La dama errante - 08

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caía un buey lo devoraban inmediatamente y no dejaban de él mas que los
bofes, que sobrenadaban en la superficie del lago.
María pensó en su primo Venancio, en aquel sonriente destructor de
leyendas, que se había bañado en la laguna de Gredos y buceado en sus
aguas, sin pescar ni el terrible monstruo, ni la más modesta ondina, ni
aun siquiera un ligero catarro.
Estuvieron Aracil y María, por la tarde, en una sesión del
cinematógrafo del _Ninchi_, y poco después salieron de La Adrada. Al
cruzar por una aldea, llamada Piedralabes, encontraron dos mujeres y un
hombre que iban por el camino. El hombre era un tipo flaco, amojamado,
de gorrilla, gabán viejo, con el cuello subido, y una guitarra a la
espalda. Las mujeres iban vestidas de claro; una era chata, fea, de
colmillo retorcido; la otra era una niña, pálida y anémica.
Les extrañó al doctor y a su hija estos tipos, y se quedaron, al pasar,
mirándolos con curiosidad.
El hombre de la guitarra les saludó y comenzó a seguirles y a contar
sus cuitas. Dijo que él y las dos mujeres habían ido a La Adrada
contratados para bailar en un cinematógrafo; él era tocador de guitarra
y ellas bailarinas, y por una tontería no quisieron aceptarlos; habían
salido a pie y sin una perra y estaban reventados de andar. Tenían los
pobres un aspecto desdichado. Mientras hablaba el hombre, la chata
gruñía y la jovencita anémica, a la que le quedaban manchas de colorete
en la cara, pálida y azulada, se quejaba al andar. Llevaba, según
dijo, zapatos de tacón alto, los mismos que les servían para bailar,
y le hacían mucho daño. El de la guitarra preguntó al doctor si no
les podría dar alguna cosilla para comer. Con una peseta les bastaba.
Aracil se la dió y, dejando en el camino a los infortunados histriones,
llegaron María y su padre, ya de noche, a Casa Vieja, y entraron en una
posada.
Pasaron por un corredor muy largo hasta la cocina, en donde dos mujeres
charlaban sentadas al borde del fogón; saludó Aracil, no contestó
ninguna de ellas; preguntó si había posada, respondieron, displicentes,
las mujeres, y el doctor, olvidándose de su situación, dijo que
hicieran mejor en tener un poco de cortesía con los viajeros.
La huéspeda, que oyó esto, se irguió del borde del fogón en donde se
hallaba sentada y, con muy malos modos, dijo a Aracil que se fuera, que
ella era reina en su casa y que no necesitaba de nadie para vivir.
Terció María con gran suavidad y logró amansar a la ventera y
convencerla de que les dejara allí y de que, además, les preparase qué
cenar.
La huéspeda pasó pronto del enfado a la simpatía; se dispuso a hacerles
una modesta cena, y, mientras cocinaba, habló de sus padres y de su
marido; contó su historia y dijo que se llamaba la _Gila_. Puso luego
una mesa pequeña y coja y sirvió a sus huéspedes la cena, que consistía
en unas sopas, adornadas con una capa de pimentón de un centímetro o
más de espesor, y un guisado de cerdo con su correspondiente manta roja.
De noche se presentó una muchacha muy linda, y besó la mano de todos
los que estaban allí. María preguntó a la _Gila_ qué significaba
aquello, y la ventera explicó que su hija había ido a confesarse, y el
cura, sin duda, le puso como penitencia que besara la mano a todos los
que se encontraran en la casa al llegar a ella.
Luego vino el posadero, un palurdo que vivía, sin duda, bajo el dominio
de su mujer, y porque se permitió discutir y porfiar con ella, la
_Gila_ le mandó a paseo con malos modos, y después, mientras fregaba
unos platos, cantó con sorna:
En el cielo manda Dios;
en el lugar, el alcalde;
en la iglesia, el señor cura;
y a mí no me manda nadie.
--¡Qué mujer más bestial!--dijo Aracil con enfado.
--Pues esto es anarquismo puro--replicó María en voz baja y riendo.
La _Gila_ se dedicó a deslumbrar a sus huéspedes con toda clase
de desplantes; aquella reina de fregadero estaba más para una
representación de lunes de moda del Español que para la cocina de un
humilde ventorro de aldea.
Al retirarse, la _Gila_, como favor especial, permitió al doctor y a
su hija el ir a acostarse en el pajar, que estaba en lo más alto de la
casa, pues los demás huéspedes se tendían en el zaguán.
No durmieron bien ni Aracil ni María, porque había en el pueblo un
sereno con una poderosa voz de barítono, que delante de la casa cantaba
la hora, con unos calderones y florituras de vieja zarzuela española,
capaces de despertar a una piedra.
Al amanecer, la luz, que se filtraba por las rendijas del pajar,
contribuyó a tenerles despiertos, y un hombre se encargó de
molestarles, gritando:
--¡Arrieritos! Que está amaneciendo.
Pudieron dormir un rato por la madrugada. Al despertar, la claridad del
día entraba por el ventanucho del granero, como una ancha barra de oro,
iluminando al aire, lleno de partículas, y las telarañas del techo.
Bajaron del pajar, se despidieron de la _Gila_, que se preparaba para
la faena, o mejor dicho, para la función del día, y salieron del
pueblo.


XVIII.
LA SAGRADA PROPIEDAD

Iban marchando por delante de una aldea, llamada Mijares, cuando se
unió a ellos una pareja de la Guardia civil. Temblaron al principio el
doctor y su hija, pero se tranquilizaron pronto, porque los guardias
civiles no les preguntaron nada.
Cruzaron a la vista de dos pueblos: Gavilanes y Pedro Bernardo; en este
último quedaron los guardias civiles, y Aracil y María tomaron por una
carretera recién construída y desierta. Preguntaron a un peón caminero
cómo se hallaba aquel camino tan poco frecuentado, y el hombre,
sonriendo con cierta socarronería, dijo que habían tirado aquel cordel
para favorecer la finca de una rica propietaria, y que por allí no se
levantaba ningún poblado que pudiera aprovechar la carretera.
A María le chocó ver que su padre no protestaba, y cuando estuvieron
solos se lo hizo notar.
--Ya parece que tú y yo nos vamos acostumbrando a estas cosas.
--¡Psch!
--El viajar así yo creo que nos entontece un poco, ¿verdad?--preguntó
María.
--Es natural--dijo, reflexionando, el doctor--. De espectadores nos
hemos convertido en actores. El pensamiento paraliza la acción, como
la acción achica el pensamiento. Andamos mucho, vemos muchas cosas,
pensamos poco.
--Sin embargo, el hombre completo debía pensar y hacer al mismo tiempo.
--¡Ah, claro! Ese es el máximo. Pensar grandes cosas y hacerlas. Eso
era César.
Iban entretenidos charlando, cuando vieron a un lado de la carretera a
un hombre escuálido y casi desnudo, apoyado en un montón de piedras,
envuelto en una manta llena de agujeros y con un pañuelo en la cabeza.
Al lado del hombre, una mujer, vieja y haraposa, le contemplaba
impasible.
--¿Qué le pasa a este hombre?--dijo Aracil, haciendo parar su caballo.
--Este hombre--contestó la vieja--es mi marido y está enfermo, y ahora
le ha dado la calentura.
Bajó Aracil del caballo y, sin acordarse de su situación, reconoció al
enfermo.
--Este hombre está muy mal, pero muy mal--dijo a la vieja, que se
encogió de hombros.
--Pero, ¿cómo se han puesto ustedes en camino encontrándose su marido
así?--preguntó María.
--Ya ve usted--exclamó la mujer--. Miserias de los pobres. Ya no
podíamos estar en el pueblo; debíamos la casa y nos han despachado,
y como éste lleva tanto tiempo enfermo y no gana, pues nos salimos al
camino.
--Y ¿qué es su marido de usted?
--¿Qué quiere usted que sea? Peón. Ha trabajado en la finca de la
duquesa hasta que se ha puesto malo, y ahora, cada día está peor. Ahí,
en la Venta de la Cruz, hemos querido parar, pero como no llevábamos
dinero...
--Y ¿dónde está la Venta de la Cruz?--preguntó el doctor.
--A un cuarto de hora de aquí.
--¿No podrá ir su marido hasta allá? Ya le pagaremos la posada.
La mujer preguntó al marido:
--¿Podrás ir a la venta?
--No, no--murmuró el enfermo--; dejadme morir aquí.
--Voy a avisarle a ese peón que hemos visto--advirtió Aracil a su hija.
Retrocedió unos cien pasos, y encarándose con el peón caminero, le dijo:
--Oiga usted, amigo: hay ahí un hombre que se está muriendo en la
carretera; ¿no le podría usted hospedar?
--¡Hombre, yo no estoy autorizado para eso!--contestó el peón--.
Además, mire usted: mi mujer está de parto y acaba de dar a luz una
niña.
--Pues ese hombre no se puede quedar así. Le advierto a usted que
tiene unos cuartos. Aunque fuera, si tuviese usted un cobertizo donde
meterle...
Reflexionó el peón y aceptó.
Aracil fué a darle la noticia al enfermo, y éste, sostenido por su
mujer, se encaminó, despacio, a la casa del peón caminero. Después, el
doctor le dió tres duros a la mujer, e inmediatamente Aracil y su hija
montaron a caballo y siguieron adelante.
En esto vieron una piedra del término de una dehesa, en la que ponía:
«Propiedad de la Excma. Sra. Duquesa de Córdoba».
Aracil se descubrió al leer la inscripción, y exclamó, en tono de burla:
--¡Oh sagrada propiedad! Yo te saludo. Gracias a ti, los españoles que
no emigran se mueren de hambre y de fiebre en los caminos.
María no dijo nada. Al anochecer llegaron a Lanzahita y comieron y
durmieron en la posada.


XIX.
LAS APUESTAS DEL «GRILLO»

Se detuvieron a comer en un parador, que se llamaba de los Patriarcas
Grandes, cerca de un poblado, de nombre Ramacastaños.
Todos los que vivían en el parador, viejos, jóvenes y niños, estaban
escuálidos y amarillos por las intermitentes. En un patio de la casa
crecían unos cuantos eucaliptos desgajados y torcidos, con las ramas
rotas.
Al salir del parador les fué forzoso detenerse al doctor y a su hija,
porque en aquel momento cruzaban el camino compactas manadas de
toros, que algunos vaqueros, montados a caballo, obligaban a pasar un
barranquillo, en cuyo fondo corría un arroyo.
Esperaba también junto a María y su padre un joven elegante y
melancólico, montado en un caballo negro. Este joven dijo que aquellas
toradas iban de Extremadura a las tierras altas, y que habrían pasado
el Tajo, probablemente por Almaraz.
No quisieron Aracil ni su hija entrar en conversación con el
desconocido, y cuando acabó el paso de los toros y quedó libre el
camino, siguieron de nuevo su marcha.
Al poco rato apareció el joven montado en su caballo negro. Tras él
iba un mastín blanco, con el hocico afilado y las orejas caídas. Aquel
joven melancólico, vestido de obscuro, parecía el Caballero de la
Muerte, grabado por el gran Durero.
Saludó el joven al pasar, y se adelantó en el caballo; luego volvió a
rezagarse, sin duda para contemplar de nuevo a los viajeros.
--¿Quién será este tipo?--dijo Aracil--¿No será un espía?
--¡Ca!--contestó su hija--. Algún curioso.
--Entre curioso y enamorado.
--Es posible.
Llegaron a Arenas de San Pedro, y Aracil y María, aun a riesgo de
caerse, cruzaron el pueblo al trote, siguieron por cerca del castillo y
pasaron el puente, desde donde se veía un riachuelo formado por muchos
hilos de agua, que corrían por un cauce ancho, formado por piedras,
casi todas ocultas por ropas blancas puestas a secar, que deslumbraban
al sol.
Preguntaron a una lavandera por el camino de Guisando, y ya al paso se
dirigieron a este pueblo por entre grandes pinares.
Se encontraron en el camino, cerca de un taller en donde trabajan
varios leñadores, con un ciego y un muchacho, que iban con un
carrito pequeño, tirado por un burro. El carrito, pintarrajeado y
cerrado, tenía en la parte de atrás ocho o diez agujeros, tapados
con redondeles de cobre, y encima de ellos ponía escrito: «Panorama
Universal».
El viejo vestía una anguarina amarillenta, sombrero cónico y grandes
antiparras; llevaba un rollo de tela en la mano y una caja a la
espalda; el muchacho blandía una pértiga, larga como una lanza.
Les preguntó Aracil qué oficio tenían, y el ciego dijo que andaban
de pueblo en pueblo con las vistas. Además, llevaban un cartelón que
representaba distintas escenas del crimen de Don Benito, desde el
asesinato de la víctima hasta la ejecución de los dos criminales en el
patíbulo.
El cartelón y una caja de música, con cuyas notas amenizaba sus
discursos, le servían para atraer a la gente.
El ciego quiso mostrar las excelencias de su declamación, y comenzó a
recitar, de una manera enfática y con una voz aguda, un romance, en el
cual se explicaba el crimen de Don Benito con todos sus horrores. El
ciego se llamaba el _Grillo_, mote muy natural, dada su voz chillona y
agria.
Tenía el hombre buena memoria; recordaba otros romances de crímenes
célebres, y, por último, haciendo memoria, recitó los romances del
guapo Francisco Esteban y Diego Corrientes, y con estas pintorescas
narraciones de bandidos, puñaladas, trastazos, endechas de mártires y
confesiones de verdugos, llegaron a la vista de Guisando.
Desde lejos, el pueblo era bonito, con sus tejados rojos y su aspecto
de aldea suiza; pero por dentro no tenía nada que celebrar: las calles
estaban llenas de barro, los carros andaban entre la gente.
Preguntaron por una posada y les indicaron una casucha pobre, y el
ciego, el lazarillo, Aracil y su hija entraron en ella hasta la cocina.
Había allí un viejo flaco, envuelto en una capa y devorado por las
intermitentes, que les dijo, con una voz débil, que esperaran a que
viniera su hija.
Vino ésta, una mujer de hermosos ojos, con una gargantilla de corales
en el cuello descubierto, y preparó de cenar a los viajeros.
Después de comer estaban charlando a la luz de un candil, cuando
arribaron unos cuantos leñadores de los pinares. Sin duda no tenían
mucho que hacer ni con qué entretenerse, y el _Grillo_, que sabía
muchas malicias de posada, apostó a uno de los leñadores a que no comía
cinco bizcochos sin beber nada, mientras él contaba ciento. El leñador,
que era un mozo alto y fuerte, dijo que no tenía dinero para apostar,
pero que tenía la seguridad de comérselos. Otro de los leñadores
apostó un real por su compañero, y se hizo la prueba; pero el mozo
alto no pudo con los cinco bizcochos, y cuando el _Grillo_ contaba los
cien, no había podido tragarlos. El que había apostado dinero pagó a
regañadientes, y el que hizo la prueba bebió un vaso de agua y se sentó
al fuego, tan satisfecho.
--Esto me recuerda--dijo el _Grillo_--un cuento viejo.
--Cuéntelo usted--dijeron los leñadores.
--Pues era un estudiantón de los antiguos--comenzó diciendo el
_Grillo_--que andaba con la tuna de pueblo en pueblo. Un día se
encontró en Madrid muerto de hambre y con un dolor de muelas de padre y
muy señor mío. El hombre tenía una peseta en el bolsillo y no sabía qué
hacer, porque decía: «Si voy a casa de un barbero y me quito la muela,
voy a tener un hambre de perro; y si como y no me quito la muela, se me
va a hacer el dolor más rabioso». En esta alternativa, ¿sabéis lo que
hizo?
--Yo hubiera comido--dijeron la mayoría de los leñadores.
--Yo me hubiera puesto un emplasto--añadió otro.
--Pues a él se le ocurrió una cosa mejor--repuso el _Grillo_--; verdad
que era de la piel del diablo. Fué a una pastelería en donde había
mucha gente, y, delante del escaparate, comenzó a gritar: «¡Me comería
cien! ¡Me comería doscientos!» Unos soldados que le oyeron le dijeron:
«¿A que no?» «¿A que sí?» «¿Cuánto apostamos?» Si pierdo, que me quiten
esta muela, pero sólo ésta». «Bueno, vamos». Entraron en la pastelería,
y el estudiante a comer y los soldados a pagar; a la docena ya no pudo
más y se dió por vencido. Le llevaron los soldados a la barbería, y
el barbero le arrancó la muela. Al salir, todo el mundo, de chunga,
había formado un corro a su alrededor, y le señalaba y se descalzaba
de risa, y decía: «Mirad a este estudiante, que por perder una apuesta
se ha dejado quitar una muela». Y el estudiante contestó: «Sí; pero
era una muela que me dolía hace un mes». Lo mismo digo yo--añadió el
_Grillo_--del que ha perdido esta apuesta. Ha perdido, pero se ha
comido los bizcochos y no ha pagado nada.
Rieron el cuento los leñadores, y el mismo aludido celebró la alusión;
luego el _Grillo_ sacó su caja de música y comenzó a darle al manubrio,
y tocó dos o tres valses incompletos y una canción francesa, vieja y
romántica, de _Les dragons de Villars_.
La huéspeda preguntó al doctor y a su hija si querían acostarse, y
habiendo dicho que sí, una moza les llevó a ambos, cruzando la cuadra,
a la ahijadera de una zahurda llena de heno. Algo asombrados quedaron
Aracil y María del dormitorio; pero antes de que pudieran protestar, la
moza se llevó el candil y quedaron a obscuras. Encendió una cerilla el
doctor y examinó el escondrijo, que estaba lleno de telas de araña. El
olor de la hierba fresca era tan fuerte y penetrante, que no se podía
respirar; buscaban padre e hija la manera más cómoda de tenderse en
aquel agujero, cuando, abriendo la media puerta del chiscón, penetró
un cerdo enorme, al parecer con intenciones amenazadoras. Aracil, que
lo sintió, le pegó un puntapié, y el cerdo salió gruñendo y chillando.
Volvieron a encender una cerilla, y entre padre e hija atrancaron la
puerta y se tendieron a dormir.
Se despertaron varias veces con los gruñidos de los comedores de
bellota, que hocicaban en la puerta y parecían querer entrar.
Antes que se hiciera de día, y mareados por el olor de la hierba,
salieron de aquel infame rincón, pagaron la posada, echaron las
albardillas a los caballos, compraron un pan grande y un pedazo de
jamón para el camino, y dejaron el pueblo.


XX.
EL HOMBRE DEL CABALLO NEGRO Y DEL PERRO BLANCO

Iban entrando en la Vera de Plasencia; a la derecha, según caminaban,
se erguía la pared gris, de granito, de la sierra de Gredos, cuyas
crestas rotas, formando una línea austera, se dibujaban como recortadas
en el cielo azul; a la izquierda, hacia el llano, veíanse colinas
cubiertas de olivares, de granados, naranjos y limoneros. Junto a
aquellos montes secos, que parecían quemados o hechos con escombros y
ceniza, se destacaban las praderas verdes y los huertos del pie de la
montaña.
El camino iba bordeando los setos de los prados, subiendo y bajando por
las faldas de la sierra.
Pasaban María y su padre por delante de Poyales del Hoyo, cuando
aparecieron junto a ellos el joven del caballo negro y del perro
blanco, en compañía de un cura, montado en un burro.
Saludaron unos, contestaron los otros, y aunque Aracil no tenía ganas
de entrar en conversación, no pudo rehuírla.
El cura era charlatán, y comenzó a hacer preguntas al doctor y a su
hija; el joven del caballo negro no dijo nada.
Era el camino estrecho y tuvieron que marchar de uno en uno, en fila
india, como decía el doctor. En algunos sitios, el camino estaba
convertido en una acequia caudalosa.
--Pero esto, ¿cómo puede estar así?--dijo Aracil.
--Esto lo hacen para regar los prados--contestó el joven, que todavía
no había hablado--; aquí los propietarios echan el agua por el camino,
y así se evitan gastar en acequias.
--¡Qué barbaridad!
--Pues aquí ya se sabe--replicó el cura--; todo el mundo anda a la
gabela, y el que puede más que nadie...
Llegaron a un sitio muy hermoso, al que daban sombra inmensos castaños
y adornaban grandes adelfas, como canastillas de flores. El joven del
caballo negro propuso que se pararan allí a comer; Aracil dijo que
ellos tenían alguna prisa; pero, a las instancias del joven y del cura,
no tuvieron más remedio que acceder y quedarse.
Se dió un limpión al terreno; se hizo fuego; el joven sacó su merienda,
un vaso y un plato, que ofreció a María; el cura, una bota de vino y
algunos fiambres, y Aracil, lo que había comprado en el pueblo. Después
de comer, el cura fué partidario de que se tendieran un poco al sol,
y, efectivamente, quitándose la sotana y poniéndola de almohada, se
echó a lo largo entre la hierba, y se quedó dormido.
Aracil estaba impaciente por marcharse, y advirtió a María que se
preparase.
--¿Qué, nos vamos?--preguntó el joven, como considerándose ya de la
partida.
Aracil hizo un gesto involuntario, de contrariedad, y el desconocido,
al notarlo, añadió, con tono melancólico:
--Si molesto, no digo nada.
--No, no--replicó Aracil--; de ninguna manera.
El caballero dió las gracias, y luego, de pronto, murmuró:
--Yo me llamo Álvaro Bustamante. A cualquiera que le pregunten ustedes
en estos contornos les podrá abonar por mí.
--¡Oh, no lo dudamos!--dijo Aracil--. ¿Es usted de esta tierra?
--Sí; soy hijo--siguió diciendo el joven--de una familia de Jarandilla,
donde mis padres tienen una casa antigua.
--Y qué, ¿son ustedes agricultores?--preguntó Aracil.
--Sí; tenemos viñas, ganado, molinos, una fábrica de aguardiente...
--¡Vaya! Entonces son ustedes ricos--saltó diciendo María.
--Sí...; pero eso no quita para que seamos unos desdichados y
arrastremos una vida horrible.
--Pues, ¿qué les pasa a ustedes?--preguntó, con interés, la hija del
doctor.
--¿Qué nos pasa? Lo que le digo a usted: que somos unos desdichados. La
verdad es que los extremeños han caído mucho; desde el antiguo García
de Paredes hasta el García de Paredes del crimen de Don Benito, hay
todos los grados de la degeneración.
--Pero, ¿usted no habrá matado a nadie?--dijo María, con un terror
cómico.
--No, no se alarme usted--contestó, sonriendo, el joven don Álvaro--;
mi desdicha no es ser un bruto, sino no tener energía para nada. Yo,
y lo mismo mis hermanos, somos víctimas de mi padrastro. Mi padrastro
es un hombre de energía extraordinaria. Era en el pueblo secretario
del Ayuntamiento, y se casó con mi madre, una viuda con tres hijos, la
persona más rica de Jarandilla. Mi madre es una mujer dulce, amable;
entonces vivía una temporada en el pueblo y otra en Madrid. Se casó, y
comenzó la dominación paternal. Lo mismo ella que mis hermanos quedamos
reducidos a nada. Mi padrastro es terrible; él lo dirige todo. Se
levanta temprano, se acuesta tarde; está siempre trabajando con un afán
de poseer, de extender sus propiedades, de apoderarse de todo. Según
él, nosotros no debemos trabajar. Mi hermano y yo hemos tenido intentos
de libertarnos, pero no hemos podido; fuimos a Madrid con intención
de hacernos independientes, y nada. Ahora quiere mi padrastro que mi
hermano sea diputado, y lo conseguirá.
--Pero, entonces, a ustedes les quiere bien--dijo María.
--Sí; pero nos ha matado; ha acabado con la poca energía que teníamos,
y nos estamos pudriendo en la vida pantanosa de un pueblo de éstos.
--Y, ¿por qué no se va usted?--preguntó Aracil.
--Eso estoy pensando siempre, en marcharme; pero no a Madrid, ni a
París, sino a Australia, a Nueva Zelanda, a tierras jóvenes, donde haya
una vida intensa.
--Y ¿está usted decidido?
--Sí; pero cuando maduro mi plan y voy a realizarlo, veo que no tengo
voluntad, que mi voluntad está muerta... Y luego me retiene ver a mi
madre, que es toda ternura para nosotros, y que con una mirada adivina
mis más íntimos pensamientos. Crea usted que me odio a mí mismo.
El joven hablaba con fuego, a la vez que con desaliento.
El doctor y su hija le contemplaban con curiosidad, mezclada de
simpatía.
--Yo, como usted--dijo Aracil--, no tomaría ninguna determinación
heroica, sino inventaría una chifladura: hacer versos, coleccionar
sellos o piedras... Las cosas pequeñas son como las cuñas: pueden
servir para afirmar el deseo de vivir.
En esto, el cura, que dormía de cara al sol, hizo un movimiento brusco
y se despertó:
--¿Qué hacemos?--dijo.
--¿Vamos?
--Vamos allá.
Montaron a caballo y se dirigieron los cuatro hacia Candeleda.
La sierra de Gredos se erguía a la derecha, alta, inaccesible, como una
inmensa muralla gris, sin un caserío, sin una mata, sin un árbol en sus
laderas pedregosas ni en sus aristas pulidas, que brillaban al sol. Se
hubiera dicho que era una ola enorme de ceniza, calcinada, quemada,
rota; una ola que, en la obscuridad de lejanas edades geológicas,
formó, al petrificarse la sierra. Alguna nieve blanqueaba la cresta
dentellada del monte, y parecía la espuma de la inmensa ola de granito.
El aire era diáfano, limpio, luminoso, como el de un mundo nuevo
acabado de crear; sobre las crestas de la sierra era de un azul intenso
y radiante. Algún águila, volando suavemente a inmensa altura, trazaba,
en la limpidez del aire, grandes y majestuosas curvas; a la izquierda,
hacia abajo, brillaban al sol los campos verdes, surcados por las
líneas obscuras de las lindes, los bosquecillos de árboles frutales y
los cerros cubiertos de jara y de carrascas.
Otra vez el camino estaba convertido en acequia, y los caballos se
hundían en la corriente. Las libélulas volaban rasando el agua.
--Esto es un escándalo--dijo Aracil.
--Sí; ciertamente que lo es--contestó don Álvaro--. Aquí los
propietarios acotan campos y montes, quitan los caminos, pero no hacen
nada por los pueblos. Regiones extensísimas, dehesas en las que podían
vivir miles de personas, están sin roturar. Los propietarios las
guardan para la caza y la ganadería. ¡Y si ya que se llevan el fruto
del trabajo de los demás hicieran algo! Nada. Aquí tiene usted esta
parte de la vera, naturalmente fértil, sana; pues la gente se muere,
como chinches, de las fiebres.
--Y ¿de qué procede eso?--preguntó el cura.
--Procede de que en todos estos pueblos--contestó don Álvaro--hacen
balsas para que se bañen los cerdos, y esas balsas se llenan de
mosquitos, que son los que propagan las fiebres. Esa agua limpia que
viene de la sierra se estanca y se convierte en un pudridero. ¡Y en
España con todo pasa lo mismo!
--Es verdad--afirmó Aracil--. ¡Cuánta corriente limpia en su origen se
estanca y se convierte en una balsa infecciosa!
Don Álvaro prosiguió diciendo:
--Es que todo lo que pasa en nuestro país en el campo es de una infamia
y de una injusticia tal, que se comprende que no quede un español
pobre, que todos emigren y se vayan cuanto antes de este indecente
país. Porque aquí lo que pasa es que el Estado ha abdicado, ha dejado
todas sus funciones en manos de unos cuantos ricos. Aquí se permite que
el propietario tenga guardas matones que lleven su escopeta y su canana
llena de balas; es decir, que, para guardar sus viñas, pueden abrir el
cráneo a cualquier infeliz que vaya a robar uvas; aquí se ponen cepos
y veneno en las propiedades; aquí se entrega a la Guardia civil, y se
les lleva a presidio, a pobre gente que coge un haz de ramas secas o un
puñado de bellotas. Y luego, esos ricos, que, además de miserables, son
imbéciles, no son para poner unos cuantos eucaliptos ni para sanear un
pueblo. Nada. La avaricia y la bestialidad más absoluta. ¿Es que no
hay más derechos que el derecho de propiedad en el mundo?
--Sí; este estado de cosas no puede subsistir--dijo el cura--; yo
también estoy con usted y con la gente del campo. Soy hijo de labrador,
y, la verdad, ya no se puede vivir en España.
--Y en Andalucía--siguió diciendo don Álvaro--es aún peor. Hay ricos
que tienen dehesas y cotos enormes. Allí viven los venados y los
jabalíes donde podrían vivir los hombres.
--Ya entrarán los hombres algún día en esos grandes cotos--dijo Aracil.
--¿A qué van a entrar?--preguntó el cura--. ¿A cazar jabalíes?
--No. A cazar a los propietarios--replicó el doctor.
--Se echaron a reír todos, tomándolo a broma.
--¿Y usted cree que antes la gente de los pueblos viviría mejor o
peor?--preguntó María.
--Mejor, mucho mejor--dijo don Álvaro--. Antes, estas dehesas y grandes
propiedades eran de los conventos. Los frailes vivían en el campo y,
poco o mucho, ayudaban a los campesinos. Pero ahora no pasa eso; todas
esas propiedades, procedentes de la venta de bienes nacionales, son de
particulares. La desamortización hubiera sido una gran cosa entregando
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