. Hay que sujetar a los cristinos.
Tenga usted mucho cuidado con ellos, Aviraneta. ¡Adiós, señores!
--¡Adiós!
Entraron Aviraneta y su acompañante en la sombrerería de Aspiroz. La
noche parecía presentarse tranquila. Seguían los grupos estacionados en
la Puerta del Sol.
En esto pasó Gallardo con un amigo y se detuvo. Dijo que los
absolutistas se hallaban tan inquietos como los liberales con la muerte
del rey, y que se veía que nadie tenía nada preparado.
Salieron de la sombrerería en dirección a la calle del Arenal y se
cruzaron con Calvo de Rozas, y luego, con Donoso Cortés y sus amigos,
que iban a la reunión.
--¿Decididamente, usted no viene?--dijo Aviraneta al ex fraile.
--Decididamente, no voy.


III.
LA REUNIÓN LIBERAL

MANSILLA y Tilly estaban citados a las ocho y media de la noche en la
Puerta del Sol, delante de la sombrerería de Aspiroz.
Aviraneta se despidió de Chamizo y se unió con sus compañeros del
Triángulo, y los tres juntos tomaron la dirección de la calle del
Arenal.
Entraron en la casa inmediata a la del conde de Oñate; subieron una
escalera no muy ancha hasta el piso principal, y pasaron a una sala
donde había reunidas de cuarenta a cincuenta personas en varios grupos.
Era un salón grande y vacío con balcones, y unos ventanales cuadrados
encima de ellos.
Iba entrando poco a poco más gente. Llegaron a congregarse hasta unos
cien individuos de todas castas y pelajes; los había elegantísimos,
currutacos con aire de figurín, y tipos mal vestidos, abandonados y
sucios.
Tilly y Mansilla conocieron a Donoso Cortés, a los dos Carrascos,
a Cambronero, al médico Torrecilla, a Valero y Arteta, a Martínez
Montaos. Por su parte, Aviraneta encontró allí a media Isabelina;
estaban Gallardo, Calvo de Rozas, Fuente Herrero, Calvo Mateo, Beraza,
y una porción de militares de graduación, oficiales de la Guardia Real
y jóvenes lechuguinos de bigote y perilla.
Aviraneta se acercó disimuladamente a Tilly.
--Amigo Uno. ¿El cónclave, qué tal va?
--Bien, muy bien. Vamos trampeando.
--Y los cucos (cristinos), ¿por qué no empiezan?
--Parece que hay cierta decepción entre ellos.
--Pues, ¿por qué?
--Hay aquí más jóvenes ilusos (isabelinos) que cucos (cristinos).
--¿Y eso les asusta?
--Dicen que está aquí Romero Alpuente, hombre peligroso, y que lo va a
echar todo a perder.
--¡Romero Alpuente! Si es un mastuerzo.
--Pues los nuestros lo tienen por un hombre terrible.
--En cambio, entre los jóvenes ilusos (isabelinos) se dice que esta
reunión se hace por iniciativa del Pastor (Zea Bermúdez).
--No lo creo.
--Eso aseguraba Calvo de Rozas.
--Me parece una fantasía, amigo Tres.
Pues los nuestros están alarmados. Me han dicho que Flórez Estrada,
Palafox y Olavarría van a pasar la noche en claro, y que el peligro
para los ilusos (liberales) es inminente.
--¡Bah!
--Sin embargo. Conviene decir que estamos en peligro.
--Eso es otra cosa. Se dirá--murmuró Tilly.
--Sabe usted que me están invitando para que hable en nombre de los
jóvenes ilusos (isabelinos).
--¿Y usted, qué va a hacer?
--No sé. A usted, ¿qué le parece?
--¡Hombre!, eso tiene que depender de la fuerza de que disponga. ¿Tiene
usted fuerza y gente alrededor y puede hablar de una manera clara y
terminante? Hable usted. ¿No tiene usted confianza? No diga usted nada.
A las diez, los cristinos iniciadores de la reunión, después de muchos
cabildeos, dieron como comenzado el acto. Se trajo un velador con
dos candelabros al medio de la sala, y se sentaron, presidiendo la
mesa Cambronero y Donoso Cortés, los dos muy guapos, muy currutacos y
peripuestos, y don Rufino García Carrasco, que era un tipo más vulgar,
grueso, pesado, de barba negra, uno de esos extremeños, como dice
Quevedo, cerrados de barba y de mollera.
La gente del público, los que pudieron cogieron sillas para sentarse, y
quedaron de pie unas treinta o cuarenta personas.
Entonces el abogado Cambronero tomó la palabra y explicó el objeto de
aquella reunión. Vino a decir de una manera florida que era necesario
apoyar al Gobierno, a la Reina gobernadora y a la inocente Isabel, y
que todos los reunidos allá debían colaborar a tan santo fin. Hablaron
después dos abogados diciendo, poco más o menos, lo mismo; habló
Gallardo, con su acento extremeño y su intención mordaz; luego, los
Carrascos, y, por último, Donoso Cortés, de una manera pomposa.
Aviraneta estaba muy inquieto.
--¿Qué le pasa a usted?--le dijo Mansilla.
--Esto es estúpido--exclamó--. Están divagando de una manera ridícula
sin aclarar la cuestión principal.
--Hable usted--le dijo Calvo de Rozas.
--Creo que no debe usted hablar--le advirtió Mansilla--; está usted
exaltado y se va a comprometer.
Otros individuos de la gente de mal pelaje invitaron a Aviraneta a que
hablase. El se levantó y gritó:
--¡Pido la palabra!
--Tiene la palabra el señor... el señor Aviraneta--dijo Carrasco.
Hubo un movimiento de extrañeza en el público. ¿Quién es? ¿Qué apellido
ha dicho?--se preguntaron unos a otros.
Aviraneta avanzó hasta el centro del salón con un rictus amargo en la
boca, y comenzó a hablar de una manera seca, áspera y cortante.
Aquella voz agria, aquella mirada siniestra, aquel tipo de pajarraco
produjeron cierta expectación.
Era un Robespierre, pero un Robespierre ya viejo, sin éxito, sin
dogmatismo, sin la fofa utopía de Rousseau en la cabeza. Era un
Robespierre sin sostén social, sin partidarios, amargado, ácido,
después de haber recorrido el mundo y haber conocido la miseria y la
inquietud en todas sus formas. Era un Robespierre de España, de un
país pobre, áspero, desabrido, frío y sin efusión social. El furor
lógico del sombrío Maximiliano lo reemplazaba Aviraneta con la rabia,
con el despecho, con la cólera y, sobre todo, con el desprecio por los
hombres.
«--La situación ha cambiado en veinticuatro horas, desde la muerte
del rey--dijo Aviraneta con voz sorda--. Liberales y realistas hemos
venido defendiendo durante largo tiempo al presidente Zea Bermúdez.
La razón era clara; ni ellos ni nosotros estábamos preparados para la
lucha, y la vida del rey suponía para todos principalmente una tregua.
Ha muerto Fernando VII; la tregua ya no existe, y mañana los carlistas
se lanzarán al campo. Para nosotros la presidencia de Zea Bermúdez
no tiene objeto hoy, no nos defiende de los avances del carlismo,
que se organiza precipitadamente; no sirve de garantía para nuestras
aspiraciones liberales. Todo lo que sean dilaciones, todo lo que no sea
idear un plan y realizarlo, no sólo es perder tiempo, es retroceder. En
este instante nuestros enemigos no cuentan con fuerzas preparadas, pero
contarán mañana con ellas y serán grandes, terribles, las suficientes
para tener en jaque al Gobierno. Creo, señores, que hoy lo prudente y
lo práctico es asaltar el Poder, dominar la situación incierta en que
nos encontramos, proclamar una Constitución liberal y apoderarse de las
trincheras, para defenderse del carlismo, que es un enemigo formidable.
Este es mi plan: cambio de gobierno inmediato y dictadura liberal.
Enfrente de nosotros hoy no hay nadie. Si nos decidimos y vamos todos,
la empresa me parece fácil. Si se acepta este plan, expondré mi
proyecto en detalles, que se podrán discutir; si no se acepta, como
considero que la inacción en estos momentos es una torpeza y un crimen
de lesa patria, si no se acepta, me retiraré. He dicho».
Al terminar Aviraneta su discurso hubo algunos aplausos y algunos
silbidos.
--¿Quién es este hombre?--se preguntaban unos a otros--. ¿Qué modo de
hablar es ese? ¿Cómo se atreve? ¡Es un anarquista! ¡Es un carbonario!
Para tranquilizar el cotarro se levantó don Rufino Carrasco, y dijo
atropelladamente y sin arte:
«--Señores: No me parecen estos momentos los más propios ni los más
favorables para tratar de una cuestión tan peligrosa como la que ha
suscitado el orador que me ha precedido en el uso de la palabra.
Imponer a una reina viuda resoluciones violentas cuando aun no se ha
enfriado el cadáver de su regio consorte, es cruel e inhumano, y más
cuando se trata de una reina todo bondad como la excelsa Cristina, que,
postrada como se halla en el lecho del dolor, desde él ha manifestado
al marqués de Miraflores que su mayor anhelo es procurar la felicidad
de España. La tregua se impone, señores, ante el cadáver del rey».
Aviraneta se levantó como movido por un resorte, y avanzando en el
salón dijo con voz agria y cortante:
«--Si el rey que acaba de morir no hubiera sido uno de los personajes
más abominables de la historia contemporánea, si hubiera tenido algo
siquiera de hombre, todos los españoles estaríamos ahora en un momento
de dolor; pero el rey que ha muerto era sencillamente un miserable,
un hombre cruel y sanguinario que llenó de horcas España, donde mandó
colgar a los que le defendieron con su sangre. No hablemos de tregua
producida por el dolor. Sería una farsa. Interiormente todos estamos
satisfechos pensando que el enemigo común ha muerto y que su cadáver
hiede. No hablemos de sentimiento; lo más que se nos puede pedir es
olvido, y que nos perdonen las sombras augustas de Lacy, de Riego,
del Empecinado y de otros mártires. No hablemos de ayer, pensemos en
mañana».
La contestación de Aviraneta produjo una terrible marejada de gritos,
protestas y aplausos en la sala.
En vista de ello, Cambronero volvió a levantarse y echó un discurso
habilísimo para poner a todos de acuerdo.
El participaba de los mismos sentimientos que su querido, que su
particular amigo el señor Aviraneta, a quien tenía por un patriota
ferviente y un liberal de corazón; pero creía que no todas las
ocasiones eran propicias para un movimiento radical; él admiraba la
adhesión del señor García Carrasco por la excelsa Cristina...
Así, con una serie de equilibrios y de sin embargo..., si bien es
cierto..., continuó su discurso Cambronero. No se habló más de la
cuestión. Se acordó escribir y publicar una hoja apócrifa, simulando
ser una Gaceta de una junta carlista, en la que se daba como efectuado
el levantamiento del partido, enumerando hechos falsos en apoyo de la
invención.
Gallardo, Oliver y otros dos la redactaron, la consultaron y se aprobó.
Se terminó la sesión a las doce y media y todo el mundo fué saliendo
del salón de una manera tumultuosa, discutiendo y gritando.


IV.
LOS MILITARES

AL salir a la calle formaron un grupo Calvo de Rozas, Aviraneta, Tilly,
Mansilla, el capitán Del Brío, Gamboa, Gamundi, que había dormido sus
libaciones de casa de la Bibiana, y otros oficiales vestidos de paisano.
--Aviraneta--dijo Gamboa--, ¿quiere usted venir al café de Levante, de
la Puerta del Sol? Unos cuantos amigos tenemos que hablarle.
--Vamos todos.
--Pero no así; en grupo llamaremos la atención.
Calvo de Rozas se despidió de Aviraneta diciéndole:
--No se comprometa usted a nada.
--No tenga usted cuidado.
Tilly, Aviraneta y Gamundi entraron en el café de Levante, ya vacío
y sin público; llegaron Gamboa, Del Brío y otros jóvenes oficiales
vestidos de paisano. Hubo apretones de manos y signos masónicos
de reconocimiento. Se sentaron todos y Gamboa dijo a uno de estos
oficiales:
--Habla tú.
El indicado era un muchacho apellidado Urbina, hijo del marqués de
Aravaca, teniente de Artillería.
--Señor Aviraneta--dijo Urbina--. Nos ha parecido muy bien el discurso
de usted en la reunión y estamos identificados con sus ideas. Contamos
con muchos oficiales de los mismos sentimientos que nosotros; tenemos
de nuestra parte a los sargentos y soldados del regimiento de la
Guardia Real. Denos usted su plan revolucionario y lo realizamos
mañana mismo. Prendemos a Zea Bermúdez y a todo el Ministerio; si es
indispensable los fusilamos y damos un cambio completo a España.
--¿Qué garantías necesitarían ustedes?--preguntó Aviraneta.
--Por de pronto la lista completa del nuevo Gobierno que asuma la
responsabilidad del movimiento.
--Eso tengo que consultarlo.
--Consúltelo usted con sus amigos cuanto antes.
--Lo haré así.
--Cuándo nos dará usted la contestación--preguntó Urbina.
--Mañana al mediodía.
--¿En dónde?
--En el café de Venecia.
--Está bien.
Se habló poco, porque iban a cerrar el café. Salieron todos a la
acera de la Puerta del Sol, donde siguieron charlando. Dos o tres se
despidieron y se fueron. El grupo seguía en la acera cuando Gamundi y
otro joven volvieron corriendo hacia el café.
--¿Qué pasa?--les preguntó Aviraneta.
--Que hemos encontrado a Nebot, el agente de policía de la Isabelina,
a la entrada de la calle del Arenal. Nos ha dicho que hace una hora
ha pasado Zea Bermúdez a Palacio en coche y que debe volver dentro
de poco. ¿No le parece a usted una magnífica ocasión para echarle el
guante?
--Sí. Magnífica.
Se le dijo a Urbina y a los demás lo que pasaba, y les pareció la
ocasión de perlas.
--¡Hala!--exclamó Aviraneta--. ¿Cuántos somos, nueve? Vamos cuatro por
aquella acera y cuatro por ésta; nos pondremos enfrente de la casa
donde hemos estado. Uno que vaya ahora mismo y que se ponga delante de
la plaza de Celenque. Vaya usted, Gamundi. En el momento que pase el
coche grita usted: ¡Sereno!
--Muy bien.
Y Gamundi desapareció embozado en la capa.
--Los que tengan bastón que se planten en medio y peguen a los caballos
hasta parar el coche--exclamó Aviraneta--. ¿Hay algo que decir?
--Nada.
--Entonces, en marcha.
Fueron los dos grupos hacia la calle del Arenal.
Al llegar a la esquina oyeron el ruido de un coche que venía de prisa
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