La dama errante - 11

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era salir de España, y nos parecía tan difícil, que no hemos formado
ningún proyecto para después.
--Pero ahora tendrán ustedes que decidirse.
--Yo no sé si en Francia...
--En Francia les expulsan a ustedes.
--¿Usted cree que será mejor ir directamente a Inglaterra?
--Mucho mejor; en Inglaterra vive todo el mundo.
--Pues nos iremos a Inglaterra.
--Yo le diré a mi amigo el minero que se entere cuándo sale un barco de
Lisboa, sin tocar en España, y les dejaré una carta para un hotel de
Londres.
--Muchísimas gracias.
Tom Gray saludó a María y se fué.
A la semana de estar en el pueblo, María comenzó a entrar en la
convalecencia, y a medida que la muchacha mejoraba, su padre iba
poniéndose inquieto, nervioso y triste. El menor ruido que oía en la
calle le sobresaltaba, y sentía miedo y ganas de llorar por cualquier
cosa.
Cuando María comenzó a levantarse, Aracil tuvo que guardar cama unos
días. El doctor Duarte, el médico del pueblo, le recomendó que se
pasara el día en el campo, porque se encontraba débil y neurasténico.
María, en la convalecencia, estaba encantadora, perezosa, sonriente,
lánguida como una niña. Nadie hubiera supuesto en ella una mujer
enérgica y atrevida. Vivía sin salir de casa; la ventana de su cuarto
daba a una llanura verde de viñedos y maizales, cerrada en el fondo
por unas colinas, sobre las cuales parecía marchar, como una procesión
fantástica, una larga fila de cipreses, que terminaba en el cementerio.
Solía sentarse María al lado del cristal, y conversaba con la criada,
una muchachita del país, de un tipo oriental o judío.
Se entendían bien, hablando una portugués y la otra castellano, y
simpatizaban hasta cierto punto, aunque María notaba que la portuguesa
tenía un sentimiento de hostilidad por los españoles. Contaba la
muchacha que, en Lisboa, la mayoría de los ladrones, chulos y perdidos
eran españoles. María le replicaba que en todas partes había mala
gente, pero la otra no se daba por convencida.
La nota contraria a la de la muchacha la daba Aracil, a quien el
minero había presentado a sus relaciones como un ingeniero francés que
venía a visitar las minas. El doctor se dedicaba, cuando hablaba con
María, a satirizar a la gente del pueblo.
--Esta es la tierra ideal para los vanidosos--le decía.
--¿Por qué?
--Porque aquí todos somos vuecencias y excelencias y excelentísimos
señores. ¡Qué gente más petulante!
--En España también hay algo de eso--replicaba María.
--Sí, en el papel. ¿Tú has visto alguna vez que los españoles nos
tratemos de excelencia? ¡Y esos tratamientos son tan cómicos algunas
veces! El otro día le faltaban al director los partes de la mina, y
anduvo buscándolos como loco; por fin, entró en la cocina, donde el
muchacho que los trae estaba comiendo, y vió los partes en el suelo,
entre basura y cáscaras de patata: «¡Mira dónde están los partes!»,
gritó el director con voz de trueno; y el chico se levantó, se sacó el
sombrero, y dijo, cachazudamente: «Sí; los tenía ahí para dárselos a Su
Excelencia». Yo, que presencié la escena, no pude contener la risa.
--Sí. Es cómico.
--Y luego, ¡qué sentimentalismo! ¡Esta gente está degenerada! El otro
día, el inglés despacha al mozo de cuadra, y el mozo empieza a llorar;
por la noche, riñe a la cocinera, porque ha quemado la comida, y a la
mujer se le saltan las lágrimas... Es grotesco.
--Sí; debe ser una gente sentimental.
--Este es un pueblo elegíaco, como el pueblo judío. ¡No hay mas que oír
esos fados tan tristes, tan lánguidos!
--Pero, a pesar de todo, se parecen mucho a los españoles.
--¡Ca! ¡Díselo a ellos, que aseguran ser de distinta raza! Ellos
encuentran una serie de diferencias físicas y psicológicas entre los
portugueses y los españoles. Dicen que son más europeos, más cultos, y
es posible; que saben francés, que nosotros somos más brutos, lo que
también es muy posible; que son más sociables, también debe ser cierto.
Lo que es indudable es que no hay simpatía entre nosotros y ellos.
--Sí; eso es verdad.
--Y no puede haberla. Estos son ceremoniosos, hinchados, siempre
petulantes; nosotros, malos o buenos, somos más sencillos.
--Pues el doctor Duarte, que ha venido a visitarme a mí, me ha parecido
una persona sencilla.
--Sí; ese es de los pocos sencillos de aquí... Y es curioso, es
anarquista.
--¿Sí?
--Sí. La otra noche, paseando por la plaza, me decía, con cierta pena:
«En Portugal no habrá nunca anarquistas. Este es un pueblo blando
e indolente. En España hay más viveza, más fibra», añadía él. Y es
verdad. Son tipos lánguidos que parecen criollos, sin la exasperación
de los americanos. Es una gente de sangre gorda, que no tiene nada
dentro.


XXX.
SE VAN

A las tres semanas de estar en el pueblo, el minero inglés les dijo que
había recibido la noticia de que un barco, el _Clyde_, saldría al día
siguiente de Lisboa para Londres, sin parar en ningún puerto de España.
Además, convenía que se fueran, porque en el pueblo se comenzaba a
hablar mucho de ellos, lo cual podía ser peligroso.
Se decidieron; el minero les entregó una carta de Gray para un
hotel-pensión de Londres, y ordenó a su secretario que les acompañara a
Lisboa y les dejara instalados en el vapor.
Después de almorzar, salieron los tres en coche, y cruzaron durante una
hora por entre pinares. El cielo estaba nublado, amenazando lluvia.
Llegaron a la estación, esperaron una media hora, y tomaron el
sudexprés. El mozo del tren les hizo pasar a un departamento, en el
cual iba solo un joven de quevedos y sobretodo gris, María se acurrucó
en un rincón y cerró los ojos.
Pensaba en los incidentes del viaje a pie, que en pocos días tomaban
en su imaginación la vaguedad de recuerdos lejanos, interrumpidos por
impresiones de una extraordinaria viveza.
La rotura brusca de la vida normal le había modificado del tal manera
las perspectivas de las cosas y de las personas, que la vida suya, la
de su padre y la de su familia, las encontraba distintas a como las
había visto siempre.
El joven del sobretodo gris se puso a hablar con el doctor y con el
secretario del inglés. Este joven, elegante, era un portuguesillo un
tanto finchado, que hablaba español muy bien; dijo que era diputado
conservador y partidario de la dictadura. Tenía a gloria el ser amigo
de todas las bailarinas y _cantaoras_ de Madrid y de Sevilla.
María, a quien no interesaba gran cosa la conversación del diputado,
salió al corredor del tren. Había obscurecido ya; por delante de la
ventanilla pasaban rápidamente los árboles y casas. Estaba lloviendo.
El tren rodaba, con un ritmo monótono, por el campo.
De tarde en tarde se detenía en una estación solitaria; se oía un
nombre, pronunciado de una manera lánguida; se veía a la luz de unos
faroles un paseo con unas acacias, que lloraban lágrimas sobre el
asfalto del andén, y seguía la marcha.
María estaba impaciente, ansiando llegar. Se puso a leer los anuncios
colocados en el pasillo del vagón; eran casi todos de hoteles y
casinos de esos pueblos cuyo nombre sólo da una impresión de fiesta y
placer: Niza, Ostende, Montecarlo, Constantinopla, El Cairo...
Paseó María de un lado a otro del largo vagón, y se detuvo al oír
hablar castellano a dos señoras. Le parecía que hacía ya un tiempo
largo que no había oído su lengua.
Entró de nuevo en el coche; el diputado, el secretario del inglés y
Aracil, seguían charlando de política.
Serían las once de la noche cuando se comenzaron a ver las luces de
Lisboa; brillaban los focos eléctricos en el aire húmedo; se pasó por
delante de una avenida iluminada. Llegaron a la estación, bajaron en un
ascensor hasta una calle, tomaron un coche, y el secretario indicó al
cochero dónde debía pararse.
Llovía a chaparrón. Cruzaron entre el diluvio, que convertía las calles
en torrentes, y fueron por la orilla del río hasta un muelle, en donde
pararon. Los fanales eléctricos de un barco brillaban y se balanceaban
en los palos como estrellas. Un farol rojo iba y venía por la cubierta.
Se detuvo el coche, y entraron los tres, de prisa, en el barco. Era el
_Clyde_. Se les presentó un marinero, envuelto en un impermeable. El
secretario llamó a un empleado del barco, que indicó sus camarotes a
María y a su padre. Luego el secretario se despidió afectuosamente de
ellos y los dejó solos.


XXXI.
EN EL MAR

María ha salido sobre cubierta a respirar el aire de la noche.
El _Clyde_ marcha a toda máquina, en medio de una obscuridad densa.
El cielo está cerrado y sin estrellas; las olas sombrías se agitan como
una manada confusa de caballos negros, y van y vienen en el misterio
del mar.
En medio de las tinieblas de este abismo caótico de agua y de sombra,
María respira con fuerza y se siente segura y tranquila. El aire
salobre le azota el rostro con ráfagas impetuosas; silba el viento, y
las olas, cargadas de espuma, parecen cantar y quejarse en los costados
del buque.
La hélice se hunde en el agua; las máquinas retiemblan, y estos rumores
roncos son como burras de triunfo, voces atronadoras de un dios padre
y protector de la civilización, bastante fuerte para vencer las cóleras
del viento unidas a las cóleras del mar.
De cuando en cuando, la sirena del _Clyde_ lanza un aullido formidable
en medio de la negrura de la noche, y se oyen a lo lejos, muy
amortiguadas por la distancia, las señales de otros barcos que pasan.
A veces, una ráfaga de aire viene empapada en lluvia; después cambia el
viento y gime y suspira con una hipócrita mansedumbre.
En algunos instantes la nave parece cansada; se cree sentir que la
hélice se hinca con menos fuerza en el agua; pero luego, como con una
decisión súbita, se agita el barco, tiembla, con un estremecimiento de
todas sus paredes, y se lanza a hendir las olas obscuras, mientras la
máquina zumba sordamente, y un silbido agudo, seguido de una nube de
humo, sale de la chimenea.
Como esos pájaros de presa audaces y soberbios que revolotean entre las
aguas irritadas y amenazadoras, y levantando el vuelo y lanzando un
grito estridente, se pierden en la niebla, así marcha el _Clyde_ sobre
el mar de los ruidos tempestuosos.
María respira como un hálito de vigor, de energía, al sentirse volar
como una flecha en medio de la obscuridad y de las olas.
Vuelve a la cámara, en donde se ha refugiado su padre; las luces
eléctricas, colgadas del techo, oscilan suavemente. Aracil, pálido,
demacrado, envuelto en una manta, con la cabeza más baja que los pies,
permanece inmóvil.
--Mañana--dice María--estaremos en Londres.
Y Aracil, postrado por el mareo, hace un gesto de indiferencia.

FIN

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