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La Isabelina - 02

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  en popa--le dijo--. Está formada, principalmente, por militares y por
  empleados; pero he pensado que al mismo tiempo podríamos organizar una
  serie de triángulos para ayudarnos.
  --Me parece muy bien.
  --Usted es un hombre que me conviene, decidido, ambicioso y enérgico.
  Nos ayudaremos mutuamente y escalaremos las más altas posiciones.
  --Nada; cuente usted conmigo.
  --¿Este cura Mansilla, querría formar parte de nuestro primer triángulo?
  --Ya lo creo.
  --Nos vendría muy bien un auxiliar en el Clero. Hay que tener todas las
  puertas abiertas. Si no se puede la llave, emplearemos la palanqueta.
  --Estamos de acuerdo.
  --¿Así que usted cree que podemos constituír el triángulo?
  --Nada, está constituído.
  --Muy bien; entonces lo formaremos usted, él y yo. Usted el número uno,
  Mansilla el dos, yo el tres.
  --Muy bien, acepto. Dentro de poco vendrá Mansilla, a quien tengo
  citado.
  Tilly puso en relación a Aviraneta con el abate Mansilla, y los tres se
  prometieron ayudarse y favorecerse. Desde aquel día se formó el primer
  triángulo del Centro. ¿Tenían algún dogma? ¿Tenían alguna doctrina?
  Al parecer, ni dogma, ni doctrina; su único objeto era ayudarse y
  prosperar.
  
  
   LIBRO SEGUNDO
   EL TRUENO
  
  
   I.
   EL PADRE CHAMIZO EN MADRID
  
  EL padre Chamizo fué a vivir a un tercer piso de la calle de Cervantes.
  Encontró un cuarto, gabinete con alcoba, bastante espacioso. Este
  gabinete había sido amueblado, con pretensiones, sin duda hacía ya
  mucho tiempo. Tenía un papel verdoso, desgarrado en muchas partes,
  una consola, un espejo sin brillo, un sofá de caoba y seis sillas. La
  alcoba estaba oculta con cortinas verdes, con los pliegues desteñidos,
  y la cama era de madera y parecía un barco. Chamizo, para arreglar el
  cuarto a su gusto, compró en el Rastro una mesa, una estantería para
  libros y un sillón cómodo.
  La casa aquélla, cuya dueña era una señora pensionista, doña
  Purificación Sánchez del Real, no era una casa de huéspedes, sino
  algo muy indefinido y madrileño. Doña Puri alquilaba dos cuartos a
  caballeros estables y les daba de comer si éstos le anticipaban de
  antemano el dinero para la compra. Naturalmente, daba de comer mal,
  cosa terrible para Chamizo, y, además de esto, servía la comida a los
  caballeros estables en una encrucijada a la que llamaba el comedor,
  que era un sitio obscuro, entre pasillos, con una ventana de cristales
  empañados que daba a la cocina, que a su vez daba al patio. Sólo de
  noche se veía algo en aquel comedor, que según doña Puri estaba bien
  por su decoración. Doña Puri llamaba la decoración a unos armarios
  simulados que tenía el cuarto en las paredes. Doña Puri era una vieja
  encorvada con una mirada suspicaz y una voz de característica de
  teatro. Tenía esta señora la nariz corva, la boca sumida y unos lunares
  como cerdas en el labio. Era muy redicha y muy sentenciosa.
  Su hijo Doroteo, muchacho de unos veinte años, parecía por su aspecto
  una de esas aves estúpidas y perplejas de la orden de las zancudas. A
  fuerza de creerse sabio lo equivocaba todo y no hacía cosa a derechas.
  Muchas veces don Venancio le dió encargos, que el joven Doroteo los
  equivocó completamente.
  --Perdone usted, yo había entendido que usted quería decir...
  --Pero, ¿por qué no entiende usted lo que se le dice simplemente?--le
  preguntaba Chamizo.
  Tenía Doroteo una novia en la guardilla de enfrente; la pobre muchacha
  se pasaba el tiempo en la ventana bordando y Doroteo la escribía versos.
  Doña Puri hablaba mucho al padre Chamizo de su hijo.
  --Porque como usted, don Venancio, es como si fuera de la
  familia...--le decía, y le abrumaba con historias sin interés.
  El otro huésped de la casa era un tal don Crisanto Pérez de Barradas,
  un señor de barba negra, alto, con melenas y anteojos ahumados. Don
  Crisanto tenía una voz hueca y campanuda de pedante. Chamizo, al verle
  por primera vez, aseguró que debía ser masón, y, efectivamente, resultó
  que lo era.
  Don Venancio, los primeros días de su estancia en Madrid, se dedicó a
  andar por las calles, a recorrer los cafés y a visitar las librerías
  de viejo. Casi siempre volvía a casa con unos cuantos volúmenes
  empolvados, que colocaba con placer en los estantes.
  --Mi marido--decía doña Puri--era también aficionadísimo a los libros.
  No sabe usted qué hombre más culto era.
  Don Venancio leía mucho y leía de todo: libros religiosos y profanos,
  documentos históricos; tenía sus obras predilectas, que releía con
  frecuencia. Sus autores favoritos entre los profanos eran Horacio
  y Lucrecio, y entre los místicos, Malon de Chaide y fray Luis de
  Granada. La _Guía de pecadores_ y el _Símbolo de la fe_, de fray Luis
  de Granada, le entusiasmaban por su lenguaje, y el libro de Malon
  de Chaide, _La conversión de la Magdalena_, por sus alusiones y sus
  chistes.
  Chamizo era, como católico, poco practicante; se le olvidaba muchas
  veces la misa del domingo y no daba gran importancia a los rezos.
  Para él esto era pura mecánica; probablemente, entre los rezos
  maquinales de los católicos, los molinos de oración de los tibetanos
  y de los chinos y las calabazas llenas de oraciones que los calmucos
  hacen girar con el viento, el ex fraile no encontraba mucha diferencia.
  El padre Chamizo recorría Madrid de un extremo a otro, y le gustaba.
  Madrid era entonces un pueblo curioso, más interesante que muchas
  ciudades de importancia y que muchos pueblos exteriormente típicos,
  por tener un carácter especial, el carácter del pueblo alto, seco,
  duro. Era difícil que por aquel tiempo hubiera en Europa una capital
  tan poco mezclada, tan poco cosmopolita como Madrid; no tenía esa vida
  arcaica de las ciudades viejas, como Venecia o Nuremberg; en España,
  como Toledo o Salamanca, ciudades todo fachada, ciudades que engañan y
  parecen existir para entusiasmar al extranjero ávido de lo pintoresco;
  no tenía grandes aspectos.
  Madrid moral estaba en consonancia con el Madrid material: pobre,
  destartalado, incómodo, con casuchas míseras, con un empedrado
  malísimo, y, sin embargo, con rincones admirables, no tan suntuosos
  como los de Roma, pero con una gracia más ligera. Jorge Borrow
  comprendió en parte el carácter de Madrid como ningún otro escritor
  nacional y extranjero y notó su absurdo atractivo. Borrow sintió la
  extrañeza de Madrid mejor que Larra, que hizo la crítica un poco
  mezquina del señorito que se cree superior porque ha estado en París;
  sintió Madrid muchísimo mejor que Mesonero Romanos, que pintó el
  cuadrito de costumbres vulgar y ramplón, imitando a los costumbristas
  franceses del tipo anodino de Jouy.
  Pueblo de poca tradición, no tenía Madrid, como las ciudades antiguas,
  el barrio típico, monumental, que interesa al arqueólogo; su carácter
  estaba en la vida de las gentes; no había allí la casa gótica, ni el
  alero con gárgolas y canecillos, ni la gran fachada del Renacimiento,
  pero dentro de la pobreza en la construcción, ¡qué tipo más acusado
  tenía todo, lo inanimado y lo vivo, las casas y las calles, como el
  alma de los hombres!
  Chamizo se divertía en buscar los contrastes, en ver a los elegantes
  de la calle de la Montera y a los majos de Puerta de Moros, en oír a
  los políticos de la Puerta del Sol y a los paletos de la plaza de la
  Cebada, y se entretenía en mirar las tiendas, las pañerías de la calle
  de Postas, los comercios de cuchillos de las calles próximas a la Plaza
  Mayor. Quería apresurarse a sorber el espíritu castellano, que era el
  suyo; identificarse con su pueblo y hartarse de oír su idioma. Aunque
  comprendía que era absurdo, le gustaban, más que las plazas anchas y
  suntuosas de las capitales de Francia, aquellas plazoletas de Madrid
  como la de las Descalzas o la de la Paja, que no le parecían de ciudad,
  sino de aldea manchega.
  
  
   II.
   UNA LIBRERÍA DE VIEJO
  
  EL ex claustrado lo pasaba muy bien, muy entretenido en aquel medio
  ambiente madrileño, nuevo y extraño para él. La vida se le deslizaba
  de discusión en discusión. Discutía de política con los amigos de
  Aviraneta, que eran todos liberales; discutía de Filosofía y de
  Religión, y discutía, quizá con más entusiasmo que de otra cosa, de la
  gran cuestión literaria de la época, que dividía a la gente en clásicos
  y románticos. Naturalmente, Chamizo era de los clásicos y oponía a los
  nombres de lord Byron, de Walter Scott y de Víctor Hugo las figuras
  ilustres de los poetas de la antigüedad.
  Muchas de estas discusiones se desarrollaban en un baratillo de libros,
  en el que Chamizo se hizo contertulio habitual. Estaba la tiendecita al
  comienzo de la calle de la Paz, y era su dueño un viejo ayacucho, el
  señor Martín. El señor Martín era un hombre de unos sesenta años, de
  cara dura y torva. Había sido sargento en América y estaba enfermo de
  reumatismo crónico; al andar arrastraba una pierna.
  El señor Martín solía estar con su mujer y un chico en el mostrador
  pegando hojas y pastas con engrudo; los días muy fríos se embozaba en
  su capa y encendía un brasero con astillas.
  El señor Martín, que había empezado su comercio en un portal vendiendo
  unos cuantos papeles viejos, tenía muchos libros e iba mejorando sus
  géneros. En su tienda había desde incunables hasta romances de ciego.
  Su mujer, la señora Balbina, sabía también bastante del oficio; pero
  el que se preparaba a abrir las alas y a volar como un águila de la
  bibliografía era el aprendiz Bartolillo.
  Bartolillo tenía una gran afición por los libros, y se enteraba de todo
  y cogía al vuelo lo que oía.
  El señor Martín iba y venía de su puesto a las casas donde vendían
  libros, siempre cojeando, y traía carros de infolios y de papeles
  llenos de polvo, que iba depositando en un sótano próximo y luego
  llevándolos a la tienda y examinándolos.
  El señor Martín vendía papel timbrado antiguo, documentos, pergaminos,
  libros de coro, aleluyas y colecciones de sellos. En esto Bartolo era
  el especialista.
  A la tiendecilla solía ir mucha gente: criadas que compraban la
  historia del guapo Francisco Esteban, de José María el Tempranillo y
  de Miguelito Caparrota; estudiantes que vendían los libros de texto;
  soldados que pedían una novela de amor, y bibliófilos que iban a
  buscar la edición de Salamanca de la _Celestina_, o la _Lex romana
  Visigothorum_.
  También había en la tienda sus tertulias. A primera hora de la tarde
  solían ir gentes de la vecindad: un zapatero remendón y un viejo
  memorialista que escribía las cartas a los aguadores y a las criadas,
  hombre muy seco, que tenía la cazurrería clásica del español, el
  señor Isidro; luego, al anochecer, comenzaban a llegar literatos,
  bibliófilos, periodistas, y solía haber largas discusiones.
  Alguna que otra vez entraron Lista, Reinoso, Mesonero Romanos y otros
  varios escritores. El más asiduo era don Bartolomé José Gallardo.
  Gallardo hablaba pestes de todo el mundo. Era un hombre iracundo y
  violento, lleno de saña y de cólera contra los demás literatos. Su
  acento, extremeño recortado, daba más dureza a sus palabras. Tenía
  mucho odio a los abates afrancesados, y había escrito por esta época un
  folleto titulado _Cuatro palmetazos bien plantados por el Dómine Lucas
  a los gaceteros de Bayona_, contra Lista y Reinoso, y pensaba escribir
  otro, _Las letras de cambio o los mercachifles literarios_, para atacar
  violentamente a Hermosilla, Miñano, Lista y Burgos.
  Gallardo aseguraba que aquella época era la más baja de la historia de
  la literatura española, y que nadie sabía nada, cosa que se asegura en
  todas las épocas con el mismo grado de certidumbre. Gallardo era amable
  con la gente que no podía ser rival suyo. Había visto la sagacidad y la
  curiosidad de Bartolillo, el chico de la librería, y le desafiaba y le
  mareaba a preguntas y luego le daba explicaciones, que Bartolillo las
  cogía al vuelo. Un día el padre Chamizo se encontró en la librería del
  señor Martín con un militar, Mac-Crohon, recién venido del extranjero.
  Este Mac-Crohon había sido muy amigo del abate Marchena, y quería
  recuperar algunos libros de historia del abate que no sabía adónde
  habían ido a parar después de su muerte.
  Hablaba don Venancio con Mac-Crohon, cuando se acercó Aviraneta con dos
  señores: uno era don Bartolomé José Gallardo; el otro, el abogado de
  Burgos don José de la Fuente Herrero. Venían los tres discutiendo de
  política; decían que los liberales corrían un gran peligro por lo mucho
  que trabajaba el partido apostólico dirigido por la Sociedad secreta El
  Angel Exterminador.
  --La masonería escocesa, a la que pertenecemos todos--decía Gallardo--,
  está desorganizada y sin trabajar, con sus columnas abatidas.
  --Esta es la fraseología de los masones--pensó Chamizo, y no hizo mucho
  caso de ello.
  Saludó a Mac-Crohon, que unos días después le regaló un tomo de
  Lucrecio, que había pertenecido a Marchena, y se dedicó a ver
  las estampas de Brambilla y Gálvez, del Sitio de Zaragoza, y las
  litografías que habían hecho hacía unos años de los Sitios Reales y de
  los cuadros del Museo, bajo la dirección de Madrazo, algunos dibujantes
  y litógrafos extranjeros como Brambilla, Asselineau y Pic de Leopold.
  Cuando Aviraneta y sus amigos concluyeron su conversación salieron de
  la librería, y Chamizo comenzó a hablar con Gallardo de bibliografía
  y de historia eclesiástica. Dieron un paseo por la calle de Alcalá,
  volvieron a la Puerta del Sol y allí se despidieron todos.
  Al marchar hacia casa juntos Aviraneta y Chamizo, por la calle del
  Príncipe, un señor viejo se abalanzó a Aviraneta y le estrechó entre
  los brazos...
  --¡Adiós, don Venancio!--dijo Aviraneta al ex fraile--. Me voy con este
  señor.
  --¿Quién es?--le preguntó Chamizo, por curiosidad.
  --Es don Lorenzo Calvo de Rozas, un hombre que se distinguió en el
  Sitio de Zaragoza y que fué ministro en 1823.
  Los días siguientes siguió Chamizo acudiendo a la librería de viejo del
  señor Martín, donde compraba algunas menudencias. Se hizo muy amigo de
  la casa.
  El hijo del señor Martín era un joven de unos veintitrés años, llamado
  Román, a quien llamaban el Terrible. Román estaba casado con la hija de
  un encuadernador. Era hombre vicioso, impulsivo, violento, que no le
  gustaba trabajar y saqueaba a su padre. Muchas veces Chamizo presenció
  tremendas disputas entre el padre y el hijo, que acababan con insultos
  y con amenazas.
  
  
   III.
   UN JESUÍTA
  
  UN día acababa Chamizo de levantarse de la cama y estaba leyendo la
  _Historia secreta de Procopio_, en una edición antigua, cuando llamaron
  a su puerta y entró en su cuarto un cura joven. Saludó éste al ex
  fraile y le dió una tarjeta donde ponía:
   JACINTO JIMÉNEZ,
   S. J.
  --Usted dirá que desea--le preguntó Chamizo.
  --Vengo a tomar informes de su vida y de su conducta.
  --¿De mi vida?
  --Sí, señor; de parte de los padres de la Compañía de Jesús.
  --Señor mío--replicó don Venancio--, la Comunidad en la que yo profesé
  ha sido extinguida, y yo me considero con libertad de acción para
  vivir independientemente y sin tener que dar cuentas a ninguna otra
  Orden.
  --¿Pero usted se considera dentro de la Iglesia?--preguntó el curita.
  --Sí.
  --Pues entonces debe usted obedecer.
  --Según a quién--contestó Chamizo; y a las observaciones del jesuíta
  replicó con citas de San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo,
  Orígenes, etc. El padre Jacinto no andaba muy bien en cuestiones de
  disciplina eclesiástica, y dijo:
  --Dejemos, si usted quiere, esas cuestiones teóricas, y vamos a la
  realidad. Se ha sabido que usted tiene relaciones con masones y
  revolucionarios. Se le ha visto a usted con frecuencia en una librería
  de viejo en compañía de don Bartolomé José Gallardo, que es uno de los
  enemigos más acérrimos de la religión.
  --Hablo con él porque es un escritor erudito; pero yo no participo de
  sus ideas. A esa librería de viejo van también algunos eclesiásticos.
  --Bueno. Aquí deseamos saber, padre Chamizo--preguntó el padre Jacinto
  echándoselas de hombre franco y campechano--, si usted está con
  nosotros o con ellos.
  --Yo no estoy con nadie. Yo no intento mas que encontrar un medio de
  ganarme la vida honradamente, y nada más.
  --Nosotros se lo proporcionaremos.
  --¿Ustedes?
  --¡Sí! Con una condición.
  --¿Y es?
  --Que usted nos comunique los trabajos que hagan sus amigos liberales.
  --¡Pero si no hacen trabajo alguno!
  --Sí, sí; los hacen.
  --Bien; aunque los hagan, yo no los conozco, y si los conociera porque
  me los hubieran comunicado en confianza, yo no iba a dar parte de ello
  al primer reciénvenido.
  --Es que yo no soy el primer reciénvenido--dijo irguiéndose el padre
  Jacinto--; soy la Iglesia.
  Quedó el ex fraile anonadado al oír el tono que empleó el jesuíta al
  decir esto.
  --De todas maneras--concluyó diciendo Chamizo--, yo para espiar no
  sirvo. Que me den un trabajo cualquiera, y lo haré; pero espiar, no.
  --Está usted muy embuído en las ideas del siglo, padre Chamizo--replicó
  el jesuíta--. Todo lo que se hace para mayor gloria de Dios está bien
  hecho. Volveré otro día, y creo que le convenceré a usted.
  Diciendo esto, el jesuíta sonrió y se retiró del cuarto.
  
  
   IV.
   SILUETAS DE CONSPIRADORES
  
  AL día siguiente, por la tarde, don Venancio se encontró a Paquito
  Gamboa, el militar con quien había estado en el lazareto de San
  Sebastián, en la calle de Atocha; dieron un paseo, y, a la vuelta,
  entraron en el Café de Venecia, de la calle del Prado. Se sentaron
  cerca de la ventana. Era aquel local un sitio obscuro, ahumado, con
  un olor especial en que se mezclaban el aroma del café tostado, con
  el humo del tabaco, y un tufo como de polilla que echaban los divanes
  ajados de terciopelo.
  --¿Y la mayoría de esta gente son militares?--preguntó Chamizo.
  --No--contestó Gamboa--. Muchos de estos son vagos, que esperan que
  llegue el buen momento charlando en un rincón, fumando y jugando al
  billar. Algunos, que se dan por militares indefinidos y de la reserva,
  son aventureros, perdidos, cuando no estafadores.
  Gamboa le habló después a Chamizo de que se conspiraba activamente.
  Suponía que Aviraneta andaba en el ajo y que debían estar complicados
  Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Gallardo y otros
  constitucionales.
  Gamboa pensaba hablar a Aviraneta y ofrecerse a él. Le invitó a ir a
  Chamizo a casa de doña Celia, y se fué porque tenía que acudir a la
  guardia.
  Acababa de salir el joven militar, cuando entraron en el café Calvo
  de Rozas, con un señor grueso, de patillas, y después, formando otro
  grupo, dos viejos carcamales, en compañía de Aviraneta y de un hombre
  con aire frailuno.
  Se sentaron todos en una mesa: los dos carcamales, Flórez Estrada
  y Romero Alpuente, se sentaron en el diván, y los demás, en sillas
  alrededor. La conversación se refirió a motivos generales de política.
  Calvo de Rozas, hombre de mal talante, de aspecto ceñudo y sombrío,
  hablaba con una sequedad antipática. Se decía que en el Sitio de
  Zaragoza había mandado despóticamente como un bajá. Se le tenía por
  aragonés, pero había nacido en Vizcaya. En Francia, en tiempo de la
  Revolución, hubiera figurado entre los jacobinos.
  Romero Alpuente, un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de
  cadáver y con los ojos vidriosos, hablaba despacio, de una manera
  petulante, y mezclaba en su conversación frases chocarreras, que él era
  el primero en reír con un gesto tan frío y tan triste, que daba horror.
  Respecto a Flórez Estrada, parecía una sombra, un anciano decrépito,
  con un pie en la sepultura.
  El señor grueso de las patillas era don Juan Olavarría, hombre que
  se tenía por sesudo y por serio y que vivía en una continua fiebre
  proyectista. Los canales, los puertos, las fábricas, el convertir los
  montes en llanuras y las llanuras en montes, era su obsesión.
  El otro personaje era el masón Beraza. Beraza tenía un aire frailuno.
  Iba afeitado, tenía una calva hasta el cogote, la frente abultada y la
  nariz respingona. Su cuerpo era gordo y fofo, y sus ademanes, un tanto
  femeninos. Debía de ser un hablador frenético, porque constantemente se
  le veía perorando con un dedo en el aire y sonriendo con una sonrisa
  plácida y estólida.
  Al cabo de algún tiempo salieron del café, en fila, los contertulios
  liberales, todos de capa y de sombrero redondo. Estos conspiradores de
  capa y copa iban muy serios y ceñudos.
  Al salir, Aviraneta le vió a Chamizo y se acercó a él.
  --¡Hombre! Le voy a presentar a usted a estos señores.
  --No, no.
  --¿Por qué no?
  --Usted anda ahí en su fregado revolucionario, que a mí no me conviene.
  --¡Bah! Usted es de los nuestros, padre Chamizo.
  --No; no soy de los de ustedes. Yo soy católico, apostólico, romano
  y monárquico, y ustedes son unos impíos, unos anarquistas, unos
  conspiradores...
  --¡Ca, hombre! No haga usted caso. ¿Quién le ha metido a usted esas
  bolas?
  El ex fraile dijo primero lo que le había contado Gamboa, y después le
  habló de la visita del jesuíta que había tenido el día anterior.
  Aviraneta se quedó serio.
  --Y usted, ¿qué va a hacer?--preguntó.
  --Yo, nada. Yo no le voy a espiar a usted, que es amigo mío.
  --Gracias, don Venancio. Lo que vamos a hacer es una cosa. Yo le daré
  a usted de cuando en cuando alguna noticia que sepa, y usted se la
  comunicará al curita ése.
  --No me gusta el procedimiento. No sé qué traman ellos y qué traman
  ustedes.
  --¿Nosotros? Muy poca cosa. ¿Sabe usted cuál es nuestro objeto? Pues es
  hacer una partida del trueno para asustar a los realistas y decidir al
  Gobierno a que nos acepten a todos en el ejército y en los ministerios.
  --Mal camino han elegido ustedes.
  --¡Qué quiere usted! Gente joven. Cabezas locas. Y hablando de otra
  cosa, ¿quiere usted que le diga a don Bartolomé José Gallardo que le
  envíe algunos libros raros? Se los enviará, porque yo responderé por
  usted.
  --Usted será responsable, señor Aviraneta, si mi alma se pierde--dijo
  con energía Chamizo.
  --Sí, es verdad.
  Salieron los dos del café. Llegaron a la calle del Lobo, donde vivía
  don Eugenio.
  --¿Le ha dicho a usted Paquito Gamboa qué día tenemos que ir a cenar a
  casa de Celia?--preguntó Aviraneta.
  --No; ha dicho que nos avisará.
  Se despidió Chamizo de don Eugenio, y se fueron cada uno a su casa.
  Al día siguiente, en la librería del señor Martín, Gallardo dijo al ex
  fraile que Aviraneta le había hablado de él, y añadió que le pidiera
  los libros que quisiera, que él se los daría con mucho gusto.
  --Si yo encuentro algo que le convenga a usted...--dijo Chamizo.
  --No, no. Eso es demasiado para un fraile--contestó con sorna
  Gallardo--. A un fraile no se le puede pedir que dé nada; ustedes están
  hechos para tomar lo que les den. Ya sabe usted lo que decía el padre
  Barletta, el predicador de Nápoles, en su latín macarrónico: _Vos
  quoeritis á me, fratres carissimi quómodo itur ad paradisum? Hoc dicut
  vobis campanae monasteri, dando, dando, dando_.
  --¡Bah, invenciones!
  --No, hombre, no. El padre Barletta es el mismo que, contando la
  entrevista de Cristo con la Samaritana, dijo que ésta conoció en
  seguida que Cristo era judío porque vió que estaba circuncidado.
  
  
   V.
   LA CANCIÓN DEL TRUENO
  
  A los tres días de esta conversación fué el padre Jacinto a casa
  del ex claustrado. Don Venancio se mostró con él bastante ambiguo,
  dándole a entender que haría lo posible para sonsacar a sus amigos los
  liberales, sin comprometerse formalmente a nada. El jesuíta proporcionó
  algunos trabajos, traducciones de documentos latinos; pero viendo
  después que las confidencias de Chamizo no le servían para gran cosa,
  dejó de visitarle. Solía ir Chamizo con frecuencia a ver a Aviraneta;
  le redactaba cartas y le traducía otras que le llegaban escritas en
  francés y en inglés.
  Don Eugenio manejaba sumas respetables, tenía medios, aunque no los
  gastaba en sí mismo. A Chamizo le daba lo que le pedía, dinero que el
  ex fraile invertía en comprar libros y en comer bien, huyendo como de
  la peste del comedor de doña Puri para los caballeros estables.
  Alguna vez le enviaron cartas a su nombre para entregárselas a
  Aviraneta, cosa que le hizo poca gracia, porque comprendía que allí se
  encerraba algo sospechoso.
  Aviraneta le aseguró un día que no había nada oculto.
  --Bueno; pues para convencerme--le dijo Chamizo--, enséñeme usted una
  carta de éstas y déjemela leer.
  Le enseñó Aviraneta la carta; no se podía leer nada, lo que hizo pensar
  a Chamizo que estaba escrita con alguna clave.
  --Bueno, don Eugenio--dijo el ex fraile--. Haga usted el favor de decir
  que no me envíen cartas así.
  Aviraneta lo prometió, y, efectivamente, no se las volvieron a enviar.
  Siempre le quedaba a don Venancio la curiosidad de saber qué hacía
  Aviraneta, con qué gente trataba y a qué casas iba.
  Un día que estaba el ex fraile traduciendo unos trozos de una obra de
  Jeremías Bentham, en casa de Aviraneta, para Flórez Estrada, vió a don
  Eugenio sentado a la mesa ante un papel lleno de tachaduras.
  --¿Qué diantre hace usted?--le dijo--. ¿No estará usted haciendo versos?
  --Haciendo versos estoy.
  --¡Usted!
  --Sí. Parece que me cree usted absolutamente incapaz de hacer una copla.
  --La verdad... Así es. Le tengo a usted por un hombre negado para eso.
  Pero, ¡quién sabe! Quizá sea usted un lord Byron o un Quintana. ¡Vamos
  a ver esos versos!
  --Ya sé que le parecerán a usted mal--dijo don Eugenio--. Son versos de
  circunstancias hechos para cantar con la música del _Al tun, tun_, y
  para uso exclusivo de la gente del Trueno.
  --No conozco ni ese _Al tun, tun_, ni ese trueno.
  --El _Al tun, tun_ es una musiquilla popular que no tiene nada que ver
  con Mozart, ni con Rossini. Respecto a la partida del Trueno, el otro
  día le hablaba a usted de ella...
  --No recuerdo. He oído hablar del Trueno, de estudiantes nocherniegos y
  calaveras...; pero no creí que eso tuviera ninguna organización.
  --No la tiene, pero a mí se me ha ocurrido darle un aire de
  organización, y de cuando en cuando uno de estos oficiales ilimitados,
  con quince o veinte amigos, van de ronda por los Barrios Bajos y se
  les reúnen algunos menestrales de nuestras ideas, y dan, de Pascuas
  a Ramos, un estacazo a un carlista enemigo y gritan por las calles:
  «¡Mueran los carlistas! ¡Viva la Constitución!» Cuando hacen alguna
  cosa de éstas se dice: «¡Es la partida del Trueno!» Al mismo tiempo,
  cuando se reúnen en los cafés poetas, periodistas, ex guardias de
  Corps, liberales y militares indefinidos, y hablan a gritos, y riñen,
  y salen embozados en sus capas hasta los ojos, se dice: «Es la partida
  del Trueno». Y esta partida del Trueno hace mucho ruido y no es nada.
  Se asegura que son jóvenes liberales exaltados de la aristocracia y
  de la clase media; se ha hablado de que con ellos anda Candelas, el
  ladrón... Con esto los realistas se asustan y creen que tienen un
  enemigo mayor.
  --Es usted un farsante, amigo Aviraneta.
  --No se puede aspirar a ser político sin ser un poco granuja, padre
  Chamizo. Todo político empieza por ser un pillastre. Yo acepto la
  pillastrería necesaria, íntegra; tomo un baño de picardía y sigo
  adelante.
  --¡Oh! Usted no necesita eso. Tiene usted bastante bilis y bastante
  mala intención para desafiar el veneno de los escorpiones y de las
  víboras.
  --¡Cómo se conoce que ha sido usted fraile!--dijo Aviraneta--. Tiene
  usted la manera de hablar rencorosa de todos ellos.
  
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