La dama errante - 10

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grandes y perfumadas jaras, húmedas de rocío. Se respiraba entre estas
breñas un aroma de incienso; anduvieron desorientados durante largo
rato; pero siguiendo siempre la garganta de Chilla, en cuyo fondo
corría un arroyo, y preguntando después en varios molinos de pimentón,
llegaron a Madrigal de la Vera.
Comieron allí los tres, en una cocina grande y negra, de enorme
chimenea, en la que colgaban ristras de chorizos y de jamones. Por
la tarde tomaron el camino y, arreando las caballerías, pasaron por
Valverde de la Vera, luego por otro pueblo, en el cual dijo don Álvaro
no convenía pararse, por ser muy miserable, y al anochecer se fueron
acercando a Losar.
Don Álvaro contó a María la historia, o leyenda, de una mujer
salteadora, que en épocas pasadas había andado por aquellos montes
robando a los viajeros, llamada la _Serrana de la Vera_, y comenzó a
recitar un antiguo romance, que decía así:
Allá en Garganta la Olla,
en la Vera de Plasencia,
salteóme una serrana
blanca, rubia, ojimorena.
Rebozada caperuza
lleva, porque así, cubierta,
su rostro nadie la viese
ni della tuviera señas.
María le dijo que siguiese el romance de la mujer bandolera, y don
Álvaro lo recitó completo.
Llegaron, ya entrada la noche, a Losar de Vera. Don Álvaro les condujo
a una posada grande, iluminada con luz eléctrica, y en ella se
hospedaron los tres.


XXV.
LA MUERTE DEL CABALLO

Al día siguiente, al salir, muy de mañana, del pueblo, notaron que el
caballo de María no podía andar. Marchaba con grandes esfuerzos, como
haciendo reverencias, y jadeaba, y al querer avanzar, aligerando el
paso, producía un ruido como una caldera que hierve.
María suplicó a su padre y a don Álvaro que no marchasen de prisa,
porque su caballo no podía seguirles. Desmontó María, y Aracil y don
Álvaro reconocieron el jaco.
--¿Dónde han comprado ustedes este vejestorio?--dijo don Álvaro--.
¡Demonio, qué penco!
El caballo se paró, y Aracil, María y don Álvaro le contemplaron en
silencio. Era verdaderamente lamentable el aspecto del pobre _Galán_:
tenía una figura triste y lastimosa; le temblaban las piernas; sus
grandes ojos, redondos y apagados, miraban con vaguedad angustiosa.
Abría la boca para respirar, anhelante; resoplaba y tosía y enseñaba
unos dientes grandes y amarillos.
Aracil, después de contemplarle, dijo:
--Este caballo se muere en seguida.
Le quitaron la montura, para dejarle más libre, y no quisieron
abandonarlo; les parecía una crueldad. Aquellos ojos empañados y dulces
parecían guardar como un deseo afectuoso e incierto.
Las piernas del caballo fueron quedándose rígidas; luego comenzó a
temblar, se le dobló un brazuelo, después el otro, se inclinó para
adelante, vaciló y se tendió de lado, con un suspiro. Las patas se
movieron convulsivamente, el animal comenzó a resoplar y se le nublaron
los ojos. Estuvo un momento inmóvil, como descansando, esperando el
último golpe; irguió el cuello, largo y estrecho, se agitó de nuevo...,
y un hilillo de sangre salió de la nariz a correr por el suelo.
--¡Pobre _Galán_!--murmuró María, secándose, disimuladamente, una
lágrima.
--¿Le ha impresionado a usted?--preguntó don Álvaro.
--Sí; los caballos me dan mucha pena. ¡Los tratan tan mal!
En esto, un buitre comenzó a dar vueltas en el aire, muy arriba, tanto,
que parecía volar a la altura de los picachos de la sierra.
--Ya ha visto ése la presa--dijo don Álvaro.
--Ese es independiente de veras--añadió Aracil.
María montó a la grupa en la yegua de su padre, y se alejaron de allí.
Se acercaron a Jarandilla; don Álvaro tenía por precisión que quedarse,
y trató de convencer al doctor y a María de que se detuviesen, y
especificó las curiosidades del pueblo.
--No, no puede ser; tenemos mucha prisa--dijo Aracil.
--Es que podían ustedes descansar en mi casa--añadió don Álvaro--. Allí
nadie iría a buscarles.
--¡Gracias! ¡Muchas gracias!--dijeron padre e hija. Pero no es posible.
--Quisiera, entonces, que me prometiera usted una cosa--dijo don Álvaro
a María.
--¿Qué?
--Que cuando llegue usted, adonde sea, me escriba usted una carta,
diciendo: hemos llegado.
--Muy bien; lo haré.
--Pero firmada con su nombre y su apellido.
--Sí; no hay inconveniente.
--Entonces, ya que esto lo concede usted con facilidad, como recuerdo
del viaje que hemos hecho juntos, envíeme usted su retrato.
--Bueno.
--¿De veras?
--Sí. Yo también quiero que no hable usted de nosotros a nadie, ni a su
familia, hasta que no reciba mi carta.
--Descuide usted, no hablaré mas que conmigo mismo.
--Entonces, despidámonos antes de entrar en el pueblo. Que no nos vean
juntos, porque le harían preguntas a usted.
Se despidieron afectuosamente, y padre e hija, atravesando el pueblo,
tomaron el camino de Cuacos.


XXVI.
EL «MUSIÚ»

Poco después se encontraron con una partida de más de veinte arrieros,
que llevaban en mulos sacos cargados de pimentón. Iban todos los
arrieros muy majos, y llevaban sus cabalgaduras colleras cuajadas de
cascabeles.
Los mulos eran fuertes y ágiles, y pronto dejaron atrás a la yegua
montada por el doctor y su hija. Al llegar a una parte del camino en
cuesta y revestido de piedras, la yegua de Aracil aminoró su marcha;
en cambio, los mulos de los arrieros subieron la pendiente con un gran
ímpetu.
Era un espectáculo animado y bonito el ver aquella cabalgata tan lucida
y tan brillante cómo subía la vieja calzada. Los mulos, briosos,
limpios, enjaezados, parecían excitarse con el ruido de los cascabeles,
y pisaban rápidamente y con fuerza. La piedra sonaba, herida por el
hierro de las herraduras, con un ruido de campana, y las chispas
saltaban por debajo de las pezuñas de las caballerías.
Aracil y su hija marchaban despacio; comieron algo que llevaban en la
alforja; por la tarde, en el camino, vieron a un hombre que corría
escapado, y una hora antes de llegar a Cuacos se toparon al viejo Musiú
Roberto del Castillo, jinete en un caballo peludo. Las largas piernas
del _Musiú_ llegaban con los pies hasta el suelo, y los pantalones
recogidos dejaban ver sus escuálidas canillas. Musiú Roberto del
Castillo saludó con finura al doctor y a su hija.
--¿No me conocen ustedes?--preguntó.
--No--contestó Aracil.
--Este señor--dijo María--es el que iba con un hombre bajito, y lo
encontramos por primera vez cerca de un puente, al salir de Brunete.
--El mismo, señorita--afirmó el _Musiú_.
--El inventor de los elixires. Sí, lo recuerdo--exclamó el doctor--;
pero antes iba usted a pie.
--Sí--murmuró el _Musiú_--; he encontrado este caballo en el campo, y
me lo he apropiado.
--¡Demonio, qué procedimiento!
--No todo el mundo puede ser rico como ustedes.
--Y ¿de dónde sabe usted que somos ricos?--preguntó el doctor.
--Yo me lo sé; sé, además, que es usted médico y que va usted huyendo.
--¡Bah!
--¡Ya lo creo! Y como yo necesito algún dinero, si no aflojan ustedes
la mosca, les denuncio.
--Y nosotros le denunciamos a usted como ladrón de caballos--saltó
María.
--¡Bah! Entre un vagabundo como yo y unos señores como ustedes hay
mucha diferencia. A mí me encerrarán unos meses; a ustedes, ¡qué sé yo
lo que habrán hecho!; probablemente algo muy gordo cuando huyen así.
--Y ¿qué irá usted ganando con denunciarnos?--preguntó Aracil.
El _Musiú_ se encogió de hombros. Siguieron marchando los tres por la
carretera.
--Bueno--dijo el _Musiú_--; ¿qué dan ustedes por callar?
--Usted dirá--contestó María.
--Cincuenta duros.
--¿De dónde los vamos a sacar?
--¿Cuánto llevan ustedes ahí?
--Unos veinte.
--Vengan.
--¿Y si luego nos denuncia usted?
--¡Ca! Si yo también tengo mucho que ocultar; no tengan ustedes
cuidado--dijo el _Musiú_, riendo con risa cínica, que mostraba sus
dientes negros.
--Vaya; le daremos a usted cinco duros--dijo Aracil.
--Bueno, bueno. Vengan. Y, al llegar al pueblo, cada uno por su lado.
--Una pregunta--dijo Aracil--; ¿por qué dice usted que soy médico y
rico?
--Porque ha reconocido usted a un enfermo en el camino, digo que es
usted médico; porque le ha dado usted dinero, digo que es usted rico;
porque no se ha querido usted parar un momento allí, creo que va usted
fugado.
Aracil no replicó. Las consecuencias no podían ser más lógicas.
Llegaron a Cuacos y salió a recibirles una pareja de la Guardia civil,
que les mandó detenerse. Se había escapado un preso que llevaban
conducido, y los guardias pensaban que Aracil y su hija debían de
haberlo encontrado en el camino. Dijeron éstos las personas con
quienes se cruzaron en la marcha, y uno de los guardias les pidió los
documentos. Los enseñaron.
--¿Ustedes se van a quedar aquí?--preguntó el guardia, sin leer los
papeles.
--Es probable--dijo Aracil.
--Bueno; pues mañana vendrán ustedes con nosotros a Jaraíz a prestar
declaración.
Al mismo tiempo que al doctor, habían detenido al _Musiú_, y éste
temblaba y miraba su caballo y su morral con espanto.
Uno de los guardias llamó a un joven con tipo de chulo, y le dijo,
señalando al doctor y a su hija:
--Oye, Lesmes, acompaña a estos señores a la posada.
Luego los dos guardias, poniendo en medio al _Musiú_, se fueron con él.
--¿Adónde llevan a ése?--preguntó Aracil a Lesmes.
--¿Adónde lo van a llevar?... A la cárcel.
El joven les condujo hasta la posada. Metieron la yegua en la cuadra y
entraron en una gran cocina negra.
El dueño de la posada era un viejo de cara juanetuda, con el pelo
blanco. Lesmes, que resultó ser el alguacil, le dijo que hospedase al
doctor y a María.
--Pero, ¿es gente sospechosa?--preguntó el posadero.
--No, hombre, no; tienen sus papeles, y los han enseñado a la Guardia
civil.
--Entonces, ¿por qué vienen contigo?
--Porque mañana tienen que ir a Jaraíz a declarar.
--Bueno, bueno.
--Y si usted no quiere tenerlos, los llevaré a la otra posada.
--No, no; que se queden.
--Pero, ¿qué anda usted con tanto melindre, señor Benito?--dijo un
pimentonero joven y rechoncho--. Si aquí, empezando por usted, el que
más y el que menos es licenciado de presidio.
--¡Cállate tú, animal!--exclamó el viejo--. A mi casa no vienen mas que
personas decentes.
Se rió el arriero, y una moza preparó un cuarto para Aracil y su hija.


XXVII.
FUGA DE NOCHE

A la luz pabilosa de una vela de sebo se veía un cuarto sucio y negro,
en donde andaban perdidos, sin poder encontrarse, un arcón, una mesa
travesera de aspa y dos camas con colchas rojas. En el techo se veían
las vigas alabeadas, pintadas de azul. En la pared, encalada y llena de
desconchaduras, colgaba un espejo pequeño, deslustrado y negruzco, y
varias estampas religiosas.
María y Aracil discutieron lo que debían hacer. Tenían encima dos
peligros: uno la declaración en Jaraíz, en donde podían trabucarse
e incurrir en contradicciones y hundirse y hundir también a Isidro
el guarda; el otro peligro era la delación del _Musiú_, que viéndose
cogido podía denunciarles.
Decidieron, en vista de las posibilidades que había de echarlo todo
a perder, huír de noche en busca de la estación más próxima, que era
Casatejada. Allí tomaría Aracil el tren de Portugal, y para no ir
juntos y no infundir sospechas, María esperaría en el pueblo y saldría
al día siguiente.
--La cuestión es que no nos vigilen--dijo María--. Convídale a Lesmes,
el alguacil, que debe estar abajo.
Fué el doctor a la cocina, habló con los arrieros y con el hombrecillo
que les había traído a la posada, dijo que se iba a quedar unos días en
Jaraíz, contó unos cuantos chascarrillos y se hizo amigo de todos.
María, mientrastanto, se enteró bien de cómo se abría la puerta de
la casa; había una cadena de un lado a otro, y el postigo tenía un
cerrojo pequeño, que chirriaba. Después subió al cuarto que les habían
destinado y exploró los alrededores. Cerca corría un pasillo con una
ventana, que caía sobre un callejón formado por dos tapias de piedras
toscas.
A un lado del corredor, en un desván, se guardaban azadones,
rastrillos, bieldos y espuertas hechas de tomiza.
Este desván estaba cerrado por una puerta carcomida, que se sujetaba
con un gancho.
Cenaron en la cocina; hablaron con animación y alegría, para no
infundir sospechas.
Después de la cena, Aracil y María subieron a su cuarto, que estaba
próximo a la escalera, y dejaron la puerta abierta. Observaron, desde
arriba, hacia dónde ponían los arrieros las enjalmas de las mulas, que
les servían de camas, y vieron que todos las colocaban hacia la parte
de adentro, lo más lejos de la puerta. El camino estaba, pues, libre.
Las dos grandes dificultades consistían en bajar la escalera y en
abrir la puerta sin ruido, sin que se despertara nadie. Sacar la yegua
de la cuadra era tarea imposible, y se decidieron a dejarla.
Estuvieron en el cuarto una hora o más a obscuras, hasta que no se oyó
en la casa el menor ruido. María se quitó los zapatos y Aracil las
botas.
--Vamos.
Salieron a la escalera. Esta era tan vieja, que crujía al más leve
paso. Padre e hija fueron bajando las escaleras de puntillas,
deteniéndose a veces, alarmados. El estallido de las tablas les hacía
quedar inmóviles, con el corazón palpitante. Llegaron al portal. María
escuchó un momento la respiración de los arrieros, y avanzó con sigilo
hacia la puerta. Luego tiró del cerrojo, que chirrió fuertemente.
--¿Quién anda ahí?--dijo uno de los arrieros.
María cogió de la mano a su padre y le hizo echarse atrás.
--¿Pasa algo?--volvió a preguntar el arriero.
María y Aracil quedaron un momento inmóviles; luego fueron
retrocediendo poco a poco y volvieron a subir las escaleras. Era
difícil salir por la puerta sin que lo notara nadie. María le habló a
su padre de la ventana del pasillo.
--Vamos a verla.
Fueron sin hacer ruido; la ventana tendría una altura de cinco a seis
metros sobre el callejón. Aracil se quitó la faja. Llegaba hasta cerca
del suelo, pero no había dónde sujetarla; las maderas eran débiles y
carcomidas.
--¿Cómo podríamos sujetar esto?--murmuró Aracil.
María entró en el desván donde se guardaban útiles de labranza, y vino
con el palo de un azadón.
--¿Si lo pusiéramos así, atravesado en la ventana? ¿Eh?
--Sí; podría servir.
El palo era bastante más largo que la anchura de la ventana; la
cuestión era que no se escurriese. Ataron la faja al centro del astil y
vieron que se sujetaba muy bien.
--Vamos allá. Baja tú primero--dijo Aracil--; yo tendré cuidado con que
no se escurra el palo.
María sacó el cuerpo fuera de la ventana y se agarró a la faja; Aracil
fué sosteniéndola desde arriba, y la muchacha llegó al suelo sin
hacerse daño.
El doctor iba a descolgarse, pero pensó que, al soltar la faja, el
palo del azadón, bastante pesado, caería en el interior del pasillo y
produciría un gran ruido.
--¿Qué pasa?--dijo María.
--Espera un momento.
Aracil sacó su pañuelo, lo rompió en dos tiras y ató con ellas el palo
del azadón en los pernios de las ventanas.
--Pero, ¿qué hay? ¿Por qué no bajas?
--Espera. Hazme el favor.
Cuando concluyó de sujetar el palo se echó fuera de la ventana y se
descolgó sin dificultad.
Siguiendo el callejón, entre dos tapias de piedra, salieron a la calle.
La luna brillaba en el cielo y asomaba su faz blanca por encima de un
tejado; su luz dividía la calle en una zona obscura y otra muy clara;
en ésta se veían las fachadas torcidas, ruinosas, con balcones viejos y
derrengados, y se pintaban en ellas sombras negras y dentelladas de los
aleros grandes y de los saledizos. Las piedras del suelo se dibujaban
con fuerza. Arrimándose a las paredes, Aracil y María avanzaron por
la zona de sombra, cortada a trechos por la luz que entraba por los
callejones.
Una mujer abrió un balcón y echó una palangana de agua. Después vieron
a un sereno envuelto en la capa, con el chuzo, cuyo acero brillaba a la
luz de la luna, que cantó la hora melancólicamente.
Salieron de la aldea; a ratos rompían el silencio de la noche los
aullidos tristes de los perros. Al pasar por delante de una casa
aislada, les salió al encuentro un perrazo, que lanzaba un ladrido
estruendoso. Aracil sacó el revólver y lo amartilló. El perro siguió
ladrando y amagando morder, hasta que abandonó la partida, gruñendo.
El camino para Jaraíz estaba bien indicado; el encontrar después el
de Casatejada sería, indudablemente, más difícil. A la hora u hora y
media de salir de Cuacos, llegaron a Jaraíz. No entraron en el pueblo;
pasaron por delante de una fragua iluminada.
--Espérame un momento--dijo Aracil--, preguntaré aquí.
Quedó sola María en el camino, y al poco rato volvió el doctor.
--Vamos bien--dijo.
Siguieron el camino. La claridad tenue de la luna iluminaba el campo
yermo, desnudo y seco; un mastín, a lo lejos, atronaba el aire con sus
ladridos. Padre e hija comenzaban a rendirse; se sentaban a veces en
los riberos a descansar.
Era más de media noche cuando llegaron delante de un arenal, surcado
por un río caudaloso. Brillaba sobre la arena, como si fuera de azogue;
la claridad indecisa de la luna rielaba en sus aguas, y salía de él un
murmullo misterioso y confuso.
Anduvieron los fugitivos por la orilla a ver si encontraban algún
puente o alguna barca, pero no hallaron ni una cosa ni otra. ¿Qué
hacer? El río, siniestro, ancho, silencioso, parecía una gran serpiente
dormida en la arena. El verlo tan brillante les espantaba; el detenerse
allí les podía perder.
--Este río es el Tiétar, y debe ser poco profundo--dijo Aracil--; el
que por aquí venga el camino y no haya puente demuestra que esto es un
vado.
--Vamos a verlo.
Se descalzaron los dos y fueron entrando en el río. Al principio no
había apenas fondo, pero a los ocho o diez metros comenzaba a subir el
agua muchísimo.
--Hay que volver--dijo Aracil.
--Y ¿qué haremos?
Era muy difícil contestar a esta pregunta. El río llevaba bastante
corriente; perdiendo el pie y no sabiendo nadar, podía suceder una
desgracia.
--Esperemos a ver si aclara un poco--murmuró Aracil, desalentado.
Se tendieron a la orilla del río. Estaban los dos rendidos, febriles,
mudos. En esto se oyó a lo lejos el galopar de un caballo.
--Viene alguien--exclamó el doctor, sobresaltado--. ¿Será la Guardia
civil? Entonces, estamos perdidos.
Al entrar el jinete en el arenal del ancho cauce del río, dejó de
oírse el ruido de las herraduras del caballo; pero, en cambio, se fué
haciendo cada vez más próximo el choque de los arneses y de las correas
en el silencio de la noche.
No era la Guardia civil, sino un hombre solo, que venía en un
caballo blanco. El hombre no debía conocer el camino, porque quedó
desconcertado al encontrarse delante del río, sin puente para pasar;
miró más arriba y más abajo de la orilla, y se decidió a meterse en el
agua.
--¡Eh, buen hombre!--le dijo Aracil.
--¿Qué hay? ¿Quién me llama?
--¿Podría usted pasarnos en el caballo?
--No puede ser; tengo prisa.
--Se le pagaría lo que fuera.
--No quiero perder tiempo.
El hombre se dispuso a atravesar el río a caballo, y como para darse
ánimos, cantó:
¡Arriba, caballo moro!
Sácame de este arenal,
que me vienen persiguiendo
los de la Guardia imperial.
--¡Vaya, salga lo que saliere!--dijo Aracil--. Agárrate a mí, María.
¡Fuerte!
El doctor se cogió con las dos manos a la cola del caballo, y María,
a la cintura de su padre. Avanzaron en el río. El agua fué subiendo,
subiendo; les llegó al cuello; el doctor y su hija sintieron el espanto
de la muerte próxima; luego el agua comenzó a bajar, el caballo dió
una sacudida y se desasió de las manos del doctor, y éste y María se
encontraron dentro del río, con agua hasta media pierna. Fácilmente
ganaron la orilla opuesta. El hombre del caballo picó espuelas y se
alejó de allí al trote.
Aracil y María salieron con las ropas chorreando agua y temblando por
la humedad y el frío. María tiritaba estremecida, y su padre, asustado,
sin pensar ya en la huída, intentó encender fuego; casi todas las
cerillas que llevaba estaban mojadas; algunas, sin embargo, servían, y
pudieron hacer una hoguera y secarse un poco las ropas.
El alba comenzaba a apuntar en el horizonte, y el velo azafranado de
la aurora se esparcía por la tierra cuando Aracil y María volvieron a
comenzar la marcha. Al amanecer cruzaron la vía del tren. A la claridad
gris de la mañana, en medio de campos de trigo, se veía un pueblo. Una
estrella brillaba en el Oriente; comenzaban a cacarear los gallos.
Iban por el camino, muertos de cansancio, cuando de pronto oyeron
gritar:
--¡Aracil! ¡María!
Se volvieron, sobrecogidos. Delante de ellos, a caballo, estaban
Venancio y Gray.
--Vamos--dijo el inglés--; a montar.
Subió Aracil a la grupa del caballo de Gray, y a María la levantó
Venancio hasta sentarla en el arzón delantero, y al trote llegaron a
la carretera. Allí esperaba un automóvil rojo y un hombre. Encargó el
inglés a éste que llevara los caballos al pueblo; en el coche montaron
Venancio, Aracil y María. El inglés dió al manubrio para poner en
movimiento el motor, luego subió a su asiento, soltó el freno, y el
automóvil comenzó a marchar de una manera vertiginosa.
Explicó Venancio al doctor y a su hija que por la mañana habían sabido
por un propio, enviado por Iturrioz, que estaban en Cuacos, y este
propio, que era el _Ninchi_, les vió al pasar el Tiétar, aunque no les
reconoció. Al decirles que se había encontrado en el camino y cerca
del río con un hombre y una mujer, el inglés y él supusieron si serían
ellos.
Aracil contó lo ocurrido en Cuacos, y pensando que quizá en aquella
hora se habrían dado cuenta ya de su fuga, experimentó una gran
angustia.
Comenzó a hacerse de día; la luna se ocultaba; algunas estrellas
parpadeaban aún en el cielo; la sierra de Gredos comenzó a aparecer
azul, entre nieblas blancas, como una muralla almenada; luego se
derramó el sol por el campo, quedaron jirones de nubes sobre los
picachos angulosos de la sierra, y poco después la montaña desapareció
como por encanto...
El inglés conocía muy bien el camino que habían de seguir; bajaron
hasta Trujillo, y seis horas más tarde entraban en Portugal.


XXVIII.
EN PORTUGAL

En el primer pueblo de la frontera portuguesa se detuvieron y pararon
en una posada. María experimentaba un gran malestar y sentía los pies
como si le estuvieran ardiendo.
--¿Qué tienes?--le dijo su padre.
--No sé.
Cuando intentó descalzarse, no pudo: tenía hinchado los pies; Aracil le
cortó los zapatos; luego, para arrancarle las medias, hubo que hacerle
mucho daño, y María aguantó el dolor sin quejarse.
--¡Qué valiente!--dijo Venancio, enternecido.
--¡Oh! Mucho, mucho--exclamó el inglés, lleno de asombro.
Tenía María los piececitos tumefactos, hinchados y llenos de sangre. El
inglés llevaba unas pastillas de sublimado, que se disolvieron en agua,
y Aracil lavó y vendó los pies de su hija. Al concluír de vendarle, el
doctor, que estaba arrodillado, besó a María en la pierna, con gran
efusión, llorando.
Ella tendió los brazos a su padre, y estuvieron los dos un momento
abrazados.
No había tiempo que perder. Entre Aracil y Gray llevaron a María al
coche, y Venancio se despidió de ellos.
--Yo tengo que volver a Madrid.
Aracil le dió los papeles de Isidro el guarda, encargándole que se
los entregara lo más pronto posible, y María le dijo que le diera las
gracias y le contara cómo habían pasado la frontera. Venancio abrazó
a su sobrina y dió la mano al doctor y al inglés, que siguieron su
camino, internándose en Portugal.
El inglés tenía un amigo y paisano, dueño de unas minas, en cuya casa
se acogerían.
--Ahora tomaremos hacia Coimbra, adonde llegaremos al caer de la tarde,
y por la noche estaremos ya donde vive mi amigo.
Al principio, la carretera marchaba entre grandes alcornoques, con la
parte baja del tronco descortezada y rojiza; luego el paisaje se iba
haciendo más suave y más verde. Cruzaron extensos pinares. En la base
de los pinos, y debajo de sus heridas elípticas, se veían vasos de
arcilla, que iban recogiendo la resina de color de cera. Pasaba todo
a los lados del automóvil de una manera vertiginosa: casas, bosques,
árboles, caminos.
Aracil iba como en un sueño; el cansancio y el aire le dejaban
amodorrado; María sentía una gran pesadez en la cabeza, y temblaba, con
escalofríos.
Pasaron al anochecer por Coimbra, y ya entrada la noche, llegaron a un
pueblo muy pequeño, con una plaza grande con árboles. El automóvil se
detuvo frente a una casa, con las ventanas iluminadas. Salió un mozo a
la puerta, y el inglés le preguntó por su amigo.
--¿Está?
--Sí. Pero ahora tiene una comida.
--Bueno, que salga.
--Es que me ha dicho el señor...
--Nada, dile que salga.
El mozo volvió al poco rato con el dueño de la casa, un inglés de unos
cuarenta años, joven, calvo y rojo, a quien Gray explicó lo que pasaba.
--Está bien. Está bien--dijo el minero. Abrió el automóvil y dió la
mano al doctor para que bajara; luego, sin más ceremonia, tomó a
María en brazos y se la entregó a Gray, que fué subiendo con ella las
escaleras hasta una habitación del primer piso.
--Estos señores son unos parientes míos que se van a quedar aquí unos
días--dijo el minero a la criada, chapurrando el portugués; luego,
dirigiéndose al mozo, advirtió--: Acompaña a este señor a colocar el
automóvil--. Ahora--añadió, inclinándose ante María--perdonen ustedes,
porque tengo una comida con unos portugueses que quieren venderme unas
minas.
Y el inglés se fué; María, Aracil y la criada se quedaron en un cuarto
grande y destartalado. María, ayudada por la muchacha, se acostó en una
cama dura y pequeña, y Aracil se tendió en un sillón.


XXIX.
DESCANSAN

Al día siguiente, Aracil notó que su hija tenía mucha fiebre. Las
heridas de los pies no eran bastante causa para una elevación tan
grande de temperatura. Al anochecer decreció la fiebre. Aracil
supuso si sería ésta consecuencia del desgaste nervioso de los días
anteriores; pero, a media noche, volvió de nuevo la calentura, y Aracil
comprendió que había algo palúdico, y supuso que en la noche de la
huída, al quedarse a descansar en la orilla del Tiétar, habría cogido
la enfermedad.
Durante casi toda la noche María estuvo delirando. La obsesión, en su
delirio, era el río.
--El río..., el río...--exclamaba--; ten cuidado..., nos vamos a
ahogar...--y se erguía en la cama, temblorosa, con los ojos muy
abiertos--. ¡Ah!, ya hemos pasado...
Y volvía siempre a la misma idea.
Aracil estaba muy inquieto con la enfermedad de su hija, y preguntó al
minero si el médico del pueblo era hombre inteligente.
--Sí, sí; mucho.
--¿Se le podría llamar?
--Sin inconveniente alguno. Es persona de confianza.
Se llamó al médico, un hombre joven y de mirada abierta, que examinó a
la enferma y dijo que se trataba de una fiebre intermitente. Le marcó
el tratamiento, que a Aracil le pareció bien, y María, a los cuatro
días, comenzó a mejorar y a tener menos fiebre.
Gray anunció que se marchaba a Madrid.
--¿Qué piensa usted hacer?--preguntó, al despedirse, al doctor.
--No sé todavía. Nos iremos cuando María esté mejor.
--¿Adónde?
--El caso es que todavía no lo hemos pensado. Toda nuestra preocupación
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