La Isabelina - 03

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--¡Gracias! Vamos a ver sus poesías.
--Poesías, no; son versos deplorables, variaciones sobre la consigna de
la partida del Trueno.
--No sé cuál es esa consigna.
--La consigna es ésta: Garrotazo y decir que nos pegan.
--¡Muy bien, muy cristiano!
--Ahora verá usted el sublime himno. No me elogie usted demasiado,
padre Chamizo; me voy a ruborizar. Allá va:
Al tun tun, paliza, paliza;
al tun tun, sablazo, sablazo;
al tun tun, ¡mueran los realistas!;
al tun tun, que defienden a Carlos.
En la callejuela,
en el callejón,
darles buenas tundas,
sin vacilación.
Reinará Don Carlos
con la Inquisición,
cuando la naranja
se vuelva limón.
--¿Esta es la primera copla?
--Sí.
--Muy ática, muy culta.
--Sí; ya me figuraba yo que le conmovería a usted. Ahora va la segunda:
Al tun tun, garrote, garrote;
al tun tun, trancazo, trancazo;
al tun tun, ¡abajo los frailes!;
al tun tun, que se llevan los cuartos.
Por la portezuela
y por el portón,
¡duro y tente tieso!
¡leña a discreción!
Reinará Don Carlos
con la Inquisición,
cuando la naranja
se vuelva limón.
--¿Qué le ha parecido a usted la coplilla, padre?
--Una necedad y una salvajada.
--¿Ve usted? Eso me demuestra que la copla está bien: el que le indigne
a usted. No puede usted negar que ese ritornelo:
Reinará Don Carlos
con la Inquisición...
es muy artístico.
--Sí; es arte para un cuerpo de guardia o para el patio de un presidio.
El otro día me aseguraba usted que no era verdad que se cantase en
Madrid la copla que ponía el papel carlista:
¡Muera Cristo!
¡Viva Luzbel!
¡Muera Don Carlos!
¡Viva Isabel!
--Y es cierto que no se ha cantado nunca eso.
--Lo que no es obstáculo para que usted escriba una copla por el estilo.
--No, hombre. Decir: «¡Abajo los frailes!», no es lo mismo que decir:
«¡Muera Cristo!». Hay su diferencia. Ustedes son, como ha dicho muy
bien Gallardete, animales inmundos encenagados en el vicio. Ustedes no
tienen nada que ver con Jesucristo; ¡qué van a tener que ver!
--Bueno, bueno. Está bien. No diga usted más disparates. En fin, ya que
usted acepta como programa el del «Al tun tun...», yo aceptaré este
otro, de una canción del año 23:
Bórrese de la memoria
la infernal Constitución,
y sólo sirva en la historia
para eterna execración.


LIBRO TERCERO
EL TRIÁNGULO DEL CENTRO


I.
EXPLICACIONES

SE habían citado para las dos de la tarde Aviraneta y Tilly delante
del cuartel de San Gil, y juntos entraron en la Montaña del Príncipe
Pío, y fueron marchando por el campo hasta llegar a la Casa del Jardín.
Pasaron a la salita que ocupaba Tilly y se sentaron en unos sillones de
mimbre.
--Si no ha tomado usted café le traeré una taza--indicó Tilly.
--Lo he tomado; pero no tengo inconveniente en tomar más--contestó don
Eugenio.
Salió Tilly. Aviraneta se puso a contemplar la sala y las pinturas de
las paredes. La sala era rectangular, las paredes tenían mediascañas
doradas y el suelo era de mármol. El techo estaba lleno de pinturas con
guirnaldas, angelitos y frutos, y en medio, una ninfa subía por el aire
entre nubes, con un ademán elegante y amanerado. Había pocos muebles
para el tamaño del salón: una consola y un sofá, los dos rococos, muy
llenos de conchas y agrietados por todas partes; varias sillas doradas
y unos sillones.
En las dos paredes largas había pintadas: en una, la vista de Nápoles,
con el Vesubio en el fondo; en la otra, la villa de Amalfi, tomada
desde el fondo de una gruta. En los testeros se veían: en uno, la
ciudad de Capri, con las ruinas del palacio de Tiberio, destacándose
sobre grandes montes pedregosos, y en el otro, la abadía de
Vallombrosa, con su torre antigua, al pie de unas montañas llenas de
pinos. Estas pinturas al temple, rápidas, abocetadas, descascarilladas
por el tiempo, tenían su gracia amanerada.
Tilly, al traer una cafetera y una taza, que colocó en un velador, dijo:
--¿Mira usted las pinturas de mi salón?
--Sí.
--No valen gran cosa, según dicen.
--No, como pintura, no; pero como literatura, sí.
--Celebro que me lo diga usted.
--¿Por qué?
--Porque yo me suelo entretener muchísimo mirando estas figuras.
¿Querrá usted creer que a veces me enternezco pensando en esta
pastorcita que hay aquí en Capri, y voy a pescar con estos marineros
de Nápoles, y paseo con los frailes en la terraza de este convento de
Amalfi?
--No me choca; ese sentimentalismo de cabeza es muy propio del hombre
terne.
Don Eugenio llenó la taza de café y encendió un cigarro.
--Ahora, maestro y compañero número tres--dijo Tilly--, dejémonos de
sentimentalismos y de pinturas, y cuénteme usted los comienzos de su
Sociedad, para que pueda estar en todos los detalles.
--¿No le hablé a usted en Ustáriz--preguntó Aviraneta--de un plan que
tenía, al llegar a España, de constituír una Sociedad secreta en que se
fundieran masones, comuneros y carbonarios para defender la libertad?
--Me habló usted algo, pero muy vagamente--contestó Tilly.
--Este proyecto, que entonces yo llamaba la Sociedad del Triple Sello,
se lo expuse a Mina en Bayona, y Mina quedó de acuerdo.
--¿Tenía usted un programa político definido?
--No. Eso lo dejaba para los hombre notables que entraran en la
Sociedad--replicó Aviraneta--. Mi proyecto era sencillamente fundar una
Sociedad secreta sin simbolismos; nada de mojigangas, ni de columnas,
ni de templos, ni de majaderías por el estilo: una organización fuerte,
una vigilancia grande entre los afiliados y un programa mínimo.
--Es dar a la Sociedad secreta el carácter del tiempo--murmuró Tilly.
--Eso es--y Aviraneta llenó otra taza de café--. Respecto a mi
orientación general era llegar al máximo de liberalismo compatible
con el orden, exterminio del carlismo por todos los medios posibles
y Constitución del año 12, modificable en parte si se consideraba
necesario.
--Bueno. Ahora, maestro, explíqueme las gestiones que fué usted
haciendo al llegar a Madrid.
--Al primero que hablé fué a don Bartolomé José Gallardo.
--¿Al escritor?
--Al mismo. Gallardo me dijo que había tenido una idea parecida a la
mía; pero que le enfriaba el ver que aun quedaban odios y rivalidades
entre los masones y los comuneros de 1821 a 23, y más aún, el recuerdo
de esta Sociedad comunera, cuya base él había establecido, y que
gracias a los manejos de Regato había servido a los absolutistas. Yo
traté de convencerle de que hay que repetir las experiencias, y él me
dijo que lo intentara yo.
--Una pregunta: ¿Tenía usted dinero?
--Sí; traje algo de Méjico.
--¿Qué hizo usted después?--preguntó Tilly.
--Me vi con varios masones y comuneros, y unos me recomendaron que
consultara con Calvo de Rozas, y otros, con Flórez Estrada. Visité a
Calvo de Rozas, y éste me recibió con entusiasmo. Me aseguró que la
juventud madrileña era liberal ardiente, que se podía contar con la
oficialidad joven del ejército, y que no faltaba mas que organización,
y que era necesario comenzar la obra. Bien--le dije yo--, pero no tengo
elementos. Yo se los proporcionaré a usted--me contestó él.
--¿Y se los ha proporcionado?
--En parte, sí.
--¿Y constituyeron ustedes la Sociedad en seguida?
--No; yo había pensando en fundar la Junta del Triple Sello con dos
delegados de cada sociedad antigua y un presidente, en total siete;
pero no teníamos al empezar mas que un ex comunero, Calvo de Rozas; un
masón, Beraza, y yo, que ingresé en una Venta Carbonaria en París.
--¿Hay carbonarios aquí?
--Algunos, entre los militares.
--¿Qué hicieron ustedes primeramente?
--Yo le dije a Calvo de Rozas que se encargara él de constituír la
Junta y que me dejara a mí organizar la oficialidad y la juventud
liberal. Necesitaba dinero, carta blanca para hacer y deshacer a mi
antojo y un hombre de confianza a quien se le pudiera encargar una
misión difícil. Estas fueron mis condiciones.
--¿Y las aceptó?
--Sí.
--¿De dónde sacaron ustedes el dinero?
--Se hizo un pequeño empréstito dirigido por Calvo y Mateo, antiguo
agente de la Compañía de Filipinas y después banquero en París, que
prestó sumas crecidas a Mina y a Torrijos.
--¿Y encontró usted en seguida el hombre de confianza?
--Sí.
--¿Quién era?
--Un capitán indefinido, Antonio Nogueras, hombre que conoce la
sociedad de Madrid.
--¿Es hombre que vale?
--Es un tanto farragoso, amigo de hacer frases campanudas. A este
capitán le encargué que me proporcionase diez comandantes o capitanes
de la clase de ilimitados o indefinidos, a quienes se pudiera confiar
la organización militar de los liberales de Madrid.
--¿Qué organización ha empleado usted?
--La de los carbonarios. El núcleo primero es de diez hombres, con
un jefe, y se llama decuria, y al jefe, decurión; cada diez decurias
forman un centuria, con un centurión; cada diez centurias, una legión,
con su jefe o pretor.
--Los nombres no me gustan--murmuró Tilly--, tienen un aire arcaico.
--A mí, tampoco; pero hay que dejar un poco de pintoresco para la gente
y habría que reemplazarlos por otros, lo que no es fácil.
---¿Ha encontrado usted pronto sus hombres?
--Muy pronto. Hay entusiasmo. En una semana Nogueras me ha traído a
casa una porción de oficiales jóvenes, un poco ruidosos y fanfarrones,
que se han encargado de la obra. Han reclutado dependientes de
comercio, estudiantes, médicos, abogados...
--¿Y es una gente fácilmente dirigible?
--De todo hay. Al lado de estos militares alegres y fanfarrones, de los
dependientes de comercio y estudiantes llenos de entusiasmo, hay los
abogados, los que se sienten con aptitudes políticas, y esa gente es
gente hambrienta y rapaz que busca la carrera, que quiere medrar...
--Tipos como yo--dijo Tilly.
--Pero que no tienen las condiciones de usted.
--¿Y cuánta gente ha reunido usted ya?
--En el tiempo que llevamos se han completado las diez centurias y se
ha distribuído a cada hombre su número en la centuria a que pertenece.
--¿Así que tienen ustedes mil hombres, maestro?
--Sí. Yo digo por ahí que somos más.
--¿Y el jefe militar? El pretor, ¿quién va a ser?
--Por ahora yo. Para más tarde tenemos un jefe de prestigio.
--¿Quién?
--Palafox.
--¿Aceptará?
--Sí.
--Pero esos hombres tendrán que estar armados. ¿Y las armas?
--En eso estamos. Por el informe de los jefes de las centurias sabemos
que hay muchos voluntarios que están dispuestos a comprar su fusil y
sus municiones. Para los indigentes habrá que regalárselos, y se hará
una suscripción.
--Muy bien: contribuíremos a ella con la modestia de nuestros
recursos--aseguró Tilly.
--No hay necesidad. Ustedes pueden dar algo más que unas pesetas.
--Veamos cuál va a ser nuestra especialidad--indicó Tilly.
--El padre Mansilla que se dedique a buscar relaciones entre palaciegos
y el clero realista; que se presente ante ellos como un partidario del
absolutismo ilustrado..., un poco de tradición..., un poco de siglo.
--Está bien. Comprendido. Lo hará perfectamente. Va por ese camino.
--Aconséjele usted que se ponga a confesar para que pueda ir
enterándose de todo.
--La cosa es delicada, pero lo conseguiremos.
--Respecto a usted, Tilly, si está usted ya en disposición de
trabajar...
--Sí, sí.
--Convendría que entrara usted en el partido de los cristinos.
--¿Ha pensado usted el procedimiento?
--Sí; podía usted hacer un folleto pequeño acerca de las reformas de
España. Podía usted defender a la Reina Cristina con entusiasmo; una
carta por el estilo de la de Luis XVIII, y otras reformas. Unas cuantas
citas sabias, Montesquieu, Bentham, etc.
--Nada; lo haré. Mansilla me ayudará. ¿Y después?
--Después imprime usted su folleto sin nombre, sólo con iniciales, y se
lo envía usted a una serie de personas del partido cristino.
--Bueno. Se hará todo ello.
--Naturalmente, usted es noble. Usted se firmará de Tilly y tendrá
usted un sello con las armas de los Tillys.
--¿Le parece a usted indispensable?
--Sí, me parece conveniente. Además, usted en Madrid será un joven
serio y religioso. Irá usted a la iglesia de moda y hará usted que le
vean.
--Eso lo encuentro un poco aburrido.
--Serio, aristócrata, liberal, religioso, un poco melancólico, porque
ha tenido usted amores desgraciados, antiguo calavera, está usted en
condiciones admirables para hacer su camino.
--Me quiere usted convertir en un joven Werther retirado--dijo riendo
Tilly.
--No, aparentemente nada más. Haga usted de palomita, y luego, si puede
usted, ya sacará usted el pico y las garras de buitre.
--Bueno.
--Mientrastanto, se dedica usted a estudiar un poco de política y hace
usted todo lo posible para conocer el máximo de gente.
--Muy bien.
--Cada uno de nosotros puede crear, si encuentra ocasión, un nuevo
Triángulo, y tenerlo en secreto.
--Yo, por ahora, será difícil--dijo Tilly.
--¡Ah, claro! Pero cuando salga usted más, será otra cosa. De todas
maneras dígaselo usted a Mansilla.
--Se le dirá.
--Bien; me voy. Dentro de un mes vendré de nuevo por aquí.
--¡Un mes! ¿No será mucho tiempo?
--No. Si tienen ustedes necesidad de comunicarme algo importante me
avisan a mi casa, calle del Lobo, trece, y yo vendré. A poder ser,
escribir poco, únicamente en caso de necesidad. Para ello usaremos una
clave.
--Muy bien.
--Después de comer estaré los lunes, miércoles y viernes en el café de
Venecia; los martes, jueves y sábados, en el Café Nuevo; los domingos,
en la fonda de Genies. Ahora, querido Uno, buenas tardes.
--Espere usted, amigo Tres. Mansilla vendrá a las cinco en punto, es
muy puntual.
--¿Quiere usted que le hable yo?
--No; únicamente quiero explicarle su misión en un momento, por si
acaso se le ofrece alguna duda, para que consulte con usted.
Efectivamente: a las cinco en punto se presentó Mansilla. Era un hombre
bajo, grueso, la cara ancha y la mirada enérgica. Tenía una actitud de
mando y unos movimientos bruscos.
Tilly habló con él a solas, y después charlaron los tres de política
de actualidad. Aviraneta se despidió, y, acompañado de Tilly, bajó la
escalera de la terraza y salió por la puerta de la tapia.
Unos días después, Aviraneta recibió aviso de Tilly diciéndole que el
cura y él habían principiado su campaña, y que el Triángulo del Centro
comenzaba sus trabajos con buenos auspicios.


II.
TRABAJOS DEL PRIMER
TRIÁNGULO DEL CENTRO

UN mes después de esta conversación, Aviraneta, embozado en su capa,
entraba por la tapia de la Montaña del Príncipe Pío, por la puerta de
enfrente a Caballerizas, y avanzaba hasta la Casa del Jardín.
Don Eugenio atravesó el zaguán, subió la escalera y entró en la sala,
en donde se encontraban Mansilla y Tilly.
--Santas y buenas tardes--exclamó Aviraneta al entrar--. ¿Qué tal
vamos, señores?
--Muy bien; ¿y usted, don Eugenio?--dijo Tilly.
--Perfectamente. ¿Y el reverendo padre Mansilla, el número Dos de
nuestro Triángulo, cómo va?
--El reverendo padre marcha tan bien como el número Dos--murmuró el
interesado.
--¿Damos por comenzada la sesión del Triángulo del Centro?--preguntó
Aviraneta.
--La damos--contestó Mansilla.
--¿Hay cosas que contar?
--Las hay--repuso Tilly.
--Empiece usted, número Uno.
--Como habrá usted podido observar--indicó Tilly--, el folleto mío
se ha publicado y se ha repartido. He recibido varias cartas de
contestación, que tiene usted aquí, y he sido invitado a una reunión,
que se celebró hace dos días en casa de don Rufino García Carrasco.
--¡Hombre, muy bien! No creí que marchara usted tan de prisa. ¿Qué pasó
en la reunión?
--A la reunión acudieron don Juan y don Rufino Carrasco, el duque de
San Carlos, el oficial de la Secretaría del Ministerio de Gracia y
Justicia, don Juan Donoso Cortés; el conde de Parcent, con el capitán
Ríos, y algunos otros aristócratas y palaciegos. Se puso a discusión
la fundación del nuevo partido, que tendrá como principios la defensa
de los derechos de la Reina Isabel, la regencia de su madre y un vago
liberalismo.
--¿Llegan a esto?--preguntó Aviraneta.
--¡Hum! En este último punto hay sus más y sus menos; algunos creen
que debe establecerse una Constitución moderna; otros son partidarios
de la Carta y de las dos Cámaras, y otros, por último, prefieren el
absolutismo ilustrado.
--¿Hay partidarios de Zea Bermúdez?
--Partidarios de Zea, no; más bien de sus doctrinas.
Como la discusión del problema constitucional llevaba camino de
eternizarse, el presidente don Rufino Carrasco resolvió dejarla para
más adelante, y se pasó a discutir el punto de si los cristinos debían
armarse, o no, para defenderse de los carlistas.
--Es cuestión importante. ¿Y qué se ha resuelto?--preguntó Aviraneta.
--Se ha resuelto comenzar en seguida el armamento. Los Carrascos serán
los encargados de hacerlo, y con sus influencias en Palacio creen que
no les pondrán obstáculos. Probablemente, en seguida va a empezar la
compra de armas.
--La cosa es importantísima--murmuró Aviraneta--; nosotros haremos lo
mismo. ¿Y usted, amigo Mansilla, ha adquirido nuevos datos?
--Los datos que tengo--contestó el cura--son que se prepara un
movimiento absolutista terrible. En Palacio la mayoría son carlistas.
La Milicia realista hierve; de los pueblos vienen constantemente
emisarios preguntando cuándo se echan al campo; Merino, don Santos
Ladrón, el conde de España, Maroto, González Moreno se está preparando.
--Aquí, ¿quién es el jefe? ¿El duque de Infantado?
--Sí; él y su hijo. El hijo es el que se dice que se pondrá a la cabeza
de los realistas de Madrid.
--Pero, en fin, padre e hijo son un par de imbéciles--dijo Aviraneta.
--¿Eso qué importa?--contestó Tilly--. Pueden ser la bandera.
--¿Quién va con ellos?--preguntó Aviraneta.
--Va el rector del convento de jesuítas de San Isidro, padre Puyal; el
colector Zorrilla, el archivero del duque del Infantado...
--Esta no es gente de armas tomar.
--No, claro es, pero de mucha influencia.
--¿Y de militares, hay muchos?
--No muchos: los jefes de los voluntarios realistas, el coronel Rodea,
el teniente Paulez, el capitán Portas, que es el cuñado de Bessieres...
Casi todos estos piensan unirse a Merino, si la cosa va mal, porque
algunos tienen la esperanza de que si entre cristinos y liberales
exaltados echan a Zea Bermúdez de la presidencia, apoderarse ellos del
Poder.
--No está mal pensado. Es lógico. Nosotros defenderemos a Zea--murmuró
Aviraneta--, y, mientrastanto, nos armaremos. Al menos, siquiera
que podamos contar con Madrid. Aconsejaré a la gente que no haga la
menor manifestación contra Zea. Que dure lo más posible es lo que nos
conviene.
--Y ¿usted qué ha hecho?--preguntó Tilly.
--Nosotros hemos organizado nuestra Junta Isabelina, que ha quedado
compuesta por Flórez Estrada, Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Beraza,
Olavarría y yo. Como jefe militar, con voto en el Directorio, ha
quedado Palafox.
--¿Es gente que vale?--preguntó Tilly.
--Nada; viejos cansados, hombres serios y honrados, pero inútiles para
una conspiración. Gente que tiene un hermoso epitafio nada más. Yo
preferiría pillos, ambiciosos, crapulosos... indocumentados, pero con
más ímpetu.
--Pero, en fin, ya que no se encuentran pillos hay que echar mano de
gente honrada--dijo Tilly seriamente.
--Sí.
--¡Qué miseria!
--¿Y en la organización de la Junta han pasado ustedes todo ese
tiempo?--preguntó Mansilla.
--No sólo en esto--replicó Aviraneta--. Hace unos días me encontré en
la calle con un tal Francisco Maestre, ex administrador de Rentas de
Avila. A este señor le conozco porque, en 1823, se reunió a la columna
del Empecinado con los pocos fondos de las existencias de aquella
administración. Maestre me contó sus vicisitudes y los trabajos pasados
en diez años de cesantía, atenido a las míseras ganancias que iba
obteniendo en el escritorio de un procurador. A pesar de su penuria
y de sus dificultades, ha conspirado estos años pasados contra el
Gobierno absolutista en compañía de Marcoartú, Miyar, Torrecilla, etc.,
estando él encargado de la correspondencia en provincias hasta que la
conspiración fué descubierta.
--¿Y le ha dado a usted sus notas?--preguntó Tilly.
--Sí; me ha dado las listas de los comprometidos en Cataluña, Valencia,
Valladolid y Zamora.
--¿Y cómo no se ha llevado usted al mismo Maestre?
--Porque no quiere. Dice que está cansado, enfermo y con una familia
numerosa que mantener.
--¿Y los datos tienen valor?
--Grande.
--¿Así que la Sociedad Isabelina marcha bien?--preguntó Tilly.
--Viento en popa.
--¿Y qué consigna tenemos de aquí en adelante?--preguntó Tilly.
--Por ahora esperar; decir a todo el mundo que Zea es indispensable
e insustituíble. Nosotros secundaremos lo que hagan los cristinos por
debajo de cuerda, y, mientrastanto, nos prepararemos y compraremos
armas. Usted, amigo Uno, visite a todo el que pueda.
--¿Y yo?--preguntó Mansilla.
--Usted, amigo Dos, busque el modo de averiguar lo que traman los
realistas. Nosotros no estamos preparados; pero ellos, tampoco.
Probablemente los carlistas se harán dueños de media España; pero con
que nosotros tengamos las capitales, triunfaremos.
Lo mismo pensaban Mansilla y Tilly. Estas consideraciones les
arrastraron a discutir principios políticos, en lo cual no estaban muy
conformes.
--¿No podríamos hablar un poco del objeto de nuestra
Sociedad?--preguntó Mansilla--. ¿Hasta dónde queremos llegar?
A mí me parece inútil la discusión, pero discutiremos lo que a usted le
parezca. Yo creo que por mucho esfuerzo que hagamos, en España siempre
nos quedaremos cortos--contestó Aviraneta.
--Yo creo lo mismo--dijo Tilly.
--Son ustedes unos malos liberales--repuso Mansilla--. No les gusta
razonar.
--Es que yo creo que necesitamos una cierta cantidad de libertad para
poder movernos desembarazadamente, y eso, a mi entender, hay que
conquistarlo a todo trance--replicó Aviraneta.
--Es indudable--dijo Tilly.
--¿Pero es que ustedes creen que nosotros en España no hemos tenido
libertad?--preguntó Mansilla--. ¡Qué error! La hemos tenido a nuestro
modo. ¿Es que ustedes suponen que fray Luis de Granada y Santa Teresa
no escribían con libertad y sin trabas? ¿Ustedes piensan que Mariana,
Suárez, Molina Soto, no eran pensadores atrevidos?
--No sé--dijo Aviraneta--. No sé si tiene usted razón, o no. Cada época
plantea su problema de una manera especial. Hablar de que el problema
que se planteó antes es igual al de hoy, no tiene valor. Nosotros nos
referimos a la libertad actual moderna en sus dos aspectos: libertad de
pensar y libertad de hacer.
--¡Naturalmente--exclamó Tilly--, lo demás son tiquis miquis teológicos
que no nos interesan!
--Veo que ustedes quieren la libertad del pensar, para no
pensar--repuso Mansilla con ironía--. Pasemos a otra cuestión, ya que
no gustan ustedes de las doctinales. ¿Vamos a trabajar por la libertad
de los demás, sin premio?
--¡Hombre, no! Usted encontrará el puesto que merece rápidamente a
consecuencia de la política. Con los datos nuestros se apoya usted en
los realistas, y con los de los realistas, en nosotros, y como nosotros
sabemos que está usted en nuestro bando, ya basta.
--¿Y usted, Aviraneta, va usted a trabajar sin esperanzas de alcanzar
algo?--preguntó Mansilla.
--Por lo menos por ahora no tengo un plan de ambición concreta.
--¿Entonces es que quiere usted quedar en la historia? ¿Tiene usted
aspiración a la inmortalidad?
--Yo, no; ninguna. ¿Y usted, Tilly?
--Tampoco. Todos mis planes están incluídos en la vida.
--Es más--afirmó Aviraneta--, a mí eso de la inmortalidad me parece una
aspiración mezquina.
El cura torció el gesto.
--¿Usted no opina lo mismo?
--Yo, no. A mí me parece un sentimiento natural el de la aspiración
hacia la eternidad.
--Es que usted es cura--dijo fríamente Tilly.
--Ustedes mismos, que no creen en la inmortalidad del alma, pretenden
la de la historia.
--No, no. Yo, no--repuso Tilly.
--Yo tampoco--replicó Aviraneta--. No me ocupo, no me importa el pensar
que dentro de cien años haya un buen señor que descubra mi nombre y se
ponga a estudiar mis andanzas. No me preocupa eso absolutamente nada.
--No le creo a usted.
--Como usted quiera. Ahora mismo mi preocupación es lo que tengo que
hacer al salir de aquí, lo que haré esta noche, mañana, pasado. El año
que viene ya tiene perspectivas muy lejanas, casi no existe para mí.
Después de discutir este punto, que, naturalmente, no se esclareció,
Tilly propuso el empleo de un vocabulario especial para el Triángulo,
con cincuenta o sesenta palabras convenidas, que les permitiera hablar
entre gente sin que nadie se enterara.
Se aceptó la idea, y como Tilly había hecho ya la lista de palabras y
sus formas de sustitución, se examinó esta clave, se rechazaron algunas
palabras y se aceptaron las demás.
Se decidió que cuando uno quisiera pasar de la conversación corriente a
la conversación con clave preguntara:
--¿Y el cónclave, qué tal va?
El otro debía contestar:
--Bien, muy bien. Vamos trampeando.
Hicieron algunas pruebas del nuevo método y quedaron contentos.
Poco después Aviraneta dejaba la Casa del Jardín y salía de la Montaña
del Príncipe Pío por la puerta de San Gil, mientras el padre Mansilla
salía por la de San Vicente.


III.
LA AGITACIÓN POPULAR

MIENTRASTANTO, la conmoción popular iba en aumento, los cristinos y
los carlistas se venían a las manos en los Barrios Bajos, y todas las
noches había jarana y tiros, y vivas a Carlos V y a la Constitución.
Los cafés estaban convertidos en centros políticos; cada cual tenía
su matiz: la Fontana de Oro, Lorencini y la Cruz de Malta eran casi
en bloque liberales doceañistas; el de los Dos Amigos, el de la
Estrella y el Café Nuevo eran liberales exaltados; el de San Sebastián
tenía una tertulia republicana; el de San Vicente, de la calle de
Barrionuevo, y el de la Aduana, eran realistas; el de Solís, en la
calle de Alcalá, era moderado. Los literatos iban al café del Príncipe
y al de Solito; los militares indefinidos, al café de Venecia; los
viejos aficionados al ajedrez y al dominó se metían en el de Levante,
y los lechuguinos, en el de Santa Catalina. En general, el centro de
Madrid era partidario de un liberalismo manso; los Barrios Bajos eran
absolutistas.
Las dos fracciones liberales de cristinos e isabelinos maniobraban a
la par. Los isabelinos colaboraban con los cristinos, sin que éstos
notasen que otros elementos a su sombra formaban rancho aparte. Cuanto
se ejecutaba por los cristinos partía del grupo de los Carrascos, sin
que Aviraneta y los suyos tuviesen contacto con aquellos jefes.
Aviraneta desconfiaba de la fracción cristina amiga de Zea Bermúdez;
los cristinos sabían que por debajo de ellos se agitaban los exaltados
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