La Isabelina - 02

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en popa--le dijo--. Está formada, principalmente, por militares y por
empleados; pero he pensado que al mismo tiempo podríamos organizar una
serie de triángulos para ayudarnos.
--Me parece muy bien.
--Usted es un hombre que me conviene, decidido, ambicioso y enérgico.
Nos ayudaremos mutuamente y escalaremos las más altas posiciones.
--Nada; cuente usted conmigo.
--¿Este cura Mansilla, querría formar parte de nuestro primer triángulo?
--Ya lo creo.
--Nos vendría muy bien un auxiliar en el Clero. Hay que tener todas las
puertas abiertas. Si no se puede la llave, emplearemos la palanqueta.
--Estamos de acuerdo.
--¿Así que usted cree que podemos constituír el triángulo?
--Nada, está constituído.
--Muy bien; entonces lo formaremos usted, él y yo. Usted el número uno,
Mansilla el dos, yo el tres.
--Muy bien, acepto. Dentro de poco vendrá Mansilla, a quien tengo
citado.
Tilly puso en relación a Aviraneta con el abate Mansilla, y los tres se
prometieron ayudarse y favorecerse. Desde aquel día se formó el primer
triángulo del Centro. ¿Tenían algún dogma? ¿Tenían alguna doctrina?
Al parecer, ni dogma, ni doctrina; su único objeto era ayudarse y
prosperar.


LIBRO SEGUNDO
EL TRUENO


I.
EL PADRE CHAMIZO EN MADRID

EL padre Chamizo fué a vivir a un tercer piso de la calle de Cervantes.
Encontró un cuarto, gabinete con alcoba, bastante espacioso. Este
gabinete había sido amueblado, con pretensiones, sin duda hacía ya
mucho tiempo. Tenía un papel verdoso, desgarrado en muchas partes,
una consola, un espejo sin brillo, un sofá de caoba y seis sillas. La
alcoba estaba oculta con cortinas verdes, con los pliegues desteñidos,
y la cama era de madera y parecía un barco. Chamizo, para arreglar el
cuarto a su gusto, compró en el Rastro una mesa, una estantería para
libros y un sillón cómodo.
La casa aquélla, cuya dueña era una señora pensionista, doña
Purificación Sánchez del Real, no era una casa de huéspedes, sino
algo muy indefinido y madrileño. Doña Puri alquilaba dos cuartos a
caballeros estables y les daba de comer si éstos le anticipaban de
antemano el dinero para la compra. Naturalmente, daba de comer mal,
cosa terrible para Chamizo, y, además de esto, servía la comida a los
caballeros estables en una encrucijada a la que llamaba el comedor,
que era un sitio obscuro, entre pasillos, con una ventana de cristales
empañados que daba a la cocina, que a su vez daba al patio. Sólo de
noche se veía algo en aquel comedor, que según doña Puri estaba bien
por su decoración. Doña Puri llamaba la decoración a unos armarios
simulados que tenía el cuarto en las paredes. Doña Puri era una vieja
encorvada con una mirada suspicaz y una voz de característica de
teatro. Tenía esta señora la nariz corva, la boca sumida y unos lunares
como cerdas en el labio. Era muy redicha y muy sentenciosa.
Su hijo Doroteo, muchacho de unos veinte años, parecía por su aspecto
una de esas aves estúpidas y perplejas de la orden de las zancudas. A
fuerza de creerse sabio lo equivocaba todo y no hacía cosa a derechas.
Muchas veces don Venancio le dió encargos, que el joven Doroteo los
equivocó completamente.
--Perdone usted, yo había entendido que usted quería decir...
--Pero, ¿por qué no entiende usted lo que se le dice simplemente?--le
preguntaba Chamizo.
Tenía Doroteo una novia en la guardilla de enfrente; la pobre muchacha
se pasaba el tiempo en la ventana bordando y Doroteo la escribía versos.
Doña Puri hablaba mucho al padre Chamizo de su hijo.
--Porque como usted, don Venancio, es como si fuera de la
familia...--le decía, y le abrumaba con historias sin interés.
El otro huésped de la casa era un tal don Crisanto Pérez de Barradas,
un señor de barba negra, alto, con melenas y anteojos ahumados. Don
Crisanto tenía una voz hueca y campanuda de pedante. Chamizo, al verle
por primera vez, aseguró que debía ser masón, y, efectivamente, resultó
que lo era.
Don Venancio, los primeros días de su estancia en Madrid, se dedicó a
andar por las calles, a recorrer los cafés y a visitar las librerías
de viejo. Casi siempre volvía a casa con unos cuantos volúmenes
empolvados, que colocaba con placer en los estantes.
--Mi marido--decía doña Puri--era también aficionadísimo a los libros.
No sabe usted qué hombre más culto era.
Don Venancio leía mucho y leía de todo: libros religiosos y profanos,
documentos históricos; tenía sus obras predilectas, que releía con
frecuencia. Sus autores favoritos entre los profanos eran Horacio
y Lucrecio, y entre los místicos, Malon de Chaide y fray Luis de
Granada. La _Guía de pecadores_ y el _Símbolo de la fe_, de fray Luis
de Granada, le entusiasmaban por su lenguaje, y el libro de Malon
de Chaide, _La conversión de la Magdalena_, por sus alusiones y sus
chistes.
Chamizo era, como católico, poco practicante; se le olvidaba muchas
veces la misa del domingo y no daba gran importancia a los rezos.
Para él esto era pura mecánica; probablemente, entre los rezos
maquinales de los católicos, los molinos de oración de los tibetanos
y de los chinos y las calabazas llenas de oraciones que los calmucos
hacen girar con el viento, el ex fraile no encontraba mucha diferencia.
El padre Chamizo recorría Madrid de un extremo a otro, y le gustaba.
Madrid era entonces un pueblo curioso, más interesante que muchas
ciudades de importancia y que muchos pueblos exteriormente típicos,
por tener un carácter especial, el carácter del pueblo alto, seco,
duro. Era difícil que por aquel tiempo hubiera en Europa una capital
tan poco mezclada, tan poco cosmopolita como Madrid; no tenía esa vida
arcaica de las ciudades viejas, como Venecia o Nuremberg; en España,
como Toledo o Salamanca, ciudades todo fachada, ciudades que engañan y
parecen existir para entusiasmar al extranjero ávido de lo pintoresco;
no tenía grandes aspectos.
Madrid moral estaba en consonancia con el Madrid material: pobre,
destartalado, incómodo, con casuchas míseras, con un empedrado
malísimo, y, sin embargo, con rincones admirables, no tan suntuosos
como los de Roma, pero con una gracia más ligera. Jorge Borrow
comprendió en parte el carácter de Madrid como ningún otro escritor
nacional y extranjero y notó su absurdo atractivo. Borrow sintió la
extrañeza de Madrid mejor que Larra, que hizo la crítica un poco
mezquina del señorito que se cree superior porque ha estado en París;
sintió Madrid muchísimo mejor que Mesonero Romanos, que pintó el
cuadrito de costumbres vulgar y ramplón, imitando a los costumbristas
franceses del tipo anodino de Jouy.
Pueblo de poca tradición, no tenía Madrid, como las ciudades antiguas,
el barrio típico, monumental, que interesa al arqueólogo; su carácter
estaba en la vida de las gentes; no había allí la casa gótica, ni el
alero con gárgolas y canecillos, ni la gran fachada del Renacimiento,
pero dentro de la pobreza en la construcción, ¡qué tipo más acusado
tenía todo, lo inanimado y lo vivo, las casas y las calles, como el
alma de los hombres!
Chamizo se divertía en buscar los contrastes, en ver a los elegantes
de la calle de la Montera y a los majos de Puerta de Moros, en oír a
los políticos de la Puerta del Sol y a los paletos de la plaza de la
Cebada, y se entretenía en mirar las tiendas, las pañerías de la calle
de Postas, los comercios de cuchillos de las calles próximas a la Plaza
Mayor. Quería apresurarse a sorber el espíritu castellano, que era el
suyo; identificarse con su pueblo y hartarse de oír su idioma. Aunque
comprendía que era absurdo, le gustaban, más que las plazas anchas y
suntuosas de las capitales de Francia, aquellas plazoletas de Madrid
como la de las Descalzas o la de la Paja, que no le parecían de ciudad,
sino de aldea manchega.


II.
UNA LIBRERÍA DE VIEJO

EL ex claustrado lo pasaba muy bien, muy entretenido en aquel medio
ambiente madrileño, nuevo y extraño para él. La vida se le deslizaba
de discusión en discusión. Discutía de política con los amigos de
Aviraneta, que eran todos liberales; discutía de Filosofía y de
Religión, y discutía, quizá con más entusiasmo que de otra cosa, de la
gran cuestión literaria de la época, que dividía a la gente en clásicos
y románticos. Naturalmente, Chamizo era de los clásicos y oponía a los
nombres de lord Byron, de Walter Scott y de Víctor Hugo las figuras
ilustres de los poetas de la antigüedad.
Muchas de estas discusiones se desarrollaban en un baratillo de libros,
en el que Chamizo se hizo contertulio habitual. Estaba la tiendecita al
comienzo de la calle de la Paz, y era su dueño un viejo ayacucho, el
señor Martín. El señor Martín era un hombre de unos sesenta años, de
cara dura y torva. Había sido sargento en América y estaba enfermo de
reumatismo crónico; al andar arrastraba una pierna.
El señor Martín solía estar con su mujer y un chico en el mostrador
pegando hojas y pastas con engrudo; los días muy fríos se embozaba en
su capa y encendía un brasero con astillas.
El señor Martín, que había empezado su comercio en un portal vendiendo
unos cuantos papeles viejos, tenía muchos libros e iba mejorando sus
géneros. En su tienda había desde incunables hasta romances de ciego.
Su mujer, la señora Balbina, sabía también bastante del oficio; pero
el que se preparaba a abrir las alas y a volar como un águila de la
bibliografía era el aprendiz Bartolillo.
Bartolillo tenía una gran afición por los libros, y se enteraba de todo
y cogía al vuelo lo que oía.
El señor Martín iba y venía de su puesto a las casas donde vendían
libros, siempre cojeando, y traía carros de infolios y de papeles
llenos de polvo, que iba depositando en un sótano próximo y luego
llevándolos a la tienda y examinándolos.
El señor Martín vendía papel timbrado antiguo, documentos, pergaminos,
libros de coro, aleluyas y colecciones de sellos. En esto Bartolo era
el especialista.
A la tiendecilla solía ir mucha gente: criadas que compraban la
historia del guapo Francisco Esteban, de José María el Tempranillo y
de Miguelito Caparrota; estudiantes que vendían los libros de texto;
soldados que pedían una novela de amor, y bibliófilos que iban a
buscar la edición de Salamanca de la _Celestina_, o la _Lex romana
Visigothorum_.
También había en la tienda sus tertulias. A primera hora de la tarde
solían ir gentes de la vecindad: un zapatero remendón y un viejo
memorialista que escribía las cartas a los aguadores y a las criadas,
hombre muy seco, que tenía la cazurrería clásica del español, el
señor Isidro; luego, al anochecer, comenzaban a llegar literatos,
bibliófilos, periodistas, y solía haber largas discusiones.
Alguna que otra vez entraron Lista, Reinoso, Mesonero Romanos y otros
varios escritores. El más asiduo era don Bartolomé José Gallardo.
Gallardo hablaba pestes de todo el mundo. Era un hombre iracundo y
violento, lleno de saña y de cólera contra los demás literatos. Su
acento, extremeño recortado, daba más dureza a sus palabras. Tenía
mucho odio a los abates afrancesados, y había escrito por esta época un
folleto titulado _Cuatro palmetazos bien plantados por el Dómine Lucas
a los gaceteros de Bayona_, contra Lista y Reinoso, y pensaba escribir
otro, _Las letras de cambio o los mercachifles literarios_, para atacar
violentamente a Hermosilla, Miñano, Lista y Burgos.
Gallardo aseguraba que aquella época era la más baja de la historia de
la literatura española, y que nadie sabía nada, cosa que se asegura en
todas las épocas con el mismo grado de certidumbre. Gallardo era amable
con la gente que no podía ser rival suyo. Había visto la sagacidad y la
curiosidad de Bartolillo, el chico de la librería, y le desafiaba y le
mareaba a preguntas y luego le daba explicaciones, que Bartolillo las
cogía al vuelo. Un día el padre Chamizo se encontró en la librería del
señor Martín con un militar, Mac-Crohon, recién venido del extranjero.
Este Mac-Crohon había sido muy amigo del abate Marchena, y quería
recuperar algunos libros de historia del abate que no sabía adónde
habían ido a parar después de su muerte.
Hablaba don Venancio con Mac-Crohon, cuando se acercó Aviraneta con dos
señores: uno era don Bartolomé José Gallardo; el otro, el abogado de
Burgos don José de la Fuente Herrero. Venían los tres discutiendo de
política; decían que los liberales corrían un gran peligro por lo mucho
que trabajaba el partido apostólico dirigido por la Sociedad secreta El
Angel Exterminador.
--La masonería escocesa, a la que pertenecemos todos--decía Gallardo--,
está desorganizada y sin trabajar, con sus columnas abatidas.
--Esta es la fraseología de los masones--pensó Chamizo, y no hizo mucho
caso de ello.
Saludó a Mac-Crohon, que unos días después le regaló un tomo de
Lucrecio, que había pertenecido a Marchena, y se dedicó a ver
las estampas de Brambilla y Gálvez, del Sitio de Zaragoza, y las
litografías que habían hecho hacía unos años de los Sitios Reales y de
los cuadros del Museo, bajo la dirección de Madrazo, algunos dibujantes
y litógrafos extranjeros como Brambilla, Asselineau y Pic de Leopold.
Cuando Aviraneta y sus amigos concluyeron su conversación salieron de
la librería, y Chamizo comenzó a hablar con Gallardo de bibliografía
y de historia eclesiástica. Dieron un paseo por la calle de Alcalá,
volvieron a la Puerta del Sol y allí se despidieron todos.
Al marchar hacia casa juntos Aviraneta y Chamizo, por la calle del
Príncipe, un señor viejo se abalanzó a Aviraneta y le estrechó entre
los brazos...
--¡Adiós, don Venancio!--dijo Aviraneta al ex fraile--. Me voy con este
señor.
--¿Quién es?--le preguntó Chamizo, por curiosidad.
--Es don Lorenzo Calvo de Rozas, un hombre que se distinguió en el
Sitio de Zaragoza y que fué ministro en 1823.
Los días siguientes siguió Chamizo acudiendo a la librería de viejo del
señor Martín, donde compraba algunas menudencias. Se hizo muy amigo de
la casa.
El hijo del señor Martín era un joven de unos veintitrés años, llamado
Román, a quien llamaban el Terrible. Román estaba casado con la hija de
un encuadernador. Era hombre vicioso, impulsivo, violento, que no le
gustaba trabajar y saqueaba a su padre. Muchas veces Chamizo presenció
tremendas disputas entre el padre y el hijo, que acababan con insultos
y con amenazas.


III.
UN JESUÍTA

UN día acababa Chamizo de levantarse de la cama y estaba leyendo la
_Historia secreta de Procopio_, en una edición antigua, cuando llamaron
a su puerta y entró en su cuarto un cura joven. Saludó éste al ex
fraile y le dió una tarjeta donde ponía:
JACINTO JIMÉNEZ,
S. J.
--Usted dirá que desea--le preguntó Chamizo.
--Vengo a tomar informes de su vida y de su conducta.
--¿De mi vida?
--Sí, señor; de parte de los padres de la Compañía de Jesús.
--Señor mío--replicó don Venancio--, la Comunidad en la que yo profesé
ha sido extinguida, y yo me considero con libertad de acción para
vivir independientemente y sin tener que dar cuentas a ninguna otra
Orden.
--¿Pero usted se considera dentro de la Iglesia?--preguntó el curita.
--Sí.
--Pues entonces debe usted obedecer.
--Según a quién--contestó Chamizo; y a las observaciones del jesuíta
replicó con citas de San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo,
Orígenes, etc. El padre Jacinto no andaba muy bien en cuestiones de
disciplina eclesiástica, y dijo:
--Dejemos, si usted quiere, esas cuestiones teóricas, y vamos a la
realidad. Se ha sabido que usted tiene relaciones con masones y
revolucionarios. Se le ha visto a usted con frecuencia en una librería
de viejo en compañía de don Bartolomé José Gallardo, que es uno de los
enemigos más acérrimos de la religión.
--Hablo con él porque es un escritor erudito; pero yo no participo de
sus ideas. A esa librería de viejo van también algunos eclesiásticos.
--Bueno. Aquí deseamos saber, padre Chamizo--preguntó el padre Jacinto
echándoselas de hombre franco y campechano--, si usted está con
nosotros o con ellos.
--Yo no estoy con nadie. Yo no intento mas que encontrar un medio de
ganarme la vida honradamente, y nada más.
--Nosotros se lo proporcionaremos.
--¿Ustedes?
--¡Sí! Con una condición.
--¿Y es?
--Que usted nos comunique los trabajos que hagan sus amigos liberales.
--¡Pero si no hacen trabajo alguno!
--Sí, sí; los hacen.
--Bien; aunque los hagan, yo no los conozco, y si los conociera porque
me los hubieran comunicado en confianza, yo no iba a dar parte de ello
al primer reciénvenido.
--Es que yo no soy el primer reciénvenido--dijo irguiéndose el padre
Jacinto--; soy la Iglesia.
Quedó el ex fraile anonadado al oír el tono que empleó el jesuíta al
decir esto.
--De todas maneras--concluyó diciendo Chamizo--, yo para espiar no
sirvo. Que me den un trabajo cualquiera, y lo haré; pero espiar, no.
--Está usted muy embuído en las ideas del siglo, padre Chamizo--replicó
el jesuíta--. Todo lo que se hace para mayor gloria de Dios está bien
hecho. Volveré otro día, y creo que le convenceré a usted.
Diciendo esto, el jesuíta sonrió y se retiró del cuarto.


IV.
SILUETAS DE CONSPIRADORES

AL día siguiente, por la tarde, don Venancio se encontró a Paquito
Gamboa, el militar con quien había estado en el lazareto de San
Sebastián, en la calle de Atocha; dieron un paseo, y, a la vuelta,
entraron en el Café de Venecia, de la calle del Prado. Se sentaron
cerca de la ventana. Era aquel local un sitio obscuro, ahumado, con
un olor especial en que se mezclaban el aroma del café tostado, con
el humo del tabaco, y un tufo como de polilla que echaban los divanes
ajados de terciopelo.
--¿Y la mayoría de esta gente son militares?--preguntó Chamizo.
--No--contestó Gamboa--. Muchos de estos son vagos, que esperan que
llegue el buen momento charlando en un rincón, fumando y jugando al
billar. Algunos, que se dan por militares indefinidos y de la reserva,
son aventureros, perdidos, cuando no estafadores.
Gamboa le habló después a Chamizo de que se conspiraba activamente.
Suponía que Aviraneta andaba en el ajo y que debían estar complicados
Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Gallardo y otros
constitucionales.
Gamboa pensaba hablar a Aviraneta y ofrecerse a él. Le invitó a ir a
Chamizo a casa de doña Celia, y se fué porque tenía que acudir a la
guardia.
Acababa de salir el joven militar, cuando entraron en el café Calvo
de Rozas, con un señor grueso, de patillas, y después, formando otro
grupo, dos viejos carcamales, en compañía de Aviraneta y de un hombre
con aire frailuno.
Se sentaron todos en una mesa: los dos carcamales, Flórez Estrada
y Romero Alpuente, se sentaron en el diván, y los demás, en sillas
alrededor. La conversación se refirió a motivos generales de política.
Calvo de Rozas, hombre de mal talante, de aspecto ceñudo y sombrío,
hablaba con una sequedad antipática. Se decía que en el Sitio de
Zaragoza había mandado despóticamente como un bajá. Se le tenía por
aragonés, pero había nacido en Vizcaya. En Francia, en tiempo de la
Revolución, hubiera figurado entre los jacobinos.
Romero Alpuente, un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de
cadáver y con los ojos vidriosos, hablaba despacio, de una manera
petulante, y mezclaba en su conversación frases chocarreras, que él era
el primero en reír con un gesto tan frío y tan triste, que daba horror.
Respecto a Flórez Estrada, parecía una sombra, un anciano decrépito,
con un pie en la sepultura.
El señor grueso de las patillas era don Juan Olavarría, hombre que
se tenía por sesudo y por serio y que vivía en una continua fiebre
proyectista. Los canales, los puertos, las fábricas, el convertir los
montes en llanuras y las llanuras en montes, era su obsesión.
El otro personaje era el masón Beraza. Beraza tenía un aire frailuno.
Iba afeitado, tenía una calva hasta el cogote, la frente abultada y la
nariz respingona. Su cuerpo era gordo y fofo, y sus ademanes, un tanto
femeninos. Debía de ser un hablador frenético, porque constantemente se
le veía perorando con un dedo en el aire y sonriendo con una sonrisa
plácida y estólida.
Al cabo de algún tiempo salieron del café, en fila, los contertulios
liberales, todos de capa y de sombrero redondo. Estos conspiradores de
capa y copa iban muy serios y ceñudos.
Al salir, Aviraneta le vió a Chamizo y se acercó a él.
--¡Hombre! Le voy a presentar a usted a estos señores.
--No, no.
--¿Por qué no?
--Usted anda ahí en su fregado revolucionario, que a mí no me conviene.
--¡Bah! Usted es de los nuestros, padre Chamizo.
--No; no soy de los de ustedes. Yo soy católico, apostólico, romano
y monárquico, y ustedes son unos impíos, unos anarquistas, unos
conspiradores...
--¡Ca, hombre! No haga usted caso. ¿Quién le ha metido a usted esas
bolas?
El ex fraile dijo primero lo que le había contado Gamboa, y después le
habló de la visita del jesuíta que había tenido el día anterior.
Aviraneta se quedó serio.
--Y usted, ¿qué va a hacer?--preguntó.
--Yo, nada. Yo no le voy a espiar a usted, que es amigo mío.
--Gracias, don Venancio. Lo que vamos a hacer es una cosa. Yo le daré
a usted de cuando en cuando alguna noticia que sepa, y usted se la
comunicará al curita ése.
--No me gusta el procedimiento. No sé qué traman ellos y qué traman
ustedes.
--¿Nosotros? Muy poca cosa. ¿Sabe usted cuál es nuestro objeto? Pues es
hacer una partida del trueno para asustar a los realistas y decidir al
Gobierno a que nos acepten a todos en el ejército y en los ministerios.
--Mal camino han elegido ustedes.
--¡Qué quiere usted! Gente joven. Cabezas locas. Y hablando de otra
cosa, ¿quiere usted que le diga a don Bartolomé José Gallardo que le
envíe algunos libros raros? Se los enviará, porque yo responderé por
usted.
--Usted será responsable, señor Aviraneta, si mi alma se pierde--dijo
con energía Chamizo.
--Sí, es verdad.
Salieron los dos del café. Llegaron a la calle del Lobo, donde vivía
don Eugenio.
--¿Le ha dicho a usted Paquito Gamboa qué día tenemos que ir a cenar a
casa de Celia?--preguntó Aviraneta.
--No; ha dicho que nos avisará.
Se despidió Chamizo de don Eugenio, y se fueron cada uno a su casa.
Al día siguiente, en la librería del señor Martín, Gallardo dijo al ex
fraile que Aviraneta le había hablado de él, y añadió que le pidiera
los libros que quisiera, que él se los daría con mucho gusto.
--Si yo encuentro algo que le convenga a usted...--dijo Chamizo.
--No, no. Eso es demasiado para un fraile--contestó con sorna
Gallardo--. A un fraile no se le puede pedir que dé nada; ustedes están
hechos para tomar lo que les den. Ya sabe usted lo que decía el padre
Barletta, el predicador de Nápoles, en su latín macarrónico: _Vos
quoeritis á me, fratres carissimi quómodo itur ad paradisum? Hoc dicut
vobis campanae monasteri, dando, dando, dando_.
--¡Bah, invenciones!
--No, hombre, no. El padre Barletta es el mismo que, contando la
entrevista de Cristo con la Samaritana, dijo que ésta conoció en
seguida que Cristo era judío porque vió que estaba circuncidado.


V.
LA CANCIÓN DEL TRUENO

A los tres días de esta conversación fué el padre Jacinto a casa
del ex claustrado. Don Venancio se mostró con él bastante ambiguo,
dándole a entender que haría lo posible para sonsacar a sus amigos los
liberales, sin comprometerse formalmente a nada. El jesuíta proporcionó
algunos trabajos, traducciones de documentos latinos; pero viendo
después que las confidencias de Chamizo no le servían para gran cosa,
dejó de visitarle. Solía ir Chamizo con frecuencia a ver a Aviraneta;
le redactaba cartas y le traducía otras que le llegaban escritas en
francés y en inglés.
Don Eugenio manejaba sumas respetables, tenía medios, aunque no los
gastaba en sí mismo. A Chamizo le daba lo que le pedía, dinero que el
ex fraile invertía en comprar libros y en comer bien, huyendo como de
la peste del comedor de doña Puri para los caballeros estables.
Alguna vez le enviaron cartas a su nombre para entregárselas a
Aviraneta, cosa que le hizo poca gracia, porque comprendía que allí se
encerraba algo sospechoso.
Aviraneta le aseguró un día que no había nada oculto.
--Bueno; pues para convencerme--le dijo Chamizo--, enséñeme usted una
carta de éstas y déjemela leer.
Le enseñó Aviraneta la carta; no se podía leer nada, lo que hizo pensar
a Chamizo que estaba escrita con alguna clave.
--Bueno, don Eugenio--dijo el ex fraile--. Haga usted el favor de decir
que no me envíen cartas así.
Aviraneta lo prometió, y, efectivamente, no se las volvieron a enviar.
Siempre le quedaba a don Venancio la curiosidad de saber qué hacía
Aviraneta, con qué gente trataba y a qué casas iba.
Un día que estaba el ex fraile traduciendo unos trozos de una obra de
Jeremías Bentham, en casa de Aviraneta, para Flórez Estrada, vió a don
Eugenio sentado a la mesa ante un papel lleno de tachaduras.
--¿Qué diantre hace usted?--le dijo--. ¿No estará usted haciendo versos?
--Haciendo versos estoy.
--¡Usted!
--Sí. Parece que me cree usted absolutamente incapaz de hacer una copla.
--La verdad... Así es. Le tengo a usted por un hombre negado para eso.
Pero, ¡quién sabe! Quizá sea usted un lord Byron o un Quintana. ¡Vamos
a ver esos versos!
--Ya sé que le parecerán a usted mal--dijo don Eugenio--. Son versos de
circunstancias hechos para cantar con la música del _Al tun, tun_, y
para uso exclusivo de la gente del Trueno.
--No conozco ni ese _Al tun, tun_, ni ese trueno.
--El _Al tun, tun_ es una musiquilla popular que no tiene nada que ver
con Mozart, ni con Rossini. Respecto a la partida del Trueno, el otro
día le hablaba a usted de ella...
--No recuerdo. He oído hablar del Trueno, de estudiantes nocherniegos y
calaveras...; pero no creí que eso tuviera ninguna organización.
--No la tiene, pero a mí se me ha ocurrido darle un aire de
organización, y de cuando en cuando uno de estos oficiales ilimitados,
con quince o veinte amigos, van de ronda por los Barrios Bajos y se
les reúnen algunos menestrales de nuestras ideas, y dan, de Pascuas
a Ramos, un estacazo a un carlista enemigo y gritan por las calles:
«¡Mueran los carlistas! ¡Viva la Constitución!» Cuando hacen alguna
cosa de éstas se dice: «¡Es la partida del Trueno!» Al mismo tiempo,
cuando se reúnen en los cafés poetas, periodistas, ex guardias de
Corps, liberales y militares indefinidos, y hablan a gritos, y riñen,
y salen embozados en sus capas hasta los ojos, se dice: «Es la partida
del Trueno». Y esta partida del Trueno hace mucho ruido y no es nada.
Se asegura que son jóvenes liberales exaltados de la aristocracia y
de la clase media; se ha hablado de que con ellos anda Candelas, el
ladrón... Con esto los realistas se asustan y creen que tienen un
enemigo mayor.
--Es usted un farsante, amigo Aviraneta.
--No se puede aspirar a ser político sin ser un poco granuja, padre
Chamizo. Todo político empieza por ser un pillastre. Yo acepto la
pillastrería necesaria, íntegra; tomo un baño de picardía y sigo
adelante.
--¡Oh! Usted no necesita eso. Tiene usted bastante bilis y bastante
mala intención para desafiar el veneno de los escorpiones y de las
víboras.
--¡Cómo se conoce que ha sido usted fraile!--dijo Aviraneta--. Tiene
usted la manera de hablar rencorosa de todos ellos.
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