La dama errante - 09

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las propiedades a los Ayuntamientos. Eso era lo justo y lo liberal. Lo
que se hizo, además de injusto, ha terminado en medida reaccionaria. El
papa excomulgó a quien comprara bienes de la Iglesia; pero la gente se
ríe de las excomuniones cuando hay dinero detrás, y unos cara a cara y
otros por debajo de cuerda, compraron esas propiedades por unos cuantos
ochavos, y hoy están en manos de unos cristianísimos propietarios, que
son más despóticos que los frailes, más fanáticos que los frailes y más
enemigos del pueblo que los frailes.
--Eso es verdad--dijo el cura.
--Añada usted--prosiguió don Álvaro--a la desamortización religiosa la
civil, y que el Estado vende a los pueblos sus montes y sus tierras,
y que en algunas aldeas, estando enfrente de pinares que fueron antes
del pueblo, hoy no se puede coger ni un pedazo de tea para la lumbre. Y
cada día la vida más difícil; porque esta propiedad particular aumenta,
y el registrador sobornado y el alcalde cómplice permiten que el
propietario extienda sus dominios y tome hoy un trozo y mañana otro del
baldío del pueblo, y el pueblo agoniza y la gente se va, y hace bien.
--¡Qué desdicha!--exclamó María, a quien esta conversación entristecía.
--Eso traerá, a la larga, una revolución en España--dijo el cura.
--Y será lógica--exclamó Aracil--. En un país en donde la propiedad es
tan brutal, tan agresiva y tan ignorante como aquí, la revolución debía
estar ya triunfante.
--Ahora germina--repuso don Álvaro--. Usted no sabe el ambiente de ira
y de protesta que hay en los pueblos españoles. Eso, en Madrid, no lo
saben; porque en Madrid no se enteran de nada; allí creen que no se
discurre mas que en el Congreso y en los periódicos. Y en los pueblos
se discurre, se comenta, se odia al ejército, se odia la ley inicua, y
se quiere vivir y trabajar.
--Y esa protesta, ¿cómo no sale a la superficie?--preguntó Aracil.
--¡Es tan difícil hoy! Luego la protesta se amortigua con la
emigración. La gente más inteligente se embarca y se marcha a América.
Nuestros hombres han servido durante cuatro siglos para trabajar
tierras extrañas; en cambio, han dejado abandonada la nuestra. La gente
fuerte se va, los débiles se quedan, y los cucos se marchan a Madrid, y
desde allí corrompen más el pueblo.
--¿Es usted enemigo de Madrid?--preguntó María.
--Soy enemigo de las ciudades grandes, del lujo y de la propiedad.
Creo que el dinero está pudriendo nuestra vida. Los españoles debíamos
vivir como lugareños, porque nuestro país es pobre. Yo muchas veces he
pensado que un rico que fuera infectando con microbios de la peste y
del tifus todo el papel del Estado y todos los billetes que pasaran por
sus manos, sería un hombre benemérito.
--Y sin dinero, ¿cómo íbamos a vivir?--dijo María.
--Viviríamos en el campo. Esparciríamos la vida que se amontona en
las ciudades por los valles y los montes, haríamos la propiedad de la
tierra común a todos, y así podríamos vivir una vida limpia, serena y
hermosa.
--¿Y los teatros?--preguntó María.
--Al aire libre.
--Es usted muy radical--dijo el doctor, sonriendo--. Más que radical,
anarquista.
--No me asusta la palabra, la verdad...; pero no creo en el anarquismo,
al menos en el anarquismo actual.
Charlando así y andando al paso, cruzaron por Candeleda. A media tarde,
el calor se hizo sofocante; el cielo tomaba un tinte blanquecino y la
sierra de Gredos parecía negruzca. Era aún temprano y quisieron llegar
a Madrigal, y entretenidos en la conversación, siguieron adelante,
hasta que de pronto don Álvaro dijo:
--Pero éste no es el camino de Madrigal.
--¿No?--preguntó el cura.
--No. ¿Quién ha dicho que viniéramos por aquí?
--Nadie--contestó Aracil--; yo les he visto que tomaban por este camino
y me he figurado que lo conocían.
--Bueno. Es lo mismo--repuso el cura--; por todas partes se va a Roma.
--Sí; pero no por todas partes se va a Madrigal--replicó don Álvaro.
Pasó un carro; preguntaron al carretero adónde llevaba aquel camino, y
el carretero dijo que no terminaba en ningún pueblo, sino en la ermita
de Nuestra Señora de Chilla.
--¿Y se puede pasar la noche allá?--preguntó el cura.
--Sí, hay una casa. La casa del santero.
--Pues vamos allá--dijeron los cuatro.


XXI.
NUESTRA SEÑORA DE CHILLA

Iban haciendo el camino de Candeleda a Nuestra Señora de Chilla por una
tierra hermosa y llena de grandes árboles.
Caía la tarde; el cielo se despejaba y se hacía más puro. A veces,
Gredos parecía un monte diáfano, translúcido; un cristal azul,
incrustado en el azul más negro del horizonte.
Habían dejado su conversación de asuntos trascendentales, y don Álvaro,
muy divertido y alegre, charlaba con Aracil y su hija y bromeaba con el
cura, que tenía la respuesta pronta y era socarrón y amigo de burlas.
El haberse perdido en el camino lo tomaban a broma todos, menos los
caballos, ya cansados con la caminata; y el burro que montaba el cura,
apabullado con el peso de la paternidad que llevaba encima, marchaba
jadeante. Don Álvaro, que le vió así, dijo en tono de chunga:
El burro de fray Pedro,
Dios le bendiga;
corre más cuesta abajo
que cuesta arriba.
Y el páter, contoneándose, contestó:
Para cuestas arriba
quiero mi burro,
que las cuestas abajo
yo me las subo.
Se echaron a reír todos del desenfado del páter, y don Álvaro le dijo:
--Para mí que usted es un hombre terne, padre.
--Y bien--replicó el cura--. ¿Por qué no? A lo que vamos, vamos, amigo.
--¿Quiere que le preste mi caballo?
--No, señor; va usted bien en él. Ahora me bajaré un ratito, para que
el burro pueda descansar.
Siguieron andando. Iba anocheciendo. El crepúsculo era de una
diafanidad ideal, el cielo parecía de ópalo; luego se hizo anaranjado,
con nubes de color de rosa, y más tarde quedó rojo, como un mar de
sangre sembrado de islas de oro.
No se veía aún la ermita. María, algo impaciente, metió su caballo por
un camino de cabras que pasaba entre chaparros y lentiscos y se dividía
y subdividía hasta llegar a lo alto de un cerro, y desde allá columbró,
a la ya muy escasa luz del crepúsculo, una casa blanca, que debía ser
la ermita, rodeada por tupidas masas de árboles.
Aracil, el cura y don Álvaro vieron a lo lejos destacarse la silueta
gallarda de María. El horizonte rojizo iba ensombreciéndose, y en el
fondo se presentaba el paisaje heroico, formado por montes ya obscuros,
bajo un cielo fosco y amenazador.
Volvía la muchacha de nuevo al camino.
--¿Qué se ve?--le preguntó su padre.
--Estamos a poca distancia.
--Bueno--dijo el cura--; entonces metamos un repelón a los jacos, y
¡hala, hala! por esos caminos, que estamos cerca y se va haciendo
tarde...
Comenzaron a brillar las estrellas en el cielo azul purísimo. El aire
iba viniendo en soplos fríos, impregnados de olor a monte; el follaje
de los árboles temblaba y la hierba se inclinaba en oleadas con las
ráfagas de viento. Se acercaron a la ermita por entre dos filas de
álamos. Un mochuelo descarado, inmóvil en la rama de un pino, con
la cabeza como dislocada, les contempló con curiosidad, y al ver
aproximarse a aquellos intrusos, echó a volar rápidamente. La noche
dominaba e iba dejando más aromas en el aire y más frescura en el
viento. El campo se hundía en un sueño de tristeza. Poco después, una
campana, con un son agudo, derramó sus notas de cristal en el ambiente
silencioso...
Entraron en casa del guarda de la ermita y se metieron en la cocina.
Don Álvaro y el cura traían algunas provisiones y comieron al lado de
la lumbre, en compañía del doctor y de su hija, a la luz de la llama
del hogar y de las rajuelas de tea que ardían sobre una pala de hierro.
El santero, un viejo idiotizado por la soledad en que vivía, hablaba
muy de tarde en tarde, y dijo que, entrada la noche, iban a tener
fiesta unas leñadoras que andaban recogiendo leña en el monte.
A eso de las nueve se fueron presentando en la cocina una porción
de muchachas desgarbadas, feas, negras, la mayoría sin dientes, en
compañía de unos mozos que, a quien más y a quien menos, se les hubiese
podido tomar por un gorila. Parecían, al entrar en la cocina estos
mozos y mozas, un rebaño de animales salvajes; en su compañía iban
dos viejas horribles, una alta, seca como un sarmiento, arrugada y
sin dientes, llamada la tía _Calesparra_, y otra pequeña, encorvada y
negruzca, a la que decían la _Cuerva_.
La presencia del cura les impuso un poco de respeto a estos tipos
selváticos, que miraron a don Álvaro, y sobre todo a María, como si
fuesen criaturas caídas de la luna.
Entre los mozos había uno con las trazas de un verdadero chimpancé.
Era grueso, membrudo, los brazos largos, la nariz chata y los ojos
brillantes; iba con una barba espesa, de seis o siete días, que parecía
formada de pinchos; tenía las cejas negras y el labio colgante. Se
llamaba Canuto, y era porquero. Las leñadoras jugaban con él, y él las
intentaba agarrar y decía:
--¡Indina! Si te cojo en el monte, ya verás, ya.
--Este es algún medio tonto--le dijo Aracil al cura.
--Sí, tonto--replicó el cura--. Métale usted el dedo en la boca. Este
lo que tiene es más picardías que una mula falsa.
Algunos mozos habían quedado fuera de la casuca del santero, y dos o
tres de ellos entraron en la cocina a preparar los instrumentos de
música para el baile, consistentes en una caldera, que golpeaban con un
palo, y una zambomba formada por una piel de carnero clavada muy tensa
en una corteza cilíndrica de alcornoque.
Cuando ya estuvieron arreglados los toscos instrumentos, salieron todos
al raso de la ermita, sujetaron entre piedras unas teas, que echaban
más humo que luz, y comenzó el baile, que tenía el aspecto de una danza
de hombres primitivos en el fondo de un bosque virgen.
La luz de las teas manchaba de claridades rojizas el rostro de los
bailarines y daba a la escena un aspecto fantástico.
Un mozo que se sintió burlón, cogió de la cocina una sartén, y haciendo
como que se acompañaba con la guitarra, cantó unas tonadillas extrañas,
y luego hizo cantar a Canuto y a la tía _Calesparra_.
--No parece que estemos en un país civilizado--dijo don Álvaro.
--Es posible que no lo estemos--replicó, humorísticamente, Aracil.
--La verdad es que choca--añadió María--que cerca de aquí haya trenes,
y telégrafo, y luz eléctrica...
--Nos encontramos en este momento en plena edad de bronce--agregó don
Álvaro.
--¡Ca, hombre!--dijo el doctor--. Canuto no ha llegado al período
cuaternario. Yo estoy seguro de que todavía siente la nostalgia de
andar a gatas.
Estuvieron contemplando el baile durante algún tiempo.
La fiesta no tenía grandes atractivos, y María y Aracil, seguidos de
don Álvaro, se apartaron un poco del raso de la ermita. La luna llena
brillaba, redonda y blanca, sobre la montaña. Ni un soplo de aire
turbaba la serenidad del éter; la calma reinaba en el cielo y en la
tierra; todo parecía reposar en un silencio solemne; los árboles y las
rocas se dibujaban con claridad a la luz lunar, y la sierra de Gredos
se erguía entre blancas brumas azuladas.
--¡Qué hermoso!--dijo María.
--Es extraño--añadió don Álvaro.
--La ermita, desde aquí, con sus paredes blancas, tiene un aire
mágico--añadió el doctor.


XXII.
LA LEYENDA DE CHILLA, SEGÚN ARACIL

Y usted sabe ¿por qué se llama esta ermita Nuestra Señora de
Chilla?--preguntó María a don Álvaro.
--No.
--Pues seguramente tendrá una explicación este nombre, su historia o su
leyenda.
--Si no la tiene, es fácil inventarla--dijo Aracil.
--Yo no tendría imaginación para tanto--repuso don Álvaro.
--Yo, sí; ahora mismo se la voy a contar a ustedes; pero no le diga
usted nada al cura.
--No, descuide usted.
--¿Hay por aquí algún convento?--preguntó el doctor.
--Sí, hombre, el de Yuste.
--Pues ya está la leyenda. Oigan ustedes--dijo Aracil.
Y tomando un tono insinuante y persuasivo de orador sagrado, comenzó
así:
--En el monasterio de Yuste, que está enclavado en la sierra de
Gredos, había, hace muchos años, un fraile llamado Melitón, que era un
gran pecador y un saco de picardías. Fray Melitón no se contentaba con
comer bien, con dormir bien y beber mejor, que ésta es la obligación
de todo fraile, sino que le gustaba salir del convento y cortejar a
las mozas. Además de esto, Melitón era malintencionado, se burlaba de
la gente, engañaba al prior, y en vez de ocupar sus ocios en leer,
como sus compañeros, esos libros sublimes que se llaman _El Catalejo
Espiritual_, _El Sinapismo de las Virtudes Teologales_, _La Carabina
de la Penitencia_ o _La Tabaquera mística, para hacer estornudar las
almas devotas hacia el Señor_, se dedicaba a socarronerías y burlas.
Una noche, en la infraoctava del Corpus, fray Melitón tenía una cita
con una rica viuda, a la que había catequizado. Pensaba llevarle _El
Fusil del Devoto_, que es la obra que más efecto causa en las viudas
recalcitrantes. Melitón, después de rezar las oraciones, salió de su
celda sin el permiso del prior, tomó una linterna y un paraguas, ¡el
condenado tenía miedo a constiparse!, abrió la puerta del convento
y salió al campo. Había mucho lodo en el camino, y Melitón pensaba
que iba a llegar a casa de la viuda lleno de barro, lo cual no le
gustaba. Se hallaba con esto preocupado, cuando vió cerca de él una
burra parda, sin duda, escapada de algún caserío, que pacía por allí.
Fray Melitón, pensando que el encuentro le venía de perillas, se
acercó a la burra, saltó sobre ella y, arreándola, echó a andar hacia
el pueblo, ¡hala que hala! El fraile iba distraído, pensando en la
viudita, en los pasteles con que le obsequiaba y en un rico vino de
moscatel, del que tenía grandes provisiones en la bodega, cuando, de
repente, mira para abajo y empieza a ver que marchaba por el aire
entre las nubes, y que ya casi no se veían los árboles. Fray Melitón
se asustó, creyó que estaba ya mareado con el recuerdo del vino, pero
vió que, en realidad, subía y subía cada vez más. El hombre, o mejor
dicho, el fraile, horrorizado, convulso, comenzó a tirar del ronzal a
la burra, pero ésta, como si no. «¡Para! ¡Para! ¡Para!», gritó varias
veces, y la burra seguía adelante. «¡Para! ¡Para!», volvió a gritar el
fraile, y la burra, sin hacerle caso, decía entre dientes: «Sí, sí;
chilla, chilla. ¡Para lo que te ha de valer!» Melitón apretaba las
nalgas contra la burra, a ver si con el esfuerzo empezaba a bajar el
fantástico animal, y llamaba a todos sus amigos, y chillaba y gritaba
agitando su linterna, y la burra, que bramaba e iba echando fuego por
todo el cuerpo, decía: «Sí, sí; chilla, chilla. ¡Para lo que te ha
de valer!» Entonces fray Melitón comprendió que estaba perdido y que
era un gran pecador; sintió un profundo dolor de contricción, tiró
la linterna y comenzó a llorar y a encomendarse a la Virgen. En esto
sintió que la burra parda se deshinchaba por momentos y que iba echando
un olor de azufre insufrible. Melitón, entonces, por inspiración
divina, temiendo estrellarse en el suelo, abrió su paraguas, que le
sirvió de paracaídas, y fué bajando lentamente hasta este cerrillo.
Al encontrarse en el suelo se arrodilló, dió gracias al cielo, y
acordándose de lo que decía la burra cuando le llevaba en el aire,
levantó aquí el santuario de Nuestra Señora de Chilla.
--Muy bien--dijo don Álvaro riendo--. Es una explicación muy chusca,
aunque un poco irreverente.
--¿Cree usted?...
--Sí, hombre.
--Pero la religión de nuestros mayores abunda en cosas chuscas.
--No digo que no.
--Eso demuestra la fuerza de la religión. Cuando vive todavía, a pesar
de todas sus mojigangas, es, sin duda, por algo.
Se habían alejado de la ermita y volvieron a ella. Parecía de lejos
un gran castillo feudal, lleno de almenas y de torrecillas, en medio
de una garganta rodeada de bosques; la claridad de la luna brillaba
en el fondo de las enramadas, y el cielo profundo tenía un inusitado
esplendor...
Durmieron en el zaguán de la casa del santero. El silencio llegaba del
campo, dando esa impresión misteriosa de la Naturaleza, en donde se
funden el completo reposo y la vida intensa de los árboles y de las
plantas, de los insectos y de los pájaros. En plena noche se oyó el
grito siniestro y confidencial de la lechuza, y por la mañana cantaron
los ruiseñores...


XXIII.
EN SU BUSCA

Mientras Aracil y su hija dormían en el zaguán de la casa del
santero de Nuestra Señora de Chilla, dos personas andaban por Madrid
pensando en ellos y preparándose para buscarlos: eran éstas Tom Gray,
corresponsal de la Agencia Reuter, y el doctor Iturrioz.
Tom Gray había sido enviado por su Agencia a Madrid para dar cuenta
de las fiestas; presenció el estallido de la bomba desde una tribuna
próxima al balcón ocupado por el anarquista, auxilió a los heridos, vió
a Nilo Brull muerto y estuvo presente en la autopsia. Además, conocía
al doctor Aracil y a su hija.
Estaba en posesión de todos los datos necesarios para hacer una
información detalladísima, y, efectivamente, la hizo; pero la
desaparición de Aracil y de María dió al asunto nuevo interés y produjo
una exasperación de su curiosidad periodística.
Conoció Gray al doctor Iturrioz, y en vez de creer, como los demás, que
era un chiflado, se convenció de que era un hombre de talento.
--Usted y yo tenemos que buscar a Aracil--dijo el inglés.
--¿Y si lo encontráramos...?--preguntó Iturrioz.
--Si lo encontráramos... le ayudaríamos a escapar.
--Conformes.
Se pusieron los dos en movimiento y recorrieron todos los rincones de
Madrid. Iturrioz creía que su amigo no había salido de la capital.
Cuando llegaron los telegramas de París afirmando haber visto al doctor
allí, Gray dudó; siguió con sus informaciones, y, por último, después
de ver lo infructuoso de sus pesquisas, creyó que había que abandonar
las pistas seguidas y tomar otras nuevas.
Se veían Iturrioz y Gray en el café Suizo y se comunicaban sus
impresiones. Una noche, Iturrioz dijo:
--He visto a Venancio Arce, un ingeniero pariente de Aracil. Sabe algo;
tiene indicios de lo que ha podido hacer el doctor. Vamos a verle esta
noche.
Fueron a visitar al ingeniero y hablaron con él.
--Yo estoy dispuesto a emplear el dinero que se necesite para
salvarles--dijo Gray--; de manera que puede usted no tener escrúpulos
en decirnos lo que sepa; si han escapado, mejor para ellos; si no, les
ayudaremos a escapar.
--Yo, como saber, no sé gran cosa--replicó Venancio--. No tengo mas que
indicios, suposiciones...
--Hable usted--le dijo Iturrioz.
--Yo creo que Aracil y María han estado en Madrid hasta hace diez o
doce días, escondidos no sé en dónde.
--Creo lo mismo--dijo Iturrioz.
--El quedarse en Madrid después del atentado--aseguró Venancio--,
aunque Aracil no haya tenido parte alguna en eso, era lo más prudente.
Ellos supieron por la noche que se habían dado órdenes para prenderlos;
lo natural es que hayan evitado tomar el tren.
--¿De manera que usted no cree que estuvieran en París cuando se dió
esta noticia?--preguntó Gray.
--Yo no.
--Ni yo tampoco--añadió Iturrioz.
--Hay muchas razones para suponerlo así--siguió diciendo Venancio--. Se
sabe que Aracil se afeitó en el hospital; está probado.
--Sí; es verdad--afirmó Gray.
--A pesar de esto, los dos periodistas de París que dijeron haberle
visto, lo describieron como un hombre de barba negra. En la interviú
que celebraron con Aracil en París, el doctor no sabía aún que Brull
hubiera sido encontrado muerto. Sin embargo, la noticia se conocía allá
veinticuatro horas antes, y Aracil no se había enterado. Además, le
hacen decir un día después del encuentro del anarquista que ignoraba el
paradero de Brull.
--Es absurdo todo esto--dijo Gray.
--No. Eso demuestra--exclamó Iturrioz--que Aracil no estaba en París,
y que sus amigos llevaron a cabo esta maniobra para despistar a la
policía.
--Esa es también mi opinión--añadió Venancio.
--Entonces, ¿usted qué cree?--dijo Gray--. ¿Dónde estarán? ¿En Madrid
aún?
--Yo me figuro--contestó el ingeniero--que Aracil envió a algún amigo
suyo de París una nota para que fingiese una entrevista con él, y que
cuando la noticia surtió efecto y todo el mundo quedó convencido de que
se habían escapado, entonces ellos se prepararon a la fuga.
--Y ¿cree usted que habrán tomado el tren?--preguntó Gray.
--Creo que no. Si hubieran tomado el tren estarían en salvo; si
estuvieran en salvo, nos hubieran escrito. Además, es lógico que no
se atreva uno a lanzarse a la suerte después de haberse salvado los
primeros días.
--Y, ¿cómo cree usted que se hayan marchado?
--No sé; si ha habido por medio algún amigo o persona influyente, es
posible que hayan ido en automóvil; pero lo dudo, por lo que decía
antes. En automóvil, hace tiempo que estarían fuera de España, y nos
hubieran escrito para tranquilizarnos.
--¿Usted supone, pues, que no han salido de España?
--Eso es.
--¿Y que han intentado marchar a pie hasta Francia? Me parece absurdo.
--Si han ido a pie o a caballo, yo creo que habrán elegido la marcha
hacia Portugal. ¿Por qué lo supongo así? Primero, porque el viaje es
más corto; segundo, porque el país es más despoblado; tercero, porque
yo he hablado a María de este viaje.
--Entonces, es indudable--dijo Iturrioz--; han ido por ahí.
--De manera que si fueran ciertas las suposiciones de usted, ¿hacia
dónde estarían?--preguntó Gray.
--Si han salido un día o dos después de publicada la noticia de su paso
por París, deben estar cerca de la frontera portuguesa.
--¿Quiere usted venir con el doctor Iturrioz y conmigo en su busca?
Tomaremos un automóvil, y, si los encontramos, los pondremos en salvo.
--Es que, probablemente, el camino que hayan seguido ellos no será la
carretera.
--No importa; nos enteraremos. Conque, ¿usted viene? Saldremos dentro
de unas horas. Iturrioz y yo vendremos a buscarle a las cinco. Esté
usted preparado.
Se despidieron, y, por la mañana, Tom Gray y el doctor Iturrioz se
presentaron en un magnífico automóvil a la puerta de casa de Venancio.
Montaron los tres; Gray hacía de _chauffeur_; salieron de Madrid y,
en un instante, llegaron a Maqueda; preguntaron aquí, siguieron hasta
Oropesa y, no encontrando ningún dato, volvieron a Navalcarnero. Luego
dejaron la carretera principal y llegaron a Brunete.
Venancio creía que el doctor y su hija habrían tomado esta ruta. Como
era poco frecuentada, en las ventas podían recordar el paso de los
fugitivos, y, efectivamente, en el primer sitio donde preguntaron, en
el ventorro de Los Dos Caminos, la mujer dió las señas de Aracil y de
su hija, y dijo que hacía ya una semana o más que se habían albergado
en su casa. Durante todo el camino, desde Brunete hasta San Martín de
Valdeiglesias, encontraron el rastro de Aracil y de su hija, y en el
ventorro de San Juan de los Pastores, las señas dadas por la ventera
fueron tan claras, que no dudaron Venancio, Iturrioz, ni el inglés, de
que se trataba del doctor y de María. Por qué aseguraba la mujer de la
venta que los fugitivos eran un guarda y su hija, no se lo pudieron
explicar satisfactoriamente.
En San Martín se perdía la pista; habían pasado bastantes aldeanos a
la feria de la Adrada, y no se recordaba haber visto a los viajeros.
Además, acababa la carretera y no era posible seguir en automóvil.
Se discutió la manera de continuar el viaje, y Venancio, después de
consultar el plano, dijo:
--Lo mejor es que uno compre un buen caballo y vaya recorriendo por el
monte el camino, en línea recta, hacia Portugal; el automóvil, por su
parte, puede explorar la carretera entre Navalmoral, Plasencia y Coria.
Se dispuso hacerlo así. Iturrioz, que era un buen jinete, compró
un caballo en San Martín de Valdeiglesias, apuntó los pueblos que
tenía que recorrer, y por la tarde se puso en marcha. Se acordó que
escribiera todas sus investigaciones y las enviara diariamente a Tom
Gray, a Navalmoral.
Mientrastanto, Venancio y el inglés bajaron en el automóvil a Escalona,
y de Escalona se corrieron a Maqueda, desde donde continuaron por la
carretera hasta detenerse en Navalmoral de la Mata.
Al día siguiente, Venancio y Gray recorrieron la carretera, sin
encontrar pista alguna. La primera carta de Iturrioz no decía nada
interesante; en la segunda contaba que había encontrado en La Adrada un
hombre apodado el _Ninchi_, que conocía a los fugitivos. El _Ninchi_
se había brindado a acompañarle, y marchaban los dos a lo largo de la
sierra de Gredos, en busca de Aracil y de su hija.


XXIV.
LA SERRANA DE LA VERA

Se despertó Aracil y, viendo que María estaba también despierta, se
levantaron ambos y salieron al raso de la ermita. La luz difusa del
amanecer iluminaba el campo. Corría un vientecillo frío y sutil. Se
dispusieron a aparejar los caballos, y estaban dispuestos a partir,
cuando el cura, que se había levantado también, dijo:
--¿Qué, no quieren ustedes ver la ermita?
Aracil iba a pretextar el tener que preparar los caballos; pero su hija
le hizo callar con una mirada, y el cura, que notó la intención, dijo:
--Ande usted, que por oír misa y dar cebada, no se pierde la jornada.
Era domingo; el negarse a entrar podría parecer demasiado
significativo, y entraron. El cura y el santero les enseñaron la
iglesia y el coro.
--¿Alguno de ustedes sabe tocar el piano?--preguntó el cura a María.
--No... Nosotros, ¿cómo quiere usted que sepamos eso?
--¡Bah! ¡No se haga usted la tonta!... Usted sabe tocar el piano.
--No, no.
--¡Déjese usted de historias!
María se turbó y miró a su padre, confusa. Aracil hizo un gesto y se
mordió los labios.
--Aunque sea un poco brusco--dijo el cura--, no soy de los que hacen
daño a nadie. Y si algo he adivinado, me lo callo. Conque, ande usted,
toque usted el órgano mientras yo digo misa.
--Vamos a llamar la atención de un modo horrible--dijo Aracil--, y no
nos conviene.
--¿Por qué llamar la atención?
--¡Una mujer que toca el órgano!
--Pues se hace una cosa. En el coro no entran mas que el santero, su
hija y usted; la gente, que crea que usted es el que ha tocado. El
santero no dirá nada si yo se lo mando.
No hubo manera de negarse, y María se puso de acuerdo con el cura para
saber lo que había de tocar. El santero le iría indicando cuándo y cómo
debía hacerlo, y Aracil daría al fuelle.
Comenzó a sonar la campana, y poco después fueron entrando en la ermita
toda la gente de los contornos que habían estado en la fiesta de la
noche anterior. Comenzó la misa. Aracil se agarró al fuelle del órgano.
María se sentó delante del teclado y siguió las instrucciones del
santero, que le decía: «Ahora, bajo; ahora, alto; ahora, fuerte».
De esta manera tocó lo que recordaba: trozos de ópera y sonatas de
Beethoven y de Mozart.
Cuando concluyó la misa, el cura les invitó a comer. Habían preparado
un yantar excelente; pero María y Aracil dijeron que tenían prisa,
montaron a caballo, y tras ellos fué don Álvaro.
--¡Qué bien ha tocado usted!--le dijo a María, con verdadera efusión.
--¡Si no he sido yo! ¡Ha sido mi padre!
--Sí, eso ha pensado la gente; pero como yo soy curioso, he subido las
escaleras del coro y he visto a su papá que se dedicaba a inflar el
fuelle mientras usted tocaba.
María se echó a reír.
--Debe usted tener una idea rara de nosotros--dijo.
--Tanto, que no me chocaría nada que al llegar al pueblo inmediato
salieran a recibirle a usted llamándole duquesa, princesa o reina.
--Pues no tenga usted cuidado, no saldrán.
--¡Qué sé yo!
Bajaron por entre matorrales espesos de espinos y de retamas, de
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